Doyle se pasó un pañuelo de tela por la frente antes de volver a colocarse el sombrero, aliviado. La agobiante atmósfera que se condensaba en las salas y los pasillos de la Casa de Subastas siempre conseguía inquietarlo de alguna forma, haciéndolo sudar y despertando en él la necesidad de escabullirse hacia el vestíbulo, donde las puertas giratorias ventilaban la estancia con la fresca brisa que traía septiembre.
El vestíbulo había sido diseñado, sin lugar a dudas, tanto para impresionar a los convidados como para acoger a una enorme multitud. Espacioso, elegantemente tapizado en rojo, de techo alto y abovedado, y bien iluminado, aquel era el lugar más indicado para que pudieran reunirse las figuras más importantes de la Mafia. O eso fue lo que pensó Doyle.
Hizo un amago de llevarse la mano al bolsillo del chaleco para buscar un cigarrillo que llevarse a los labios, pero se contuvo cuando recordó que solo faltaban veinte minutos para que empezase su segunda subasta. Se hizo a un lado para dejar paso a un grupo de hombres refinadamente trajeados y trató de no arruga la nariz cuando el intenso olor de sus perfumes casi lo hicieron lagrimear.
Se alisó el chaleco con ambas manos en un disimulado gesto de desdén, asqueado de la peste petulante que impregnaba a cada uno de ellos. No obstante, hacía mucho tiempo que Doyle ya se había hecho a la idea de que un hombre como él jamás lograría encajar en aquel mundo henchido de presunción y palabras aduladoras. De todas formas, tampoco sentía la necesidad de hacerlo.
El sudor volvió a perlarle la frente cuando sintió la mirada de un grupo de hombres que lo escaneaban desde la comodidad de unos sofás tapizados en cuero blanco que había al otro lado del vestíbulo. Pasó el peso de su cuerpo de una pierna a otra mientras fingía despreocupación y tuvo que volver a reprimir el impulso de sacar aquel paquete de tabaco que lo llamaba a gritos desde el bolsillo de su chaleco.
— El señor Doyle, ¿cierto?
Él se giró, sobresaltado, y su mirada se encontró con unos ojos plomizos cuyo vigor le recordó a una tormenta eléctrica.
— Adam Eliot— sonrió educadamente, pero su atención no tardó en saltar a la bella mujer que lo acompañaba. La curva de sus labios se pronunció un tanto—. Alina, qué agradable sorpresa.
Ella le devolvió el gesto y asintió levemente con la cabeza mientras estrechaba con suavidad el brazo que Adam le había ofrecido al salir del ascensor. La proximidad y la simpatía con la que se trataban desconcertó un tanto a Doyle, que tuvo que hacer un esfuerzo para que su expresión no reflejase su discordia.
Había oído que los gustos de Adam eran exigentes y un tanto estrafalarios, pero ignoraba que tuviese costumbre de recompensar a sus esclavos con galas como las que presumía la joven: un largo vestido de seda de color violeta que se ceñía exquisitamente a su cintura; unos tacones blancos de charol que combinaban con el juego de aquellos pendientes finos que parecían cascadas plateadas descendiendo por la oscuridad de su melena; y un par de delgados colgantes que decoraban la piel desnuda de su pronunciado escote.
De hecho, si Doyle no se hubiese fijado en la ajustada esclava de oro blanco que lucía en la muñeca izquierda, quizás se hubiese cuestionado la estrecha relación que los unía.
— Enhorabuena— la agradable voz de Adam lo sacó de su ensimismamiento, obligándolo a volver la vista hacia él—, su mercancía ha sido lo más interesante que he visto en mucho tiempo.
Doyle desvió los ojos hacia aquella mirada profunda que lo analizaba desinteresadamente y no pudo evitar sentirse intimidado de nuevo. La idiosincrasia y elegancia que lo envolvían colocaban a Adam en la cima de esa jerarquía de la que él nunca se había llegado a sentir parte. Solo necesitaba echar un vistazo a aquel traje negro hecho a medida por uno de los diseñadores más famosos de La Capital para darse cuenta de que, de querer intentarlo, jamás podría ponerse a la altura de un hombre como él.
Su fortuna e influencia eran considerables a pesar de su joven edad y la reputación que precedía a su nombre había desarmado a varias familias de la Mafia, doblegando a los capos como si fueran perros cabizbajos que habían acabado escondiendo el rabo entre las piernas. Muchos valoraban que ese temor era infundado, pero Doyle solo tuvo que advertir la tormenta que se escondía tras la calma de sus ojos para percatarse de que Adam Eliot era mucho más que el hombre del que hablaban los rumores.
Finalmente compuso una sonrisa a modo de agradecimiento, procurando escoger cuidadosamente las palabras que iba a decir a continuación.
— Yo también quería felicitarle. Tiene un gusto exquisito— alegó con falsa complicidad—. Noah es un diamante en bruto cuyo vigor hay que pulir...
Adam ladeó un poco la cabeza al tiempo que arqueaba una ceja, inquisitivo.
— Ignoraba que la criatura tuviese nombre— reconoció con una sonrisa.
— Eso dejará de ser un problema cuando le escojas uno nuevo— se apresuró a canturrear Alina mientras fingía connivencia.
Doyle frunció levemente el ceño ante la apurada intervención de la muchacha. Si no la conociera, hubiera jurado que estaba asustada de aquella calma insondable que envolvía a su acompañante.
— ¡Señor Eliot, es un honor volver a verlo!
La cantarina voz del señor Brown retumbó entre las paredes del vestíbulo, atrayendo la mirada de los demás convidados, y Adam tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Alina, por su parte, no se mostró tan afable, pero se separó de Adam y retrocedió unos pasos, situándose detrás de él al tiempo que entrelazaba las manos a la altura de su regazo e inclinaba la cabeza.
Aquel gesto de sumisión no pasó desapercibido por los atentos ojos de Doyle, y una sonrisa astuta le arrugó los labios: puede que Adam consintiera a sus esclavos, pero los tenía bien educados.
— Veo que ya conoce al señor Doyle— continuó el subastador antes de pasarse un pañuelo de tela por la frente para limpiarse el sudor.
— Tuve el placer hace cinco años— respondió el joven mientras se ajustaba distraídamente los gemelos plateados que lucía en la camisa negra.
Brown asintió con la cabeza y sus pequeños ojos oscuros se cruzaron con la mirada zafiro de Alina, quien volvió a bajar la vista rápidamente, inquieta: aun después de cinco años, todavía recordaba con nitidez las asquerosas manos del subastador desplegándose por la piel de sus piernas, asediándola.
— Si me disculpan, debo regresar— alegó Doyle al tiempo que se llevaba dos dedos al ala del sombrero a modo de despedida—. Mi segunda subasta no tardará en comenzar.
— Le deseo un buen negocio— sonrió Adam, tendiéndole la mano para estrechársela.
Doyle le devolvió el gesto, pero no añadió nada más: la profundidad que acompañaba a la mirada del muchacho lo hacía sentir un criminal en potencia siendo juzgado en el purgatorio, y tuvo que hacer un acopio de fuerza de voluntad para no salir corriendo del vestíbulo.
— Es seco, pero un proveedor excelente— lo disculpó el subastador, volviéndose hacia Adam mientras se frotaba las manos y una sonrisa nerviosa le desfilaba por los labios.
— No me cabe duda.
— Y hablando de negocios, le haremos llegar su compra dentro de dos días, tal y como se establece en la normativa— su mirada volvió a posarse un instante en el escote de la mujer que lo acompañaba—. Vendrá a la velada de este año, ¿verdad?
Adam dejó escapar una suave risa y escondió las manos en los bolsillos del pantalón. Casi le divertía la forma tan descarada en que aquel baboso se comía a Alina con los ojos. Casi.
— Le llamaré si cambio de opinión.
Él hizo el amago de protestar, pero el sonido de un teléfono lo interrumpió. Adam compuso una sonrisa a modo de disculpa y buscó su móvil en el bolsillo interior de su chaqueta antes de fruncir levemente el ceño cuando sus ojos consultaron la pantalla. Al parecer, las cosas no iban a salir tan bien aquella noche después de todo.
— Si me disculpa, señor Brown, he de volver— continuó antes de estrecharle la mano—. Que tenga una buena noche.
El subastador quiso decir algo, pero la mirada de Adam ya no expresaba aquella calma desinteresada que solía caracterizarlo, sino un mar embravecido en mitad de una tormenta. Alina lo siguió sin molestarse en mirar una última vez a Brown: estaba más interesada por saber qué había irritado tanto a Adam.
— ¿Los Soldyck?— se atrevió a preguntar ella tras volver a estrechar su brazo contra su cuerpo, divertida.
Adam chasqueó la lengua. Las provocaciones de Alina solían ser bastantes agudas y aquella noche estaba especialmente perspicaz.
— Eso me gustaría...— reconoció con una sonrisa torcida desfilándole por los labios—. Solo necesito una excusa para matarlos a todos.
La suave brisa de septiembre los envolvió en un frío abrazo cuando ambos atravesaron el umbral de la Casa de Subastas, y la joven compuso una sonrisa cómplice cuando sintió la mirada de Adam puesta sobre ella.
— ¿Desde cuándo necesitas un pretexto para hacer lo que te dé la gana?
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Hacía tiempo que Noah no dejaba que su mirada se perdiera en la negrura del cielo, y aunque esperaba poder entretenerse contando las estrellas, una espesa capa de nubes bañaba el firmamento aquella noche.
Las esposas que le maniataban las manos sobre su regazo se ceñían a su piel con fuerza y el acero le mordía las muñecas. Sin embargo, hacía tiempo que se había acostumbrado a lidiar con las cadenas que lo separaban de su libertad, y a pesar de que Brown había esperado poder acobardarlo hablándole de la vida que le esperaba a manos de su nuevo amo, Noah no se había dejado intimidar.
Aquellos días había tenido tiempo de sobra para urdir un plan que consiguiera ayudarlo a escapar, pero él mismo era consciente de que los factores a tener en cuenta eran muchos y la mayoría desconocidos, y que lo más probable es que tuviesen que pasar varias semanas para que pudiera dar el primer paso.
Necesitaba estudiar el escenario y barajar sus opciones.
El coche que lo transportaba se detuvo frente a una puerta enrejada que se encontraba flanqueada por altos muros de piedra, cuyos recovecos servían de amparo a las enredaderas que trepaban por su superficie. Los tipos que custodiaban la entrada de la propiedad, dos hombres trajeados y armados con subfusiles, cruzaron miradas y se adelantaron unos pasos para examinar el vehículo.
— Identificación— espetó el que llevaba el pelo recogido en un moño cuando el conductor bajó la ventanilla.
Él, un novato que acababa de ser reclutado por Brown, se apresuró a sacar una tarjeta del interior de su chaleco para tendérsela, procurando aparentar serenidad mientras el sudor le perlaba la frente y los nervios se manifestaban en sus manos temblorosas.
— Conque eres de la subasta...— gruñó tras examinar la documentación.
— Baja la ventanilla— exigió el otro, un hombre rubio y musculoso—. Veamos qué nos has traído...
El conductor asintió como un perro obediente, intimidado por la imponente presencia de quienes eran considerados los miembros de la familia con más renombre de toda la Mafia. Había oído hablar de ellos del propio señor Brown, pero no esperaba encontrarlos salvaguardando la propiedad de Adam Eliot. Le había costado reconocer sus rostros por las sombras que proyectaban los faroles que se distribuían a lo largo de los muros, pero no tenía duda: aquellos eran Felix Morgan y Nickolas Hazel, dos de los doce miembros más importantes de la Araña.
Una sonrisa torcida se dibujó en los labios de Felix cuando sus ojos oscuros se cruzaron con la mirada insondable de Noah. Había escuchado de Alina que el líder había invertido un pastizal en un mocoso de rasgos afeminados, pero no imaginaba que aquella zorra insolente fuera en serio.
— Vaya, vaya..., así que es verdad— canturreó con una sonrisa incrédula cuando terminó de escanear a Noah con la mirada, sardónico—. ¡La nueva puta del líder es un tío!
Nickolas puso los ojos en blanco, pero no comentó nada: ya estaba acostumbrado a lidiar con el comportamiento incorregible de su compañero. Retrocedió unos pasos, se giró hacia la cámara de vigilancia que había adosada en una esquina del muro e hizo un ademán para que abriesen la puerta.
— ¿Quién iba a decir que su próximo juguetito sexual iba a ser un crío?— continuó Felix entre risas—. Aunque... no pareces muy nervioso. Seguro que ya eres todo un experto en la materia. ¿Algo de lo que quieras redimirte, puta?
Nickolas frunció el ceño, asqueado de su arrogancia, no obstante, una inquietud casi tangible lo asedió cuando creyó entrever un atisbo de desasosiego en su expresión, y es que Felix hubiera jurado que había sido testigo de un fulgor escarlata en la iracunda mirada de Noah. Chasqueó la lengua y sintió que los músculos se le tensaban bajo la intensidad de aquellos ojos oscuros.
— No te atrevas a mirarme así, escoria— escupió, y alzó el subfusil para dirigirlo a su cabeza.
— ¿Qué coño haces, Felix?— gruñó Nickolas—. ¿Se te ha ido la olla? ¿Sabes lo que te haría el líder si se enterase de que has tocado a uno de sus esclavos?
Avanzó unos pasos para sujetar el arma por el cañón y desviar su trayectoria hacia el suelo, molesto. Felix, por su parte, puso los ojos en blanco y se hizo a un lado para que el coche pudiera continuar su camino, apartando la mano de su compañero con un gesto brusco.
El conductor se apresuró a subir las ventanillas tintadas y pisó el acelerador, ansioso por alejarse de la entrada, a diferencia de Noah, que había esperado poder reunir más información. Si lo que había dicho el hombre del moño era cierto, su nuevo amo debía tener en muy alta estima a sus esclavos, y teniendo en cuenta que no le había salido precisamente barato, quizás pudiera sacar provecho de la situación.
El camino de piedra que conducía hacia la finca era lo suficientemente ancho como para que dos coches pudieran cruzarse sin problemas y estaba flanqueado por arbustos bien recortados que se extendían a lo largo de todo el sendero.
Llegaron a una pequeña plaza pavimentada en cuyo centro se alzaba una elegante fuente de mármol rodeada por rosas blancas. El vehículo se detuvo frente a la finca y otros tres hombres trajeados descendieron apresuradamente las escaleras para recibir a su nuevo inquilino. Dos de ellos sacaron al muchacho del coche a rastras, sujetándolo por los brazos, mientras que el tercero se detenía para intercambiar unas palabras con el conductor.
Noah no opuso resistencia. Conocía de sobra el trato que se les daba a los esclavos y el comportamiento impulsivo de Felix le habían hecho recapacitar sobre sus posibilidades de fugarse: a diferencia de Sloan, aquellos hombres no dudarían en disparar si lo consideraban oportuno.
Sin embargo, a pesar de que había tratado de convencerse de que podía tener el control de la situación, el miedo había empezado a hacer presa de él, llenándole de plomo las piernas, y un traspié en el último escalón animó a uno de los hombres que lo escoltaban a sacudirlo con impaciencia.
— Camina— se limitó a espetar cuando recuperó el equilibrio, empujándolo.
Noah tensó la mandíbula, inquieto. Necesitaba dominar sus emociones si pretendía escapar de aquel lugar de una pieza, pero era consciente de que lo que estaba a punto de vivir aquella noche no se parecía en nada a algo que hubiera enfrentado antes.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se había percatado de que se habían detenido frente a una puerta blanca de doble hoja. Se había ensimismado tanto que ni siquiera se había fijado en qué camino habían recorrido para llegar hasta allí. Su primer error fatal.
— ¿Qué coño haces tú aquí?— gruñó uno de sus captores.
El chico alzó más la cabeza y sus ojos se cruzaron con una mirada zafiro que casi lo transportó a otro mundo. Un lugar donde no existían las cadenas.
— Asegurarme de que no la cagáis, para variar— rió Alina.
Noah la observó, atónito. Tenía la melena negra recogida en un moño despeinado y llevaba un vestido blanco holgado que terminaba a la altura de sus rodillas. Ella pasó aquel escáner por alto y se acercó al muchacho, sin embargo, frunció el ceño cuando advirtió las esposas que se ceñían a sus muñecas.
— Adam quiere divertirse un poco, no pasear al perro.
— ¿Qué sabrás tú lo que quiere el líder?— terció el otro hombre, sardónico.
Alina se cruzó de brazos y alzó ambas cejas, esperando a que aquel par de zoquetes se respondieran a sí mismos. Finalmente, ambos tipos intercambiaron miradas.
— ¡Soltadlo de una vez!— instó impaciente al tiempo que hacía un ademán. Ellos obedecieron y Alina tomó las manos de Noah para examinarlas—. Habéis tenido suerte de que no haya dejado marcas. Adam no ha pagado ocho billones para que estropeéis su regalo. ¿Qué hacéis aquí todavía? ¡Largaos de una vez!
Los dos hombres vacilaron un instante, pero acabaron girando sobre sus talones y desapareciendo al final del pasillo. Entonces Alina se volvió hacia Noah.
— Tranquilo. Está de buen humor. No será muy malo contigo— sonrió mientras le colocaba un mechón rubio tras la oreja—. Te he hecho un favor. Así que pórtate bien y complácelo.
Se hizo a un lado y lo invitó a pasar a la habitación con un gesto, pero él no podía moverse. Era consciente de que su nuevo destino lo esperaba tras aquella puerta y que no sabía cómo hacerle frente. Se quedó de pie en el sitio, temblando mientras se estrujaba los dedos e intentaba recuperar el control de su respiración.
Alina esperó un poco: aquel chico le recordaba a ella cuando tuvo que desnudarse por primera vez frente a un hombre. Se acercó a él con cautela, como si el más mínimo movimiento pudiera espantarlo, y le colocó una mano en la espalda para conducirlo a la habitación.
Noah se dejó hacer, avanzando poco a poco a medida que su respiración se volvía más pesada. Quería salir corriendo de aquel lugar, pero aunque lo hubiese intentado, sus piernas hubieran cedido al dar dos pasos.
Alina cerró la puerta tras él y Noah sintió que la inseguridad lo asediaba, sin embargo, no tuvo tiempo de reconsiderar sus opciones: frente a él, sentado en una butaca con un vaso de whisky en la mano, esperaba el hombre que había pagado aquella ridícula suma por su libertad.
Adam apuró el licor de un trago, sus ojos estudiando al muchacho que acababa de entrar en la habitación. Chasqueó la lengua para disimular una sonrisa y dejó el vaso en una mesita que había a su izquierda
— Hoy es la primera noche— anunció con calma al tiempo que se ponía en pie, sus manos desabrochando los botones de la camisa blanca—. Así que dejaré que elijas dónde follaremos.