—¡Pues claro que lo he hablado con la señora Melzer! —dijo Kitty, indignada.
Serafina von Dobern estaba en el vestíbulo, delante de la escalinata, y la miraba con frialdad y desconfianza. A Kitty le parecía que tenía un aire a la Reina de las Nieves. Esa mujer de corazón de hielo que no quiere entregar al muchacho. ¿Quién había escrito esa historia? Hans Christian Andersen.
—Pues me sorprende que nadie me haya informado.
—Para eso no tengo explicación —respondió Kitty con impaciencia—. Gertie, baja a los niños, pasarán la tarde conmigo. Les daré clase de dibujo.
Gertie esperaba servicial delante de la puerta de la cocina; asintió y se dispuso a subir las escaleras hacia el primer piso. Pero la voz de la institutriz la detuvo.
—Espera, Gertie. Los niños están haciendo los deberes, no puedo dejar que se vayan hasta que terminen.
Kitty miró fijamente el rostro pálido de Serafina von Dobern. Increíble…, esa mujer oponía resistencia. Creía que podía imponer su autoridad allí, en la villa, la casa de su familia.
—Me da igual lo que pueda o no pueda hacer, querida señora von Dobern —dijo haciendo esfuerzos por contenerse—. Ahora mismo voy a llevarme a Leo y a Dodo a Frauentorstrasse. ¡Gertie, baja a los niños!
Gertie sopesó quién de las dos tenía la sartén por el mango y se decidió por la señora Bräuer. Aunque solo fuera porque odiaba a la institutriz con toda su alma. Así que corrió escaleras arriba.
—Lo siento, pero en este caso debo asegurarme. —La señora von Dobern subió también.
Kitty esperó a que llegara a la mitad de la escalera antes de decir nada.
—¡No creo que sea buena idea interrumpir la siesta de mi madre por semejante tontería!
La institutriz se detuvo y se volvió a medias hacia ella. A juzgar por su sonrisa, tenía un as en la manga.
—No se preocupe, señora Bräuer. No voy a despertar a su madre. Mi intención es llamar al señor Melzer a la fábrica.
Esa bruja quería llamar a Paul. Y le recordaría que la señora Ginsberg daba clases de piano en Frauentorstrasse. Paul ataría cabos, su querido hermano no era tonto.
—Haga lo que tenga que hacer —dijo aparentando que no le importaba—. ¡Eh, Leo, Dodo! ¿Dónde os habéis metido? ¡Henny os está esperando en el coche!
—¡Ya vamos!
¡Ay, Leo! Pasó corriendo junto a la institutriz con las partituras bajo el brazo. Si la señora Von Dobern no le confiscó sus preciados cuadernos fue gracias a la sangre fría de Dodo, que se deslizó veloz entre la institutriz y su hermano. Este bajó los últimos peldaños dando un salto temerario y corrió hacia Kitty.
—¡Me niego a colaborar en sus enredos, señora Bräuer! —dijo furiosa la institutriz—. El señor Melzer no desea que su hijo reciba clases de la señora Ginsberg. Ya lo sabe. Su comportamiento no solo me pone a mí en un aprieto, sino que también induce a Leo a actuar contra la voluntad de su padre. ¿Qué cree que conseguirá con eso?
Kitty tuvo que reconocer que Serafina no estaba del todo equivocada. Pero eso no significaba que tuviera razón, ni mucho menos.
—Los niños recibirán clases de dibujo impartidas por mí —respondió enfadada—. Puede comunicárselo a mi hermano si lo cree oportuno.
A la institutriz se le habían enrojecido las mejillas y le sentaba mucho mejor que su tono natural, blanco como el papel. Levantó la barbilla y declaró que recogería a los niños en Frauentorstrasse dos horas después.
—No será necesario. Los traerán aquí.
—¿Quién?
Ya era suficiente. A Kitty le entraron ganas de lanzarle a esa indeseable uno de los hermosos jarrones de Meissner que había en la cómoda frente al espejo. Pero habría sido una pena por el jarrón, mamá les tenía mucho cariño.
—¡Eso a usted no le incumbe! —dijo escueta. Cogió a Dodo y a Leo de la mano y salió del vestíbulo.
—¡Esto no se quedará así! —gritó la institutriz a su espalda.
Kitty guardó silencio para no inquietar a los niños, pero por dentro estaba a punto de explotar de rabia. ¡Menuda vaca arrogante! Típico, Lisa tenía imán para ese tipo de gente. Todas sus amigas eran así. Antes era distinto, incluso se tuteaban. Pero había pasado mucho tiempo desde entonces.
—Mamá, das volantazos —se quejó Henny.
Los tres pequeños iban en el asiento trasero, Henny en medio. Kitty vio en el retrovisor el rostro indignado de su hija enmarcado por ricitos dorados. Era un angelito. En el colegio tenía a todos los niños a sus pies. Y la dulce y pequeña Henny se aprovechaba de ello. Mamá había dicho en una ocasión que ella, Kitty, hacía exactamente lo mismo. ¡Ay, cómo eran las madres!
—Es una bruja —oyó decir a su hija en susurros.
—Sí que lo es. Una bruja de verdad. Se divierte castigando a los niños.
Esa era Dodo. No tenía pelos en la lengua. Era una pequeña salvaje, trepaba a los árboles como los chicos.
—Ayer volvió a tirarme de la oreja —intervino Leo.
—¿A ver?
—No se ve nada.
—También nos pega con la regla de madera —musitó Dodo—. Y cuando nos portamos mal nos encierra en el cuarto de las escobas.
—¿Puede hacer eso? —preguntó Henny sorprendida.
A Kitty también le pareció fuera de lugar. De pequeños, ellos recibían alguna que otra bofetada o un golpecito con la regla en los dedos. Pero mamá jamás habría permitido que nadie los encerrara en el cuarto de las escobas.
—Lo hace y punto.
—Pues sí que es una bruja.
—¿También hace magia?
—¿Magia? Nooo.
—Qué pena —dijo Henny, decepcionada—. La bruja de la ópera dejaba a los niños inmóviles con un conjuro. Y después hacía galletas con ellos.
—Yo también quiero ir a la ópera algún día —dijo Leo—. Pero mamá y papá no nos llevan. ¿Es verdad que hay muchos instrumentos tocando a la vez? ¿Y que en el escenario cantan?
Henny debió de asentir con la cabeza, porque Kitty no oyó la respuesta. Frenó el coche y se detuvo; el centro de Augsburgo volvía a estar colapsado de coches de tiro y automóviles. Para colmo, el tranvía pitaba detrás de ella. Por mucho que pitara, tendría que esperar. Delante de uno de los puestos del mercado de frutas había un vehículo parado y dos hombres cargaban y descargaban cajas y bidones con toda tranquilidad. Normal que hubiera un atasco. Kitty sacó la cabeza por la ventanilla y los increpó a voz en grito, pero lo único que consiguió fue una sonrisa amable de uno de los transportistas.
—La abuela Gertrude dice que a las brujas hay que meterlas en el horno —dijo Henny en el asiento trasero.
—La señora Brunnenmayer dice lo mismo. Pero la institutriz no cabe en el de la cocina —comentó Dodo.
—No está tan gorda. Si empujamos un poco seguro que entra.
Kitty se volvió enfadada y dirigió una mirada severa a su hija.
—Ahí te has pasado, Henny.
—Era broma, mamá —dijo la pequeña poniendo morritos.
Dodo sonrió con picardía. Leo tenía abierta una de las partituras y la miraba fijamente; cuando levantó la vista hacia Kitty, ella comprendió que se hallaba en otro mundo. Se dijo que estaba haciendo lo correcto. Ese chico tenía un gran talento musical, la señora Ginsberg opinaba lo mismo. Su querido Paul se lo agradecería algún día.
El coche de tiro por fin avanzó al trote y Kitty pudo continuar hasta Frauentorstrasse. El motor traqueteaba como debía, en verano el coche funcionaba a pleno rendimiento. Se lo había regalado Klippi. Solo rezongaba en otoño e invierno. El frío y la humedad le afectaban, ya tenía sus años. Entonces Kitty lo animaba y daba palmaditas en el volante de madera. Pero cuando se veía obligada a apearse y abrir el capó, enseguida la rodeaba una multitud de jóvenes caballeros. Ay, adoraba esa tartana.
Dejó que los niños se bajaran delante de la entrada y llevó el coche al garaje, que en realidad era un cobertizo reformado. Al apagar el motor oyó el piano; ajá, la señora Ginsberg ya había llegado. Leo esperaba impaciente delante de la puerta. Dodo había desaparecido con Henny por el jardín, si es que se podía llamar jardín a la naturaleza virgen que rodeaba su casa en verano.
—Despacio, Leo —le advirtió mientras abría—. Hay cuadros en el pasillo, no tropieces con ellos.
—Ya, ya.
Era imposible frenarlo. Le faltó poco para atropellar a su amigo. Menuda imagen: Leo, alto y rubio, y Walter, delgado, con ricitos negros y siempre tan serio. A Kitty se le humedecían los ojos de la emoción al ver lo bien que se llevaban. Fueron juntos al salón, se sentaron en el sofá y abrieron los cuadernos de partituras. Señalaban las notas con los dedos. Reían. Se entusiasmaban. Discutían y se ponían de acuerdo. Y los dos estaban radiantes de felicidad.
—¿Puedo pasar? —preguntó Leo.
Parecía que su vida dependiera de ello. Kitty asintió con una sonrisa y el chico corrió al cuarto contiguo, donde estaba el piano. Walter lo siguió y también desapareció en la sala de música. Kitty oyó la voz suave y tranquila de la señora Ginsberg. Después alguien tocó un preludio de Bach. Con fuerza y cadencia. Se podía seguir cada voz, se oía cada línea, cada nota. ¿Cuándo había practicado? En casa solo podía sentarse al piano media hora al día como máximo.
—Aquí suena mucho más fuerte que en casa.
No era de extrañar. Mamá le había pedido al afinador de pianos que amortiguara las notas. Por sus dolores de cabeza. Ay, pobre mamá. Cuando Paul, Lisa y ella eran niños, sus nervios estaban mucho mejor.
—¡Bajad de ahí! ¡Henny! ¡Dodo! Os quiero en la cocina dentro de cinco minutos. ¡Si no, nos comeremos la tarta sin vosotras!
Esa era Gertrude. Kitty se acercó a la ventana abierta y descubrió a su hija en el tejado de la casita de jardín. A su lado, Dodo hacía equilibrios en el canalón, había intentado trepar por una larga rama hasta el roble que había al lado.
—¡Siempre pasa lo mismo cuando viene Dodo! —se quejó Gertrude—. Henny es buenísima cuando está sola.
—Sin duda, es una bendita —dijo Kitty en tono irónico.
Gertrude tenía los brazos en jarras y seguía los movimientos de las dos niñas desde la ventana. A juzgar por su delantal, había tarta de cereza con nata y virutas de chocolate. Cuando su marido aún vivía, Gertrude llevaba una casa grande y, como era habitual, disponía de una cocinera. Ahora que ya no podía permitirse tener servicio, había descubierto su pasión por los fogones y la repostería. Con resultados variopintos.
—¡Pero qué pintas traéis! —exclamó al ver a las niñas con el rostro acalorado y el pelo revuelto—. ¿Cómo es posible que en esta familia las niñas trepen a los árboles y los niños se sienten al piano tan formalitos? Jesús, María y José, con mi Tilly y el pobre Alfons pasaba lo mismo.
Kitty no contestó, llevó a las dos niñas al baño y les ordenó que se lavaran las manos, las rodillas, los brazos y la cara, y se peinaran.
—¿Lo oyes, Henny? —dijo Dodo con orgullo—. El que toca el piano es Leo. ¡Algún día será pianista!
Henny abrió el grifo y puso las manos debajo de tal forma que salpicó todo el baño.
—Yo también toco muy bien —dijo, y arrugó la nariz en señal de desdén—. La señora Ginsberg dice que tengo talento.
Dodo apartó a su prima pequeña para llegar al grifo y se enjabonó los dedos.
—¡Talento, bah! Leo es un genio. Es muy distinto a tener simple talento.
—¿Qué es un genio?
Dodo tampoco lo sabía muy bien. Era algo muy grande, inalcanzable.
—Algo parecido a un emperador.
Kitty repartió toallas y les advirtió que fueran con cuidado por el pasillo porque había cuadros embalados apoyados en la pared. Después subió a su pequeño estudio para trabajar un poco. Había comenzado una serie de paisajes, nada especial, floreados, coloridos, el sol radiante de verano, ramas suaves. Paseos en grupo, pequeñas historias para que las descubriera el observador atento. Se vendían bien, la gente ansiaba imágenes idílicas, actividad apacible bajo la luz veraniega. No le disgustaba pintar esos cuadros, pero tampoco la entusiasmaba. Tenía que hacerlo para ganar dinero. No solo tenía que cuidar de Henny; Gertrude y Tilly también vivían de lo que ella ganaba. Y estaba orgullosa de ello.
El sonido del piano se mezclaba con las voces de las niñas, las reprimendas de Gertrude y el ruido del grifo en el baño. Kitty se sentía a gusto con ese ruido, apretó los tubos de pintura sobre la paleta, contempló el cuadro empezado con mirada crítica y mezcló el tono adecuado. Dio un par de pinceladas y se apartó para observar el efecto.
De pronto recordó lo que acababa de decir Gertrude: «Con mi Tilly y el pobre Alfons». Qué extraño, últimamente había pensado mucho en él. Quizá se debía a que ya no creía en las promesas de Gérard. Tampoco le interesaban ya los jóvenes caballeros a los que conocía en eventos de todo tipo y que la asediaban con intenciones inequívocas, aunque también las había honorables. De vez en cuando iba a exposiciones, a la ópera, se veía con amigos en casa de la señora Wiesler o de otros mecenas, pero era consciente de que cada vez se aburría más. Nadie le llegaba al corazón como lo había hecho Alfons. Y eso que solo había acabado con él por compromiso. El tipo amable y un poco patoso que se había casado con ella a pesar del escándalo; al fin y al cabo, se había fugado con Gérard a París. Qué peculiar era, un astuto banquero, un duro hombre de negocios, y al mismo tiempo un esposo tímido y enamorado. Qué torpe fue en su noche de bodas, ella casi se rio de él. Pero entonces él le dijo cosas preciosas: que llevaba años enamorado de ella, que no podía creer la suerte que tenía de poder llamarla esposa. Que estaba muy alterado y que por eso había hecho el ridículo.
Suspiró hondo. No, seguro que en toda su vida jamás conocería a nadie que la amara tan profunda y sinceramente. Y qué contento estuvo de conocer a su hijita. Estaba loco de felicidad. ¿Por qué era tan cruel el destino? Alfons estuvo en contra de aquella guerra desde el principio. Pero ¿a quién le importaba? Fue a luchar como todos los demás, y ella ni siquiera sabía dónde ni cómo había muerto. Quizá fuera mejor así. Aunque Henny ya ni siquiera recordaba a su padre.
—¡Kitty! —llamó Gertrude desde abajo—. Pausa para un café con tarta. Baja, te esperamos.
—Un momento.
Siempre lo mismo. Apenas había mezclado la pintura, alguien la interrumpía. Era bonito que la casa estuviera llena de gente, pero ojalá la dejaran pintar en paz. Además, en la sala del piano todavía estaban tocando.
Dio unos toques al cuadro, dibujó los contornos con un pincel fino, se alejó y no quedó satisfecha. No podía dejar de pensar en los cuadros embalados que había por toda la casa. Las obras de Luise Hofgartner. Gérard se los había enviado después de recibir el dinero, como habían acordado. El entusiasmo inicial la había llevado a colgar en su casa los veinte lienzos y los diez dibujos a la sanguina. El salón quedó lleno, así como la sala de música, el pasillo y la galería. No quedaba ni un rinconcito libre en las paredes. Había pasado varias noches y dos domingos enteros con Marie en compañía de aquellos cuadros. Los contemplaron, se sumergieron en ellos, hicieron cábalas sobre el motivo y las circunstancias en las que se habían pintado. Su querida Marie estaba confusa, lloraba porque creía que su madre tenía madera para ser una gran artista. La pobre se había visto sobrepasada por los cuadros, y lo cierto era que Kitty también. Sin embargo no aguantó que Luise Hofgartner dominara su casa durante más de tres semanas, descolgó los cuadros y los embaló de nuevo. Ahora estaban por los pasillos porque Marie no podía llevárselos a la villa de las telas.
Ay, qué decepción había sufrido Kitty. Su querido Paul, al que antes consideraba el esposo más maravilloso del mundo, su adorado hermanito, se había negado a comprar más de tres de aquellos cuadros. Estuvo en Frauentorstrasse una única vez durante media hora, echó un vistazo a la colección y decidió que de ningún modo quería esas pinturas en su casa. Menos aún esos provocadores desnudos; había que pensar en los niños, por no hablar de mamá y los invitados. Paul se mostró muy huraño aquella tarde. En general, Kitty tenía la sensación de que su hermano cada vez estaba más raro. ¿Sería la preocupación constante por la fábrica? ¿O era que la guerra y el largo cautiverio en Rusia lo habían cambiado? Eso no, porque al regresar de Rusia había sido tan cariñoso como siempre. Simplemente se debía a que había ocupado el puesto de su padre, era el cabeza de familia, el director Melzer. Tal vez se lo había creído demasiado y ahora empezaría a adquirir las mismas manías que papaíto. Ay, qué tontería. Y qué pena le daba la pobre Marie.
—¡Mamá, ven de una vez! La abuela Gertrude no quiere cortar la tarta porque no estás.
—¡Ya voy! —exclamó molesta, y dejó el pincel en el frasco con agua.
En el salón, Leo y Walter ya estaban sentados a la mesa, sin otra intención que engullir un trozo de tarta para volver corriendo al piano. Además, Walter se había traído el violín, y Leo sin duda probaría a tocarlo. Que lo hiciera, cuantos más instrumentos conociera, mejor. Kitty estaba convencida de que Leo algún día compondría sinfonías y óperas. Leo Melzer, el famoso compositor de Augsburgo. No. Mejor: Leopold Melzer. Sonaba bien. Para los nombres artísticos se podía recurrir a la imaginación. ¿Sería también director de orquesta? Paul Leopold von Melzer.
—La tarta sabe a… a… —Henny frunció el ceño pensativa y miró hacia el techo.
Dodo fue menos diplomática.
—A licor.
La señora Ginsberg, que estaba sentada entre los dos chicos, sacudió la cabeza con energía.
—Está exquisita, señora Bräuer. ¿Le ha puesto azúcar avainillado?
—Un poco. Y un buen chorrito de kirsch. Para la digestión.
—Oh.
A los niños les pareció fantástico. Walter fingió estar borracho, y Leo lo intentó pero no resultó creíble.
La que mejor lo hizo fue Dodo, que consiguió tener hipo.
—Quiero, hip, un poco, hip, más de tarta. Hip.
A Henny todo ese teatro le pareció ridículo, miró a Kitty con cara de reproche y puso los ojos en blanco. En ese momento llamaron a la puerta, y Dodo enmudeció.
—Seguro que es uno de tus conocidos, Kitty —comentó Gertrude—. Estos artistas van y vienen cuando les apetece.
—Henny, ve a abrir la puerta.
No era uno de los artistas enamorados que visitaban a Kitty de vez en cuando. Quien estaba en la entrada del salón era Marie.
—Madre mía, tú sí que sabes sorprendernos. —Kitty se levantó de un salto para abrazar a Marie, la besó en las dos mejillas y la llevó hasta una silla—. Llegas justo a tiempo, mi querida Marie. Gertrude ha hecho tarta de nata. Come un buen pedazo, has adelgazado una barbaridad.
Cuando estaba alterada, le brotaban las palabras sin que ella misma supiera qué decía. En su cabeza reinaba el caos, como una bandada de aves en una pajarera que revoloteaban asustadas. En el fondo no le gustaba nada esa visita sorpresa. Por supuesto que le había contado a Marie que quería darles clases de dibujo a los mellizos. Y Marie también sabía que Henny recibía clases de piano de la señora Ginsberg. Pero no le había revelado que ambas cosas sucedían al mismo tiempo.
—Me alegro de verla, señora Ginsberg —dijo Marie extendiendo la mano—. Espero que todo le vaya bien. Buenas tardes, Walter. Qué bien que podáis veros fuera de la escuela alguna vez.
Ahora que había llegado Marie, las carcajadas desaparecieron de la mesa. Los niños se sentaron erguidos, como habían aprendido, utilizaron los tenedores y las servilletas, y tuvieron cuidado de que no se les cayera nada fuera del plato. Hablaron del calor veraniego y de las obras del nuevo mercado entre Fuggerstrasse y Annastrasse. Marie preguntó por los alumnos de piano que le había enviado a la señora Ginsberg, y Kitty les habló de una exposición del club de arte en la que se exponían cuadros de Slevogt y Schmidt-Ruttloff. Finalmente la señora Ginsberg comentó que había llegado la hora de la clase de Henny.
Fue la representación perfecta. Henny se fue obediente a la sala de música con la señora Ginsberg, Dodo dijo que quería ayudar a la abuela Gertrude en la cocina y los chicos preguntaron si podían jugar un poco más en el jardín. Marie los dejó.
—¡Kitty! —dijo Marie con un suspiro cuando se quedaron solas—. Pero ¿qué estás haciendo? Paul se pondrá furioso.
Increíble. En lugar de darle las gracias por estimular el don de su hijo, le lanzaba reproches.
—Mi querida Marie —empezó a decir—. Estoy un poco preocupada por ti. Antes eras una chica lista, sabías lo que querías, y a menudo te admiraba. Pero desde que nuestro Paul ha vuelto, cada vez estás más amilanada.
Se había pasado, y Marie la contradijo. Era una mujer de negocios, llevaba un atelier y tenía un montón de clientas importantes.
—¿Y quién decide qué haces con el dinero que ganas? —la interrumpió Kitty—. Paul. Y, en mi opinión, no tiene derecho. Debería decidir sobre los asuntos de la fábrica, pero no sobre los tuyos.
Marie agachó la cabeza. Habían hablado a menudo sobre ello, pero la ley era la ley. Además, Paul tendría que responder económicamente si ella se endeudaba.
—No es justo —se quejó Kitty.
Pero dejó el tema, por el momento. Marie, muy a su pesar, había renunciado a comprar los cuadros de su madre porque Paul se había negado. Kitty sabía muy bien lo mucho que le había dolido a Marie, y por eso había intervenido. Sin embargo, hasta ahora no le había contado que Ernst von Klippstein había contribuido con una cantidad de dinero considerable. Le había hablado de unos cuantos buenos amigos. Y Lisa también había aportado un poco. Kitty se había llevado una enorme sorpresa al ver que su hermana le daba algo de dinero, tarde pero justo a tiempo. ¡Su querida Lisa! Podía sentirse afortunada de que fuera tan generosa.
—¿Por qué piensas que debes entrometerte, Kitty? —se lamentó Marie—. Leo recibe clases de piano de la señora Von Dobern, eso tendrá que bastar. Bastante difícil me resulta compaginarlo todo. Los niños. Paul.
Vuestra madre. Y también el atelier. A veces siento que estoy al límite de mis energías. Me he planteado en serio si no sería mejor cerrar el atelier.
—¡De ningún modo! —exclamó Kitty, consternada—. Después de todo lo que has conseguido, Marie. Tus preciosos diseños. Tus dibujos.
Marie sacudió la cabeza con tristeza. Ay, los dibujos. Ella no era artista como su madre. Tenía una familia. Dos niños maravillosos. Y a Paul.
—Lo amo, Kitty. Me duele hacerle daño.
Kitty no estaba de acuerdo. Marie se estaba confundiendo. Era Paul quien le hacía daño a ella. Y a Marie le costaba reconocer que el hombre al que amaba no era un ángel. Paul tenía muy buen corazón, pero también podía ser muy testarudo.
—Estás saturada, Marie —dijo Kitty en tono conciliador—. Dentro de nada los niños tendrán vacaciones. ¿Por qué no cierras el atelier un par de semanas y te vas de veraneo? Paul podría visitaros los fines de semana.
—No, no. Pero me lo tomaré con más calma. Me quedaré en casa tres tardes por semana.
Kitty se encogió de hombros. No le gustaba nada, casi sonaba a pagar una compra a plazos. Y encima Marie quería hacerle prometer que no volvería a organizarle clases a Leo en secreto.
—No quiero que lo hagas, Kitty. ¡Entiéndeme, por favor!
—¡Tu hijo te lo echará en cara algún día!
La pobre y buena de Marie sonreía. No creía en su hijo. Por todos los cielos, tal vez algún día incluso obligaran al chico a hacerse cargo de la fábrica. Cuánto talento desperdiciado.
De todos modos se lo prometió. Aunque le costó horrores. También mantuvo la calma cuando Marie le dijo que quería volver a casa con los mellizos.
—Si esperas media horita, Klippi se ha ofrecido a llevar a los niños a la villa en coche.
—Ni hablar. Paul tiene ciertas diferencias con Ernst en estos momentos, y no quiero provocarlo.
Otra vez se doblegaba. Se hacía pequeña. Cometía estupideces solo para que Paul no se enfadara con ella. Kitty iba a explotar de rabia.
—Ah, también quería contarte que el club de arte organizará en otoño una gran exposición con los cuadros de tu madre. Todo Augsburgo los verá, ¿no es fantástico?
Marie palideció, pero no dijo nada.