Dos meses habían sido más que suficiente para que Clayton Doyle provocara una perfecta metamorfosis en el raquítico cuerpo de aquel muchacho rubio al que no había tardado en añadir a su catálogo.
Tras haberlo instalado junto al resto de esclavos en aquella residencia que afincaba a las afueras de La Capital, se había asegurado de que no pasase hambre, de curar las marcas que le habían quedado en el cuello y las muñecas por el roce de las cadenas, y había tratado de disimular las cicatrices de sus pies.
Tal y como le había asegurado Curt, el muchacho no había opuesto ninguna resistencia, mostrándose dócil incluso hasta en el momento en que tuvieron que perforarle el lóbulo izquierdo para implantarle un pequeño localizador en caso de que pretendiese escapar.
Ni siquiera podía decirse que el arrancarse aquel pequeño chip fuese un reto: el dispositivo estaba diseñado para que pudiera retirarse si se hacía la presión adecuada, justo como un pendiente, pero estaba asegurado con un diminuto detonador que sería inmediatamente activado después de que alguien tratase de quitárselo sin desconectarlo primero.
Por supuesto, el señor Doyle no se había molestado en explicar aquellas condiciones a los nuevos esclavos que acababa de instalar en la residencia, y varios de ellos terminaron por perder sus miserables vidas en un intento de desprenderse de sus respectivos localizadores.
El motivo no era otro que el de asegurarse que la mercancía que subastaría era apta para sus valiosos clientes, y debía deshacerse de aquellos que podían amenazar con perturbar la armonía de aquella ceremonia tan tradicional para las importantes familias de los bajos fondos de la sociedad.
Había temido que Noah fuera uno de los que intentase escapar, pero para su sorpresa, había sido bastante obediente. De hecho, el señor Doyle había percibido cierto potencial en el muchacho, y se había visto obligado a reconocerlo cuando varios de sus compañeros habían muerto desangrados frente a sus ojos y el rubio no se había inmutado. Se había mantenido insondable durante todo el numerito, ignorando los aullidos desgarradores e impotentes del resto mientras terminaba de devorar su cena.
Eso había provocado que un hombre como Doyle, con años de experiencia en su trabajo, acabase pensando que probablemente tendría pesadillas con esos ojos marrones, oscuros y vacíos, y se había planteado varias veces que quizás Curt se equivocó al decirle que Sloan acabó cansándose del chico. Lo más probable era que Sloan hubiese empezado a despertar un temor incontrolable por ese aura que parecía emanar de él en ciertas ocasiones. Una bestia encerrada tras unos barrotes que quizás acabaría aplastando con el tiempo.
Sin embargo, también había tenido tiempo de sobra para conocer, al menos de forma superficial, los motivos de su comportamiento. A pesar de que Noah había guardado silencio durante todos los intentos de conversación que había entablado con él, los ojos del rubio habían expresado una realidad innegable:
No pretendo morir.
Y ese don suyo para interpretar los corazones de la gente le había ayudado a acercarse un poco al muchacho, asegurándole que no volvería a acabar en manos de viejos babosos como Sloan y Curt si se hacía notar en la subasta que tendría lugar en septiembre. Si contaba con la colaboración de Noah, quizás pudiera sacarle varios millones más de los que había calculado anteriormente y, ante todo pronóstico, el joven parecía haberse interesado por sus palabras.
Ahora, dos meses después de que el señor Doyle los hubiese comprado en aquella ciudad portuaria del sur, apenas faltaban un par de horas para que diera comienzo uno de los eventos anuales más importantes de La Capital.
— ¡Así que estaba aquí!— exclamó un hombre impecablemente trajeado, acercándose a grandes zancadas—. ¡Le he buscado por todos lados!
El señor Doyle deslizó el reloj de bolsillo en el interior de su chaleco y se ajustó el nudo de la corbata antes de girarse hacia Near Brown, el anfitrión que oficiaría la subasta y se encargaría de dirigir las pujas. Al igual que Doyle, llevaba muchos años en el empleo, pero eso no evitaba que los nervios lo hicieran sudar hasta dejarle perlada la frente.
— Si no le importa, me gustaría repasar con usted algunos aspectos— propuso al tiempo que se pasaba un pañuelo de tela por la cara.
Doyle acompañó al señor Brown a través de los bastidores, unos pasillos mal iluminados donde esperaban todos los artículos que serían subastados. En una de las galerías se encontraban las esclavas de Doyle, encerradas en una enorme jaula de acero que tenía la capacidad suficiente para acoger a treinta personas.
Era costumbre numerar a la mercancía en el orden en que aparecerían en la enorme tarima donde serían exhibidos a los pujadores, y el lugar que había elegido el señor Brown para ello era el pequeño agujero que Doyle les había perforado en la oreja para colocarles los localizadores. De esa forma, los esclavos de Doyle eran etiquetados discretamente.
Repasaron brevemente un par de puntos importantes, como la forma en que serían presentados a los postores y el precio base que les darían para que pudiese comenzar la puja. Se aseguraron que todos y cada uno de ellos estaban correctamente etiquetados y continuaron su paseo por la galería.
— Cuando me pidió que le consiguiera espejos semitransparentes...— reconoció Brown a medida que se acercaban a su destino, una pequeña habitación que cumplía a modo de camerino al final del pasillo—, creía que se había vuelto loco. Pero cuando vi el resultado con mis propios ojos, supe que esto pasará a la historia de todas las ventas que han tenido lugar en La Capital.
Doyle ignoró el comentario y tensó la mandíbula, inquieto. Había invertido tanto en los cuidados del mocoso que solo podía esperar que el tiro no le saliese por la culata. Sabía que alguien tan magnético como él necesitaba una presentación especial, y aunque la idea que había barajado podría ser un fenómeno, el señor Brown le había cobrado el triple de lo que costaba vender en su subasta.
— ¿Cómo van las cosas por ahí dentro, Matt?— exclamó Brown cuando reconoció a uno de sus hombres terminando de ajustar el cableado en el interior de lo que parecía una enorme vitrina.
El tipo, un hombre pelirrojo que debía estar columpiándose entre los treinta y tantos y los cuarenta, salió del compartimento y se pasó una mano por la frente para apartarse el sudor, sus ojos todavía fijos en la hilera de leds que acababa de instalar. En su mano derecha sujetaba unas pinzas de electricista.
— Con eso estaría resuelto el problema de las luces— declaró Matt con una sonrisa.
— Al principio pusimos bombillas, pero parecía más aparatoso y no tenían el mismo efecto— explicó Brown, dirigiéndose hacia Doyle—. Matt, estoy seguro de que el señor Doyle está ansioso por ver cómo ha quedado todo.
El pelirrojo dio un respingo cuando escuchó el nombre del tipo que acompañaba a su jefe, y no tardó en guardarse las pinzas en uno de los bolsillos del peto para tenderle la mano.
— Así que usted es Doyle— exclamó al tiempo que esbozaba una sonrisa nerviosa—. Soy un gran admirador de su trabajo. Transforma a esclavos demacrados en obras de arte.
Su declaración desencajó un tanto a Doyle, pero aquello no lo privó de estrecharle la mano.
— Es una forma de verlo— se limitó a responder, y le ofreció una sonrisa educada a modo de agradecimiento.
El señor Brown carraspeó un tanto y Matt se tensó antes de entrar de nuevo en la vitrina. Pulsó un interruptor y las hileras de leds se encendieron, iluminando el interior. Una sonrisa cruzó el rostro del señor Doyle, satisfecho con el resultado. Sin embargo no podía evitar que las dudas lo atestaran.
— ¿Cree que funcionará?— inquirió, acercándose al espejo a través del que podía observarse el interior de la sala.
— Compruébelo usted mismo— canturreó Brown, invitándolo a entrar con un gesto de su brazo.
El señor Doyle avanzó un par de pasos y se encerró en el interior de la vitrina. Las paredes de espejos semitransparentes reflejaban su imagen, y a pesar de que achicó los ojos y se acercó a los límites de las paredes para intentar ver el exterior, sus ojos solo pudieron toparse con una oscuridad infinita.
Y es que aquellos espejos estaban diseñados para que solo pudiera verse el lado más iluminado de ellos, haciendo imposible vislumbrar lo que había al otro lado. Era el mismo mecanismo que utilizaban los federales en las salas de interrogatorio, y el hecho de que la idea hubiese acabado en la mente de Doyle podía considerarse un golpe de suerte.
— Va a ser todo un éxito— canturreó Brown cuando Doyle salió de la vitrina.
Se despidieron de Matt y continuaron su caminata hasta que por fin llegaron al camerino que se encontraba al final del pasillo. Como la puerta estaba abierta, el señor Brown se adelantó para darle la bienvenida a su socio. Era una habitación llena de espejos y bien iluminada, con varios percheros saturados de prendas y varias estanterías repletas de productos para peluquería. Aquel debía ser sin lugar a dudas el camerino de Near Brown.
— ¿Cómo va el chico?— se apresuró a preguntar a las dos mujeres que se encontraban inclinadas sobre un joven rubio que estaba de espaldas a ellos.
Una de ellas alzó la vista para ofrecerles una sonrisa, sujetando todavía una brocha de maquillaje. La segunda mujer terminó de emparejar el flequillo del muchacho y giró con cuidado la silla en la que permanecía sentado para mostrarles el resultado.
— ¿Un éxito?— musitó el señor Doyle cuando sus ojos se encontraron con los de Noah—. Este crío va a dejar boquiabiertos a todos esos hijos de puta.
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El copioso sonido de los aplausos atronaron la sala, retumbando en aquellas paredes tapizadas en tela roja que componían la cuarta sala de subastas, donde el señor Brown acababa de aparecer sobre la tarima, acaparando toda la atención de las dos mil personas que se habían acomodado previamente en sus respectivas butacas.
El apacible silencio que siguió a tan calurosa bienvenida animó a Brown a hincharse el pecho de aire para comenzar un breve discurso, casi protocolario, para introducir el evento, comprobando así que el pequeño micro que se había colocado en la corbata funcionaba correctamente.
— Todavía no sé cómo lo hace para no engordar— musitó una voz lo suficientemente bajo como para que solo su acompañante pudiera escucharla—. Aún recuerdo toda la comida con la que se atiborraba antes de ponerse a sudar como un cerdo.
La muchacha negó suavemente con la cabeza en un claro gesto de desaprobación y se acomodó en el respaldo de la butaca al tiempo que cruzaba las piernas, la tela violácea del vestido descubriéndole la piel del muslo.
— Entonces se emborrachaba y me pedía que tocase dos piezas de su compositor favorito para quedarse dormido. Qué desperdicio— suspiró e hizo un mohín, descansando la cabeza en la palma de su mano.
El silencio sepulcral de su compañero empezaba a sacarla de quicio, haciéndole pensar que llevaba hablando sola desde que habían llegado a la Casa de Subastas. Sabía que no había dejado de darle vueltas al tema de las transacciones que acababa de dar por finalizadas aquella misma mañana, y era por ese mismo motivo que se había tomado como un reto personal distraerlo esa noche. Puso los ojos en blanco para captar su atención, un gesto que él detestaba en ella.
— ¿Se puede saber por qué estás tan callado? Estamos aquí para celebrar tu éxito en la reunión de esta mañana, ¿recuerdas?— canturreó, y sus dedos se deslizaron delicadamente por el dorso de su mano.
Aquella caricia, breve y casi superficial, logró sacarlo de aquella tormenta de pensamientos que llevaba barajando desde que había subido al coche. Decidió apartar aquellas ideas de su mente, innecesarias por el momento, y cruzó miradas con la chica.
Alina compuso una sonrisa triunfante: era la primera vez en toda la noche que él pareciera dispuesto a escucharla.
— Sé que estás casado con tu trabajo, pero necesitas un descanso— insistió mientras volvía a clavar los ojos en el subastador—. ¿Cuándo fue la última vez que te divertiste? Que te divertiste de verdad...
Él cerró la boca después de haber cogido aire para soltar la primera insolencia que se le pasó por la cabeza, y la sombra de una sonrisa incrédula le cruzó el rostro. Alina lo conocía bien.
— Vaya, creo que te ha visto— advirtió la joven cuando comprobó que los ojos del señor Brown se detenían en su dirección, alzando la cabeza hacia el palco donde se encontraban.
Y no se equivocaba en absoluto. El subastador conocía de sobra los rostros de sus mejores clientes, y si tenía la suerte de encontrarlos entre los asistentes, no dudaba en darles una calurosa bienvenida, pidiéndole al resto que les ofreciese un aplauso.
Adam Eliot era uno de ellos. Un hombre de veintinueve años que desde hacía tiempo ya formaba parte de los vértices con más influencia del bajo mundo. Nadie sabía cómo se había abierto paso hasta el éxito, pero no se necesitaba aspirar a los negocios para conocer su nombre.
Muchos aseguraban que la suerte también lo había dotado de un atractivo embriagador y una sonrisa que no dejaba ver sus verdaderas intenciones. Y es que eran muy pocos los que conocían su naturaleza manipuladora, controladora y obsesiva, una actitud que había comenzado a pulir desde que empezó a interesarse por coleccionar piezas humanas.
Adam se ajustó las solapas de la chaqueta de su traje y se puso en pie para saludar a modo de agradecimiento, cordial. Los aplausos de Alina, breves y un tanto sarcásticos, también se sumaron a los de la multitud.
— Esto de tener que levantarse cada que vez que asisto a un evento público...— murmuró cuando volvió a dejarse caer en su butaca, una sonrisa altanera desfilando por sus labios.
— Oh, por favor... No hagas como si no te gustara— rió Alina, aliviada de que el humor de Adam hubiese mejorado un tanto—. Y ahora que estás más relajado, ¿podrías reconsiderar eso de...?
Él se encogió de hombros, sus ojos grises analizando detenidamente la imagen de la mujer que acababa de aparecer en la tarima. La idea de comprar otra esclava no le parecía mala idea: llevaba tanto tiempo sin entretenerse con un nuevo juguete que había olvidado lo mucho que se divertía doblegándolos.
No obstante, los artículos que se habían subastado durante los últimos años no le habían despertado ningún tipo de interés. Los subastadores se limitaban a presentarlos en la tarima y a devolverlos a bastidores, como si fuera algún tipo de pasarela. Ni siquiera podía decir que las pujas fueran interesantes.
— ¿Sabes cuándo salen las esclavas de Doyle?— inquirió.
Alina tuvo que hacer un acopio de fuerza de voluntad para no sonreír. Le divertía lo impaciente que podía llegar a ser para algunas cosas.
— Es de los últimos. Creo que está el quinto.
— Conque lo bueno se hace esperar, ¿eh?— suspiró.
Adam no solía decantarse por vendedores, pero debía reconocer que Doyle sabía cómo exponer su mercancía. Había oído hablar de que el tipo compraba esclavos en condiciones deplorables y los transformaba en obras arte. Cuando había tenido más tiempo para prepararlos, incluso había llegado a presentarlos con algún talento.
Así era como había conocido a Alina, una belleza del norte que aún estaba en la flor de su vida, con una piel suave, pálida y pulcra, y una melena oscura y sedosa que destacaban sus ojos zafiro. Su atractivo lo había embaucado nada más verla, pero si algo había despertado su apetencia por la joven, era el hecho de que sabía tocar el piano y tenía una voz melodiosa.
Espió su perfil por el rabillo del ojo, analizando la silueta que conformaban sus labios y cómo los pendientes que le había regalado destacaban en el mar oscuro de su pelo. La belleza de Alina era arrolladora, pero una parte de él aseguraba que aquel brillo cegador había comenzado a apagarse. Era por eso que había aceptado llevarla a la subasta. Si Adam encontraba una mujer más bella que Alina, ella no podría reprochárselo.
Y él habría vuelto a ganar.
Tal y como esperaba, el resto de los presentes también estaban reservándose para la colección de Doyle, y las pujas comenzaron a ponerse interesantes cuando empezaron a aparecer sus esclavas, todas desvestidas.
A medida que el señor Brown las presentaba, las mujeres eran exhibidas en una enorme pantalla que había al fondo de la tarima para que todos pudiesen apreciarlas lo mejor posible, incluso la gente que se encontraba en los palcos del fondo.
— Vaya, esa tiene unos ojos preciosos— canturreó Alina cuando proyectaron la imagen de una joven de mirada esmeralda.
Adam chasqueó la lengua, molesto. Empezaba a pensar que estaba perdiendo el tiempo. Sí, la colección de Doyle era lo mejor que había visto en toda la noche, pero tampoco había sido nada del otro mundo. Se removió inquieto en su butaca, gesto que no pasó desapercibido por la muchacha que lo acompañaba.
— El último es el 404. Solo quedan tres más— trató de animarlo—. Después podemos ir a ese restaurante al que me llevaste el año pasado. Recuerdo que el vino estaba buenísimo.
Adam compuso una media sonrisa cuando recordó la expresión eufórica de Alina al probar aquella añada que les había sugerido el camarero.
Cuando el señor Brown despidió a la última mujer que había aparecido en la tarima, volvió a adelantarse unos pasos para colocarse en el centro, la pantalla del fondo retransmitiendo su imagen.
— Gracias a todos los inversores por sus compras. En cuanto a los que han estado esperando la entrega final, su paciencia será recompensada...
Alina resopló por lo bajo y se puso en pie, decepcionada. Había esperado que Adam pudiera llegar a interesarse por una nueva pieza que añadir a su colección y recuperase el buen ánimo, pero estaba visto que aquella noche no le ofrecerían nada mejor.
— ¿No nos quedamos a ver el final?— inquirió él.
— Cuando Brown hace ese tipo de comentarios suele presentar a una chiquilla de pechos exorbitantemente grandes. Y ambos sabemos que esas no son tu tipo. No quiero más desilusiones esta noche— señaló la muchacha al tiempo que alzaba las cejas.
Adam asintió y lanzó una última mirada a la tarima antes de ponerse en pie. Dos hombres estaban arrastrando un carro metálico sobre el que había una vitrina de cristal que no dejaba ver lo que escondía en su interior.
— Al menos parece que se han currado la exhibición— comentó la joven, sardónica.
El público había comenzado a murmurar ante la entrada en escena de aquella curiosa jaula de espejos, y el señor Brown tuvo que hacer un esfuerzo para no comenzar a frotarse las manos, exultante. Esperó a que sus ayudantes volviesen a los bastidores para apagar los enormes focos que alumbraban la tarima, sumiendo la sala de subastas en una oscuridad que hizo crecer los comentarios de los presentes.
Fue aquella tesitura la que animó a Adam a girarse una vez más hacia la tarima, donde habían empezado a centellear unas luces que, a medida que aumentaban su intensidad, dejaban entrever el contenido de la vitrina. Hubo un momento de súbito silencio en la sala: todo el mundo parecía haber contenido el aliento mientras en el interior de la jaula aparecía la imagen de un joven sentado en un taburete.
Estaba desnudo y la piel pálida e impoluta se dejaba acariciar por la luz que emitía el techo de la vitrina. Su pelo rubio caía desordenadamente a ambos lados de su rostro, coronado por una diadema de rosas blancas y amarillas. Ese patrón de colores se repetía en las flores que salpicaban el suelo, rodeando los pies del muchacho para darle aquella gracia frágil y casi hechizante.
Un instante fue suficiente para que Adam entendiera que la necesidad imperante que había comenzado a crecer en su interior debía ser saciada de inmediato. Ni siquiera fue consciente de cómo su mente empezaba a colapsar ante la imagen de aquella criatura bañada por los leds. Pura. Hermosa. Salvaje. Intangible.
Siguió la trayectoria de esos ojos marrones que se quedaron embelesados en un punto indeterminado del cristal, una mirada magnética y profunda que le arrancó el poco aire que le quedaba en el pecho. Sintió la insaciable necesidad de saber más sobre aquellos labios carnosos y rosáceos, y su mente jugó a imaginarlos húmedos y ligeramente entreabiertos.
Quería conocer el tacto de su piel y la sensación de aquella melena rubia enredarse en sus dedos; quería escuchar su voz susurrándole al oído un "no pares", sentir el calor de su respiración en el cuello y estudiar las curvas de su cuerpo desde otras perspectivas.
La sombra de una sonrisa torcida le cruzó el rostro cuando comprendió que era la primera vez en mucho tiempo que sentía aquel deseo irrefrenable de añadir un nuevo artículo a su colección, y a pesar de que su cabeza solo podía pensar en la exquisita morfología de los labios del joven y de que la puja ya había comenzado hacía unos minutos, Adam alzó cuatro dedos por encima de su cabeza, ofreciendo así cuatro millones de veces más que lo que había ofertado el último postor.
El señor Brown detuvo su cantar en seco, el sudor perlándole de nuevo la frente cuando sus pequeños ojos oscuros se detuvieron en aquella nueva mano que se había levantado en los palcos del fondo de la sala. Tragó saliva mientras su mente trataba de sacar cuentas.
— Ocho billones...— consiguió decir finalmente con voz queda. De no haber sido por el micro, nadie lo habría escuchado—. Ocho billones a las una. A las dos— parecía que nadie en aquella sala podía competir contra aquella suma—. Adjudicado por ocho billones a Adam Eliot.
Un breve silencio precedió a una lluvia de aplausos que coronaron vencedor al nuevo amo del chico de la jaula de cristal. Alina, por su parte, se permitió sonreír mientras una lágrima le besaba la mejilla.
Con toda la atención de Adam puesta sobre aquel muchacho, ella por fin estaba un paso más cerca de su ansiada libertad.