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Chapter 7 - Amigo o enemigo

La puerta de doble hoja se cerró estruendosamente de un golpazo y Noah esperó en la cama hasta que el apresurado y molesto taconeo de la doncella solo fue un remoto eco al fondo del pasillo. Salió de debajo de las sábanas y atravesó la habitación a grandes zancadas para comprobar lo mismo que otras tantas veces, que la puerta estaba cerrada con llave y que no había forma de escapar de aquella elegante jaula de la que tenía prohibido salir.

Volvió a propinarle un puntapié, frustrado, y deshizo sus pasos hasta el colchón, donde la mujer había colocado una camisa y pantalones cuidadosamente doblados. Chasqueó la lengua y se limitó a palpar el tejido de las prendas antes de hacerlas un ovillo y arrojarlas al suelo, irritado. Desde el principio, Noah se había negado a ponerse cualquier cosa que Adam le comprara, por refinada y cara que fuera: ya le fastidiaba tener que entregarse físicamente a él como para complacer todos y cada uno de sus ridículos caprichos.

Sí que había empezado a comer de las bandejas que las doncellas llevaban a su habitación en elegantes camareras de cristal. A obstinada petición de Leonardo, todo hay que decirlo. Además, había escuchado de la mujer de ojos zafiro que Adam solía castigarlos si su peso bajaba demasiado o descubría que se descuidaban y corrían riesgo de enfermar. Se lo había hecho saber durante su última exploración física, cuando Leonardo lo había reprendido por su súbita bajada de peso y llamativa delgadez.

Los reconocimientos médicos eran unos de los pocos protocolos que le permitían escapar de aquellas cuatro paredes entre las que se encontraba enclaustrado el resto de la semana. Siempre era igual: todos los martes dos hombres trajeados irrumpían en su habitación a las siete de la mañana, le esposaban las manos y lo escoltaban hasta la consulta que había al final del pasillo. Leonardo se mostraba distante y tan profesional como de costumbre, intimidado por la presencia de la pequeña comitiva de Adam, quienes se mantenían en silencio en un rincón de la sala en caso de que su intervención fuera necesaria, miradas al frente y manos entrelazadas a la pelvis.

No obstante, aquella rutina había llevado a Noah a averiguar varios matices importantes que habría pasado por alto de no haber pisado nunca aquella consulta. Había descubierto que dos mujeres se encontraban en la misma posición que él. A Alina ya la conocía: era la misma muchacha que lo recibió la primera noche que tuvo que enfrentarse a los abusos de Adam. Una belleza de ojos zafiro que irradiaba elegancia y erotismo y no parecía responder a ningún designio que no fueran los de su amo.

Raissa aparentaba todo lo contrario. Tenía la piel tostada y los ojos color caramelo, tan magnéticos como indescifrables. El pelo grueso y oscuro le caía sobre los hombros en rebeldes tirabuzones que le otorgaban un aspecto salvaje e impredecible, pero todo aquel encanto era eclipsado por la docilidad con la que respondía a todas y cada una de las órdenes de los perros de Adam.

Al igual que Noah, procuraba guardar silencio la mayor parte del tiempo y esquivaba las miradas indiscretas del resto. No lo hacían por obediencia o por sentirse menos abrumados, sino que preferían esconder sus verdaderas intenciones del enemigo. Así lo había sentido el rubio cuando sus miradas se habían cruzado aquella mañana por un instante. Unos segundos habían bastado para transmitirse todo lo que no pudieron con palabras:

Bienvenido al infierno. Sobrevive.

Noah había leído la desesperación en sus ojos y había descifrado el mensaje, declarando a Raissa una aliada imprescindible para salir con vida de aquel campo de batalla. Pero si bien se alegraba de aquella pequeña victoria, no podía ignorar la intranquilidad que le inspiraba Alina.

No solo encaraba a los lacayos de Adam, sino que estos inclinaban la cabeza y cumplían sus caprichos en silencio, como los perros obedientes que eran. Hasta Leonardo parecía más agitado y prudente cuando ella andaba cerca. Al principio había pensado que solo lo incomodaba por su atractivo, puesto que Alina poseía una belleza arrolladora capaz de deslumbrar hasta el hombre más cuerdo, pero había terminado por descartar aquella idea tras cruzarse con sus ojos escrutadores y desafiantes. Una mirada que le había hecho ser consciente de la abismal diferencia que los separaba.

Alina estaba por encima de todos ellos y no dudaba en demostrarlo. Yo estoy por encima y tú por debajo. Eres tú quien lleva las cadenas, no yo.

Ahora, encerrado de nuevo entre aquellas paredes y sin nada que lo ayudara a mantener su mente ocupada, Noah no podía hacer otra cosa mas que torturarse con las preguntas que lo rondaban como aves carroñeras.

Sus pasos acabaron guiándolo hasta el ventanal que lo separaba de la enorme terraza en la que solía pasar las mañanas para descongestionar su mente de las horribles escenas que revivía en su habitación. Y aunque su mano ya había abrazado la manivela, aquella vez no llegó a abrir la puerta.

Más allá de la balaustrada que lo separaba de una caída de dos pisos, Noah reconoció la melena azabache de la joven meciéndose al ritmo de sus pasos, como una cortina oscura que le caía hasta la mitad de la espalda. Adam, como siempre, la acompañaba en su agradable y entretenido paseo y le ofrecía su brazo para que ella caminara sujeta a él, tal y como hacían las parejas que había visto deambulando por el mercado portuario cuando vivía bajo las amenazas de Curt.

Alina sonreía y parecía bromear con él, robándole sonrisas sinceras y suaves carcajadas al mismo hombre que los ahogaba bajo su yugo. A veces se permitía la osadía de reclinar la cabeza delicadamente en el brazo de Adam en un admirable gesto de cariño y confianza que a Noah le hizo sentir la bilis trepándole por la garganta.

Había oído de Leonardo que Adam Eliot era un sádico que se divertía torturando a sus propios aliados. ¿Por qué entonces aquella mujer se sentía tan relajada a su lado? Era imposible que se tratara de pura actuación, no después de todas las atrocidades que había cometido.

El hecho de que alguien mostrara afecto por un monstruo como él le revolvió las tripas y lo hizo recapacitar de nuevo sobre sus alternativas: ¿era Alina otra víctima de Adam? Y de ser así, ¿por qué gozaba de muchos más privilegios que el resto?

¿Era amiga o enemiga?

Sea como fuere, estaba decidido a averiguarlo pese a que ello implicara retrasar más el trazado del plan que lo sacaría de aquel infierno. Hasta entonces, entendía que no podía tomarse muchas confianzas y debía andarse con cuidado. Después de todo, aquella mujer parecía peligrosa.

— Mierda...— maldijo entre dientes—. ¿Quién demonios eres?

Fue aquella sensación tan familiar de estar siendo acechada la que animó a Alina a girarse hacia la villa, agudizando sus sentidos. Sus ojos recorrieron rápidamente el camino que habían dejado atrás, la entrada al edificio, el tejado y las ventanas, pero lo que fuera que los estuviese espiando, ya no estaba allí.

Una parte de ella trató de convencerla de que habían sido imaginaciones suyas, pero no podía ignorar que aquel instinto suspicaz y calculador la había mantenido a salvo hasta entonces. Volvió a mirar al frente con una extraña sensación oprimiéndole el pecho que puso a trabajar los engranajes de su mente con cautela, no obstante, se vio obligada a interrumpirse cuando fue consciente de que Adam la escrutaba por el rabillo del ojo.

— Lo siento, creía que alguien me llamaba— sonrió a la par que volvía descansar la cabeza en su brazo, risueña.

Adam no se molestó en disimular su sorpresa y alzó una ceja para ofrecerle una mirada elocuente antes de decantarse por ignorar lo ocurrido y continuar con su paseo.

Caminar de la mano de aquella mujer se había convertido en una especie de ritual entre ellos cuando ambos necesitaban descansar de sus respectivos deberes, y perderse entre los arbustos recortados del enorme jardín de la finca siempre los ayudaba a poner en orden sus pensamientos.

— Hay algo que te preocupa— se atrevió a decir Alina finalmente— Hoy estás especialmente pensativo.

Adam sonrió con incredulidad, encantado de su perspicacia.

— Ismael me ha llamado esta mañana— declaró con franqueza—. No ha podido averiguar nada sobre los Soldyck. Nada que ya no sepa.

Alina sintió que la tensión que le había estado asediando los músculos durante aquella semana se desvanecía casi por completo, animándola a suspirar profundamente por la nariz, un gesto que no pasó desapercibido por la atenta mirada plomiza de su acompañante.

— ¿Qué piensas?— trató de provocarla, sardónico.

La muchacha frunció el ceño, pensativa. Había estado dándole varias vueltas al asesinato de sus hombres y le parecía absurdo que los Soldyck hubieran decidido romper su convenio cuando lo único que podían sacar de ello era ganarse el rencor de Adam. Ismael monopolizaba todos los burdeles al noreste de La Capital, de modo que era imposible que ocurriera algo en sus calles sin que él lo supiera. Por otro lado, los Soldyck habían traspasado el territorio de Adam y habían asesinado a tres de sus hombres, ¿pero por qué motivo?

Había algo en toda aquella pantomima que no le cuadraba y sabía que Ismael Morrow esta involucrado.

— Es un mentiroso compulsivo— asintió Alina con severidad—. No me fio de él.

— ¿En qué te basas?— inquirió él con las cejas arqueadas, sugestionado por la desconfianza de la chica.

— En mi instinto.

Adam sonrió para sus adentros, satisfecho de tenerla a su lado. La opinión y el apoyo de Alina siempre habían sido un factor decisivo a la hora de tomar las decisiones que lo habían catapultado hasta la cima de aquella cadena alimenticia en la que se movían las figuras más importantes de los bajos fondos de la sociedad, y los únicos que podían medirse con él era la familia Soldyck.

Adam también había tenido serias dudas sobre la lealtad de Ismael, pero consideraba que aquella era una buena oportunidad para ponerlo a prueba y le había dado su espacio para proceder, confiando que Mary lo mantendría informado si el proxeneta hacía algún movimiento sospechoso.

No obstante, no podía negar que la reticencia de Alina era un factor importante a tener en cuenta en el asunto. Después de todo, aquella mujer tenía un don natural para la maquinación y la manipulación.

— ¿Y qué piensas hacer?— prosiguió ella al tiempo que se adelantaba unos pasos para detenerse frente al estanque que había al final del pasillo empedrado—. ¿Vas a dejar que los Soldyck hagan lo que les plazca?

Adam la observó detenidamente, escrutando las curvas de su cuerpo que se recortaban en el largo vestido de lino blanco que resaltaba el azabache de su melena.

— Me gustaría enviarles una invitación— la sombra de una sonrisa retorcida desfilándole por el rostro.

Un sudor frío recorrió la espalda de la muchacha cuando sintió el aura hostil de su amo condensando la atmósfera, despertando en ella la necesidad de escapar de su alcance. Se giró y sus ojos zafiro fueron testigos de la tormenta eléctrica que encerraba su mirada plomiza.

— ¿Alguna sugerencia?— insistió Adam con aquella calma propia de él.

Alina procuró aparentar serenidad y escogió muy bien las palabras que diría a continuación, ofreciéndole una sonrisa cómplice al hombre que probablemente estuviera a punto de comenzar una masacre.

— He escuchado que tienen un hijo pequeño...— se limitó a responder.

...

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El intermitente sonido de una llamada entrante en su móvil lo sacó de su ensoñación, animándolo a incorporarse pesadamente sobre los codos para alcanzar el aparato que vibraba con persistencia en la mesita de noche.

Parpadeó un par de veces cuando la luz de la pantalla le abofeteó los sentidos, esperando a que sus ojos se acostumbrasen a aquella claridad que quebraba la penumbra de la habitación. Tal y como se había estado repitiendo a lo largo de la semana, las palabras "número privado" figuraban por encima de los iconos verde y rojo que palpitaban en la pantalla. Él chasqueó la lengua y sus ojos azules saltaron a las cifras verdes del reloj digital que descansaba en la mesita de noche para comprobar que, efectivamente, todavía faltaba media hora para que fueran las siete de la madrugada.

— ¿Diga?— murmuró con tono áspero tras descolgar.

La voz que reconoció al otro lado de la línea— grave, formal y severa— fue incentivo más que suficiente para apagar el móvil y devolverlo a su lugar, irritado. Suspiró profundamente y se pasó las manos por la cara, echándose hacia atrás el flequillo castaño que le caía de forma desordenada sobre la frente.

Ya había dejado claro que no quería tener nada que ver con los negocios de su padre y que no estaba interesado en preservar los lazos que lo habían mantenido atado a sus parientes hasta hacía tres años, cuando había renunciado a la sucesión del negocio familiar y a todo lo que ello conllevaba.

Todavía recordaba con nitidez el desequilibrado estado emocional de su madre al enterarse, la mirada reprobable y decepcionada de su padre y la lluvia de críticas que se cernieron sobre él. Incluso después de marcharse de casa, el peso y la historia de su apellido lo persiguieron durante varios meses, desterrándolo de su cuidad natal con tal de vivir una vida tranquila, lejos del mundo hostil en el que se había criado.

No, él ya no era un Soldyck. No tenía por qué responder a las competencias de su familia ni involucrarse en sus negocios. Después de todo, había sacrificado todo aquello para poder disfrutar de una vida común y apacible.

— ¿Ellos otra vez?

Aquella suave voz aletargada fue el sol que despejó los nubarrones que enturbiaban su mente, rescatándolo una vez más de sus pensamientos.

— ¿Te he despertado?— susurró, en sus labios una tierna sonrisa.

El chico que yacía a su lado con los ojos todavía cerrados negó suavemente con la cabeza a la par que extendía un brazo, invitándolo a tumbarse junto a él. El castaño lo observó con devoción antes de acudir a su llamada, se enterró de nuevo bajo las sábanas y descansó la cabeza en el pecho de la persona que había logrado que todo valiera la pena. Se abrazó a él, anestesiado por el suave tacto de los dedos que le acariciaban la espalda, besándole la piel.

Permanecieron así durante unos instantes, sumidos en el silencio y perdidos en el agradable calor corporal del otro. Y es que Keith Soldyck había encontrado la paz en el mismo chico que lo había salvado de la muerte en el pasado, la persona que había llegado a convertirse en el blanco de tiro de su familia tras descubrir su cercanía y el motivo por el que se había visto obligado a dejar atrás su antiguo estilo de vida.

Y había valido la pena porque Gonzalo Forester era la única persona en el mundo capaz de comprenderlo y hacerlo sentir seguro entre sus brazos, protegiéndolo de todas las amenazas que lo acechaban en sus pesadillas.

Se abrazó más a su cuerpo y cerró los ojos con fuerza, como si tratara de espantar los pensamientos que todavía le rondaban la mente. Gonzalo, por su parte, acariciaba la espalda del castaño con la esperanza de tranquilizarlo, consciente de lo mucho que lo turbaba mencionar el tema. Tras unos minutos, Keith se animó a hablar.

— Quieren que vuelva a casa— murmuró con un hilo de voz, el corazón percutiéndole el pecho con fuerza—. Están pasando cosas y quieren tenerme cerca.

Gonzalo torció el gesto, pensativo.

— ¿Crees que es importante?

Keith escupió una carcajada sardónica.

— Si fuera importante, mi padre debería dar la cara en vez de esconderse tras su puto séquito de mayordomos— espetó tras recordar la voz de uno de ellos al otro lado de la línea, molesto.

Gonzalo asintió en consenso con su mirada avellanada perdida en el techo del dormitorio, secundando su posición defensiva. No obstante, tampoco le extrañaba la actitud desinteresada de su padre: la familia de Keith nunca había destacado por ser especialmente transigente. El silencio los envolvió de nuevo un instante.

— No tengo porqué escucharlos— añadió el albino, y la nostalgia ensombreció sus ojos azules—. Pero siguen siendo mi familia.

— Lo sé...— suspiró Gonzalo para tranquilizarlo a la par que le acariciaba la espalda—. ¿Qué quieres hacer?

Keith frunció ligeramente el ceño mientras su mente hacía inventario de todas las cosas que habían ocurrido hasta entonces: el silencio de su padre, las advertencias de su hermano Ian, las calumnias de sus socios. Y luego Gonzalo: la luz que lo había guiado a través de aquella bruma que lo había estado asfixiando durante tanto tiempo.

Debía protegerlo a toda costa y sin importar las consecuencias, tal y como se había prometido hacía tres años. Era lo único de lo que tenía que estar seguro y no pensaba titubear.

— Cumplir mi palabra— pensó en voz alta, y le posó un beso en el pecho.

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Una semana después Noah estaba preparado para resolver las dudas que albergaba sobre Alina, decidido a recabar toda la información que fuerza capaz.

Aquel martes había esperado a que Leonardo invitase educadamente a la comitiva de Adam a abandonar la consulta para proceder a la exploración física, puesto que ningún hombre— a excepción de los médicos y el propio Adam— podía ver desnudas a sus mujeres. El otro doctor, un hombre mucho más viejo que Leonardo y de barba recortada y encanecida, se apresuraba a registrar en un ordenador los datos que iba enumerándole su alumno, y aunque Noah esperaba que una oportunidad se presentase ante él, no imaginaba que sería Alina quien acabaría rompiendo el incómodo silencio que los envolvía.

— ¿Has podido adaptarte bien este primer mes?— canturreó con fingido entusiasmo.

El rubio hizo amago de responder, pero se interrumpió cuando su mirada se topó de bruces con la de Leonardo, quien estaba tomándole la talla, advirtiéndolo de que era más sensato guardar silencio. El otro médico estudiaba la escena por el rabillo del ojo, extrañado por el excéntrico comportamiento de la muchacha, puesto que conocía a la perfección las instrucciones y el protocolo al que debían ceñirse. Raissa, por su parte, también parecía sorprendida por la osada actitud de su compañera.

Y es que pese a que los martes podían escapar un par de horas de sus respectivas habitaciones, los esclavos de Adam tenían prohibido entablar conversación entre ellos, aislándolos todavía más en sus burbujas. Sin embargo, aquella cláusula no parecía atañer a Alina, quien se sentía libre de romper el estatuto siempre que quisiera, amparada por unas excepciones que nadie terminaba de entender del todo.

Noah barajó la posibilidad de que aquel fuera un presuntuoso intento de provocarlo, de modo que se decantó por escuchar el consejo de Leonardo y desvió la mirada hacia las esposas que le inmovilizaban las manos, pensativo.

La sesión concluyó sin más interrupciones y ambos doctores se reunieron en el interior de un pequeño despacho de paredes transparentes desde el que podían hablar con privacidad sin perder de vista a los esclavos. Noah supo reconocer su oportunidad cuando la tuvo delante.

— Cuando está dentro solo duele— confesó con un hilo de voz, su mirada perdida en algún punto indeterminado del suelo.

Raissa y Alina intercambiaron una mirada cargada de asombro y un deje de compasión.

— Pues finge que te gusta— se apresuró a responder la de ojos caramelo—. Así lo complacerás.

Noah asintió tímidamente con la cabeza y aunque esperó que Alina se animara a participar en su pequeña conversación, la mujer permaneció en silencio con una expresión insondable, perdida en sus pensamientos.

Las probabilidades de éxito de Noah se vieron súbitamente aplacadas cuando ambos médicos se decantaron por abandonar el despacho para llamar a los hombres que esperaban fuera de la consulta y que escoltasen de nuevo a los esclavos hasta sus respectivas habitaciones. Raissa fue la primera en marcharse, tan dócil y cabizbaja como siempre; Alina, la segunda. No obstante, se detuvo frente al rubio para lanzarle una última mirada que delató mucho más que complicidad.

Era una puta revolución.

— Explórate— le dijo, ignorando por completo la presencia de todos a su alrededor, desafiante—. Necesitas conocer tu cuerpo primero. Y cuando estés con él, enséñale todo lo que recuerdes.