El eco de nuestra batalla aún resonaba en mi mente. Cada golpe, cada parpadeo, cada respiración pesada parecía grabada en mi memoria. Mientras Enkidu se apartaba, limpiando el sudor de su frente con la manga de su ropa, yo permanecía inmóvil, con los dedos apretados en la empuñadura de mi espada. Empate. Esa palabra seguía martillando en mi cabeza.
Había dado todo lo que tenía. Cada ataque, cada esquiva, cada estrategia. Y, sin embargo, allí estaba él, tan cansado como yo, pero igualmente erguido. Finalmente, bajé la mirada hacia mi espada antes de enfundarla. A pesar de mi orgullo, la verdad era evidente: Enkidu era digno. Y aunque no quería admitirlo en voz alta, algo en mi interior comenzaba a respetarlo.
"Entonces, ¿qué opinas de Enkidu?" La voz de mi padre me sacó de mis pensamientos. Lugalbanda estaba de pie con los brazos cruzados, observándonos con una expresión que no dejaba entrever sus pensamientos.
"Es fuerte" dije sin rodeos. No había razón para mentir. "Es el primero en mucho tiempo que logra igualarme." Mis palabras eran sinceras, aunque pesaban en mi lengua. Era la verdad, pero también una humillación.
Lugalbanda asintió, como si ya hubiera anticipado mi respuesta. "Me alegra que lo veas así" respondió. "Porque Enkidu se mudará al palacio. No es de la ciudad, y necesitas un oponente de su calibre para entrenar."
Parpadeé, sorprendido por sus palabras. La idea de que alguien más viviera en el palacio, especialmente alguien como él, me hizo tensar los hombros. "¿Por qué el palacio?" pregunté, tratando de sonar razonable. "Podría quedarse en la ciudad, cerca pero separado. Sería más seguro."
Mi padre me lanzó una mirada que sofocó cualquier argumento adicional. "Ya lo he pensado, Ereshgal. El palacio es el lugar adecuado. Si va a ser tu compañero de entrenamiento, necesita estar cerca. Y, más importante, bajo nuestra protección."
A punto estuve de protestar, pero cerré la boca antes de hablar. Sabía que no había manera de cambiar la decisión de Lugalbanda. Asentí con rigidez, aceptando lo inevitable.
"Bien" dijo mi padre, dándome una palmada en el hombro. "Ahora, acompaña a Enkidu a la ciudad. Tengo asuntos que atender con mis consejeros. El tema de la sequía requiere atención inmediata."
Con esas palabras, se giró y se marchó, dejándome a solas con Enkidu. Por un momento, el silencio entre nosotros fue tan denso como el aire seco del desierto. Finalmente, rompí la tensión.
"¿Necesitas recoger algo?" le pregunté, tratando de mantener mi voz neutral.
Enkidu negó con la cabeza. "No. Todo lo que necesito lo llevo conmigo." Sus palabras eran simples, pero había algo en su tono que transmitía una autosuficiencia incuestionable.
Comenzamos a caminar hacia la ciudad. Al principio, el silencio era incómodo, aunque lleno de una tensión subyacente. Sin embargo, mi curiosidad finalmente se impuso. No podía ignorar las preguntas que se acumulaban en mi mente.
"¿Cómo te hiciste tan fuerte?" solté, mirándolo de reojo. Enkidu giró la cabeza hacia mí, una leve sonrisa jugando en sus labios.
"Sobreviviendo", respondió con naturalidad. "Allá afuera, lejos de las ciudades, el mundo es diferente. No tienes murallas que te protejan, ni soldados que respondan a tus gritos. Solo estás tú, tu ingenio, y lo que puedas hacer con tus manos."
Hizo una pausa, y entonces agregó con firmeza: "Y luego, están los Urbaru. Seguro ya has oído de ellos."
La mención del nombre hizo que me detuviera por un instante. Por supuesto que los conocía. Los sacerdotes hablaban de ellos con temor y reverencia, describiéndolos como una maldición divina: criaturas nacidas de hombres y lobos, pero superiores a ambos. Feroces y astutos, eran la pesadilla de los viajeros y campesinos, especialmente durante la luna llena.
"Son reales" dije, más para confirmarlo que para sorprenderme.
"Tan reales como el sol que quema este desierto", respondió Enkidu. "Durante la luna llena, su fuerza es sobrehumana, y su hambre, insaciable. Me he enfrentado a ellos más veces de las que puedo recordar. A veces solo, a veces con otros que compartían mi destino. Generalmente huía, porque enfrentarlos directamente era suicida. Cuando no podía escapar…" hizo una pausa, su expresión endureciéndose, "intentaba herirlos lo suficiente para ganar tiempo. Pero incluso entonces, se volvían más fuertes, como un animal arrinconado. Aprovechaba ese instante para escapar. Jamás logré matar a uno. Son demasiado fuertes."
Asentí, los relatos de los sacerdotes cobrando vida ante mis ojos. Los Urbaru no solo eran abominaciones; eran una amenaza constante, una prueba del caos que reinaba fuera de los muros de Uruk. Aquel que los enfrentaba y sobrevivía no era un hombre ordinario.
"Cada pelea era una lección" continuó Enkidu, como si leyera mis pensamientos. "Y cada lección me hacía más fuerte."
Lo miré con renovado respeto. Ahora entendía de dónde venía su habilidad en combate. No era solo fuerza ni destreza; era experiencia pura, forjada en un entorno donde un error significaba la muerte.
Seguimos caminando, y poco a poco, nuestra conversación se deslizó hacia otros temas. Me habló de su vida antes de Uruk, de los ríos y bosques que había recorrido, de las criaturas que había visto y los hombres que había conocido. Algunas de sus historias parecían sacadas de los relatos de los bardos, pero su tono era demasiado serio para ser inventado. Habló de los animales que cazaba, de los días en que el hambre era su única compañía, y de cómo había aprendido a leer el viento y las estrellas.
Mientras hablaba, no pude evitar pensar en la vida que había llevado. Cada palabra revelaba más de su fortaleza, no solo física, sino también espiritual. Había enfrentado soledad, hambre y peligro constante. Algo en su presencia, en su forma de hablar, transmitía la sensación de que había sido moldeado por un mundo mucho más cruel que cualquier otro que yo hubiera conocido.
Cuando finalmente llegamos a las murallas de Uruk, el sol estaba comenzando a descender, tiñendo el cielo con tonos de oro y carmesí. Las puertas de la ciudad se alzaban ante nosotros, imponentes y majestuosas, un recordatorio del poder y la grandeza de mi hogar.
"Bienvenido a Uruk" dije, haciendo un gesto hacia la ciudad. Mi tono era neutral, pero una parte de mí esperaba su reacción.
Enkidu miró las murallas con una expresión indescifrable antes de asentir. "Es impresionante" admitió. Pero había algo en su voz, un matiz de melancolía que no podía identificar.
Cruzamos las puertas en silencio, dejando atrás el desierto y entrando en la vibrante caótica vida de la ciudad. Pero en mi mente, las palabras de Enkidu y la imagen de los Urbaru seguían danzando.