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Chapter 5 - Urbaru (2)

La ciudad murmuraba a nuestro paso. Los susurros eran suaves, apenas audibles, pero estaban allí, como un eco que no podía ignorarse. Escuché fragmentos de palabras: sequía, orgullo, castigo. Últimamente siempre eran los mismos reproches. Giré ligeramente la cabeza hacia Enkidu, preguntándome si él también había notado el murmullo. Pero su expresión permanecía inmutable. Su mirada seguía fija hacia adelante, sus pasos seguros, como si el mundo a su alrededor no existiera.

Era frustrante. Algo en su calma me incomodaba, como si tuviera un control que yo mismo a veces sentía escurrirse entre mis dedos. Decidí no decir nada, manteniendo el silencio que había envuelto nuestro camino desde que cruzamos las murallas de la ciudad.

Cuando llegamos al palacio, los guardias se enderezaron al verme. Sus saludos eran formales, pero podía notar el leve temblor en sus manos o la rápida desviación de sus ojos al evitar mi mirada. Sabía que me temían, y en parte lo disfrutaba. Mis entrenamientos habían dejado una impresión duradera, y no me molestaba que lo recordaran.

Sin embargo, lo que me llamó la atención fue que no parecieron sorprenderse al ver a Enkidu. Mi padre debía haber dado las instrucciones necesarias. Los guardias lo dejaron pasar sin cuestionamientos, como si su presencia ya hubiera sido aceptada.

Caminé por los pasillos familiares, guiando a Enkidu hacia una de las habitaciones de huéspedes vacías. El palacio era vasto, con habitaciones suficientes para acomodar a nobles y emisarios de cualquier rincón de Sumer. Me detuve frente a una puerta de madera tallada y la abrí, revelando una estancia sencilla pero cómoda.

"Puedes quedarte aquí" dije, señalando el interior. "Es tuyo mientras permanezcas en el palacio."

Enkidu asintió, mirando brevemente la habitación antes de responder con un tono tranquilo. "Gracias. Estará bien." Sus palabras eran directas, sin rastros de gratitud exagerada ni desdén.

Lo observé por un momento más antes de girarme y regresar a mis propios aposentos. Mientras caminaba por los corredores, mis pensamientos volvieron a los Urbaru. La forma en que Enkidu había hablado de ellos, su tono serio y la calma con la que describía enfrentarlos, no podía dejar de resonar en mi mente. Mañana, después del entrenamiento, iría a los templos. Necesitaba ver las tablillas nuevamente, refrescar mi memoria sobre esas criaturas malditas.

Esa noche, el sueño fue inquieto. Las imágenes de hombres y lobos danzaban en mi mente, confundiéndose con el rostro de Enkidu y la sensación de estar constantemente desafiado.

El amanecer trajo consigo una resolución renovada. Me levanté temprano, como siempre, y me dirigí al campo de entrenamiento. Era un lugar donde podía encontrar paz en el ruido del acero chocando y el sudor cayendo. Mis ejercicios eran una rutina solitaria; nadie podía seguir mi ritmo, y había dejado de intentar esperar que lo hicieran.

Pero hoy fue distinto. Mientras comenzaba con los primeros movimientos, escuché pasos acercándose. Giré la cabeza y vi a Enkidu caminando hacia mí, su bastón en mano y una expresión neutral en el rostro.

"¿Vas a unirte?" pregunté, con una mezcla de curiosidad y desdén.

"Eso parece" respondió, colocándose a mi lado.

Lo observé mientras comenzaba a seguir mis movimientos. Para mi sorpresa, mantuvo el ritmo. Cada golpe, cada giro, cada postura. Donde otros habrían tropezado o se habrían quedado atrás, él continuó, igualando mi intensidad. Cuando finalmente terminamos, ambos respirábamos con fuerza, pero no había terminado. Tomé mi espada y lo miré directamente.

"Un combate de práctica. Ahora."

Enkidu sonrió ligeramente, levantando su bastón. "Cuando quieras."

El enfrentamiento fue tan intenso como el día anterior. Cada golpe era bloqueado, cada movimiento respondido. Era como si estuviéramos atrapados en un ciclo interminable, ninguno capaz de superar al otro. Finalmente, ambos retrocedimos, demasiado agotados para continuar.

Empate. Otra vez.

Después del entrenamiento, fui al templo. Mientras avanzaba por los caminos hacia la entrada, recordé las historias que los sacerdotes contaban sobre Anu, el rey de los cielos, quien vigilaba a los mortales desde su trono celestial, y sobre Enlil, el dios del viento, cuyas decisiones podían desatar tormentas o traer calma. También vino a mi mente el nombre de Shamash, el dios del sol, portador de justicia y luz, y de Ereshkigal, la reina del inframundo, cuyos dominios eran tan temidos como inevitables. Pero entre todos, Shamash, el dios del sol, era mencionado con cautela. Los sacerdotes decían que sus dones, aunque brillantes como el mismo sol, siempre ocultaban pruebas amargas y maldiciones disfrazadas de poder. Pactar con él era algo que nunca debía hacerse, una advertencia repetida en sus sermones con un temor reverente. El templo era un lugar sagrado, consagrado a las fuerzas que moldeaban nuestro mundo, tanto para protegernos como para castigarnos.

El aire dentro era fresco, un alivio frente al calor abrasador del exterior. Mis pasos resonaban en el piso de piedra mientras cruzaba las imponentes columnas talladas con las hazañas de dioses y héroes. Las sombras danzaban sobre las paredes, proyectadas por las antorchas que iluminaban tenuemente el espacio. Cada rincón del templo parecía cargar con el peso de las oraciones y los miedos de generaciones.

Al caminar entre los pasillos, pasé junto a tablillas que relataban las guerras divinas, los pactos rotos y los castigos infligidos a los mortales. Los nombres de dioses como Shamash y Ereshkigal, aparecían grabados con reverencia. Finalmente, llegué a la sección que buscaba: las criaturas más feroces creadas por los dioses.

Me detuve frente a una tablilla cuya superficie estaba tallada con delicados caracteres cuneiformes. La leí con detenimiento, traduciendo las palabras antiguas en mi mente:

"Los Urbaru, nacidos de la maldición divina, son un castigo impuesto por los dioses sobre la humanidad. Mitad hombre, mitad bestia, poseen la fuerza de cinco hombres y una agilidad que desafía la naturaleza. Sus heridas sanan rápidamente, aunque el precio de esta regeneración es su energía vital, que se consume con rapidez cuando se ven forzados a curarse. Durante la luna llena, su poder alcanza su punto máximo, y su hambre es insaciable. Aunque raros, algunos pueden manifestarse fuera de este ciclo lunar, llevando consigo la sombra de la maldición a cualquier rincón donde pisen. Los dioses los crearon como un recordatorio de las consecuencias del orgullo y la desobediencia, un castigo que camina entre los hombres."

Al terminar de leer, levanté la vista, permitiendo que las palabras se asentaran en mi mente. Si Enkidu había enfrentado a estas criaturas y sobrevivido, ¿qué me decía eso de él? Pero más importante, ¿qué decía de mí?

Una chispa de determinación brilló en mis ojos. Si él podía hacerlo, yo también podría. No había duda en mi mente.