—¿Por qué tenemos que ir a la villa de las telas?
—Porque queremos celebrar la Nochebuena todos juntos, Leo. Ahora siéntate bien. Ahí no. Hazte a un lado para dejar sitio a Dodo. Henny, deja de empujar.
Nevaba, la capota del automóvil de la tía Kitty era de tela y además tenía dos agujeros. Leo se pegó al rincón izquierdo del asiento trasero y se metió los puños en los bolsillos de la chaqueta. El maldito gorro de piel que le había regalado su madre le hacía cosquillas en la frente. Estaba ridículo con ese gorro, según la abuela Gertrude parecía un mapache siberiano.
Su madre se sentó con ellos detrás, llevaba un abrigo de lana blanco, con la capucha puesta. Pese a todo, Leo había visto que estaba pálida y amargada. Qué disparate. Salvo la tía Kitty, que hablaba sin parar, en realidad nadie quería ir a la villa. Tampoco la abuela Gertrude. Como mucho, Dodo había dicho el día anterior que echaba mucho de menos a su padre. Henny solo quería los regalos y darle un abrazo a la abuela, y él habría preferido quedarse en Frauentorstrasse. La perspectiva de ver a la señora Von Dobern era poco atractiva, pero aún temía más el reencuentro con su padre. No sabía explicar muy bien por qué. Tal vez porque sentía que le había decepcionado. Eso no lo podía cambiar; hiciera lo que hiciese, a su padre nunca le gustaba. Tampoco quería cambiar nada, es decir, no quería ser como su padre quería que fuese. No podía ser. En cierto modo era la oveja negra. ¿Y si la cigüeña se había despistado y el hijo de su padre vivía con otra familia? Ese niño solo querría ver máquinas y jugar con las piezas de construcción metálicas, y en cambio a sus padres les habría gustado Leo, que sabía tocar el piano y tenía la mente llena de sonidos.
—No estés tan serio, Leo —dijo su madre—. Piensa en lo bonito que estará el abeto del vestíbulo.
—Sí, mamá.
Ahora le explicarían que la abuela Melzer se alegraría muchísimo de su visita, pero él no se lo creía. Si tanto los echaba de menos, podría haber ido a verlos a Frauentorstrasse. Estaba mucho más a gusto con la abuela Gertrude. Les reñía a menudo y los echaba de la cocina cuando picaban de la masa de pastel, pero no lo hacía con mala intención. De hecho, le gustaba que los niños entraran en la cocina. También Walter, porque le tenía el mismo cariño que a los demás. Eso era lo que le gustaba a Leo de la abuela Gertrude.
—¿El tío Paul también me hará un regalo? —preguntó Henny—. ¿O solo a Dodo y a Leo?
La tía Kitty ni siquiera la había oído; el automóvil volvía a darle problemas. Empezó a sacudirse y a soltar silbidos, por delante salía un humo blanco. Con un poco de suerte, el coche se estropearía y no tendrían que ir a la villa.
—Siempre pasa lo mismo con este cochecito —dijo la tía Kitty con un suspiro—. Tengo que convencerlo, acariciarlo y sobre todo colmarlo de elogios. Eres el mejor. Lo conseguirás. Estoy segura de que lo lograrás, mi pequeño.
Leo escuchaba con interés. Su padre sabía mucho de máquinas, pero no que tenían alma. Y debía de ser cierto, porque el coche se dejó convencer por la tía Kitty y obedeció. A partir de entonces rodó bien y se acabaron las sacudidas. ¡Lástima!
La víspera ya habían celebrado la Navidad. De todos modos, la Nochebuena era el momento correcto porque el Niño Jesús nació de noche. Y los pastores se acercaron de noche al establo porque el ángel los envió. Le llevaron pieles de oveja para que estuviera abrigado. Y tal vez una botella de leche. Y unos cuantos panes de especias, porque María y José tenían mucha hambre. Y los Reyes llegaron en plena noche. Estaba claro. Seguían a una estrella, y de día no se veían.
La velada en Frauentorstrasse había sido bonita. Solo tenían un árbol de Navidad pequeño, pero lo habían decorado con estrellas y guirnaldas de papel hechas por ellos. La abuela Gertrude guardaba las bolas plateadas en una cajita, tuvieron que manejarlas con mucho cuidado porque eran de cristal. También había coloridos pajaritos de cristal, y los colgaron de las ramas. ¡Y espumillón! Eran hilos de plata muy finos, su madre los colgó en pequeños haces de las ramas, y dijo que el abeto parecía un árbol celestial encantado. Invitaron a Walter y a su madre, y a unos amigos de la tía Kitty, además de al señor Klippi. En realidad se llamaba Ernst von Klippstein, pero todos le llamaban Klippi. Era un poco raro, muy estirado, y a veces parecía triste, pero llevó unos regalos fantásticos. A Dodo le tocó una muñeca con pelo de verdad y un avión de latón. A él un gramófono y tres discos. Dos con sinfonías de Beethoven y uno con un concierto para piano de Mozart. Sonaba raro, no como en directo, sino como apretado. Como si estuviera lejos. Aun así era maravilloso. Habían puesto tantas veces los discos que al final la tía Kitty dijo que si volvía a oír una vez más esa música le iba a dar algo ahí mismo. La tía Kitty estuvo toda la noche cotorreando. Le pasaba a menudo. No podía parar de hablar y reír. Sacaba de quicio a todo el mundo, solo los invitados masculinos la encontraban «encantadora». Uno de ellos, el rubio señor Marc, más tarde llevó a Walter y a su madre a casa en su coche.
Hanna los acostó hacia las once y, en cuanto cerró la puerta de la habitación de los niños y se fue, Dodo encendió de nuevo la luz. Le habían regalado un libro de Pulgarcito que deseaba con toda su alma y no podía parar de leer. Él solo quería quedarse tumbado para escuchar la sinfonía que ahora tenía en la cabeza, pero como Henny se había levantado y había bajado la escalera con sigilo, no pudo quedarse en la cama. Abajo, en el pasillo, se mezclaban las voces y los ruidos, aún olía al asado y a remolacha, también un poco a las estrellas de canela que había hecho la abuela Gertrude. Henny estaba agachada delante del salón mirando por la cerradura; cuando se acercó a ella, le dejó mirar a hurtadillas. Se veía una rama del árbol de Navidad de la que colgaba una bola plateada. Las velas ya se habían apagado, solo ardía una diminuta llama azulada. De vez en cuando pasaba su madre y ordenaba algo. Tenía cara de preocupación, antes les había hecho bromas y había jugado al parchís con ellos. Los ataques de verborrea de Kitty se habían vuelto más escandalosos, no paraba de reír y de beber champán de una copa estrecha. El señor Marc y el pintor de la barba negra también hablaban muy alto y todo les parecía divertido.
—Vete a la cama —le dijo a Henny en voz baja.
—No estoy nada cansada. Es porque mamá me ha dejado beber un sorbo de champán. Está delicioso, y hace cosquillas como si tuvieras mil moscas en la boca.
Qué asco. No le importaba renunciar a esa sensación. Luego los dos tuvieron que subir la escalera a toda prisa y esconderse arriba porque Hanna salió de la cocina al pasillo. Llevaba un papel en la mano y se acercó al teléfono que había sobre la pequeña cómoda. Henny puso cara de desesperación.
—Pero si Hanna no puede hablar por teléfono. Es el teléfono de mamá.
—¡Calla!
Abajo, Hanna descolgó el auricular y marcó en el círculo. Luego habló a media voz.
—¿Señorita? Por favor, póngame con Berlín. El número es…
Era raro que Hanna llamara a Berlín. Ni siquiera la tía Kitty lo hacía. A veces hablaba con Múnich, con alguna galería. O con la tía Tilly, pero muy de vez en cuando porque las llamadas costaban dinero. Los niños y los empleados no podían hablar por teléfono. Por lo menos en la villa era así, pero esa arpía de la señora Von Dobern lo hacía igualmente, la muy bruja.
—¿Humbert? —dijo Hanna abajo, en el pasillo—. Humbert, ¿eres tú? Cómo me alegro… Sí, soy yo, Hanna.
—¿Quién es Humbert? —susurró Henny a su lado.
No lo sabía. Había oído alguna vez ese nombre, pero no caía en dónde ni a quién.
—Seguro que Hanna tiene novio —susurró Henny—. Qué nombre tan raro.
—¡Chitón!
Hanna tenía buen oído. Pese al ruido que salía del salón y al ajetreo de la abuela Gertrude en la cocina, había escuchado los susurros de Henny. Se dio la vuelta y miró hacia la escalera pero, como la luz no estaba encendida, no vio a nadie.
—No puedes hacerlo, Humbert. Nadie tiene derecho a eso, solo Dios. Tienes que ser paciente.
No era fácil entender la conversación. Henny suspiró, decepcionada. Seguro que esperaba que Hanna hablara de amor y besos. Las niñas siempre esperaban algo así.
—No, no. Si tan mal estás, le preguntaré a Fanny… Claro que lo haré. Y luego te enviaremos el dinero, Humbert. Aunque no quieras.
Cada vez era más misterioso. Leo ahora tenía mala conciencia por escuchar a Hanna a escondidas. Estaba muy alterada y tenía el auricular tan apretado contra la oreja que se le había quedado la mejilla blanca.
Henny no tenía remordimientos, pero negaba con la cabeza porque no entendía nada.
—Pero es absurdo. ¿Por qué no acepta el dinero si ella se lo quiere dar?
Leo tenía ganas de volver a la habitación de los niños, pero le daba miedo que los tablones crujieran y Hanna los descubriera a los dos, así que se quedó junto a la barandilla de la escalera, agachado, esperando a que Hanna terminara. Henny tenía el cabello despeinado porque Hanna no le había hecho las trenzas para dormir. Llevaba un camisón que le había hecho mamá y olía a recién lavado. Leo oía una melodía en do mayor en su cabeza, tenue pero muy clara. Henny era la típica persona en do mayor: rubia y enérgica, azul, dura y alegre.
Cuando por fin regresaron a su habitación, Leo se metió bajo la colcha y se durmió en un santiamén.
—¡Ya estamos! —exclamó la tía Kitty—. Mirad, Else está en la puerta. Y Julius ya se acerca. ¡Eooo!
El automóvil dio una pequeña sacudida, luego echó humo y el motor se apagó.
—Ya lo has ahogado otra vez, tía Kitty —dijo Dodo—. Tienes que quitar la marcha antes de soltar el embrague.
A Leo le asombraban los conocimientos de su hermana. Él no tenía ni idea de cómo ni por qué avanzaba un automóvil, y le daba igual. La tía Kitty se volvió hacia Dodo y comentó con acritud que la próxima vez la señorita Dorothea Melzer, la célebre piloto, podría ponerse al volante.
—¿De verdad? —dijo Dodo ilusionada—. ¿Podré conducir el coche?
En algunos aspectos su hermana era bastante ingenua. La tía Kitty se limitó a poner cara de desesperación y mamá le explicó a Dodo que como muy pronto podría sacarse el permiso de conducir dentro de trece años.
Julius abrió con ímpetu la puerta del copiloto y ayudó a la abuela Gertrude a bajar; luego recogió junto con Else y Gertie los regalos que habían llevado. Ellos los siguieron, mamá fue la última en subir la escalera.
Ahí estaba, el gran abeto. Se erguía imponente en el vestíbulo, lleno de bolas rojas y panes de especias, y olía a Navidad. El año anterior papá y Gustav talaron el árbol en el parque, y todos ayudaron en el traslado. Recordaba muy bien que las manos se le mancharon de resina, pegajosa y con un olor muy fuerte, y que no se quitaba con agua y jabón. Le molestaba para tocar el piano porque los dedos se le quedaban pegados a las teclas.
—¿Y bien? ¿Os gusta nuestro árbol?
Dio un respingo, estaba tan ensimismado que ni siquiera había visto a su padre.
—Sí. Es muy grande.
—No más que de costumbre. Este año lo hemos encargado. Viene de Derching.
—Sí.
No se le ocurrió otra cosa que decir. La mirada exigente de su padre lo paralizaba. Le ocurría a menudo. Cuando su padre le hacía una pregunta, le daba la sensación de que se le quedaba la mente en blanco.
—¡Tío Paul! —chilló Henny—. Mamá me ha dicho que me vas a hacer un regalo.
Su padre se volvió hacia ella sonriendo, y Leo sintió un gran alivio por no ser el centro de atención. A Henny no le costaba nada sacarle una sonrisa a su padre. Decía algo, sin más, y ya lo conseguía. Él, en cambio…
—¿Queréis celebrarlo en el vestíbulo o subimos para estar más calentitos? —preguntó la abuela Gertrude, a quien Gertie le había recogido el abrigo y el sombrero.
—Estimada señora Bräuer, ¿puedo ofrecerle el brazo? —dijo una voz conocida.
Leo reconoció esa voz en el acto, Dodo e incluso Henny se estremecieron. Era la señora Von Dobern. Leo irguió la espalda, Dodo arrugó la nariz y se puso a la defensiva. Henny apretó los labios y la boca, parecía una cereza rosada un poco arrugada.
—Muy amable, señora Von Dobern —contestó la abuela Gertrude—. Pero aún no estoy tan frágil como para no poder subir la escalera sola.
La abuela Gertrude no tenía pelos en la lengua. Ahora Leo la quería aún más. Mientras subía hacia la primera planta al lado de Dodo, oyó la voz de su padre por detrás. Sonaba muy distinta, casi como si temiera decir algo inadecuado.
—Buenos días, Marie. Me alegro de verte.
La respuesta de mamá sonó también muy rara. Tensa y distante.
—Buenos días, Paul.
No dijo nada más, por lo visto no se alegraba de ver a papá. Leo notó una carga invisible sobre él. Como un manto oscuro. O una pesada nube gris. Su padre le daba un poco de pena, pero solo un poco. Arriba, en el comedor, esperaba la abuela Alicia. Tuvieron que dejarse besar por ella en fila. A Leo eso ya le resultaba desagradable, pero lo peor fue que ella estuvo todo el tiempo llorando. Se limpió a escondidas las mejillas húmedas y se alegró cuando pudieron sentarse en sus sitios. Sin embargo, al ver que le tocaba entre su padre y la señora Von Dobern se le pasó la alegría. Sabía que sería un día horrible, pero no tan horrible. Dodo tampoco estaba entusiasmada, pues la habían colocado entre la señora Von Dobern y la abuela Melzer. Solo Henny había tenido suerte, una vez más, ya que ocupó una silla entre mamá y la abuela Gertrude.
Si por lo menos estuviera Hanna, pero se había quedado en Frauentorstrasse. Julius, mientras servía la comida, siempre ponía cara como si nada fuera con él; solo Gertie, que a veces ayudaba a recoger, les guiñaba el ojo. Todo era tan rígido… La tía Kitty tenía un ataque de verborrea tras otro, y a veces también hablaba la señora Von Dobern. Mamá y papá presidían la larga mesa en ambos extremos, los dos en silencio, sin mirarse. Era una lástima que nadie disfrutara de la deliciosa comida que había preparado la señora Brunnenmayer.
—¡Cuánto habéis crecido! —dijo una mujer que estaba sentada junto a la tía Kitty—. Soy vuestra tía Lisa. La hermana de vuestro papá y de la tía Kitty.
Dodo dijo con educación que creía recordarla. Él estaba seguro de no haber visto en su vida a esa mujer. ¿Era la hermana de la tía Kitty?
—No se parece en nada a mi mamá —dijo Henny con una sonrisa encantadora—. Usted es rubia y está muy gorda.
—¡Henriette! —la reprendió la señora Von Dobern—. Una señorita no dice esas cosas.
—Lisa está esperando la visita de la cigüeña —se apresuró a intervenir la tía Kitty—. Eso significa que pronto tendréis una primita. O un primito.
—Ah —dijo Henny, con poco entusiasmo—. Bueno, si es una niña podrá dormir en mi carrito de las muñecas.
—Eres muy generosa, Henny —dijo la tía Lisa, muy seria.
Leo esperaba que fuera un primo. Ya había demasiadas niñas en la familia. ¿Por qué la cigüeña siempre visitaba a las mujeres gordas? Igual que a Auguste aquella vez. Cuando la tía Lisa entró en el comedor, parecía una tetera enorme. Con todo, no parecía mala, no paraba de mirarlo y de hacerle señas con la cabeza. Le preguntó si luego querría tocar algo al piano, pero su respuesta afirmativa se perdió entre los gritos de la tía Kitty.
Después de comer, todos fueron al salón rojo, donde había un árbol de Navidad decorado encima de la mesa. Debajo había varios paquetes envueltos en papel de colores: sus regalos. Dodo recibió una muñeca a la que se le abrían y cerraban los párpados; las extremidades, de porcelana, se movían y chirriaban de un modo irritante. También un armario ropero lleno de vestiditos y una mochila escolar para la pobre muñeca. Henny recibió una caja de lápices de colores y varios libros para colorear, y Leo un aparato espeluznante de metal con una chimenea puntiaguda y un cuerpo en forma de caja con una tapa de cobre. Por todas partes había manivelas, portezuelas, ganchos y cerrojos; dos largos hilos iban de una gran rueda metálica, pasando por varias ruedecitas, a un pequeño martillo que golpeaba sobre una mesa metálica.
—¡Una máquina de vapor! —exclamó Dodo con envidia—. Tienes que ponerle agua dentro. Y aquí se enciende un fuego. Y luego empieza a hervir y el vapor lleva el pistón hacia arriba. Luego bombea agua fría y el pistón vuelve a bajar.
Leo se quedó impotente delante de ese artilugio negro y notó la mirada de desilusión de su padre. No, no sabía qué hacer con eso. Aunque quisiera entenderlo, no le entraba en la cabeza. Ojalá fuera un piano. Así podría explicarle a su padre cómo se movían los martillitos para que las cuerdas sonaran.
—Papá —gritó Dodo—. ¿Encendemos la máquina?
—No, Dodo. Es de Leo.
—Pero Leo no la quiere. Yo sí la quiero, papá. Sé cómo funciona.
Leo vio que su padre torcía el gesto. Ahora se enfadaría, lo sabía.
—¡Tú tienes tu muñeca, Dodo! —dijo con aspereza—. Una muñeca muy cara que tu abuela ha comprado expresamente para ti.
Dodo quiso decir algo, pero la señora Von Dobern se le adelantó.
—¡El desagradecimiento es pecado, Dorothea! Sobre todo hoy, el día en que Jesús nuestro Señor nació pobre en un pesebre. Deberías estar contenta de tener padres y abuelas que os hacen regalos tan generosos.
—¡Amén! —dijo la abuela Gertrude desde el sofá, alto y claro.
Se hizo el silencio, y Leo notó que el ambiente se había estropeado del todo. Su padre tenía la mirada fija al frente, enfadado. Su madre miraba ausente por la ventana el parque nevado. La tía Kitty respiró hondo para decir algo en ese silencio sofocante, pero antes se oyó la voz de la tía Lisa.
—¡Cielo santo, Paul! La niña sabe cómo funciona una máquina de vapor y tú la riñes por eso.
—¡Lisa! —dijo la abuela Melzer sin querer—. Pas devant les enfants.
—Deberíamos cambiar los regalos —se rio la tía Kitty—. Dodo se queda con la máquina de vapor y a Paul le damos la muñeca.
Leo se alegró de que nadie se riera con esa broma absurda. Su padre los miraba a uno y a otro, como si estuviera pensando cómo salvar la situación. A su madre solo la miró un momento, cuando ella también lo miró. Era como si los hubieran sorprendido cometiendo un pecado: sus ojos se encontraron, se detuvieron un instante, luego su madre giró la cabeza y su padre se dio la vuelta.
—Muy bien —dijo él—. Si luego tenemos tiempo pondré la máquina en marcha y el que quiera ayudarme será bienvenido.
Se quedó mirando a Leo como si quisiera decir: es tu última oportunidad, hijo mío. Dodo tenía la muñeca y tiraba de la blusa de encaje almidonada. Henny aprovechó la ocasión para engullir mazapanes a escondidas. Ojalá estuvieran ya de vuelta en Frauentorstrasse, ¡la villa era horrible!
Sin embargo, por lo visto aún los esperaban más horrores.
—Basta de remolonear en el salón —dijo su padre con falsa alegría—. Bajemos al parque.
¡Un paseo por el parque! ¡Probablemente con la señora Von Dobern! Leo lanzó una mirada afligida a Dodo. Henny dijo, con la boca llena de mazapán, que en el parque se le mojaban los pies y que prefería quedarse en casa.
—Como quiera, señorita —dijo su padre.
Por supuesto, Dodo y él tenían que ir. Como la tía Kitty no llevaba botas de invierno y mamá quería charlar con la tía Lisa, también se quedarían en el salón rojo. Las dos abuelas estaban sentadas juntas mirando un álbum de fotografías. Solo la señora Von Dobern quería ir de paseo. ¡Si lo hubiera sabido!
Abajo, en el vestíbulo, la señora Brunnenmayer estaba junto a la entrada de la cocina. Cuando Leo vio su rostro exultante se sintió mucho mejor. Dodo fue corriendo hacia Brunni y se le lanzó al cuello.
—¡Dorothea! —exclamó la señora Von Dobern, indignada.
Su padre, en cambio, se alegró y se echó a reír, así que tuvo que cerrar la boca.
—¡Pero mi niño! —dijo Brunni—. Cómo has crecido. Y te has puesto muy guapo. Cada vez más. ¿Sigues tocando tan bien el piano? Ah, eso sí que lo echamos de menos, oírte tocar el piano.
Le revolvió el cabello con sus gruesas manos. Era agradable, aunque siempre le olieran a cebolla y cilantro. Por Brunni sí le daba pena no vivir allí.
Su padre los apremió, quería salir ya. Bajó los peldaños de la entrada tan rápido que la señora Von Dobern apenas podía seguirlo. Abajo, en el patio, no había mucha nieve porque Julius había barrido, pero el parque se veía blanco y todos los caminos estaban cubiertos de nieve.
—¡Vamos! ¡Vamos corriendo hasta la casa del jardinero!
¡Qué ocurrencias tenía su padre! Empezó a caminar por la nieve, que le llegaba casi hasta las rodillas, y se volvió hacia ellos. No le preocupaba en absoluto que la señora Von Dobern se quedara atrás. Dodo se lo pasaba en grande, seguía las huellas de su padre entre risas porque quedaban muy separadas. Leo tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y avanzaba impasible.
—¡Adelante! No paréis. Allí, detrás del enebro, os espera una sorpresa.
«Espero que no sea otra máquina de vapor», pensó Leo, y miró a hurtadillas el espeso enebro. ¿Eso no eran huellas en la nieve? Claro, había pasado gente por ahí.
Ya casi se arrastraban, tenían las chaquetas llenas de nieve. De pronto los vieron: Liese llevaba el gorro de punto rojo torcido y Maxl uno muy bonito con orejeras. A él también le gustaría tener uno así. Y Hansl iba tan abrigado que se cayó en la nieve.
—¡Bravo! Sorpresa. ¡Feliz Navidad!
Los tres se pusieron a dar saltitos y a saludarlos moviendo las manos. Fueron corriendo hacia ellos y ahí se quedaron sonriendo, riendo, contentos de volver a verse.
—Enséñame el pelo —le exigió Dodo a Liese—. Uy, sí que lo llevas corto. Mamá quiere que lleve estas ridículas trenzas.
Maxl contó que el Niño Jesús le había traído dos coches de metal y una gasolinera, y Hansl decía algo de una tienda de juguete. Leo mencionó que a él una máquina de vapor, porque sabía que ni a Maxl ni a Hansl les impresionarían un gramófono y unos discos.
Liese ya tenía doce años, cuatro más que él. Era muy distinta de su madre, Auguste. Era delgada y tenía el cabello rubio oscuro, ondulado, el rostro fino y la boca pequeña, en forma de corazón. Le gustaba porque siempre era cariñosa y suave, y porque se enfadaba cuando sus hermanos no paraban de darle tirones.
—¿Y a ti qué te ha traído el Niño Jesús? —le preguntó.
—Un vestido y una chaqueta. Unos zapatos nuevos. Y dos pañuelos bordados.
Leo quiso preguntarle si no había recibido ningún juguete, pero entonces una bola de nieve impactó contra su gorro de piel y se lo arrancó de la cabeza.
—¡Eh! —gritó Dodo—. ¡Espera, Maxl, ahora verás!
Todos se agacharon y recogieron nieve para formar proyectiles. Dodo le dio a Maxl en el hombro, Liese le dio a Dodo en el brazo, Leo lanzó un tiro perfecto a la barriga de Maxl. Las bolas de nieve pasaban silbando de un lado a otro, se oían gritos de júbilo y quejas, Dodo soltó un chillido porque le acertaron en el cuello y sintió el frío, Liese se rio de Leo porque no le había dado. Hansl era el más hábil cuando había que esquivar los tiros, simplemente se dejaba caer en la nieve.
—¡Pero niños! —se oyó la voz de la señora Von Dobern.
Nadie le hizo caso.
¡Pam! Una bola impactó en el moflete de Leo. Le dolió, se limpió la nieve y luego vio que había sido su padre el que la había lanzado. Se estaba riendo. Sin malicia. Tampoco estaba enfadado, sonreía con cierta picardía, como miraba antes a su madre a veces. Leo se agachó y apretó la nieve. Tenía las manos heladas, se le clavaba la nieve como si fueran agujas. Miró a su padre, que lo observaba. Seguía sonriendo. «Vamos», significaba eso. «A ver si me das. Yo no me muevo de aquí».
Con el primer tiro no acertó. En el segundo lanzamiento, una bola de Hansl le dio en el cuello, así que de nuevo erró el tiro. Al tercero hizo diana en el pecho de su padre. Este se agachó para formar otra bola de nieve, pero enseguida sufrió tres ataques. Dodo y Maxl se habían unido a él.
—¡Canallas! —dijo su padre entre risas—. Todos contra mí. ¡Ahora veréis!
Llovieron proyectiles blancos, gritaron, rieron, se quejaron y al final pararon, agotados, colorados y con los dedos doloridos. Entonces lo oyó. Ese timbre suave. Unas campanillas, como mínimo cuatro. Seguían un ritmo regular, dando brincos, oscilando, alegres. Re mayor. También se oía crujir la nieve y un leve silbido, algo que se deslizaba.
—El Niño Jesús —susurró Dodo, respetuosa.
Maxl se echó a reír. Liese señaló la villa, donde se veía un vehículo muy raro. Un caballo tiraba de un carro. ¡No, era un trineo!
—¡Es papá! —gritó Liese—. Ha arreglado el viejo trineo. ¡Y podemos subir todos!
¡El viejo trineo! Lo había visto alguna vez en el cobertizo, abandonado. Era rojo, con los asientos de piel pero bastante ajados, y las largas cuchillas marrones del óxido.
—¿Qué, os ha gustado la sorpresa? —dijo su padre.
¡Claro! Gustav Bliefert paró junto a ellos, henchido de orgullo por llevar el trineo. Subieron todos, también su padre; y la señora Von Dobern, con una sonrisa torcida. Debía de tener frío, porque su abrigo no era muy grueso y las botas no estaban forradas.
—Qué idea tan fantástica tuvo vuestro padre —dijo—. Henny se pondrá muy triste por habérselo perdido.
En efecto, Leo pensó que Henny estaría en la villa, junto a la ventana, mirando con envidia hacia el parque. Dieron una vuelta grande. Pasaron delante de la casa del jardinero, donde la chimenea humeaba y Auguste los saludó con el pequeño Fritz en brazos. Pasaron junto a los abetos rojos y los enebros, que parecían enanos jorobados bajo la carga blanca. Luego rodearon la villa, cruzaron el césped casi hasta la entrada y atravesaron el camino con los árboles pelados y cubiertos de nieve hasta la glorieta del patio. Leo escuchaba los sonidos todo el tiempo y sentía el ritmo de los cascos del caballo. Volvía a sonar música en su cabeza, oía tonos, muchos a la vez, también ruidos y a veces melodías. En el patio, las cuchillas chirriaban porque había poca nieve y se veía cómo saltaban chispas.
Junto a la escalera esperaban la abuela Gertrude y la abuela Melzer, bien envueltas en pieles, y la tía Kitty también quería dar una vuelta.
—¡Ay, querido Paul! —exclamó entusiasmada—. ¿Te acuerdas de cuando íbamos en ese trineo por el bosque? Yo hice subir a Marie al trineo. Tú y mi pobre Alfons ibais al lado a caballo.
Su padre se apeó para dejar sitio y subieron las tres, aunque Hansl tuvo que sentarse en el regazo de la abuela Gertrude. Henny no había bajado, había comido demasiado mazapán y se encontraba mal.
A Leo no le sorprendió que la tía Lisa ni se lo planteara, el pobre caballo no habría podido con tanta carga, pero le dio pena que su madre no montara en el trineo.
Más tarde, cuando se despidieron y estaban de nuevo en el automóvil de la tía Kitty, Henny volvía a estar de buen humor.
—Yo puedo llevarme mis regalos —alardeó—, pero el tío Paul ha dicho que los vuestros se quedan en la villa. ¡Solo podréis jugar con ellos cuando vengáis de visita!
Dodo se puso muy triste porque la máquina de vapor le había gustado mucho. Su padre la había llevado a la habitación de los niños y la puso en marcha, pero enseguida la apagó porque se había hecho muy tarde. A la muñeca no la echaría de menos.
Leo estaba deseando sentarse al piano, necesitaba tocar los sonidos que le rondaban por la cabeza. Por lo menos quería intentarlo. Daba igual que para la mayoría de los sonidos ni siquiera existieran teclas.