Chapter 23 - 23

—Siento mucho la espera, viejo amigo —dijo el abogado Grünling al tiempo que le tendía la mano a Paul con jovialidad—. Ya sabes, un imprevisto. Una clienta a la que no podía rechazar.

—Claro, claro.

Paul le estrechó la mano y puso al mal tiempo buena cara. ¿Qué remedio le quedaba? Mientras esperaba en la antesala sentado en la butaca tapizada de terciopelo, había oído parte de la llamada de Grünling. Una clienta… tal vez. Es cierto que no podía rechazarla, pero sin duda el supuesto imprevisto era de índole privada. Grünling, tan frívolo, estaba concertando una cita.

—Siéntate, querido. ¿La señorita Cordula te ha servido un café? ¿No? Eso es inadmisible.

Paul logró impedir que a la guapa secretaria le cayera una reprimenda. Se lo había ofrecido varias veces, pero él rechazó la oferta.

—Ya he tomado dos tazas en la villa y otra en la fábrica. Con eso debería bastar.

Grünling asintió satisfecho y se sentó a su escritorio. Era un mueble extraordinario, barroco de Gdansk, la piel de color verde oscuro, un vade con un estampado oriental. Tras él, Grünling parecía un pequeño mono con gafas. Sobre todo en ese momento, con las manos sobre la barriga.

—¿En qué puedo ayudarte?

Paul procuró mantener una postura relajada. Hacía muchos años que Grünling trabajaba para la fábrica de paños Melzer como asesor jurídico. En su momento, su padre lo eligió porque, en palabras de papá, era un zorro astuto. Y discreto. Eso era muy importante.

—Necesito consejo, Alois. Se trata de un asunto personal.

—Entiendo —contestó Grünling sin dar la más mínima señal de sorpresa.

Claro que no le sorprendía. En Augsburgo era un secreto a voces que el matrimonio Melzer no se encontraba en su mejor momento.

—Necesito algunos detalles sobre… el proceso de divorcio. Solo por saber. Para estar preparado para posibles coyunturas.

Grünling siguió inmutable, se irguió y apoyó los brazos en el escritorio.

—Bueno. Este año el proceso de divorcio ha sufrido una profunda modificación por ley parlamentaria. El planteamiento es que el matrimonio se mantenga lo máximo posible y el divorcio sea el último recurso.

—Sin duda.

—La principal novedad es el añadido de que el hombre y la mujer son iguales. Por desgracia, durante los últimos años cada vez son más las mujeres que hacen uso de la opción del divorcio. Una triste consecuencia de la actividad profesional femenina. —Grünling se colocó bien las gafas y se levantó para coger los textos legales, guardados en un archivador—. La responsabilidad sigue siendo del tribunal regional. El demandante necesita un motivo de peso para obtener el divorcio. El divorcio de mutuo acuerdo, como exigen algunos diputados de la izquierda, tampoco existirá en el futuro.

—¿Y qué se aceptaría como «motivo de peso»? ¿El adulterio?

El abogado hojeó los papeles, puso el dedo sobre un renglón en algunos puntos, movió los labios sin emitir sonidos y siguió pasando páginas.

—¿Cómo? ¡Sí! El adulterio, por supuesto. Pero hay que demostrarlo y respaldarlo con declaraciones de testigos. Y, aun así, luego hay una comparecencia de expiación ante el tribunal administrativo a la que deberían presentarse el demandante y el demandado. Ahí se determina hasta qué punto el matrimonio se puede mantener o si los obstáculos son tan grandes que ya no hay esperanzas. Solo entonces se inician las negociaciones sobre la demanda de divorcio.

—¿Y cuánto suele durar el procedimiento?

Grünling se encogió de hombros.

—No se puede saber con precisión, pero cuenta que unos meses. ¿Te lo estás planteando en serio, Paul? —dijo, y se sentó en el borde del escritorio—. Luego habría unos cuantos detalles que deberías tener en cuenta. Para evitar complicaciones. Ya me entiendes.

A Paul no le gustaba la actitud de entre confianza y desprecio del abogado. Nunca había soportado a Grünling; era un enano odioso que se había hecho rico tras la guerra gracias a su habilidad para los negocios. Sin embargo, era sobre todo el tema del divorcio lo que lo ponía de mal humor y hacía que viera a Grünling peor de lo que se merecía.

—No me lo estoy planteando en serio, Alois, pero te agradezco los consejos.

—Lo que necesites, amigo. A fin de cuentas, ya ayudé a tu padre con algún que otro apuro. También está el atelier que dirige tu esposa en Karolinenstrasse. Muy generoso por tu parte. Ya sabes que solo puede abrir negocios con tu consentimiento. En caso de urgencia, lo adecuado sería cerrar el negocio y borrar la entrada en el registro comercial.

Paul se quedó callado. El abogado no le estaba contando nada nuevo, pero hasta entonces se había negado a dar ese paso. De ese modo le quitaría a Marie su fuente de ingresos, pero ¿qué ganaría él con eso? ¿Acaso ella volvería arrepentida a la villa? Seguramente no. Solo conseguiría enrocar aún más los frentes.

—¿Qué motivos me ofrece la ley para llevarme a los niños de vuelta a la villa de las telas?

Grünling respiró hondo mientras Paul lo miraba poco esperanzado.

—Bueno, podría ser resultado de lo anterior. Si tu cónyuge careciera de dinero, se podría demostrar que los niños están desatendidos en su domicilio actual, o incluso abandonados.

—Se están echando a perder —lo interrumpió Paul, furioso—. Sus cualidades se están encauzando en la dirección equivocada. Los va a convertir en personas incapaces de llevar su propia vida. —Paul se interrumpió al percatarse de que había levantado la voz, y a él mismo le resultó desagradable.

Grünling abandonó su asiento en el borde del escritorio y regresó a su butaca. Esbozó una sonrisa apaciguadora y continuó a una distancia segura.

—Lo más importante sería reunir pruebas. Poner por escrito las declaraciones de testigos, con fecha y firma para que sean válidas ante un tribunal. Tanto lo relativo a la situación de tus hijos como a la fidelidad de tu esposa.

Paul tuvo que contenerse para no dejarse llevar de nuevo por la ira. Pese a que aún sospechaba que Ernst von Klippstein se había acercado a su esposa, no tenía intención de hablar del tema con Grünling.

—No va a ser fácil —comentó, con reservas.

—Para estos casos existen profesionales que cuestan dinero pero hacen un buen trabajo.

Paul torció el gesto y comprendió que su interlocutor hablaba de contratar a un detective. ¡Vaya idea! Eso solo podía concebirlo el cerebro de un frío jurista. ¿De verdad Grünling creía que estaba dispuesto a hacer que alguien espiara a sus hijos, o incluso a Marie?

—Gracias por tus amables consejos, si se da la ocasión tal vez vuelva. No quiero hacerte perder más tiempo.

Ese zorro astuto, como lo definía papá, no parecía en absoluto avergonzado. Al contrario, le dedicó una sonrisa comprensiva, le tendió la mano sobre el escritorio y le dijo que, en caso de necesidad, estaba a su servicio.

—No siempre es fácil tratar con el sexo débil —añadió—. Es especialmente agotador con mujeres a las que tenemos cariño. Créeme, querido Paul, tienes delante a un hombre que habla por experiencia.

—¡Seguro! —repuso Paul con brusquedad.

Se alegró de salir del despacho del abogado, espacioso y amueblado con ostentación, y bajó a toda prisa por la escalera hasta la calle. «Un hombre que habla por experiencia». ¡Será ignorante! Paul estaba seguro de que el abogado nunca había amado a una mujer. ¿Cómo iba a hacerlo? Allí donde los demás tenían un corazón en el pecho, Grünling tenía una cartera llena.

Más tarde, en su despacho, mientras se bebía un café y se sumergía en el trabajo, Paul se calmó y vio la situación con otros ojos. Pese a todo, se había enterado de algunos detalles del divorcio que le serían útiles en una conversación con Marie. Por desgracia, durante las últimas semanas no habían logrado ningún acercamiento, estaban en un punto muerto, los frentes enrocados se habían consolidado aún más. Estuvo pensando por enésima vez si sería inteligente escribirle una carta. Un texto bien pensado, equilibrado, en el que le propusiera un acuerdo amistoso. También podría ceder, claro. Si ella estuviera dispuesta a volver, él hablaría con mamá, y la señora Von Dobern tendría que irse de inmediato. Pero no prepararía el terreno hasta que Marie se comprometiera a volver. No lo haría por adelantado, como un anticipo, por así decirlo. Así no. No iba a dejarse dominar por ella bajo ningún concepto. Si quería un marido calzonazos, se había equivocado de persona. En ese caso tendría que quedarse con Ernst von Klippstein. Kitty, que hablaba por teléfono con mamá con toda naturalidad, le había contado que Von Klippstein era un huésped bien considerado y querido en Frauentorstrasse, a resultas de lo cual mamá le prohibió la entrada en la villa.

—Ese hombre que considerabas tu amigo ya tenía a Marie en el punto de mira. En el hospital se le declaró, me lo contó Kitty.

Era increíble lo maleables que podían llegar a ser las mujeres. Y ahora incluso mamá. ¿No había definido durante años a Von Klippstein como «un pobre hombre encantador» y lo invitaba siempre que podía a la villa? Descartó la idea que de vez en cuando lo atormentaba: no, Marie le era fiel. Nunca lo había engañado. Ni siquiera cuando él estuvo en la cárcel rusa y Ernst, según mamá, le declaró su amor. Ni tampoco después.

En su familia no había habido adulterios, dobles vidas ni divorcios, y así seguiría siendo. Marie y él habían tenido una fuerte disputa conyugal que pronto estaría olvidada. Nada más.

Decidió ir caminando a la villa para almorzar. El tiempo era seco y soleado, solo el viento molestaba un poco, pero el aire fresco y el paseo le sentarían bien. Por algo su padre, salvo durante los últimos meses, recorría ese trecho siempre a pie. En la antesala, donde las dos secretarias estaban comiendo un bocadillo de embutido, lanzó una mirada rápida a la puerta del despacho de Von Klippstein.

—El señor Von Klippstein está en su mesa —dijo la señorita Hoffman con la boca llena, y luego se sonrojó—. Disculpe.

—Muy bien —dijo él, y continuó en un tono militar irónico—. ¡Retrocedan, descansen, sigan comiendo!

Les hizo gracia la broma y se rieron. Bien.

Azotado por el viento y con el abrigo ondeando, entró en los terrenos de la villa. El paseo tenía sus ventajas, había visto bastantes ramas caídas en el parque: ya era hora de que alguien se ocupara de los árboles. Desde que solo Gustav cuidaba el parque de vez en cuando, estaba asilvestrado. Necesitaban contratar a un jardinero; hablaría de ello con mamá.

Else le abrió la puerta, hizo una reverencia y le cogió el abrigo y el sombrero.

—¿Mi madre está bien?

Aquella pregunta se había convertido en una costumbre, pues Alicia sufría a menudo migrañas y otras dolencias. Aun así, casi siempre aparecía para el almuerzo.

—Por desgracia no, señor Melzer. Está arriba, en su habitación.

Else hizo una mueca compasiva sin abrir la boca. Era raro, pero se habían acostumbrado.

—La señora Von Dobern quiere hablar con usted.

No le venía bien, pero tendría que hacerlo. Desde que Serafina von Dobern se había convertido en objeto de disputa familiar, su presencia lo sacaba de quicio. Por supuesto, no era culpa de ella, en eso había que ser justos. La pobre hacía bastante mal su trabajo; por desgracia, Marie tenía razón.

—Lo está esperando en el salón rojo.

Así que sería antes de comer. Bueno, mejor acabar con eso cuanto antes. Supuso que quería quejarse otra vez de los empleados y, como mamá estaba indispuesta, acudía a él. De todos modos, no le gustaba nada que se hubiera apropiado del salón rojo. La señorita Schmalzler jamás se lo habría planteado.

—Dígale que pase a mi despacho.

A Paul le molestó que lo entretuviera, tenía hambre. Oyó cerrarse la puerta del salón rojo. De acuerdo, la señora estaba ofendida porque no había aceptado su invitación en el salón. Paul se propuso bajarle los humos.

—Siento haberlo retenido —dijo Von Dobern al entrar—. Tenía que escribir una carta en limpio que su madre me dictó a toda prisa.

Paul asintió y señaló una silla sin decir nada. Él se sentó tras el escritorio, el mueble donde Jakob Burkard escondió sus planos de construcción. Habían pasado diez años desde que él y Marie los encontraron. Marie… Cómo la quería entonces. Qué feliz fue cuando ella aceptó su proposición. ¿Acaso ahora las sombras del pasado eran más fuertes que su amor? ¿Podía ser que la deuda de su padre destrozara su felicidad?

—Su madre me ha encargado que lo informe de un imprevisto —dijo Serafina von Dobern con la mirada clavada en él y una sonrisa educada.

Paul se contuvo. Tenía poco sentido dejarse llevar por ideas turbias.

—¿Por qué no habla ella conmigo?

La sonrisa de Serafina pasó a transmitir lástima.

—Su madre ha recibido esta mañana una llamada telefónica que ha perjudicado en extremo su sistema nervioso, ya de por sí delicado. Le he dado un calmante, bajará para el almuerzo, pero ahora mismo no está en condiciones de mantener largos debates.

Con la aprobación del doctor Greiner, Serafina le daba un poco de valeriana de vez en cuando a su madre. Según le había explicado el médico, era inofensiva, sobre todo porque la dosis que le recetaba era mínima.

Paul se preparó. ¿Por fin habían recibido una llamada de Marie? ¿Había decidido pedir el divorcio? Qué locura. ¿No había dicho Grünling que cada vez más mujeres presentaban la demanda? Era una consecuencia de la incorporación de la mujer al trabajo.

—Lamento decirle que va a haber un divorcio —dijo Serafina interrumpiendo sus pensamientos.

¡Así que era verdad! Notó que se sumía en un abismo. Iba a perder a Marie. Ya no lo quería.

—Un… divorcio —dijo despacio.

Serafina observó con atención el efecto que tenían sus palabras y aplazó un poco la continuación.

—Sí, por desgracia. Su hermana Elisabeth ha llamado desde Kolberg para comunicarnos que ha presentado la demanda para divorciarse de Klaus von Hagemann. A petición de su marido, el proceso se llevará a cabo aquí, en Augsburgo, en el tribunal regional.

¡Lisa! Era Lisa la que se divorciaba. Por la razón que fuera. Lisa, y no Marie, había pedido el divorcio. Sintió un alivio infinito y al mismo tiempo le dio rabia haber mostrado sus sentimientos de forma tan abierta a Serafina.

—Vaya —murmuró—. ¿Ha dicho también cuáles son sus intenciones?

—Al principio se instalará aquí, en la villa. No sabemos qué otros planes tiene.

Imaginaba que esa noticia, que Lisa habría comunicado a su manera, breve y concisa, representaba una catástrofe para mamá. Qué escándalo. Además de las habladurías de la alta sociedad de Augsburgo sobre el plantón de la esposa de Paul Melzer, ahora Elisabeth se divorciaba de su marido y volvía a la casa familiar. Encima había rumores constantes sobre la supuesta vida disipada de la joven viuda Kitty Bräuer, que frecuentaba a distintos artistas jóvenes con toda naturalidad. La vida familiar de los Melzer volvía a ser el tema preferido de los cotillas de Augsburgo.

—¿Me permite un comentario?

—¡Por favor!

Serafina parecía un tanto cohibida, algo que le sentaba bastante mejor que la sonrisa forzada. Bueno, procedía de una familia noble donde solo se mostraban los verdaderos sentimientos en situaciones excepcionales. Lo sabía por mamá.

—Por mi parte, me alegro mucho de que Lisa regrese. Tal vez recuerde que somos amigas. Creo que ha tomado una decisión difícil pero correcta.

—Es posible —admitió él—. Por supuesto, Lisa es bienvenida en la villa y tendrá todo mi apoyo.

Serafina asintió, parecía sinceramente emocionada. Pese a ser una persona agotadora, también tenía su lado bueno, y en cuanto a su aspecto insulso, no podía hacer nada.

—Es muy afortunada de tenerlo a usted de hermano, alguien que la apoya de manera incondicional —dijo en voz baja.

—Muchas gracias —contestó él, y trató de hacer una broma—. Cuando es necesario, los Melzer sí que permanecemos juntos.

Ella asintió y lo miró con nostalgia. Dios mío, antes siempre lo miraba así cuando se encontraban en alguna fiesta o baile.

—Ahora deberíamos almorzar —dijo, prosaico—. Me esperan en la fábrica.

Mamá ya estaba sentada a la mesa, con la espalda recta, como era debido, pero pálida y con cara como si el mundo se hubiera ido a pique. Paul le dio un abrazo y le insinuó un beso en la frente.

—Paul, ¿te has enterado ya? Dios mío, parece que a los Melzer nos toque todo.

Paul se esforzó en consolarla, pero solo lo logró en parte. Aun así, estaba en situación de bendecir la mesa. Julius sirvió la sopa en silencio y con semblante serio, y cuando Paul le preguntó si se encontraba bien, el criado respondió que mejor que nunca al tiempo que miraba a la señora Von Dobern como si quisiera pegarle con el cucharón de la sopa.

—Ese señor Winkler —dijo Alicia, pensativa, cuando Julius se apartó—. Me sorprende que Lisa ni siquiera lo mencionara por teléfono.

—Bueno —intervino Serafina con una sonrisa amable—. Tal vez no tenga importancia. Esperemos un poco. Cuando esté aquí nos abrirá su corazón.

A Alicia pareció aliviarla esa idea, y a Paul le extrañó. Lisa casi nunca se sinceraba con otra persona. Arreglaba sus asuntos sola y luego aparecía con decisiones sorprendentes. De hecho, mamá debería saberlo, pero por lo visto estaba un poco despistada y prefería fiarse de lo que decía la señora Von Dobern.

—Me parece que la col está demasiado salada —comentó el ama de llaves, y se limpió los labios con unos toquecitos de la servilleta.

—Tiene razón, señora Von Dobern —dijo mamá—. Un poquito pasada de sal.

—¿En serio? —Paul frunció el ceño—. A mí me parece que está estupenda.

La señora Von Dobern no hizo caso de su opinión y le ordenó a Julius que le dijera a la cocinera que la verdura estaba demasiado salada. Julius inclinó un poco la cabeza para darse por enterado, pero no contestó.

—Es importante que el personal se someta a una dirección estricta —explicó el ama de llaves—. La complacencia siempre se considera una debilidad. Sobre todo, y discúlpeme, querida Alicia, por parte de las mujeres. Quien las trata con docilidad es despreciado, pues todas desean un hombre al que poder admirar.

A Paul le sorprendía bastante oír semejantes teorías en boca de una mujer, pero Serafina no dejaba de ser hija de un oficial. Aun así, lo que afirmaba no era del todo erróneo.

Alicia le dio la razón enseguida, y comentó que ella siempre había respetado a su Johann y al mismo tiempo lo había querido mucho.

—Siempre tenía su propia opinión —comentó con una sonrisa, y miró a Paul—. Y así estaba bien.

Era evidente que a mamá se le habían borrado de la memoria las largas y agotadoras disputas conyugales. Paul recordaba muy bien que por aquel entonces ella no apreciaba en absoluto que papá tuviera «su propia opinión». ¿Tal vez ese olvido era una forma de amor? A su manera, los dos se habían querido mucho.

—Johann Melzer no habría permitido que su mujer llevara un negocio, ¿verdad?

—¿Johann? Ah, no. Para él, el lugar de la mujer estaba en casa. Llevar un hogar grande como la villa de las telas ya es ocupación suficiente para una mujer.

—Bueno, su nuera ha demostrado con su atelier que una mujer puede llevar un hogar y al mismo tiempo dedicarse a los negocios. ¿No es cierto? ¿O me confundo?

—En eso se equivoca, querida Serafina. Por desgracia, Marie ha desatendido a los niños y la casa por igual. A mi juicio, el atelier ha perjudicado mucho tu matrimonio, Paul.

Concentrado en el gulash, Paul fingió no oír nada. Se sentía incómodo, y no quería entrar en la conversación para no enfadar a su madre. En todo caso, no le gustaba nada que se comentaran sus problemas conyugales en la mesa con el ama de llaves. ¿En qué estaba pensando su madre?

—Me parece que el señor Melzer ha demostrado una generosidad extraordinaria con su esposa —retomó el hilo Serafina—. ¿Qué ocurriría si se pusiera estricto y el atelier tuviera que cerrarse? ¿De qué iban a vivir su mujer y los niños?

Alicia no contestó hasta que Julius hubo servido el postre, que consistía en un pudin dulce de sémola con salsa de frambuesa. Luego miró a Serafina con una sonrisa alegre.

—Ha dado en el clavo, señora Von Dobern. ¿Has oído, Paul? Te lo advertí desde el principio y tú no me hiciste caso. A Marie se le ha subido el atelier a la cabeza, por eso tienes que dejarle claro lo antes posible cómo funcionan las relaciones. Con docilidad no conseguirás nada; al contrario, te perderá el respeto.

Paul conocía la opinión de su madre, pero hasta entonces había evitado decírselo a la cara.

—Gracias por tu consejo, mamá. Ahora tengo trabajo en la fábrica.

Dejó el pudin de sémola pese a ser uno de sus postres preferidos, pues no tenía ganas de oír más quejas de su madre, y se fue a la fábrica. ¿Eran imaginaciones suyas o Serafina se había esforzado por llevar a su madre a donde quería? Tendría que vigilar más de cerca a esa mujer.

Dado que había dejado el coche en la fábrica, tuvo que recorrer el camino de vuelta a pie. Esta vez no le gustó tanto el paseo, se sumió en sus cavilaciones, se dejó llevar por la rabia y se planteó en serio si el consejo de su madre sería la solución a sus problemas. Si a Marie le faltaba dinero para alimentar y vestir a los niños como era debido, tendría motivo para exigir que Leo y Dodo volvieran a la villa. Así Marie vería que, como marido, estaba en una posición más fuerte. ¿Acaso no era su indulgencia la causa de todos sus problemas?

El resto de la jornada estuvo de un humor excelente, incluso comentó los proyectos pendientes con su socio, al que llevaba días ignorando a propósito. No le resultaba fácil, pues Von Klippstein le había hecho saber que bajo ningún concepto iba a dejar su participación en la fábrica, así que, por el bien de la empresa, tenían que entenderse.

Por la tarde, cuando se sentó de nuevo solo en el despacho de la villa y mojó sus penas en vino tinto, comprendió que estaba equivocado. No podía forzar a Marie, tenía que volver por voluntad propia. Lo demás no tendría sentido.

«Pero ¿qué más quiere?», se preguntó, desesperado.

«Le he pedido disculpas. Estoy dispuesto a despedir a la señora Von Dobern. Según las circunstancias, también permitiría que Leo tocara el piano. Bastaría con que ella me ahorrara esa exposición».

Paul intentó varias veces escribir una carta a Marie, pero acabó tirando las hojas arrugadas a la papelera.

«Kitty», pensó. «Tiene que ayudarme. ¿Por qué no he acudido antes a Kitty?»

Al día siguiente la llamaría desde el despacho. La decisión lo animó a acostarse por fin. Odiaba aquel dormitorio donde ahora dormía solo. La cama, con el otro lado vacío, el silencio, el frío, la almohada intacta a su lado. Echaba mucho de menos a Marie, no sabía vivir sin ella.