El dulce sonido de una mano impactando contra la delicada piel de aquella muchacha llegó a los oídos de Ismael Morrow como una eufonía, la sombra de una sonrisa desfilándole el rostro. Alzó la vista y su mirada ambarina volvió a toparse de bruces con la puerta que lo separaba de aquel llanto incesante y desgarrador que desarmonizaba la escena.
Por eso detestaba a las crías.
Prefería jugar con piezas menos tiernas mientras pudiera hacerlo como a él le gustaba, sin interrupciones para recrearse en el cuerpo ajeno. Siempre se había tomado la molestia de preparar debidamente a todas y cada una de las mujeres que exhibía en el Ripe's, preciosas muñecas de carne y hueso que pasaban por sus manos antes de ofrecerlas al público, asegurándose de proveer la mejor existencia del mercado.
No obstante, también comprendía la apetencia del consumidor por una carne mucho más tierna. Más prieta, tersa y atractiva. Él mismo se había sentido tentado de probarla hacía un par de años, cuando había barajado la opción de suministrar a sus clientes con niñas importadas del este, tan exóticas como sumisas. Sin embargo había acabado por decepcionarse tras comprobar lo rápido que se estropeaban sus delicados cuerpos y el poco aguante que ofrecían. Sobre todo las más jóvenes, que enfermaban más rápido e incluso perdían su atractivo antes de su primera menstruación.
Por otro lado, debía reconocer que eran mucho más obedientes, más fáciles de doblegar. Silenciarlas tampoco suponía ningún reto y había oído hablar de proxenetas que se habían ahorrado una buena millonada en condones, pese a que ello implicaba un riesgo exponencial frente a enfermedades. Pensándolo bien, tampoco es que aquello importase demasiado: a fin de cuentas la esperanza de vida de las niñas destinadas a la explotación sexual era bastante corta y reabastecerse de carne fresca no dejaba un agujero en el bolsillo.
En realidad, si sacaba cuentas, los beneficios podían llegar a ser exorbitantes mientras se jugasen las cartas correctamente.
La puerta de la habitación se abrió con un chasquido que lo sacó de su ensimismamiento y alzó la cabeza para ofrecerle una mirada desinteresada al hombre al que había estado esperando pacientemente sentado. Sus ojos se desviaron momentáneamente a la chiquilla que aún sollozaba desnuda hecha un ovillo en el colchón, de espaldas a ellos y con la melena rubia esparcida por las sábanas como si fuera un elegante río dorado.
Saber que había monstruos peores que él lo hacía sentir expiado, en cierta manera.
— Espero que no te hayas aburrido demasiado.
El comentario lo hizo volver a fijarse en aquel par de ojos oscuros y vacíos, desprovistos de expresividad, que lo observaban con lo que a Ismael quiso parecerle un deje de curiosidad.
— Deberías preocuparte más por ti— sugirió con una sonrisa ladina al tiempo que se daba toquecitos en la boca, sardónico.
Él hizo lo propio para limpiarse la mancha carmesí que le había vuelto a florecer en la comisura del labio, fruto de los desesperados intentos de la pequeña por zafarse de su opresión. Una sonrisa torcida le cruzó el rostro.
— Te dije que las crías son más divertidas— se limitó a responder antes de lamerse la sangre del dedo.
Ismael prefirió guardarse su opinión para otro momento y se limitó a estudiarlo con minuciosidad mientras se permitía el lujo de poner en duda la lealtad de aquel hombre. Y es que Ian Soldyck era una bestia salvaje que había nacido para gobernar el mundo. Imparable, majestuosa y letal. Unas facultades que tendrían a Ismael en jaque de no ser por el interés mutuo que los había llevado a conspirar contra dos de las imágenes más respetadas de los bajos fondos de la sociedad.
— ¿Y bien?— inquirió al tiempo que se recogía el pelo oscuro y sedoso en un moño—. ¿Se lo ha tragado?
Ismael apretó los labios en un vano intento de esconder una sonrisa divertida de él y se puso en pie para encabezar la marcha que los alejaría de aquel prostíbulo y sus mocosas lloronas.
— Creo que es hora de que pasemos a la segunda parte del plan— canturreó.
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Había perdido la cuenta de los minutos que habían pasado desde que se había encerrado en el baño para esconderse del hombre que había vuelto a abusar de él. Ya era la tercera vez aquella semana y Noah sabía que aquel infierno solo acababa de comenzar, que no pararía hasta que terminara cansándose de él y lo desechase como a un pañuelo sucio.
Su respiración entrecortada y las desenfrenadas pulsaciones de su corazón no lo dejaban pensar con claridad, poniéndolo en el peor de los casos y alejándolo cada vez más de sus pequeñas esperanzas por escapar de aquella jaula de paredes tapizadas y suelos enmoquetados.
Volvió a pasarse el dorso de las manos por los ojos para secarse las lágrimas a la par que trataba de acompasar su respiración, procurando encontrar la calma en algún recóndito lugar de su mente, lejos de aquella pesadilla que lo había llevado a fantasear tantas veces con la muerte.
Retuvo el aliento cuando su mirada vidriosa distinguió una sombra deteniéndose frente a la puerta que lo separaba de todos sus miedos y un instinto primitivo lo animó a permanecer inmóvil en el suelo, como un ratoncillo sabiéndose acechado por un depredador.
Las pulsaciones comenzaron a taladrarle los oídos con fuerza cuando fue testigo de cómo la manivela iba girando hasta abrirle paso al hombre que había comprado su libertad. Había vuelto a vestirse y el pelo azabache le caía desordenadamente sobre la frente, dándole una pincelada más salvaje a sus ojos plomizos.
Noah se abrazó las piernas con fuerza en un vano intento de esconderse de la escrutadora mirada que lo estudiaba con detenimiento, sin embargo, para un hombre tan poco acostumbrado a la privacidad como lo estaba Adam, era casi imposible apartar la vista de aquel cuerpo tembloroso que esperaba a que se decantara por hacer algo con él.
Le fascinaba lo hermoso que le seguía pareciendo pese a las recientes marcas que le salpicaban la suave piel de las muñecas y los muslos, o esos ojos almendrados castigados por las lágrimas que lo observaban con un pavor más que justificado. De hecho, su belleza andrógina no hacía más que destacar en aquella pequeña obra de arte compuesta por unos labios carnosos y una mirada que lo había hechizado desde su primer encuentro en la sala de subastas.
Y la obsesión que empezaba a embotar el juicio de Adam Eliot iba mucho más allá de la necesidad de apoderarse de aquella criatura salvaje y seductora.
Cruzó la sala para abrir el grifo de la bañera exenta que había en el centro de la habitación y tomó una toalla de las estanterías que había repartidas a lo largo de la pared para tendérsela al chico que todavía sollozaba encogido en una esquina, como un animalillo asustado.
— Todavía no te he dado motivos para llorar— sentenció Adam con intransigencia, sus ojos grises observándolo con curiosidad—. Así que ponte esto y cállate.
Los músculos espasmódicos de Noah temblaron bajo el suave tacto de la toalla cuando esta precipitó sobre él, y se apresuró a cubrirse las caderas con ella cuando Adam se giró momentáneamente hacia la bañera. Permaneció en pie, inmóvil, analizando los movimientos de aquel hombre con una escrupulosidad casi enfermiza.
— Entra— ordenó sin molestarse en cruzar miradas con el muchacho, sus manos apoyadas en los bordes de la tina—. Hablemos un poco.
Noah vaciló un instante, desconfiado, y se abrazó el cuerpo cuando el corazón empezó a percutirle el pecho con fuerza de nuevo, instándolo a escapar del lobo que lo acechaba día y noche.
— No voy a repetírtelo. Te metes tú o te meto yo.
Noah no necesitó escuchar más advertencias: aquella voz gutural y serena dejaba entrever una tormenta que amenazaba con cernirse sobre él. Hizo un acopio de fuerza de voluntad para apurar la distancia que los separaba, cabizbajo e impotente de no ser capaz de hacer algo al respecto.
No. Noah ya había sido doblegado lo suficiente por Adam Eliot como para entender que no podía escapar de su monstruosa tiranía. El propio Adam se lo había hecho saber durante su primer encuentro, imponiéndose sobre el rubio cuando había intentado zafarse de sus insinuantes caricias. La diferencia de fuerza era tan abismal que Noah no podía evitar sentirse insignificante bajo la mirada de aquel hombre capaz de tumbarlo en el suelo de una bofetada.
Había logrado sobrevivir bajo el yugo de Sloan a base de atestarle la comida de somníferos, asegurándose de que no se sobrepasaría con él tras la cena, cuando su mujer estaba lo suficientemente ocupada arropando a sus hijas como para sospechar sobre la repugnante apetencia sexual de su esposo por el crío de diecisiete años al que habían acogido bajo su techo.
Pero aquella situación era completamente diferente: ahora el único espacio del que disponía para jugar sus cartas era un dormitorio ridículamente espacioso y desprovisto de cualquier objeto que pudiera utilizar para defenderse. Había intentado robar la afilada cubertería de plata que solía traer la doncella en el carro de servicio junto a una comida que él se había negado a probar. Sin embargo, el minucioso protocolo que seguían los empleados de la villa había acabado por descubrir sus intenciones y Noah había tenido que pagar las consecuencias: tres días más sin probar bocado.
Sus ojos oscuros se cruzaron con los de Adam cuando llegó a los pies de la bañera, pero rehuyó su mirada rápidamente, azorado por la severidad que desprendía. Entró en el agua despacio, abrazándose la toalla que todavía le cubría las caderas y procurando ignorar la descarada proximidad de su carcelero, que observa el panorama desde primera fila con una tierna sonrisa dibujada en sus labios, conmovido por su belleza.
Se colocó de espaldas al azabache mientras trataba de ocupar sus pensamientos con la sensación del agua caliente relajándole los músculos, la mandíbula tensa. Adam, por su parte, se remangó la camisa por encima de los codos.
— El señor Palladino asegura que todavía no has dicho ni una palabra— comenzó al tiempo que tomaba una esponja y la empapaba en el agua—. Dice que puede tratarse de algún caso de mutismo y ha sugerido someterte a terapia.
Noah se estremeció instintivamente cuando la mano de Adam se ciñó alrededor de su muñeca y le alzó cuidadosamente el brazo para enjabonarlo, no obstante, se dejó hacer, sedado por la vaga esperanza que le había florecido en el pecho: después de todo, Leonardo seguía guardando su pequeño secreto.
Su expresión aliviada no pasó desapercibida bajo la atenta mirada de Adam, quien compuso una sonrisa divertida.
— Aun así, ambos sabemos que no te conoce mejor que yo— continuó susurrándole al oído, frotándole la espalda delicadamente con la esponja—. No puedo culparlo por equivocarse. A fin de cuentas, no es él quien te está follando. No sabe lo claro que hablas cada vez que pides que me detenga.
Los músculos de Noah se tensaron como las cuerdas de una guitarra y volvió a asediarlo la sensación de estar siendo acechado por un depredador que lo espiaba desde las sombras.
— Esperaba que pudiéramos llevarnos mejor, pero tienes fama de ser bastante empedernido y en eso no vamos a ceder ninguno— atrapó un mechón de aquella melena rubia que lo llevaba de cabeza y se lo colocó tras la oreja—. Pero tienes que entenderme, he invertido una pequeña parte de mi fortuna para tenerte a mi lado. No puedo dejar que te marches tan rápido...
Noah ladeó la cabeza para separarse del tacto de su mano, su respiración entrecortada oprimiéndole el pecho. Adam volvió a sonreír.
— Te he acogido bajo mi techo y brindado mi protección. Deberías sentirte afortunado— murmuró con fingida complacencia—. Sé de unos cuantos que matarían por tener una cama, comida caliente y agua con la que poder bañarse. Así que tendrías que estar agradecido.
Dejó la esponja para acariciar el cuello del muchacho, húmedo, caliente y exquisitamente suave, y tuvo que reprimir el impulso de besar el lienzo pálido de su piel.
— Pero si estás tan desesperado por volver a las mismas calles de las que te rescaté, ¿quién soy yo para negarte ese sueño?— alzó la vista y sus ojos se toparon con la mirada curiosa de Noah—. Gánate tu libertad. Serás libre de marcharte cuando pagues el precio que tienes. Hasta entonces, serás mío y me cebaré contigo hasta que tú mismo te des cuenta de lo inútil que es escapar de mí.
La propuesta de Adam tenía todos los requisitos de una trampa ilícita y premeditada, de hecho, no se había molestado en añadirle aderezos que pudieran embellecerla, pues sabía que Noah estaba tan desesperado como para pasar por alto todas y cada una de las desventajas a las que se sometería de sellar aquel acuerdo.
Un pacto con el diablo.
— Tu deuda conmigo irá mermando a medida que te entregues a mí— prosiguió con una sonrisa ladina—. Pagaré por tu cuerpo si te portas bien. De lo contrario, no habrá trato y serás mío para siempre.
Noah quiso barajar sus opciones a pesar de ser consciente de que no tenía muchas más alternativas. La propuesta de Adam no contemplaba posibles negociaciones y ni siquiera le había dejado la muerte como salida de emergencia. Su juego era sucio e indecente, unas aptitudes propias de los hombres de su calaña.
Se lo había dejado bien claro: o se entregaba obedientemente o lo coaccionaba a ello, pero no iba a dejar pasar una oportunidad como aquella. No después de tanto tiempo sin añadir un nuevo artículo a su preciada colección.
— ¿Hay trato?
Noah maldijo para sus adentros a la par que se mordía los carrillos, impotente. Odiaba a aquel hombre y estaba decidido a hacerlo pagar tarde o temprano por la mancha que había dejado en su orgullo. Finalmente asintió con la cabeza, aceptando su destino con resignación. Adam, por su parte, chasqueó la lengua.
Sujetó con fuerza la cabeza del rubio y la hundió en el agua unos instantes, ignorando sus desesperados intentos por zafarse de él. Lo sacó tironeándolo del pelo y le hizo la cabeza hacia atrás para estudiar su expresión agitada.
— Te he hecho una pregunta— señaló serenamente a la altura de su oído.
Noah tosió un par de veces mientras intentaba rescatar algo de aire para sus pulmones.
— Hay trato— sollozó apresuradamente.
Adam sonrió con ternura.
— Eso está mejor.
Y volvió a hundirlo bajo el agua.