Marie sintió el dolor. Conocía la sensación, ese calor opresor que le nacía en el estómago, le subía por la garganta y se extendía por todo su cuerpo. De niña le sucedía a menudo, siempre que se sentía desvalida o que la trataban injustamente. También le pasó cuando se enteró de que Paul había sido capturado por los rusos y temió no volver a verlo.
Se dijo que solo eran palabras. No podía tomárselas en serio. Paul estaba alterado. Esa estúpida idea de la exposición.
Pero el dolor seguía ardiendo en su interior, incluso se hacía más intenso, quería apoderarse de ella. Nunca lo había sentido con tanta fuerza.
¿Qué había dicho? ¿Que había que quemar los cuadros? ¿Cómo podía haber dicho algo así? ¿Acaso no sabía que sus palabras podían abrir heridas? Las palabras podían matar. ¿Cómo de fuerte debe ser un amor para resistir palabras semejantes?
—¡Mamá!
De pronto cayó en la cuenta de que seguía en el vestíbulo, justo donde él le había arrojado esas palabras a la cara. Había salido corriendo y la había dejado allí plantada. Paul, el hombre al que amaba.
—¡Mamá!
Dodo bajaba corriendo por la escalinata con los dedos sucios de tinta y otra mancha azul en el cuello blanco.
—Mamá, me prometiste que hoy me llevarías al aeródromo.
Delante de ella, la niña, sin aliento, la miraba fijamente con ojos esperanzados.
—Era hoy. Dodo, creo que hace demasiado calor para una excursión como esa.
El rostro de su hija reflejó una profunda decepción, estaba a punto de echarse a llorar. Marie sabía lo mucho que había luchado Dodo por arrancarle esa promesa, cuánto había rogado y suplicado. Le dolía en el corazón decepcionarla así.
—¡Pero me lo prometiste!
No tardaría en ponerse a patalear. Marie vaciló. La habían herido, sí, se encontraba fatal y sentía la acuciante necesidad de estar sola. Pero ¿por qué tenía que pagarlo Dodo?
—¡Deja a mamá en paz! —Leo también había llegado corriendo, agarró a su hermana del brazo e intentó llevársela con él.
Dodo se resistió.
—¿Por qué? Suéltame.
Marie tenía un oído fino y captaba los susurros. Además, Leo murmuraba bastante alto.
—Papá se ha portado fatal con ella.
—Ah, eso. Siempre está regañando.
—Hoy ha sido muy cruel.
—¿Y qué?
Lo habían oído. Paul había levantado la voz. ¿No sabía que los ruidos del vestíbulo se oían en el segundo piso? Pues claro que lo sabía, había crecido allí. Entonces se dio cuenta de que el personal de la cocina también lo habría oído todo. Sin duda también su suegra. Incluso esa…
—Vosotros dos, subid conmigo enseguida, todavía no habéis terminado los deberes.
Serafina von Dobern estaba en lo alto de la escalera, y Marie creyó distinguir una gran satisfacción en su rostro. Tal vez solo fueran imaginaciones suyas. La institutriz siempre era correcta con ella, aunque sabía que Marie no estaba de acuerdo con su forma de educar y que incluso había pedido que la despidieran. Estaba claro que Serafina von Dobern la consideraba su enemiga, así que las ofensas de Paul debían de haberla alegrado especialmente.
—Déjelos, señora Von Dobern, enseguida me iré con ellos a la ciudad.
La delgadísima figura de Serafina se puso tiesa, levantó la barbilla y bajó la vista hacia Marie a través de sus gafas.
—Lo siento mucho, señora Melzer, pero no puedo permitirlo. Dodo tiene que acabar un ejercicio de castigo y Leo tiene que recuperar los deberes que no hizo ayer. ¡Además, su suegra desea que los niños sigan una rutina para que aprendan orden y disciplina!
Habló en voz baja pero con decisión y, bajo su aparente calma, Marie distinguió la seguridad propia de quien está haciendo uso de su poder. El señor de la casa había humillado a su esposa y ahora creía que podía contradecirla. ¿Es que su palabra ya no valía nada? ¿O acaso querían relegarla al nivel de una empleada? Le temblaba todo el cuerpo.
—¡Le doy media hora, con eso tendrá que bastar! —replicó haciendo esfuerzos por contenerse.
Se quitó el sombrero y lo lanzó sobre una cómoda, después les indicó con un gesto a Dodo y a Leo que subieran. Ella fue detrás y pasó junto a la institutriz. Recorrió el pasillo a toda velocidad y llegó al despacho al límite de sus fuerzas. Allí se dejó caer en el sofá, respiró hondo y cerró los ojos.
«¿Qué me pasa?», pensó sintiéndose muy infeliz. «No es la primera vez que Paul y yo nos peleamos. Ya se habrá arrepentido de sus palabras. Esta noche me pedirá perdón».
No obstante, el dolor era tan intenso que estaba como paralizada. Habían cruzado una línea. Ese día Paul le había revelado lo mucho que la despreciaba a ella y a sus orígenes. Él, Paul Melzer, había encumbrado a la huérfana Marie y había tenido la infinita bondad de convertirla en su esposa. A cambio ella le debía obediencia. Debía renegar de sus orígenes; en su opinión, habría que quemar los cuadros de su madre, que había tachado de «horribles».
¿No entendía que su madre era parte de ella? Daba igual lo que hubiera hecho Luise Hofgartner en su corta y alocada vida, Marie siempre la querría por encima de todo. Sus cuadros, que tanto decían sobre ella, eran un tesoro para ella, un mensaje de su madre desde el más allá. ¿Y debía soportar que Paul hablara de ellos con tanto desprecio?
Recordó con amargura que el padre de Paul fue el responsable de la temprana muerte de Luise Hofgartner. Más aún: Johann Melzer también le arrebató sus posesiones a su padre, utilizó los geniales diseños de su socio y después lo estafó con su participación en la empresa. Marie había tenido la grandeza de perdonar a los Melzer. Los había perdonado porque amaba a Paul y estaba convencida de que su amor sería más fuerte que las sombras del pasado.
Gimió y se incorporó. Qué angosta y húmeda era esa habitación. Estaba a rebosar de estanterías y archivadores. De recuerdos. Le faltaba el aire. Se tapó la cara con las manos y sintió el calor de sus mejillas. No, no podía permitir que esas sombras destruyeran su vida. Tampoco podían acabar con Paul. Pero sobre todo tenía que proteger a sus hijos de aquellos fantasmas.
Debía encontrarse a sí misma. Calmarse. No dejar que la guiase la rabia, sino el amor.
Se puso de pie y se acercó al teléfono. Levantó el auricular y esperó a hablar con la operadora. Le dio el número de Kitty.
—¿Marie? Qué suerte has tenido, estaba a punto de salir de casa. ¿Ya te has enterado? La señora Wiesler ha encontrado una biografía de tu madre. Entre la herencia de Samuel d'Oré, imagínate.
Menuda noticia. De haber sido un día normal, se habría muerto de la emoción. Pero ahora solo escuchaba a medias lo que decía su cuñada.
—Kitty, por favor. No me encuentro bien. ¿Podrías venir y llevar a los niños al aeródromo de Haunstetter Strasse? Dodo quiere ver aviones a toda costa.
Al otro lado de la línea se produjo una pausa.
—¿Quééé? ¿Con este calor? ¿A un sucio aeródromo? ¿Donde encima no pasa nada porque se ha declarado en ruina? Estaba a punto de ir a tomar un café con tres colegas a la pastelería Zeiler.
—Por favor, Kitty.
Sonaba tan seria y suplicante que Kitty estaba desconcertada.
—Pero yo… Es que… Dios mío, ¿tan mal te encuentras? ¿Qué te pasa? ¿Gripe de verano? ¿Sarampión? Parece que hay un brote en la escuela Anna.
Marie tuvo que interrumpir la verborrea de Kitty. Le supuso un gran esfuerzo porque se sentía enferma.
—Tengo que reflexionar, Kitty. Sola. Entiéndeme, por favor.
—¿Reflexionar?
Podía imaginarse a Kitty sujetándose el pelo detrás de la oreja y dejando vagar la mirada por la habitación mientras intentaba comprender lo que sucedía. Y enseguida dio en el blanco.
—¿Paul se ha portado mal?
—Ya hablaremos después. Por favor.
—Dentro de diez minutos estoy allí. Espera, no, tengo que poner gasolina. Veinte minutos. Si el coche se porta bien. ¿Aguantarás hasta entonces?
—Solo se trata de los niños, Kitty.
—¿Al aeródromo? ¿Tiene que ser eso? ¿No podemos ir todos a comer tarta a la pastelería? Bueno, pues nada. Allí que iremos. ¡Henny! ¿Dónde te has metido ahora? Henny, nos vamos al aeródromo.
—Gracias, Kitty.
Dejó el auricular en la horquilla y se sintió algo aliviada. Había logrado crear el espacio que necesitaba. Tenía que aclararse. Encontrar la manera de ser sincera y al mismo tiempo conservar su amor. Era la única forma de vivir.
Cuando se disponía a salir del despacho, sonó el teléfono del escritorio. Se estremeció. Durante un instante dudó si levantar el auricular, pero no lo hizo. Salió a toda prisa, recorrió el pasillo hacia la escalera y estuvo a punto de taparse los oídos para no oír el insistente timbre del teléfono. Abajo, en el vestíbulo, estaban Gertie y Else. Cuando Marie apareció de pronto, se separaron de un salto como dos conspiradoras pilladas in fraganti.
—La señora Brunnenmayer quiere saber si debe mantener caliente el almuerzo.
Marie detectó una simpatía contenida en la voz de Gertie. Else se apartó un poco y fingió estar ocupada con el plumero.
—Gracias, Gertie. Dile a la señora Brunnenmayer que no almorzaré.
—Por supuesto, señora Melzer.
—La señora Bräuer recogerá a los niños dentro de veinte minutos más o menos. Dile a la señora Von Dobern que está acordado conmigo.
Gertie asintió obediente. Seguramente ya intuía que se llevaría otro disgusto, porque la institutriz se había quejado varias veces a Alicia de la supuesta impertinencia de la ayudante de cocina.
—Tráeme mi sombrero, por favor.
No tenía ni idea de adónde quería ir, solo sabía que en la villa no tenía ningún sitio donde pudiera encontrarse a sí misma. En esa casa se respiraba el dominio de los Melzer, la soberbia de esa dinastía que creía estar por encima de los demás. ¿De dónde habían salido esos pretenciosos magnates del textil? ¿En qué se basaba todo su patrimonio? ¿Y su influencia? En los geniales inventos de su padre, por supuesto. Sin Jakob Burkard, la fábrica de paños Melzer no existiría.
Se puso el sombrero, echó un vistazo rápido al espejo y vio que estaba muy pálida. Los temblores en las extremidades habían vuelto. No hizo caso. Cuando Gertie le abrió la puerta, el sol de mediodía entró en el vestíbulo y dibujó un rectángulo alargado sobre el suelo de mármol. Salió a la luz y sintió que el calor del verano la dejaba sin aliento. El acceso a la puerta del parque estaba lleno de polvo, los automóviles y los coches de tiro habían marcado dos surcos en el camino en los que se acumularía el agua cuando lloviera. Ahora estaban secos y llenos de arena y suciedad. Antes el jardinero limpiaba el acceso, pero desde que Gustav Bliefert solo trabajaba de vez en cuando para la villa, el parque y los caminos se estaban echando a perder a ojos vista.
«Y a mí qué más me da», pensó Marie. Su suegra y su esposo decidían sobre la villa y el parque, a ella no le preguntaban. Atravesó los prados para evitar encontrarse con Kitty, y llegó a la puerta del parque dando un rodeo. Su cerebro recuperó un cruel recuerdo de las profundidades de su memoria. Estaba ahí cuando descubrió una figura en la niebla que al principio la atemorizó. Pero después reconoció a Paul. Había regresado de la guerra y ella apenas podía creérselo.
Apartó el recuerdo y cruzó la carretera, escogió uno de los senderos que conducían a la ciudad atravesando cocheras, edificios abandonados y fábricas nuevas. En ese momento se sentía mejor, su respiración era regular y los temblores casi habían desaparecido. Lo atribuyó a que ya había salido de los terrenos de la villa.
«¿He llegado a mi límite?», se preguntó asustada. «No, no, encontraré una solución. Llegaremos a un acuerdo. Aunque solo sea por los niños».
Ratoncitos grises se deslizaron entre sus pies; dos azores volaban en círculos en el cielo, se oían sus chillidos agudos y prolongados. Pasó por la fábrica de gas, miró recelosa los depósitos redondos que se elevaban desde el suelo, y dejó atrás la hilandería de algodón a orillas del Fichtelbach. Por todas partes se construía y se hacían reformas, el marco seguro había demostrado su eficacia y la confianza en la economía se estaba recuperando. Qué extraño que su felicidad personal amenazara con derrumbarse cuando por fin se podía mirar al futuro con esperanza.
Los arroyos no tenían mucha agua, en dos ocasiones se atrevió a cruzarlos saltando de piedra en piedra. ¿No le había contado Paul que de pequeño pescaba allí con sus amigos? A su propio hijo no le concedía semejantes libertades. Subió por Milchberg, avanzó por las sombras de las casitas de la ciudad baja para huir del sol abrasador. Los tejados hundidos y el revoque desconchado le resultaban familiares, también recordaba los olores de su infancia. Allí siempre apestaba a humedad y a moho, y en los callejones oscuros también a orín. Los perros vagaban por las calles; había gatos sin dueño en las ventanas de los sótanos, a la caza de ratas y ratones. No había cambiado mucho desde su niñez, solo algunas casas estaban en mejor estado. Entre ellas, los dos edificios que ahora pertenecían a Maria Jordan. Uno tenía un gran escaparate y delante habían colocado una mesita baja con todo tipo de productos: un surtido de fruta, verdura, cajitas de madera pintadas de colores, jarrones, cucharas de latón y cadenas de perlas falsas. Al pasar, vio al joven empleado de orejas gachas atendiendo a una clienta con esmero. Marie pensó que en realidad la situación de la señorita Jordan era envidiable. Había aprovechado la oportunidad en el momento justo y se había organizado su propia vida. Como era soltera, podía hacer negocios por su cuenta y no tenía que pedirle a nadie que firmara.
Así era: Maria Jordan no era una persona agradable, pero sí muy hábil.
Tres callejuelas más allá llegó al lugar al que se había dirigido sin una intención concreta, más bien de forma inconsciente. El tejado del edificio se había renovado, pero todo lo demás estaba igual. Abajó seguía el letrero pintado de el árbol verde, en uno de los cristales sucios se reflejaba un rayo de sol que se había colado por un hueco entre las casas. Allí arriba había nacido ella y había pasado sus dos primeros años de vida con su madre. Luise Hofgartner luchó, salió adelante con pequeños encargos, se endeudó, quizá también pasó hambre, pero no quiso vender al hombre que había estafado a Jakob Burkard los planos que este le había dejado. ¡Qué testaruda fue! Qué dura consigo misma. Una mujer que pretendía lo imposible. Aun a riesgo de que su hijita sufriera por ello.
El corazón le latía con fuerza, le temblaban las piernas, de pronto tuvo miedo de desmayarse en aquel callejón. O de algo peor. Recordó con horror la noche en el orfanato en que se despertó bañada en sangre y tardó un rato en darse cuenta de que era suya. Una hemorragia interna. Sobrevivió a duras penas.
«No», pensó, y respiró hondo para apaciguar esas tontas palpitaciones. Jamás obligaría a sus hijos a crecer sin madre. Antes prefería… ¿Qué prefería? ¿Renegar de sí misma? ¿Sería capaz? ¿En eso quería convertirse para sus hijos? En una mujer que se sacrificaba. Que renunciaba, que anteponía la felicidad de su familia a su propio bienestar. Había novelas e historias que presentaban esa noble vocación como algo deseable para las chicas jóvenes. En el orfanato había algunas en la estantería, y en la biblioteca de la villa también tenían libros de ese tipo. Luise Hofgartner se habría echado a reír.
Se apartó del muro de la casa y comprobó que podía seguir caminando. Era posible que las palpitaciones y los temblores fueran imaginaciones suyas, porque ahora que se movía se encontraba mejor. Se dirigió hacia Hallstrasse y luego hacia la estación. Allí donde los trenes traqueteaban y las locomotoras silbaban, los muertos descansaban en paz en el cementerio de Hermanfriedhof.
«Estoy loca», pensó. «¿Por qué voy allí? Los milagros solo suceden una vez, y el padre Leutwien, que me consoló y me acogió en aquella ocasión, se jubiló hace mucho tiempo».
Pero sus pies la llevaban hacia aquel lugar, había algo que tiraba de ella como un imán. No era el lujoso panteón de los Melzer, ni la tumba del pobre Edgar Bräuer, que se había quitado la vida después de que su banco se arruinara. Era la pequeña lápida situada justo al lado del muro del cementerio, medio oculta por la hierba. En ella se leía el nombre de su madre. «Luise Hofgartner». Marie dejaba un ramito de flores de vez en cuando, pero ahora, con ese calor, solo había una corona de hiedra porque las flores se marchitaban enseguida.
A esa hora el cementerio estaba casi vacío. Dos mujeres vestidas de negro se desplazaban entre las hileras de tumbas, plantaban alegrías y las regaban. Junto a la iglesia había tres niños jugando en el suelo a las canicas. Marie se sentó en la hierba y tocó con suavidad la pequeña lápida, acarició los bordes, recorrió la inscripción con el dedo.
«¿Qué hago?», pensó. «Aconséjame. Dime qué habrías hecho en mi lugar».
El sol caía a plomo sobre ella, y al abrigo del muro el calor era aún más difícil de soportar. Ni siquiera los pájaros cantaban, solo un puñado de hormiguitas marrones trasladaban sus crisálidas blancas por la hierba.
Marie comprendió que nadie podía decirle qué debía hacer, ni siquiera su madre. Recordó los reproches de Paul y pensó en qué le respondería. Le vino a la mente la palabra «tejemanejes». Dios mío, creía que había organizado esa exposición con Kitty. A sus espaldas. ¡Cómo se le ocurría!
¿Y a quién se refería con lo de «tu amante y caballero de las flores»? En el momento, en su indignación por el desprecio hacia su madre, apenas había prestado atención a esa frase. ¿Lo había dicho en tono irónico? No podía creer en serio que ella tuviera un amante. ¿O sí? ¿Se refería a Klippi? Era cierto que le enviaba flores de vez en cuando, pero también se las mandaba a Kitty, y Tilly también había recibido un ramo de su parte por Pascua. Pero Paul tenía que saber que Ernst von Klippstein jamás se atrevería a acercarse demasiado a ella.
Agotada, buscó una sombra y la encontró bajo una vieja haya. Una ardilla trepó por el tronco y desapareció entre las ramas haciendo ruiditos, tal vez se había encontrado con una competidora.
Se quitó el sombrero y se abanicó con él. Seguro que Paul ya había entrado en razón. De todos modos, ella abordaría sus acusaciones, le explicaría que hasta la noche anterior no sabía nada de los planes de Kitty. Que Ernst von Klippstein siempre se había portado como un caballero. Y que a ella los cuadros de su madre le parecían cualquier cosa menos «horribles».
Apoyó la cabeza en el tronco liso del haya y levantó la vista hacia el follaje. Los rayos de sol penetraban como flechas de luz a través del alero verde. Cerró los ojos.
Algo en su interior dijo «no». Ya no podía seguir así. Habían traspasado un límite. Nadie podía defenderse una y otra vez de acusaciones injustas. Si había amor, debía haber confianza. Si no había confianza, es que el amor había muerto.
—Ya no me quiere.
Susurró esa frase para sí misma. En algún lugar se oía correr agua, quizá las mujeres estaban llenando las regaderas en la fuente. O tal vez fuera un arroyo, un río. El corazón le palpitaba deprisa, se mareó. «No te desmayes», pensó. «Sobre todo no te desmayes».
—¡Marie! Pero qué susto me has dado. Lo sabía. ¡Marie! ¿Qué te ha pasado? Marie, mi queridísima Marie.
Como a través de una niebla centelleante vio un rostro que se inclinaba hacia ella. Grandes ojos azules asustados, pelo corto que caía sobre la frente y las mejillas.
—¿Kitty? Estoy… estoy un poco… mareada.
—¿Mareada? Gracias a Dios. Ya pensaba que estabas muerta.
La niebla se disipó, Marie comprendió que estaba tumbada boca arriba en el suelo, debajo del haya en la que se había apoyado al sentarse.
—¡He imaginado que habrías venido aquí! ¿Puedes levantarte? No, espera, te ayudo. ¿O mejor llamo a un médico? Por ahí va un matrimonio, podrían ayudarnos.
—No, no, ya estoy mejor. Ha sido el calor. ¿Dónde están los niños?
Al incorporarse, sintió otro leve mareo. Kitty la miraba preocupada.
—Esos pilluelos están con Gertrude. Y ahora mismo te llevaré allí en coche.
Marie se levantó con esfuerzo, se llevó la mano a la frente y notó que Kitty la rodeaba con el brazo.
—¿A la casa de Frauentorstrasse? —murmuró—. Kitty… Yo…
—¡A la casa de Frauentorstrasse! —repitió Kitty, decidida—. Y podéis quedaros allí el tiempo que queráis. Por mí como si es hasta el día del Juicio Final. O más allá.