El inicio de todo
Me llamo Orión. Suena como el nombre de un héroe o de alguien importante, ¿verdad? Bueno, no lo soy. Si acaso, soy todo lo contrario.
Desde que tengo memoria, el mundo ha sido una mierda. No sé quién era mi padre, y mi madre es una alcohólica que nunca se ha preocupado por mí. Nunca tuve amigos ni nadie con quien hablar.
He estado al borde de la muerte tantas veces que ya perdí la cuenta. Siempre eran los mismos vándalos quienes me golpeaban para quitarme el poco dinero que conseguía recogiendo basura o reparando cosas. Intenté defenderme más de una vez, pero nunca sirvió de nada. Siempre eran más fuertes, más rápidos, más crueles. Con el tiempo, entendí que resistirme solo empeoraba las cosas.
La mayoría de la gente vive así, atrapada entre robos, asesinatos y cosas aún peores. Cosas que no deberían existir, que ni siquiera parecen humanas.
Pero si tienes dinero suficiente para pagarle a la Iglesia, puedes librarte de eso. Su "protección divina" asegura una vida más tranquila, o al menos sin vándalos. Pero si eres como yo, no te queda más remedio que vivir a su merced, rezando porque no te destrocen demasiado.
Todo esto es culpa de Dios. Él ha permitido la corrupción en la Iglesia y no ha hecho nada para cambiarlo. Se ha mantenido indiferente, sentado en su trono celestial, durante casi mil años.
Actualmente estamos en el año 995 del reinado del Dios actual. Solo faltan cinco años para que elijan a un nuevo sucesor. Cinco años para que vuelva la esperanza al mundo.
El poder de un Dios no es infinito. Cada mil años, la energía divina comienza a desgastarse por mantener el equilibrio del mundo, sostener la creación y lidiar con el caos que genera la humanidad. Si el Dios no es reemplazado, podría colapsar, y con él, todo lo que conocemos.
Pero, siendo honesto, ¿qué importa? Un Dios que no ha hecho nada en su reinado perdiendo poder... quizá la destrucción sea lo mejor. Porque nada asegura que el próximo Dios será mejor. Podría ser igual o incluso peor.
Luego, el día llegó.
Aunque el mundo seguía siendo el mismo infierno, yo no era el mismo. A pesar de haberme resignado a no pelear contra los vándalos, entendí que, si seguía permitiendo que me golpearan, un día terminarían matándome. Por eso entrené durante esos años. No soy fuerte, pero ahora puedo mantenerme en pie lo suficiente como para escapar con vida. Eso es más de lo que podía decir hace unos años.
El primero de enero del año 997, Dios finalmente habló.
Estaba en una calle destrozada cuando sucedió. El cielo se oscureció levemente, como si el mundo contuviera el aliento, y luego una voz resonó por todas partes, profunda y omnipresente.
—¡Atención, mortales! Sí, soy yo, su querido Dios. Escuchen bien porque no me gusta repetir las cosas.
La voz era burlona, cargada de un sarcasmo que me enfureció al instante. Por alguna razón, no me sorprendió.
La gente reaccionó como si el mundo estuviera a punto de acabarse. Algunos gritaban, otros se arrodillaban y rezaban. La mayoría solo miraba al cielo, inmóviles, incapaces de procesar lo que estaba ocurriendo. Era la primera vez que escuchábamos la voz de Dios, y no era lo que nadie esperaba.
—Sé que han estado esperando este momento, ¿verdad? El glorioso anuncio de mi sucesor. Pero ¿saben qué? He decidido cambiar las reglas.
El pánico se extendió rápidamente. Murmullos de rabia, miedo y confusión llenaron las calles. ¿Cómo podía Dios, el mismo ser que permitió que el mundo se hundiera en la miseria, hablar con semejante burla? Su tono no hacía más que echar sal en nuestras heridas.
—Esta vez no será mi Visión Divina quien elija al próximo Dios. ¡Eso sería demasiado aburrido! Esta vez será diferente. Esta vez haremos un juego.
El tono burlón de su voz era como un cuchillo en mi mente.
—Mis siete arcángeles elegirán a un campeón cada uno y les darán sus habilidades únicas. Ellos competirán por mi trono, y el ganador será el próximo Dios. ¿No es emocionante?
Una risa estruendosa llenó el cielo, como un trueno.
—Que comience el caos. Y recuerden: si algo no me gusta, siempre puedo cambiar las reglas. ¡Buena suerte, mortales! La necesitarán.
Cuando la voz desapareció, el silencio volvió, más pesado que antes. Los rostros a mi alrededor mostraban una mezcla de ira y terror. Nadie sabía qué esperar. Lo único claro era que el mundo, ya caótico de por sí, estaba a punto de desmoronarse aún más.
Lo único que pude hacer en ese momento fue ir a casa. Mientras caminaba escuchaba lo que decía la gente.
—Si fuera un elegido lo primero que haría seria matar a Dios.
La ira en su voz era palpable, y no podía decir que no estuviera de acuerdo. Pero en mi cabeza, solo pensaba una cosa: "Eso es imposible. Ni él ni yo podríamos ser elegidos."
En los barrios bajos, nadie tiene oportunidad. Los elegidos siempre han sido personas cercanas a la Iglesia o de la nobleza. Esa es la verdad.
Seguí caminando, escuchando los mismos comentarios repetidos en diferentes tonos: odio, desesperación, incluso adoración. Algunos elogiaban a Dios, como si eso los fuera a salvar. Yo solo podía pensar en una cosa: "Nada de esto va a salvarnos."
Al llegar a casa, ahí estaba Bianca, mi madre. Tumbada sobre la mesa, borracha como siempre. Ni siquiera porque Dios habló dejó de beber.
Lo primero que hizo al verme fue abrir un ojo perezosamente y murmurar:
—¿Traes dinero? Dame lo que tengas.
Su voz era arrastrada, las palabras apenas coherentes. Por un momento, me dio risa. Pero me contuve.
—Solo tengo tres monedas de bronce —. respondí con indiferencia.
Se enfureció al escucharlo, pero no me importó mucho. Dejé las monedas sobre la mesa y me fui a mi cuarto.
Me tumbé en la cama, dejando que el cansancio me arrastrara. Todo el caos del día, la voz de Dios, la reacción de la gente... Era demasiado para procesar. Cerré los ojos y dejé que el sueño me alcanzara.
Me desperté sobresaltado, alrededor de las seis de la mañana. Había tenido un sueño extraño, pero no recordaba de qué se trataba.
Sin embargo, algo se sentía diferente. El aire era pesado, como si algo invisible estuviera observándome.
Al girarme hacia la ventana rota de mi habitación, vi algo que no debería estar ahí.
Una figura.
Alta, oscura, con ojos brillantes que me miraban fijamente. No dijo nada. No se movió. Solo me observó.
Y, en ese momento, lo supe.
Mi vida estaba a punto de cambiar. Para bien o para mal, eso ya no dependía de mí.