Durante la noche había caído una fuerte nevada, así que Paul prefirió dejar el coche e ir a pie a la fábrica. Últimamente lo hacía con frecuencia, no por emular a su padre, que solo usaba el automóvil cuando era necesario, sino porque durante la caminata se le aclaraban las ideas. Las cavilaciones que lo atormentaban a primera hora de la mañana se disipaban con el ejercicio físico, el viento frío le rozaba las orejas y las mejillas, y la penumbra matutina lo obligaba a centrar toda la atención en el camino. Como de costumbre, se detuvo un momento junto a la portería, se quitó los guantes y saludó al portero.
—Buenos días, Gruber. ¿Qué le parecen las elecciones parlamentarias?
El viejo portero tenía el diario de la mañana abierto encima de la mesa, iluminada por una lámpara eléctrica. El titular en mayúsculas «Los comunistas reciben una lección» saltaba a la vista. Paul había leído el artículo mientras desayunaba.
—Nada, señor director —comentó Gruber, y se retiró el gorro de lana de la frente—. No servirá de nada. Demasiados gallos en el gallinero, como se suele decir. Tantos partidos que se insultan unos a otros echarán a perder el país.
Con el tiempo, Paul había aceptado la República con resignación, pero en algunos puntos coincidía con su portero. Unas dos semanas antes, el presidente Ebert había disuelto el Parlamento de nuevo. ¿Por qué? Porque los señores habían sido incapaces de llegar a un acuerdo. Se trataba de la inclusión del Partido Nacional del Pueblo Alemán en el gobierno; llevaban meses discutiendo sobre lo mismo hasta que el canciller… ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Marx, hasta que el canciller Marx tiró la toalla. Y ahora las elecciones no habían dado una mayoría que pudiera formar gobierno.
—¿Quién nos gobierna en realidad? —continuó Gruber, malhumorado—. No tienen tiempo para eso porque se están dando golpes en la cabeza. Cuando uno se acostumbra a un gobierno, ya llega el siguiente.
—Tampoco es tan malo, Gruber —lo calmó Paul—. Han aplicado el plan Dawes, negociado con Londres, y en la zona del Rin han liberado algunas poblaciones de las tropas de ocupación francesas. Además, desde octubre tenemos el marco imperial, que de momento se mantiene bien.
Gruber asintió, pero Paul vio que solo lo hacía para complacerlo. En realidad, el portero añoraba la época del imperio. Como tantos.
—En fin, vamos allá, Gruber. Que tenga un buen día.
—Igualmente, señor director.
Saludó con la cabeza a los dos muchachos que sacaban la nieve del patio e inició su ronda matutina por las naves. La producción avanzaba con diligencia, los libros de pedidos se llenaban gracias a su concepto de «calidad a un precio muy ajustado». Se alegraba de que Ernst von Klippstein por fin siguiera su línea y lo apoyara también en otros asuntos. Había una tregua entre ellos, por el bien de la fábrica tenían que entenderse, pero la vieja amistad se había roto. Eso no podía cambiar, por mucho que Paul lo lamentara. ¿Le quedaba algún amigo personal? Cuando estaba en la guerra, agazapado con los demás en las trincheras, cuando ninguno sabía si seguiría vivo al día siguiente, los hombres se convertían en compañeros y amigos. Nadie deseaba que volviera la miserable guerra, pero ahora que todo seguía su curso, las auténticas amistades cada vez eran más escasas. Tal vez porque cada uno estaba ocupado con lo suyo.
Vio que una de las máquinas hiladoras no paraba de enredarse y decidió que había que sacarla de la producción y hacer que uno de los mecánicos la revisara. Luego supervisó las nuevas telas de lana, comprobó la firmeza del tejido, la caída, y dio su aprobación. Los patrones seguían siendo los de antes, se vendían muy bien, pero era el momento de diseñar otros más modernos y hacerlos grabar. De pronto pensó en Marie, que había creado esas ramas con pájaros enredados cuando él era prisionero de guerra. Sintió un leve dolor en el pecho, como siempre que la recordaba, y torció el gesto. Pedía telas a la fábrica con regularidad y las pagaba, algo que a Paul lo molestaba. A fin de cuentas pagaba con su dinero, pues él era el dueño del atelier. Había dilatado las entregas, pero no se atrevía a ignorar sus pedidos. ¡Solo le faltaba que le comprara a la competencia!
Poco a poco fue amaneciendo, así que se apagó la iluminación eléctrica en las salas. Durante los meses de invierno las lámparas consumían mucha energía, también había que calentar las salas cuando había heladas, y esos costes mermaban la facturación y había que recuperar las pérdidas en verano.
Elogió a su capataz, Alfons Dinter, en el departamento de grabado; saludó alegre con un gesto de la cabeza a las trabajadoras de la sala de hiladoras y le dio una palmadita en el hombro al viejo Huntzinger. Luego cruzó el patio ya libre de nieve y entró en el edificio de administración. Echó un vistazo a los despachos —los cálculos y la contabilidad eran responsabilidad de Von Klippstein— y subió rápido. En la antesala le llegó a la nariz el aroma a café, las secretarias habían sido previsoras y la bandeja con la taza y las galletas ya estaba preparada.
—Buenos días, señorita Lüders. ¿No está muy sola hoy?
Henriette Hoffmann estaba en casa con gripe, había pedido que la disculparan. El señor Von Klippstein también se sentía indispuesto, había llamado para decir que no llegaría hasta la tarde.
Paul no dejó traslucir su enfado, pero consideraba que una pequeña indisposición no era motivo para no trabajar durante toda una mañana. Pero bueno, de vez en cuando Ernst aún sufría las consecuencias de su herida de guerra, había que ser comprensivo.
—Entonces hoy defendemos nosotros la posición, ¿no? —le dijo con un guiño a Lüders, que se sintió halagada y soltó una risita tonta.
—¡Puede confiar en mí, señor director!
—¡Eso ya lo sé! Primero tráigame mi café.
—Con mucho gusto, señor director. Ah, sí: ha llamado su hermana.
Se detuvo en el umbral de su despacho y se dio la vuelta, sorprendido.
—¿Mi hermana? ¿La señora Von Hagemann?
—No, no. La señora Bräuer. Luego vendrá en persona.
¡Kitty! Por fin una buena noticia. Había llamado varias veces a Frauentorstrasse, pero solo había podido hablar con Gertrude, que se quejó de que el teléfono era un invento del demonio que siempre la molestaba mientras cocinaba, pero luego se mostró dispuesta a hacer llegar su petición a Kitty.
—¿Ha dicho la señora Bräuer cuándo vendrá exactamente?
Lüders se encogió de hombros. En el fondo la pregunta era banal, pues Kitty no vivía mirando el reloj sino según su propio sentido del tiempo. «Luego» podía significar a la hora del almuerzo, pero también a última hora de la tarde.
Estaba tomando el primer sorbo de café cuando oyó en la antesala la voz aguda de su hermana menor.
—Ay, señorita Lüders. No ha cambiado nada desde que venía a visitar a mi padre al despacho. Entonces tenía once o doce años. Cielo santo, cómo pasa el tiempo. ¿Mi Paul está detrás de la puerta de la derecha o de la izquierda? Ah, ya lo sé. La de la derecha, donde se sentaba papá. ¿He acertado?
—Sí, señora Bräuer. Le diré que ha venido.
—No es necesario, ya lo hago yo. Usted siga tecleando. La admiro por darle a la letra correcta entre tantos botones, seguro que no es fácil.
Paul tuvo tiempo de dejar la taza y levantarse, y Kitty ya estaba en el despacho. Parecía un ave rara con ese abrigo rojo con el ribete de piel blanca, unos botines de piel blanca a juego y un extraño sombrero en forma de tubo que se asemejaba a un gusano. Los colores le recordaron que en pocas semanas celebrarían la Navidad.
—Siéntate, Paul. Tómate el café tranquilo. Solo estaré un momento, luego quiero pasar a ver a Marc, que me ha comprado tres cuadros. ¿Crees que yo también podría tomar un café? Con azúcar. Sin leche.
Paul le quitó el abrigo, acercó una de las butaquitas de piel y pidió café con azúcar, además de unos bollos.
—Me alegro mucho de que hayas venido, Kitty. En serio, tengo muchas esperanzas puestas en ti.
Kitty estaba más calmada, removió el café y lo miró con compasión.
—Ya lo sé, mi querido Paul. Estás muy pálido y trasnochado. De verdad que me gustaría ayudaros. Sí, quiero intentarlo. Pero lo primero que voy a hacer es ponerte en tu sitio, porque me da la sensación de que tienes el cerebro atrofiado y ni siquiera te das cuenta de lo que le haces a la pobre Marie.
Pues sí que empezaba bien. Se tragó aquella reprimenda sin rechistar y se propuso no hacer caso de su lado más susceptible. Probablemente había cometido un par de errores insignificantes. No a propósito, nunca tuvo la intención de ofender a Marie. Eran malentendidos tontos que se podían aclarar. Desde fuera a veces se veía mejor que si se estaba implicado en el conflicto.
—Entonces dime qué le ha sentado tan mal a Marie. ¿Qué quiere? Me he disculpado. Le dejo tener el atelier. De momento no he hecho nada para que mis hijos vuelvan a la villa. Aunque podría hacerlo.
Kitty bebió unos sorbos, luego dejó la taza y se puso de morros.
—¿Acabas de decir «mis hijos»?
Él se la quedó mirando y luego lo entendió.
—Está bien, nuestros hijos, si tanto valoras la precisión. Incluso he ascendido a la institutriz a ama de llaves para que no tenga trato con los niños.
Kitty no parecía muy impresionada.
—¿Lo hiciste por Marie o porque una institutriz sin niños no tiene sentido?
—¿Qué tiene que ver eso? He cumplido el deseo de Marie.
Kitty soltó un profundo suspiro y se quitó el tubo rojo de la cabeza. Se sacudió el pelo y se lo atusó con la mano. Era increíble lo bien que le sentaba el pelo corto. Paul no soportaba ese peinado, pero estaba hecho para Kitty.
—¿Sabes, querido Paul? Mientras esa persona siga excediéndose en la villa, no voy a pisar esa casa. Y estoy bastante segura de que Marie opina lo mismo.
Paul se enfadó. ¿Por qué eran tan tercas las mujeres? A él tampoco le entusiasmaba esa mujer, pero en ese momento era un apoyo para su madre, algo que por lo visto interesaba bien poco a Marie y a Kitty.
—Pero, por una vez, dejemos a esa mujer a un lado —continuó Kitty—. Si de verdad aún no has entendido lo mucho que has ofendido a Marie, déjame que te lo diga yo: has despreciado a su madre. Es más, la has insultado y te has reído de ella. ¡Has hecho mucho daño a Marie, querido Paul!
A eso lo llamaba ella «ayudar». En el fondo era como estar discutiendo con Marie. La mirada severa de su hermana tampoco le sentó bien.
—Ya me he disculpado por eso. Cielo santo, ¿por qué no lo reconoce?
Kitty negó despacio con la cabeza, como si hablara con un niño pequeño.
—No lo entiendes, Paul. Algo así no se arregla con un «Ay, lo siento». Hay más detrás. Marie tuvo que olvidar lo que papá les hizo a su madre y a su padre.
—Otra vez, ¡maldita sea! —exclamó él, y se llevó las manos a la cabeza—. Eso ya pasó. Y no fue culpa mía. Estoy harto de tener que pagar por algo que yo no hice.
Paul se quedó callado, pues sabía que Lüders oía el tono elevado de su voz.
—Sé qué quieres decir, Paul —dijo Kitty con suavidad—. Yo quería mucho a papá, y sé que lo hizo solo por la fábrica. Y luego no podía saber que ella iba a morir. Pero Marie perdió a su madre, y la metieron en un orfanato miserable.
—Ya lo sé —masculló él—. Y yo me he esforzado al máximo por hacerla feliz. Te lo juro, Kitty. ¿Por qué iba a tener nada contra su madre? ¡Si ni siquiera la conocí! Pero no puedo permitir que todo el mundo ponga verde a la familia Melzer por culpa de esa exposición. De verdad que no puedo apiadarme hasta tal punto de Luise Hofgartner. ¡Piensa en mamá!
Kitty puso cara de desesperación. Paul pensó que iba a empezar a hablar de la artista Luise Hofgartner, a la que había que hacer justicia. Sobre todo la familia Melzer. Sin embargo, su hermana lo sorprendió con un cambio de tema.
—Paul, ¿te has fijado en que hace tiempo que en la villa solo se habla de mamá? Mamá tiene migrañas. Mamá no puede alterarse. Ten cuidado con los nervios de mamá.
¿De qué iba eso? La verdad, no había sido buena idea comentar con Kitty sus problemas. Siempre era tan irracional…
—Por desgracia, la salud de mamá ha empeorado desde que todo el peso de la villa recae sobre ella.
—Qué raro —comentó Kitty, impasible—. Antes nunca tenía dificultades para llevar la casa.
—Te olvidas de que ya no es una jovencita.
—¿Y no te has dado cuenta de que mamá se opuso desde el principio al atelier de Marie? ¿Que aprovechaba cualquier ocasión para dejarla en evidencia?
—Déjate de suspicacias, Kitty, o tendremos que poner fin a la conversación.
—¡Por favor! —exclamó ella con frialdad, y se balanceó con las puntas de los pies—. Vengo porque me lo has pedido, y tengo poco tiempo.
Paul se quedó callado y fijó la mirada sombría al frente. Era como darse golpes contra una pared. No había por dónde pasar. ¿Dónde estaba el camino? Solo quería encontrar una vía para acceder a Marie.
—Ah, sí —dijo Kitty con un leve suspiro—. Ahora Lisa ha vuelto a la villa. Las dos amiguitas estarán felices juntitas y agarrarán a mamá del brazo.
¿Cómo sabía que Lisa había vuelto a Augsburgo unos días antes? ¿Lisa había llamado a Frauentorstrasse? ¿O los empleados se habían ido de la lengua?
—Lisa tiene sus propias preocupaciones.
—Se divorcia, ya lo sé.
Paul se alegraba de que, pese a su amenaza, la conversación volviera a su cauce. Por suerte, a Kitty, a diferencia de Lisa, no le duraban mucho los enfados, se alteraba rápido pero también se calmaba enseguida.
—No solo eso —dijo él en voz baja, y le lanzó una mirada elocuente—. Lisa tendrá un niño en febrero.
Kitty abrió los ojos como platos. Puso la misma cara que cuando él le ponía delante de las narices una arañita que había encontrado entre los arbustos del jardín.
—¡No! —susurró ella, y parpadeó—. Eso es… Repítemelo, Paul. Creo que no te he entendido bien.
—Lisa está embarazada. Mucho. Casi ha doblado su tamaño.
Kitty resopló, tiró la cabeza hacia atrás, pataleó con las piernas, tosió, jadeó, estuvo a punto de ahogarse y le agarró la mano con tanta fuerza que le hizo daño.
—Lisa está embarazada —gimió Kitty—. ¡Es maravilloso! Jesús bendito, está embarazada. Me va a hacer tía. Me alegro mucho por ella.
Tuvo que recuperar el aliento, sacó un espejito y un pañuelo del bolso, se dio unos toquecitos en el rabillo del ojo y se limpió el rímel corrido. Mientras sacaba el pintalabios color cereza, reflexionó.
—¿De quién puede ser el niño?
—¿De quién va a ser? De su marido.
Paul se sintió muy ingenuo bajo la mirada interrogante de Kitty. Bueno, él también había hecho sus cábalas.
—Piénsalo, Paul —dijo Kitty mientras se pintaba el labio superior—. Si Lisa está embarazada de Klaus, ¿para qué iba a divorciarse de él?
Paul calló y esperó a ver cómo Kitty desarrollaba su argumento. Se pasó el pintalabios por el labio inferior, apretó los labios y estudió el resultado en el espejito de mano.
—Pero como quiere divorciarse de Klaus —dijo despacio al tiempo que cerraba el espejo—, podría ser que no estuviera embarazada de él.
Los dos se quedaron callados un momento. En la antesala se oyó la máquina de escribir, sonó el teléfono, el tecleo paró porque Lüders respondió a la llamada.
—¿Qué hay de ese… Sebastian?
—¿Te refieres al señor Winkler?
—Exacto. El que Lisa se llevó a la finca. Como bibliotecario o algo así. Seguro que había algo entre ellos.
Él también lo había pensado, pero no le gustaba hacer caso de esas sospechas. Lisa era una mujer casada, sin duda sabía lo que hacía.
—El señor Winkler ha dimitido y se ha ido de viaje.
En ese momento la cara de Kitty recordó un poco a la de un zorro astuto.
—¿Cuándo?
Paul la miró, molesto.
—¿Qué?
—¿Cuándo se fue?
—¿Cuándo? Creo que en mayo. Sí, en mayo, eso dijo.
Su hermana menor abrió los dedos y se puso a contar. Contó dos veces y luego asintió.
—Encaja —afirmó satisfecha—. Por poco, pero encaja.
Paul se rio de su expresión pícara. Ahora le parecía muy lista. Probablemente tenía razón.
—¡Ay, Kitty!
Ella soltó una risita y dijo que los hombres solían ser un poco lentos en esos asuntos.
—¿Sabrá el bueno de Sebastian la que ha montado? —pensó en voz alta.
—En todo caso, ella no quiere saber nada de él.
—¡Ya, claro! —Kitty suspiró, se inclinó hacia delante para recolocarse la media de seda de la pierna derecha—. Lisa puede ser muy testaruda, Paul. El mundo sería mucho mejor si algunas personas no fueran tan cabeza cuadrada.
Le lanzó una mirada penetrante y Paul tuvo que contenerse para no soltarle una impertinencia. ¿Quién era aquí el testarudo? Él seguro que no. Marie era la cabeza cuadrada.
—Por supuesto, también he tenido una larga conversación con mi querida Marie y le he dicho mi opinión —prosiguió Kitty, para sorpresa de Paul.
Algo es algo. Por desgracia, no había conseguido gran cosa, pero la buena intención era lo que contaba.
—He logrado que haga algunas concesiones, sobre todo por el bien de los niños, mi querido Paul. Pronto será Navidad. Sería triste no pasar estas fiestas en familia, de alguna manera.
Paul no estaba entusiasmado. ¿De qué le servía una postal familiar a desgana si no cambiaba lo fundamental? Con todo, decidió callar y esperar.
—Por eso propongo que en Nochebuena nos reunamos en la villa y la celebremos juntos.
¡Vaya una idea! ¡Típico de Kitty!
—¿Para luego volver a Frauentorstrasse? —repuso, malhumorado—. No, no voy a participar en ese teatro. O Marie viene a la villa con los niños y se queda para siempre, o mejor que no venga. ¿Me he expresado con claridad?
Kitty se reclinó en la butaca con un suspiro de rabia y dirigió la mirada hacia el techo de la habitación. El creciente balanceo de sus pies lo estaba sacando de quicio. No soportaba que una mujer se sentara delante de él con las piernas cruzadas.
—¿No estabas tan preocupado por la salud de mamá, Paul? —preguntó con malicia—. ¿Y quieres negarle ese reencuentro con sus nietos? ¡Muy bonito!
Paul tuvo ganas de contestar que no quería negarle a su madre el reencuentro con sus nietos, pero quería que fuera duradero, no solo por una noche. Sin embargo, no tenía sentido, Kitty no lo escucharía.
—Entonces no te interesa lo que le he sonsacado a Marie.
—Si es parecido a esto…
—¿Sabes qué? —masculló—. A veces me dan ganas de meteros a los dos en una bolsa y sacudiros durante horas.
De pronto comprendió que Marie también se había negado en redondo a esa celebración navideña pero al final había cedido. ¿No era más inteligente acercarse un paso a ella en vez de insistir en el todo o nada?
—Está bien, habla.
Kitty le lanzaba miradas de reproche que le hacían tener mala conciencia. Se estaba esforzando, su pequeña Kitty. A su manera. No estaba bien tratarla así.
—Le he explicado que no tiene derecho a privar a sus hijos de un padre. Yo sé cuánto necesita un padre mi pequeña Henny, pero mi querido Alfons ya no está en este mundo. Tú, en cambio, estás muy cerca y puedes ocuparte de Dodo y Leo.
¿De qué estaba hablando? Paul la miró confuso. Por supuesto que Marie no tenía ningún derecho a eso. Con todo, le daba miedo que no sacara las mismas conclusiones que él: que tenía que volver a la villa con los mellizos.
—Por eso le he comentado una propuesta. Hanna llevará a los mellizos cada dos domingos a la villa y los recogerá por la tarde. Así tendrás tiempo de estar con ellos, hacer algo bonito juntos o dejarlos con mamá. Como quieras.
Paul necesitó un rato para entender que le iban a prestar a sus propios hijos, por así decirlo, dos veces al mes. Inaceptable.
—Ah, muchas gracias —comentó con ironía—. Y si me los quedo en la villa, ¿qué pasa?
En ese momento Kitty le lanzó una mirada tan furiosa que Paul casi se echó a reír. No lo hizo porque la situación no lo admitía.
—Por supuesto, solo lo aceptaría si das tu palabra de honor, Paul —dijo ella en tono de reprobación.
—¿A quién? ¿A Marie?
—No. ¡A mí!
Paul se sintió casi conmovido. Kitty confiaba en él. Creía en su palabra de caballero, como cuando de pequeña creía con firmeza en su hermano mayor.
—Una promesa es una promesa y no se rompe.
—No me convence, Kitty —confesó Paul—. Tengo que pensármelo. Pero aun así te lo agradezco. Sé que te estás esforzando de verdad.
—¡No sabes cómo!
Kitty se levantó con un movimiento elegante, se estiró el vestido y se puso el abrigo que le acercó Paul. Luego él observó cómo se colocaba el tubo de tela roja y volvía a coger el bolsito.
—Ay, Paul —dijo, y se lanzó a sus brazos—. Todo saldrá bien. ¡Ya verás! Estoy segura.
A Paul le sonó poco convincente, pero le dio un abrazo y tampoco se negó cuando ella le dio dos tiernos besos en las mejillas.
—Hasta pronto. Llámanos. Habla con mamá y saluda a Lisa de mi parte.
La puerta se cerró tras ella. Solo permaneció el aroma de su perfume, y la taza de café con el pintalabios color cereza marcado en el borde. Paul sacó el pañuelo y se dirigió al lavabo para limpiarse los rastros de sus besos en sus mejillas. «Se siente sola», pensó. «Desde que Alfons murió, le falta un apoyo seguro. Puede ser que se enamore de vez en cuando, pero son historias superficiales.
Y con la vida que lleva no va a conocer a nadie con quien ser feliz y sentirse protegida. Tengo que cuidar de ella».
También tenía que cuidar de Lisa. Y de su madre. Y de la fábrica. Y de sus trabajadores. Y de la villa. Y del servicio.
«¿Cómo podía llevar sola Marie semejante carga?», pensó. «Seguro que acabó agotada, y yo me lo tomé a la ligera cuando volví de la guerra».
Decidió dejar para más tarde las extrañas propuestas de Kitty y dedicarse al trabajo. La mañana resultó bastante provechosa. Hacia mediodía se fue a la villa, donde almorzó con su madre, la señorita Von Dobern y Lisa. No dijo ni una palabra de la visita de Kitty, pues comprobó que la amistad entre Lisa y Serafina von Dobern, antes tan cariñosa, había sufrido una pequeña grieta. Casi le parecía que competían por el favor de su madre, pero tal vez se engañaba, estaba algo distraído por motivos comprensibles.
Por la tarde apareció Von Klippstein en el despacho, y no estaba nada bien. Había contraído de nuevo un grave resfriado, y sufría una tos insistente.
—A veces una de las cicatrices se vuelve a abrir —confesó, y miró a Paul con una sonrisa torcida—. Soy un lisiado, Paul. Una piltrafa. Imposible disimular.
La lástima de Paul por él era limitada, pues suponía que la autocompasión de Von Klippstein también estaba relacionada con que no había tenido suerte en Frauentorstrasse. Había sido una idiotez por su parte ponerse celoso de ese pobre tipo. Si Marie de verdad tenía a otro en mente, sin duda no era Ernst von Klippstein. Aun así, él albergaba esperanzas y había invertido mucho dinero en la compra de esos horribles cuadros. Paul aún estaba molesto.
—¡Qué dices! —exclamó, y le puso una mano en el hombro—. Yo me alegro de poder endosarte el pesado papeleo, socio.
Ernst asintió, parecía aliviado, y se dirigió a su despacho. Tregua. Tal vez de ahí surgiera una paz real, aunque ya no hubiera amistad. Se sumergió de nuevo en el trabajo y, poco antes de terminar la jornada, se permitió pensar en la conversación que había tenido con Kitty.
La sensación general que le había transmitido no era de que fuese a haber una pronta reconciliación con Marie. Más bien le había hablado de una larga separación, y eso no le gustaba nada. Cuanto más durara esa situación, más se distanciarían. Sobre todo los niños. Lo atormentaba la idea de que Marie se estuviera planteando el divorcio. En ese caso perdería el atelier y también a los niños. ¿O no? ¿Como mujer divorciada podía tener un negocio? ¿Tal vez con Kitty?
Todo aquello no conducía a ningún sitio. Si se presentaba ante un tribunal, la perdería para siempre. Sería una declaración de guerra, y la guerra era la peor opción.
Al atardecer empezó a nevar de nuevo. Fue a ver a Ernst y le comunicó que aquel día se iría antes a casa, luego se puso el abrigo y salió de la fábrica a pie. Como esperaba, el frío le azotó la cara y las manos, pero aun así pasó de largo la puerta del parque de la villa y se dirigió a la ciudad. Le sentó bien reafirmarse contra el viento y el frío, avanzar por su propia fuerza y no dejar que lo frenasen las miradas de asombro procedentes de los coches que pasaban ni los pies fríos.
Recorrió Barfüsserstrasse y giró en Karolinenstrasse. Allí se detuvo delante de un escaparate y se quitó el sombrero para sacudir la nieve. Tras él pasaban presurosas figuras bien abrigadas, la mayoría eran empleados que volvían a casa para disfrutar del escaso tiempo libre. Las mujeres llevaban chales de lana en la cabeza para proteger el sombrero y el peinado de la nieve, y los hombres caminaban contra el viento, con los sombreros y las gorras calados hasta las orejas. Paul dio unos pasos, luego miró al otro lado de la calle el escaparate del Atelier de Marie. Estaba bien iluminado, pero entre los transeúntes y la fuerte nevada solo podía tener una imagen borrosa de lo que ocurría dentro. Estuvo un rato con los ojos entrecerrados, observando las sombras sin entender nada. Luego decidió acercarse.
El camino resbalaba, le faltó poco para caerse, pero en el último momento pudo agarrarse a la farola. Se quedó ahí, respirando con dificultad por aquel tonto incidente, con la mano en el frío metal del poste de la farola. Vio una sombra en uno de los cristales, primero creyó que era uno de los maniquís y luego entendió que era una persona. Una mujer. Delicada. Con el pelo oscuro y corto. El rostro muy pálido. Los ojos grandes y casi negros.
Ella lo miró a través del escaparate como si fuera un ser de otro planeta. Durante minutos. Pasaba gente, oyó la risa clara de una mujer joven, un hombre le contestó con una broma, las voces se alejaron, pasaron volando, otras llegaron. Paul miraba a Marie como hechizado, estaba ahí, en persona, inalcanzable, entre una multitud que se movía y separada de él por un grueso cristal.
Cuando, con un movimiento involuntario, soltó el poste de la farola y dio un paso hacia ella, la magia se esfumó. Marie se dio la vuelta y desapareció al fondo de la tienda.
Paul no tuvo el valor de seguirla.