Cuando volví a abrir los ojos, me encontré afuera. Una brisa fresca acariciaba mi rostro, llevando consigo un leve aroma a tierra húmeda y flores silvestres. Mi corazón seguía agitado, como si aún estuviera atrapado en el vértigo de lo que acababa de suceder. Parpadeé varias veces, intentando distinguir dónde estaba. Al mirar a mi alrededor, me sentí pequeño, insignificante, como si el mundo que me rodeaba fuera demasiado vasto para ser contenido en mi mente.
El suelo bajo mis pies no era el mismo que antes. No era solo tierra; estaba compuesto de un material extraño que parecía brillar tenuemente bajo la luz, como si almacenara recuerdos de un sol que ya no estaba. Entonces lo entendí: podía entrar a Terranova. No sabía cómo, pero algo dentro de mí resonaba con ese lugar. No era solo un espacio físico, sino un eco de algo más profundo, algo que había olvidado pero que seguía ahí, latiendo en lo más recóndito de mi ser.
Casi sin darme cuenta, mis pies me guiaron hacia adelante. El aire cambió a mi alrededor; se volvió más liviano, más puro, como si cada respiración limpiara no solo mis pulmones, sino también mi espíritu. En un parpadeo, estaba allí nuevamente. Terranova me recibió como un viejo amigo que nunca dejó de esperarme. Todo era tan vívido, tan palpable, que un estremecimiento recorrió mi espalda.
Me detuve, paralizado por una mezcla de asombro y confusión. Frente a mí se extendía un paisaje que parecía sacado de un sueño: montañas majestuosas que se alzaban como guardianes del horizonte, un río cristalino que serpenteaba entre campos cubiertos de flores de colores imposibles. Sin embargo, todo estaba cubierto por una quietud extraña, como si el tiempo hubiera decidido hacer una pausa.
De repente, mis rodillas cedieron, y caí al suelo. Las lágrimas brotaron antes de que pudiera detenerlas, rodando por mis mejillas en torrentes silenciosos. Era un llanto que llevaba años contenido, acumulado en un rincón olvidado de mi alma. Había algo profundamente liberador y desgarrador en esa vulnerabilidad. Era como si las paredes que había construido alrededor de mí mismo se hubieran derrumbado de golpe.
Todo me recordaba a ellos. Los lugares que solíamos recorrer, los rincones donde solíamos escondernos, las montañas que juntos exploramos en busca de aventuras. Cerré los ojos y pude oír sus risas, sus voces llamándome desde la distancia. Podía sentir su presencia, tan cercana que casi parecía real. Pero al abrirlos de nuevo, me enfrenté a la realidad: no estaban.
El paisaje que me rodeaba, a pesar de su belleza, llevaba las cicatrices del tiempo. Los campos que alguna vez estuvieron llenos de vida ahora estaban cubiertos de un silencio doloroso. No había huellas, ni ecos de pasos, ni rastros de quienes alguna vez caminaron por allí conmigo. El aire, que antes resonaba con canciones y risas, ahora era un susurro vacío.
Me quedé allí, arrodillado, con las manos hundidas en el suelo. La textura de la tierra era cálida, pero también parecía cargar con una tristeza antigua. Cerré los ojos y apoyé la frente contra ella, como buscando consuelo en algo más grande que yo. No sabía cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos o una eternidad.
Al final, solo quedé yo. Yo, el último testigo de todo lo que fue. Yo, el único que todavía estaba allí para recordar. Pero aunque el peso de la soledad me aplastaba, había algo más que crecía en mi interior: una promesa silenciosa de no olvidar. Terranova aún estaba viva en mí, y mientras yo lo estuviera, ellos también lo estarían.
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El sol empezaba a esconderse tras las montañas, tiñendo el cielo con tonos cálidos de púrpura y oro. Desde mi posición en el suelo, esos colores parecían aún más grandes, envolviéndome en una sensación de asombro. Extendí mis pequeñas manos hacia el aire, como si pudiera tocarlas, pero mis dedos solo encontraron el vacío.
Aún tambaleante después de mi caída, me puse a gatear. No sabía exactamente adónde iba, pero algo en mi interior me impulsaba a seguir adelante. Cada movimiento era un esfuerzo, un pequeño desafío para mi frágil cuerpo, pero también un descubrimiento. Las hojas secas crujían bajo mis manos y rodillas, y esa sensación áspera me arrancaba una risita involuntaria.
De vez en cuando, me detenía para observar. Los árboles parecían gigantes desde mi posición, sus ramas extendiéndose como brazos hacia el cielo. El viento susurraba entre ellos, y yo ladeaba la cabeza, tratando de entender lo que decía. Había algo en ese sonido, algo que me hacía sentir menos solo.
Gateé hasta llegar al borde de un río. El agua corría suavemente, y el reflejo del sol poniente hacía que pareciera cubierta de pequeños diamantes. Me incliné hacia adelante, fascinado por cómo la corriente jugaba con las hojas caídas. Mi propio reflejo apareció en el agua, y aunque era solo mi rostro, por un instante juraría haber visto a alguien más. Unos ojos familiares, una sonrisa cálida.
Me sobresalté y retrocedí, cayendo de espaldas sobre la hierba húmeda. Un sonido extraño escapó de mis labios, algo entre una risa y un gemido, como si no supiera cómo procesar lo que acababa de ver. Pero no me quedé quieto por mucho tiempo. Algo en el aire me llamaba, como si una mano invisible me estuviera guiando.
Mis pequeñas manos encontraron un sendero lleno de tierra suave y piedras lisas que presionaban contra mis palmas. Cada centímetro que avanzaba era una pequeña aventura: una raíz sobresaliente que había que sortear.
El bosque a mi alrededor se oscurecía, pero no me daba miedo. La penumbra era como un abrazo, una manta que me protegía del frío de la noche que comenzaba a caer. Gateé hasta un lugar donde los árboles se abrían en un claro, y allí, en el centro, había algo que me hizo detenerme.
Una piedra alta, cubierta de extraños símbolos, se alzaba ante mí. Desde mi posición, parecía un gigante amigable, pero los símbolos no parecían solo marcas aleatorias. Se asemejaban a pequeños garrapatos, como si alguien, alguna presencia invisible, los hubiera dejado allí con un propósito. Cuando los toqué, una calidez sutil recorrió mis dedos, como si me estuvieran saludando. No había voces, pero sentí una conexión, un momento de bienvenida.
Me quedé allí, tocando la piedra, y cada marca, cada surco en su superficie, me parecía una caricia, un saludo de algo más allá. El eco de ese gesto se sintió como si alguien me hubiera dado la bienvenida al lugar, como si me dijeran que no estaba solo, que estarían a mi lado, me acompañarán.
Mi corazón lo sentía. Como un saludo sin palabras, pero lleno de comprensión. Con una sonrisa involuntaria, me alejé, como si la piedra me hubiera dado una nueva dirección, una nueva fuerza. Algo dentro de mí sabía que debía seguir adelante, yo soy siempre el que prevalece, el que estará ahí incluso en los fin de los tiempos, necesito seguir por ellos.
Gateé más lejos, con una sensación renovada, como si la piedra, al saludarme, hubiera dejado una huella en mi alma que me empujaba a seguir el camino.