Marie se estremeció al escuchar su voz. «Qué boba», pensó. Sin embargo, no podía evitar esa sensación de miedo y alegría a la vez. De hecho, sintió algo parecido al alivio, pues temía que todo hubiera terminado.
—¿Marie? Perdona que te llame al atelier, es por un buen motivo. ¿Estás ocupada? Puedo llamar más tarde.
Arriba dos costureras esperaban sus instrucciones, había que calcular el corte para un vestido de noche, y en diez minutos llegaría la señora Überlinger a probarse.
—No, no. Dime qué quieres. Tengo unos minutos.
Paul se aclaró la garganta, lo hacía siempre que debía comunicar algo desagradable. De pronto le dio miedo que quisiera anunciarle el divorcio. Pero ¿por teléfono? ¿Algo así no se hacía por escrito y a través de un abogado?
—Se trata de Lisa. Me da la sensación de que se está perjudicando a sí misma, y me gustaría ayudarla.
«Vaya», pensó Marie. Ahora quiere tantearme. Pese a todo, se relajó al ver que llamaba en son de paz.
—¿Y qué tengo que ver yo con eso?
Le molestó su propio tono distante, pero no quería ser demasiado amable con él.
—Tú has hablado con ella, ¿no? ¿Te ha dicho quién es el padre de la criatura?
—Me lo ha contado en confianza, Paul. No creo que tenga derecho a…
—Está bien —dijo él, impaciente—. No quiero empujarte a cometer una indiscreción. ¿Me equivoco si deduzco que es el señor Sebastian Winkler?
—¿Por qué no se lo preguntas tú?
Oyó que Paul gemía, enfadado.
—Ya lo he hecho, sin resultado. Escucha, Marie, no te lo pregunto por curiosidad. Soy su hermano, y me siento en la obligación de aclarar la situación. Sobre todo por el niño.
—Creo que Lisa es capaz de aclarar sus asuntos.
Paul se quedó callado, y ella temió que colgara. Se oyó el timbre de la tienda, encima eso: la señora Überlinger acababa de llegar. Cinco minutos antes de lo acordado.
—Si te sirve de ayuda —dijo Marie—, tengo entendido que Lisa ha escrito una carta.
—¡Ah! ¿Y ha recibido respuesta?
—Me temo que de momento no.
—¿Y cuándo fue eso?
Marie dudó, pero había ido tan lejos que sería absurdo negarse a dar esa información. Y el asunto estaba estancado, así que era posible que Lisa necesitara la ayuda de su hermano.
—En enero. Debió de ser hace unas ocho semanas.
Paul murmuró algo en el auricular, lo hacía casi siempre que pensaba en algo. En la puerta del despacho apareció la señora Ginsberg, que llevaba un tiempo trabajando con ella, y Marie le indicó con una señal que enseguida iba. La señora Ginsberg asintió en silencio y volvió a salir.
—Quiero entrevistarme con él para aclarar la situación. ¿Tienes la dirección?
Ahí estaba la táctica del engaño que tanto le gustaba. Funcionaba con los empleados, y también surtía efecto con mamá y con Kitty. Con Lisa era más difícil. Ella, por su parte, nunca había caído en la trampa.
—¿De qué dirección me hablas?
Paul hizo caso omiso de su pregunta y continuó hablando sin más.
—Es… no me resulta fácil, pero quería pedirte un favor, Marie. No me gustaría viajar solo, pues daría la impresión de que quiero hacerle responsable o algo parecido. Contigo sería más sencillo. Seguro que darías con el tono adecuado.
Su petición casi la dejó sin respiración por lo inesperada. ¿Quería que lo acompañara a Gunzburgo? ¿Sentarse a su lado en el tren, fingir ser un matrimonio feliz ante sus compañeros de viaje?
—Nos iríamos mañana a primera hora y volveríamos a última hora de la tarde. Sin pasar la noche. Tengo un amigo que me presta su coche en Núremberg.
—¿En Núremberg?
—¿No está en Núremberg? Pensaba que había vuelto allí. ¿No es de esa zona?
Al final había caído en la trampa, aunque no sin querer, sino más o menos por voluntad propia.
—Está en Gunzburgo, en casa de su hermano.
—¡Fantástico! Entonces no está tan lejos como me temía. Te lo gradecería mucho, Marie. Es por el bien de Lisa.
Paul se calló y aguardó su respuesta. A Marie le pareció oír cómo le latía el corazón, pero seguramente era el suyo. Sentarse con Paul en un compartimento. ¿Qué harían cuando estuvieran a solas? ¿Lo deseaba? ¿O le daba miedo?
—Escucha, Paul. Si de verdad Lisa quiere ayuda, estoy dispuesta a hacer ese viaje.
Marie oyó que Paul respiraba aliviado. Se imaginó su rostro, su sonrisa triunfal, sus ojos grises brillantes.
—Pero con una condición.
—Concedido. Lo que sea.
Percibió en su tono de voz que estaba muy contento. Casi le dio lástima, pero no había elección.
—Bajo ningún concepto quiero hacerlo a espaldas de Lisa, Paul. Así que te pido que la informes del viaje.
Él gruñó algo incomprensible y comentó que ya se temía algo así.
—Te llamaré, Marie. Entretanto, te agradezco tu predisposición. Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Oyó el clic cuando colgó, y se quedó con el auricular en la mano como si esperara algo. Luego colgó. No, nada había cambiado. Paul la necesitaba, nada más. Aun así… el último domingo los niños volvieron muy contentos de la villa de las telas. Nada que ver con la visita anterior, cuando le suplicaron no tener que pasar una tarde con papá nunca más.
A Leo no logró sonsacarle qué había cambiado tan de repente, pero el lunes el cartero entregó un paquete con un gorro para él. Desde entonces, apenas se lo había quitado. Dodo, en cambio, parloteaba sin parar de aves y aviones, de corrientes ascendentes y descendentes, de la fuerza ascensional y de remolinos. Nadie entendía muy bien de qué hablaba, solo Gertrude tenía la paciencia de escuchar las interminables explicaciones de Dodo.
Entonces, ¿había cambiado algo? Era evidente que Paul se esforzaba por ganarse a sus hijos. ¿Era buena o mala señal?
—¿Señora Melzer?
La señora Ginsberg parecía triste. Era una buena trabajadora, voluntariosa, pero siempre se tomaba como algo personal las salidas desconsideradas de las clientas. Y la señora Überlinger podía llegar a ser muy hiriente cuando la hacían esperar.
—Lo siento mucho, señora Ginsberg, era una llamada importante. Ya voy.
El resto de la mañana fue tan ajetreada que ni siquiera tuvo tiempo de tomar una taza de café. En realidad estaba contenta de que el negocio fuera tan bien. Solo le daba rabia que algunas clientas encargaran copias de sus vestidos a otras modistas. Por supuesto, solo lo hacían en privado, para amigas muy queridas, tan entusiasmadas con los diseños de Marie que querían llevar a toda costa un vestido así con el abrigo correspondiente. Y si la modista ya tenía el patrón de corte, no le costaba mucho ofrecer el precioso conjunto a otras clientas. Todo a un precio bastante más bajo, claro, de lo que costaba el mismo vestido en el Atelier de Marie. Era injusto, pero no había manera de protegerse de eso. La única forma de combatirlo eran las nuevas ideas, crear modelos elegantes y originales, adaptados a la persona que los fuera a vestir. Ese era uno de los puntos fuertes de Marie: sabía ocultar los defectos y resaltar las virtudes. La mujer que llevaba sus prendas parecía tener la figura con la que siempre había soñado.
Cuando bajó del tranvía en Frauentorstrasse estaba agotada. ¿Por qué no aprendía a conducir? Podía permitirse un automóvil, y de ese modo no tendría que esperar al tranvía bajo la lluvia y la nieve. ¿Cómo se llamaba ese vehículo pequeño que cada vez se veía más por las calles? El Rana verde, qué bonito. Tenía cuatro caballos, era como recorrer la ciudad en un carro con cuatro animales de tiro.
Al entrar en casa se encontró con Dodo, que sujetaba en alto un periódico para impedir que Henny lo alcanzara. La niña no paraba de dar saltitos intentando pescar las hojas mientras hacía muecas y agitaba los brazos.
—Dámelo… Es el periódico de mamá. Dámelo de una vez, Dodo, vaca tonta.
—Para ya, no te lo voy a dar —repuso Dodo con malicia—. Además, esa es mi mamá.
Marie no tenía ganas de peleas, así que le quitó a Dodo el periódico y le indicó a Henny que al saltar había perdido las zapatillas.
—Mmm… Huele a fideos de patata —comentó con una sonrisa, y empujó con el pie una de las zapatillas rosas hacia Henny—. ¿Ya ha llegado Kitty?
—Mamá está al teléfono. La, la, la. La, la, la —cantó Henny, acompañando la pieza que practicaba Leo al piano en la sala de música, con gran desesperación. Rondo a Capriccio, de Beethoven. Demasiado difícil para un niño de nueve años, sobre todo la mano izquierda.
Sin embargo, Leo era como mínimo tan testarudo como su hermana, que quería leer y entender a Otto Lilienthal antes del domingo.
—Tienes que leer la prensa, tía Marie.
Marie se quitó el abrigo y el sombrero. Había dejado el periódico encima de la cómoda. Miró el editorial y vio que no era para leerlo de un vistazo.
—El gobierno se ha separado de nuevo. Wilhelm Marx no acepta la elección a presidente del Gobierno.
—Eso no —dijo Dodo con impaciencia, y abrió el periódico—. Aquí dentro: «Noticias de Augsburgo. Sucesos». Dice algo de la villa de las telas.
—¿Qué?
Marie no creía lo que veían sus ojos. Un artículo sobre un cruel asesinato en el centro de Augsburgo. Maria Jordan, de cuarenta y nueve años, había sido apuñalada brutalmente en su tienda el día anterior.
—Maria Jordan —susurró Marie—. Es terrible. Dios mío, pobre. Y todos creíamos que le había tocado el gordo.
Se cruzó con los ojos brillantes de Henny clavados en ella, llenos de intriga.
—¿Lo has leído, tía Marie? El asesino fue Julius.
—¿Qué Julius?
—¡Por favor, mamá! —se indignó Dodo—. Julius, el criado de la villa. El que siempre va con la nariz en alto y olisquea de esa manera tan rara. Ha apuñalado a Maria Jordan.
—Por favor, Dodo, no uses esa palabra, es horrible.
—Es lo que dice el periódico.
Marie leyó por encima el breve artículo. Julius se encontraba bajo custodia policial como principal sospechoso. Creían que había atacado con un cuchillo a la mujer indefensa.
—Aquí dice «atacado», no apuñalado.
—Entonces lo ha dicho la abuela Gertrude.
Marie entró en el salón con el periódico en la mano, donde Kitty estaba sentada en su butaca de mimbre con el teléfono en el regazo. El cordón negro del aparato, que iba hasta la conexión de la pared, estaba a punto de romperse de la tensión.
—Por el amor de Dios, no, Lisa, déjala dormir. Ya volveré a llamar más tarde. Pobre mamá. Qué susto más terrible. No quiero ser mala, pero esa mujer no trajo más que problemas. No, no soy despiadada. Seguro que tenía un lado bueno. Sí, ya lo sé, trabajó durante un tiempo en tu casa, pero no soportaba a Marie, y eso nunca se lo perdoné. ¿Cómo se lo ha tomado Paul? Me lo imagino. Ay, mi pobre Paul. Como si no tuviera ya bastantes preocupaciones.
Se quedó callada al ver que entraba Marie, le indicó con un gesto que se acercara y cambió de tema.
—¿Y el niño come bien? Me alegro. Seguro que tienes litros de leche. ¿Cómo? ¿Podrías alimentar a otro niño? Procura no engordarlo demasiado o será un dormilón holgazán. Tengo que colgar, Lisa, ha llegado Marie. Saludos… Sí, se lo diré… Y sí, iré esta noche… Sí, dile a mamá que la consolaré.
Colgó con un profundo suspiro y lanzó una mirada elocuente a Marie.
—¿Lo has leído? ¿No es horrible?
Marie asintió, estaba leyendo con atención de nuevo el artículo. El nombre «Melzer». «La villa de las telas». No se habían ahorrado nada. Paul no le había dicho ni una palabra del tema.
—Después de evitar por todos los medios la exposición de los cuadros de Luise Hofgartner por temor a las cotillas de Augsburgo —comentó Kitty—, ahora esto. ¡Un criado de la villa de las telas es un brutal asesino! Ay, me dan escalofríos cuando pienso que ese Julius me ha llevado té y galletas a la habitación.
Llamaron a la puerta y oyeron que los niños corrían por el pasillo para abrir.
—¡Hanna! ¿Lo has leído?
—¡El asesino es Julius!
—Le dio ciento veinte puñaladas o algo así.
Se abrió la puerta de la cocina y acto seguido se oyó el discurso poco amable de Gertrude.
—¡Vaya, Hanna! ¿Dónde te has metido toda la mañana? ¿Trabajas aquí o en la villa de las telas, con tu Humbert? ¿Cómo? Las habitaciones no están ordenadas, y la cesta de la ropa del cuarto de los niños está a rebosar. ¡Ahí! Lleva la cazuela. ¡Está caliente! ¡Que no se te caiga!
—Yo… lo siento —dijo Hanna, y la puerta de la cocina se abrió de nuevo.
Hanna apareció en el salón con una cazuela humeante en las manos y con los tres niños tras ella. Marie se apresuró a poner un salvamanteles de madera en la mesa para que Hanna pudiera dejar la olla, luego pusieron juntas la mesa. Kitty también participó y dejó una violeta africana en flor junto a la cazuela con la pasta.
—Ay, es horrible —dijo Hanna con un suspiro mientras sacaba las servilletas del cajón—. Imagínese, señora Melzer: la policía criminal ha estado tres horas interrogando a todo el mundo en la villa. También a la señora Alicia y a la señora Von Hagemann, y durante la pausa del almuerzo han tomado declaración al señor Melzer. Y a todos los empleados, también a Else, que casi se muere de la vergüenza. Porque es sospechosa de haber conocido a un asesino.
—¿Están seguros de que la mató Julius? —preguntó Marie.
—Bueno, estaba de pie a su lado con el cuchillo en la mano —contestó Hanna con un suspiro—. Ay, señora Melzer, nadie quiere creerlo. A lo mejor todo es un error.
Apareció Gertrude con un cazo con mantequilla derretida y la vertió sobre la pasta.
—Ya está bien con la historia del asesinato —la reprendió, y se sentó en su sitio—. Los niños ya tienen los ojos vidriosos. Esta noche no podrán dormir.
—No nos importa —dijo Leo, y sacudió la mano izquierda, que le dolía de tanto practicar—. Como mucho Henny, que aún es pequeña.
Henny tuvo que esperar para protestar, primero hubo de tragar la pasta. Luego explicó a gritos que ella no tenía los ojos vidriosos.
—Pero he visto a Liese en el colegio. Les ha dicho a sus amigas que la policía ha interrogado a su madre porque estaba delante y lo ha visto todo.
—¿Auguste? —dijo Kitty, asombrada—. ¿Y qué se le había perdido en la tienda de Maria Jordan?
Gertrude se encogió de hombros y le puso a Henny una cucharadita de col fermentada.
—Por lo menos este poquito hay que comérselo —le exigió con vehemencia—. No solo los fideos de patata con mantequilla, ¡lo que te faltaba!
—Col fermentada, col de muro, col de tristeza, col de pupa.
—A lo mejor había ido a comprar algo —se respondió a sí misma Kitty—. Auguste ha recibido una herencia y, según dicen, ahora lleva un tren de vida costoso.
—Puede ser —contestó Marie, pensativa.
Ella tenía sus propias teorías. Una de sus clientas adineradas le contó en confianza que Maria Jordan le leía las cartas. La colmó de elogios porque casi todo se había cumplido, y le recomendó a Marie que probara. Todas sus amigas ya habían estado allí, esa mujer debía de tener una fortuna extraordinaria, pues se cobraba bien sus predicciones. Además, alguien le había comentado que la señorita Jordan también prestaba dinero.
—Imagínense, el mismo día ya había dos periodistas en la puerta de la villa —informó Hanna—. Del Augsburger Neueste Nachrichten y del Münchner Kurier. Pero la señora no quiso dejarlos entrar. Entonces se dirigieron a la entrada del servicio y en la cocina la señora Brunnenmayer los amenazó con una sartén y tuvieron que irse. Luego rodearon a escondidas la villa pensando que podrían entrar por la galería, pero las puertas estaban bien cerradas. ¡Qué desfachatez! Humbert dice que los de la prensa son los peores. Nadie los supera. Ni los políticos ni los asesinos en masa. Pueden destrozar una vida con dos frases cortas.
—Humbert es de soltar grandes verdades —comentó Gertrude con la boca llena—. ¿Ya se encuentra bien?
Hanna asintió con una sonrisa. Ahora reemplazaría a Julius, pues todo el mundo en la villa tenía que cumplir con su deber para con los señores.
—La señora Brunnenmayer ha dicho que debemos mantenernos unidos en casos de necesidad. Como aquella vez.
Se interrumpió y bajó la mirada a su plato, que seguía intacto. Por supuesto, todos sabían que se refería al día en que el agente de policía se presentó en la cocina de la villa preguntando por Grigorij. El joven ruso al que Hanna había ayudado a huir por amor. Todos se pusieron de lado de Hanna, y Humbert la sacó del apuro. De lo contrario, todo podría haber acabado muy mal para ella.
—¿Y la honorable ama de llaves? —preguntó Kitty en tono burlón—. ¿También ha hecho piña?
—¿Esa? —exclamó Hanna, indignada—. En absoluto. Gertie oyó cómo interrogaban a la señora Von Dobern.
—A la pequeña Gertie siempre se le ha dado muy bien eso de escuchar tras las puertas —intervino Kitty.
—¡Silencio! —le ordenó Gertrude—. ¿Y qué ha dicho esa noble dama?
Hanna clavó el tenedor en la pasta pero no se lo llevó a la boca, se quedó con él en la mano.
—De los señores no ha dicho nada, pero a nosotros nos ha puesto verdes a todos. Afirmó que ella ya sospechaba de Julius. Que tenía un carácter criminal, y que a ella le daba miedo porque siempre tenía una mirada agresiva. Que todos los empleados de la casa lo sabíamos pero nos manteníamos unidos sin decir nada. Además, dijo que Julius rondaba a Maria Jordan porque era rica y creía que si se casaba con ella no tendría que volver a trabajar jamás. Y estaba convencida de que Julius era su amante y la había apuñalado por celos. Por Christian, su empleado.
—¡Madre del amor hermoso! —murmuró Gertrude.
—¿Qué es un amante, mamá? —preguntó Dodo.
—Un amigo.
—Como el señor Klippi, ¿no?
Marie arrugó la frente y vio que Kitty sonreía encantada.
—Eres tonta —intervino Henny, que no paraba de dar vueltas al montoncito de col fermentada en el plato.
—Dodo no es nada tonta —defendió Leo a su hermana—. ¡Tú eres tonta, Henny!
—No —dijo Henny, y frunció los labios porque iba a decir algo importante—. Un amante es un amigo que puede dar besos y abrazos. ¿Verdad, mamá?
La sonrisa de Kitty se desvaneció.
—Buena observación —dijo con brusquedad—. Y ahora cómete de una vez la col. Y ni se te ocurra dejarla en el plato de Hanna a escondidas.
—Tengo que irme —dijo Marie, y miró el reloj—. Esta tarde tengo cuatro pruebas y una clienta nueva.
—Te vas a morir de tanto trabajar, Marie —le advirtió Gertrude—. Hay pastel de pera de postre. Recién salido del horno. Con azúcar y canela.
—Esta noche, Gertrude.
En el tranvía, Marie estaba tan sumida en sus confusos pensamientos que estuvo a punto de pasarse la parada en Karolinenstrasse. Entró en el atelier alterada, y se alegró de que enseguida la solicitaran la clientela y los empleados. Así podía posponer sus preocupaciones y concentrarse en el trabajo, pero cada vez que sonaba el teléfono daba un respingo y esperaba con el corazón acelerado que la señora Ginsberg le pidiera que fuera al despacho. Sin embargo, eran llamadas de negocios, proveedores, clientes, el taller de grabado, que había producido los nuevos catálogos. Cuando ya tenía el abrigo puesto y fue a la sala de costura a comprobar que todas las máquinas estaban tapadas, llegó la llamada de Paul.
—Me daba miedo no encontrarte.
—Paul, lo he leído en la prensa. Lo siento mucho, por todos, pero sobre todo por ti y por mamá.
¿Se alegró Paul de oír su confesión espontánea? Si era el caso, no lo manifestó.
—Sí, es una situación muy desagradable.
Marie entendió que no tenía intención de importunarla con sus lamentos. Claro. Aun así, su silencio le dolía. ¿Por qué era todo tan complicado?
—¿Has hablado con Lisa? —Marie cambió de tema.
—Sí. No le entusiasma la idea, pero tampoco se interpondrá.
Sonaba bastante mal. Imaginó que Lisa se había puesto furiosa.
—¿Cuándo nos vamos?
—¿Qué te parece el lunes?
Tendría que aplazar muchas citas y dejar preparado el trabajo para las costureras, pero para Paul no era muy distinto.
—El lunes. Bien.
—El tren sale a las siete y veinte. ¿Quieres que te recoja con el coche?
Él, por supuesto, ya había estudiado el plan de viaje. Tal vez incluso había reservado el compartimento.
—Gracias, iré en el tranvía.