El sudor caía desde mi frente, mezclándose con el polvo que cubría el suelo del campo de entrenamiento. El peso de la espada en mi mano no era ajeno, pero nunca dejaba de ser un recordatorio de que incluso los fuertes necesitan resistencia, constancia. Mi brazo se movía con precisión, una danza mortal ensayada cientos de veces. Corte ascendente, giro, estocada. El acero brillaba bajo el sol abrasador, trazando un arco perfecto en el aire antes de hundirse en el poste de madera que servía como mi oponente.
No era suficiente. Nunca lo era.
Mi respiración era un tamborileo constante, acompasado con el latido de mi corazón. Sentía la tensión en cada músculo, pero también el vacío. Siempre había algo más que podía lograr. Más rápido, más preciso, más letal. Después de todo, ¿no había nacido para ser perfecto?
Mis ojos ambar, reflejo de una bendición que muchos susurraban como el favor de los dioses, se alzaron hacia el cielo, buscando algo que no estaba allí. Con un resoplido, bajé la espada y me permití un momento para contemplar el horizonte. Uruk se extendía ante mí, su muralla de ladrillos brillando como una promesa eterna bajo el sol. Las torres del templo de Anu y las puertas imponentes hacían que hasta los viajeros más audaces bajaran la cabeza al entrar. Este era mi reino. Algún día, sería mío por derecho.
Pero no era solo eso. Era el corazón de Sumer, el centro del mundo. Los comerciantes llegaban cargados de especias, telas y secretos. Los sacerdotes ofrecían sacrificios a los dioses que yo empezaba a cuestionar. El eco de su grandeza resonaba en cada callejón y en cada piedra que formaba su cimiento. Uruk era una joya inmortal, y yo, su heredero.
"Ereshgal" me había llamado una voz cuando nací. Una voz que nadie más había escuchado, pero que llenó el aire tras el estruendo del rayo que iluminó el cielo aquella noche. Desde ese momento han pasado dieciséis ciclos, el destino había girado en torno a mí. Soñé con los dioses antes de aprender a caminar, y sus palabras parecían moldearme más que los brazos de mi madre. Pero con el tiempo, esas voces dejaron de ser un consuelo. Ahora eran un eco distante que apenas podía recordar. Quizás nunca fueron reales.
El sonido de la madera al ser golpeada me sacó de mis pensamientos. Levanté la espada de nuevo, mis movimientos casi automáticos. Sin embargo, mi mente vagaba. Pensaba en los susurros de la corte, en las miradas de envidia disfrazadas de admiración. Pensaba en cómo había superado a los guerreros más experimentados antes de cumplir los quince años, en cómo mis palabras podían inspirar tanto temor como respeto. Había nacido para gobernar, ¿o acaso no? Entonces, ¿por qué sentía esta necesidad de demostrarme una y otra vez?
"Suficiente por hoy" me dije en voz baja, clavando la espada en el suelo antes de caminar hacia una sombra cercana. Me senté en un banco de piedra, observando a los soldados entrenar. El rugido de sus gritos y el choque de espadas llenaban el aire. Pero mis ojos volvieron a desviarse hacia las murallas de Uruk, y más allá, hacia los campos que se extendían como un manto dorado.
"Ereshgal" dijo una voz grave a mis espaldas. No necesitaba girarme para saber que era él. Lugalbanda, mi padre. General y rey de Uruk, guerrero legendario, y también el hombre que nunca me miraba como si fuera suficiente. Me levanté, limpié el sudor de mi rostro con el dorso de la mano y lo enfrenté.
"Padre" dije, con un tono que pretendía ser neutral. Su barba trenzada brillaba con restos de aceite y arena, y sus ojos tenían la dureza del acero.
"Hay alguien que necesitas conocer" dijo sin preámbulos. Su voz era un mandamiento disfrazado de sugerencia. No era una petición, sino una orden. Arqueé una ceja, pero no dije nada. Había aprendido hace mucho que cuestionar a mi padre solo llevaba a miradas de desaprobación que pesaban más que cualquier palabra.
"¿Ahora?" pregunté, aunque ya conocía la respuesta. El asentimiento breve de Lugalbanda fue suficiente para que soltara un suspiro resignado. "Como desees."
Caminamos juntos hacia los establos, el silencio entre nosotros tan pesado como siempre. Lugalbanda no era un hombre de palabras innecesarias. Pero su preocupación estaba ahí, oculta en la rigidez de sus hombros y en la forma en que sus manos se tensaban alrededor de las riendas de su caballo.
"Te he visto entrenar" dijo de repente, rompiendo el silencio cuando ya habíamos montado. Mi caballo, un semental negro, pisoteó el suelo con impaciencia. "Eres bueno, quizá demasiado bueno. Pero recuerda, Ereshgal, que la espada más afilada también puede romperse si no se usa con sabiduría."
"No lo hará." Mi respuesta fue rápida, casi instintiva. Mi padre no respondió. En lugar de eso, se limitó a mirarme, una mirada que parecía atravesarme. Sabía lo que estaba pensando. Que era joven, que era arrogante, que no entendía las verdaderas cargas de un rey. Pero él estaba equivocado. ¿Cómo podía no entender algo para lo que había nacido?
Sin embargo, no discutí. Dejé que el silencio cayera entre nosotros mientras cabalgábamos, hacia el destino que él había planeado para mí. No sabía a quién iba a conocer, pero una parte de mí estaba intrigada. Si mi padre creía que era importante, entonces tal vez valiera la pena. Aunque claro, eso no significaba que estuviera dispuesto a bajar la guardia.
El viento sopló suavemente, levantando polvo mientras avanzabamos por la ciudad de Uruk. Por un instante, miré hacia atrás. La ciudad brillaba bajo el sol, majestuosa, eterna. Pero algo en mi interior me dijo que nada dura para siempre. Aún no lo sabía, pero ese día sería el comienzo de algo que cambiaría todo.