Chapter 39 - 39

—Té para la señora Von Hagemann y dos cafés —gritó Humbert hacia la cocina.

Fanny Brunnenmayer se levantó para retirar el hervidor del fuego, la bandeja ya estaba preparada en la mesa.

—Rosa sí que sabe —comentó Gertie con envidia—. Ella toma el café arriba con los señores, y luego baja con nosotros y se toma una taza grande de café con leche.

—Si te divierte pasar las noches con ese gritón pegado a la oreja —repuso Humbert, que no era muy amigo de los bebés.

Gertie tuvo que hacerlo durante unos días, antes de que Rosa Knickbein acudiera como niñera a la villa, y bajo ningún concepto quisiera repetirlo.

—No, gracias —dijo, y se echó a reír—. Prefiero ser doncella.

Lo había conseguido. A partir del mes siguiente entraría al servicio de la señora Von Hagemann como doncella. Primero de prueba durante tres meses, y si daba buen resultado tendría ese puesto fijo. ¡Todo un triunfo! Ese curso tan caro había valido la pena. Se acabó ser ayudante de cocina, había ascendido y estaba decidida a seguir así.

—Dios mío, si haces como Marie, en veinte años tal vez puedas casarte con el pequeño Leo y ser la señora del director Melzer —bromeó Else con malicia.

A nadie le sorprendía que Else sintiera envidia de Gertie. A fin de cuentas, en treinta años no había llegado más que a criada.

Dörthe entró en la cocina, se había quitado los zuecos de madera delante de la entrada del servicio y se había puesto las zapatillas de fieltro; la cocinera ya la había amenazado dos veces con darle con el cucharón en las orejas si volvía a verla en la cocina con los zuecos embarrados.

—¿Has olido el café? —preguntó la señora Brunnenmayer, bondadosa—. Primero lávate las manos, vas sucia de arriba abajo.

Dörthe sonrió y se dirigió al fregadero. Estaban a principios de mayo, y se pasaba en el parque de primera a última hora. A veces la ayudaban Humbert o Julius porque no podía cortar sola las superficies de césped que brotaban en abundancia. Sin embargo, casi todo lo hacía sin ayuda, cortaba los arbustos, limpiaba los caminos pedregosos, plantaba los bancales y arrancaba las malas hierbas. Incluso había empezado a filtrar uno de los grandes montones de compost para repartirlo por los bancales.

—Unas cuantas ovejas mantendrían los prados segados. Y además los abonarían —comentó.

Agarró la taza de café con ambas manos y se la llevó a la boca. Hizo ruido al beber; después de comer eructaba, y también se rascaba sin miramientos sitios de los que ni siquiera se podía hablar. Todo eso le parecía normal. Pero como por lo demás era muy afable, aunque un poco torpe, se reían de ella y no se lo tomaban a mal.

—Puedes esperar sentada a que el señor Melzer tenga un rebaño de ovejas —se rio Else.

Humbert cogió la bandeja con los servicios de té y café y las fuentes de dulces y se la llevó al pie de la escalera. Julius seguía arriba, en el lavadero, limpiando zapatos. Abril se había despedido con sol, pero mayo regaló muchas lluvias a la tierra, que como es sabido fomentaban el crecimiento de las plantas.

—Ya la tenemos otra vez encima —comentó Dörthe al tiempo que señalaba con el pulgar la ventana de la cocina por encima del hombro.

En efecto, cada vez estaba más oscuro. Gertie, que quería fregar rápido otra olla, tuvo que poner atención para no dejarse ningún resto de leche quemada.

—Se avecina una tormenta —comentó Else, temerosa—. ¡Ahí! Se ha visto un destello en las nubes.

—Las lluvias de mayo son una bendición —comentó Gertie con una breve mirada al exterior. Acto seguido volvió a meter la olla en el fregadero y se secó las manos en el delantal—. ¡Mirad! —gritó, y se acercó a la ventana—. Ahí va corriendo. ¡Con una maleta y una bolsa de viaje!

Todos lo entendieron salvo Dörthe. Humbert les había dicho unos días antes que el ama de llaves había dimitido.

—¡Por todos los santos! —exclamó la cocinera—. ¡Ojalá sea cierto, Humbert!

Todos se pegaron a la ventana de la cocina, Dörthe con su taza de café y Else, que estaba untando mantequilla en el pan, con el cuchillo en la mano. También Julius, que había ido a la cocina una vez terminada su tarea, se sumó a los demás.

—¿Qué ocurre?

—Puaj, hueles a cera de zapato, Julius.

—¡Apártate, Dörthe! ¡Tapas la vista a todo el mundo!

—¡He preguntado qué pasa aquí!

—¡Von Dobern se larga!

—¿En serio?

—Sí. Lleva un abrigo. Y sombrero.

Se hicieron todos a un lado y Julius abrió la ventana. La antigua ama de llaves ya había llegado al camino y se alejaba a toda prisa.

—El abrigo se lo ha regalado la señora Alicia —afirmó Else, enfadada—. Y el sombrero también. Solo los zapatos desgastados los trajo ella.

—Se merece esa cosa anticuada —comentó Gertie—. ¡Ese sombrero no lo quiero ni regalado!

Todos se estremecieron cuando se oyó un potente trueno. Justo después sopló una ráfaga de viento en el parque que sacudió los abetos rojos y arrancó las ramas de las hayas y los viejos robles. En algún lugar del patio se oyó un golpe.

—Dios mío —dijo Dörthe—. La azada buena.

Los rayos atravesaron el cielo oscuro, líneas dentadas brillantes y blancas.

—Espero que no caigan sobre quien yo me sé.

—Quien a buen árbol se arrima…

—Tal vez le caiga un árbol en la cabeza.

—¡O un rayo!

—Ahora que se va, da igual.

—Más vale tarde que nunca —masculló Julius.

El cielo se compadeció de la señora Von Dobern, pues los rayos se alejaron. En cambio se desató una intensa lluvia y tuvo que cobijarse del diluvio bajo un arce.

—Hasta los huesos. Le está bien empleado. Se lo merece.

—Cerremos la ventana o entrará el agua —dijo Julius.

—¡Jesús, mi masa de pan! —se lamentó la cocinera—. Se habrá enfriado y ya no valdrá. Todo por esa bruja.

Julius cerró la ventana y se inclinó hacia delante para ver, pero la lluvia era tan intensa que apenas se reconocía el bancal cerrado que había en medio del patio. Dörthe se quejó de que ese maldito aguacero iba a arruinar sus nomeolvides y sus pensamientos y estaba inundando los clavelones recién plantados, pero nadie la escuchó. Humbert había regresado y envió a Else arriba porque había una cesta de ropa de bebé que había que llevar al lavadero.

—Von Dobern ha recogido esta mañana su habitación y ha hecho las maletas a la chita callando —comentó Humbert—. Pero yo me he dado cuenta.

—Ni siquiera se ha despedido de nosotros —dijo la cocinera negando con la cabeza.

—Se lo puedo perdonar —comentó Gertie.

—Pero eso no se hace.

Else volvió a la cocina jadeando. Se había dado mucha prisa con la cesta de la colada para no perderse nada.

—Está lloviendo a cántaros. Y cómo truena —dijo con un suspiro, y se sentó en la mesa con su taza de café.

—Qué lúgubre —murmuró Julius.

Gertie se encogió de hombros y tomó una rebanada de pan con mantequilla.

—No es más que una tormenta —dijo, y untó la mermelada de fresa sobre la mantequilla—. Debajo de ese árbol no debe de estar muy cómoda. Pero ya se secará cuando esté con su nuevo patrón.

—Grünling —dijo la cocinera con desdén—. ¿Qué querrá ese hombre de alguien como ella? Ese solo va detrás de las jovencitas de pechos tersos y muslos duros.

Humbert hizo un gesto de desesperación y metió la nariz en su taza de café. Gertie se rio encantada. Else se tapó la boca con la mano. Julius sonrió satisfecho y le pareció una broma muy conseguida.

—El señor abogado no quedará muy complacido con Von Dobern —dijo, no sin envidia.

Gertie terminó de masticar mientras miraba con aire de superioridad al grupo.

—De todos modos, los señores de más de cincuenta ya no funcionan —aclaró, y bebió un trago largo de café con leche—. Como mucho se le pone dura la espalda, pero nada más. Y como no quieren quedar en ridículo delante de las chicas jóvenes, se buscan una dama comprensiva de su misma edad, con principios firmes y un moño piadoso en la nuca. Un fruto de la fe.

Se oyeron risas. A la señora Brunnenmayer le hizo gracia lo del «fruto de la fe». De pronto se vio un rayo deslumbrante y durante unos segundos el parque y el paseo se tiñeron de una fantasmagórica luz azul. El trueno que siguió fue tan potente que a Else se le cayó de la mano la rebanada mordida. Humbert se quedó blanco como una sábana. Se deslizó de su asiento y se acurrucó tembloroso en el suelo.

—Un impacto… diana… a los fusiles… ataque.

—¡Humbert! ¡La guerra terminó hace tiempo!

Fanny Brunnenmayer se arrodilló a su lado y se puso a hablarle, pero él se tapaba los oídos y balbuceaba todo tipo de locuras. Volvió a tronar, luego oyeron que se abría la puerta del patio. Una figura con una capa gris para la lluvia apareció en la cocina chorreando, con la capucha puntiaguda cubriéndole el rostro. Era una aparición de otro mundo, pues Maria Jordan, que antes llevaba una capa como esa, ya no se encontraba entre los vivos.

Else se puso a gritar histérica, Julius se llevó las manos al cuello, a Gertie se le congeló la mirada. Solo Dörthe, que no había visto a Maria Jordan con vida, dijo en tono afable:

—Buenos días tenga usted.

—Buenos días —dijo Hanna, y se bajó la capucha—. Qué tiempo más terrible.

Else relajó el cuerpo y se apoyó en la pared, y Julius soltó el aire acumulado en los pulmones con un silbido.

—Jesús bendito —exclamó Gertie—. Nos has dado un buen susto. ¿De dónde has sacado esa capa?

—La he comprado al ropavejero, ¿por qué?

Gertie dudó, pues en realidad le daba vergüenza haberse comportado como una tonta. Pero no era la única.

—Por un momento hemos creído que Maria Jordan había resucitado.

—¡Cielo santo! —dijo Hanna, aterrorizada.

Luego se quitó a toda prisa la capa empapada y fue acorriendo hacia Humbert, lo agarró de los hombros y le susurró algo al oído. Vieron que él se relajaba, inclinaba la cabeza hacia atrás e incluso sonreía. Seguía pálido, pero se le iba pasando. Hanna hacía magia. Por lo menos con Humbert.

Julius se había levantado para observar con detenimiento la capa para la lluvia. La miró por delante y por detrás, la sujetó delante extendida y estudió también el interior.

—Podría ser —murmuró.

Suspiró y colgó la prenda del gancho.

—Podría ser que ese maleante le diera sus cosas al ropavejero —murmuró la señora Brunnenmayer, que lo había estado observando—. Qué canalla ese Sepp. Le clava un cuchillo en la barriga y deja que otro vaya a la cárcel.

Julius se sentó en silencio a la mesa, con la mirada perdida al frente. Apenas había hablado del tema desde que regresó a la villa. Todos sabían por la prensa que la policía había detenido al verdadero asesino. Se trataba de Josef Monzinger, el marido. Por lo visto llevaban años separados, pero él la acosaba y quería dinero de ella. La policía había encontrado en la habitación que tenía alquilada varios cofres con joyas valiosas propiedad de la muerta, además de gran cantidad de dinero. Sepp estaba como una cuba cuando lo detuvieron, lloraba a moco tendido y no paraba de decir que se arrepentía de lo que había hecho.

—Y ahora que Sepp se pasará el resto de su vida entre rejas, ¿quién se quedará con todo ese dinero? —reflexionó Gertie.

Nadie lo sabía. Tal vez Maria Jordan tenía parientes. O quizá hijos.

—¿Es que tenías la esperanza de casarte con ella, Julius? —preguntó Else sin mucha consideración—. No parabas de rondarla desde que era rica.

Julius se la quedó mirando en silencio y enfadado, así que a Else le dio miedo y le aseguró que no quería decir eso.

—Tienes el carácter de un perro carnicero, Else —la reprendió la señora Brunnenmayer.

No solían hablar de ese tema porque Julius les daba lástima. El tiempo que pasó en prisión pensando que acabaría en la horca por asesino lo había afectado mucho. Pese a que todos estaban convencidos de que coqueteaba con la señorita Jordan por puro interés, había pagado un precio demasiado alto.

Sin embargo, el hecho de que Julius examinara la capa de lluvia y luego soltara un profundo suspiro era una señal de que también sentía afecto por ella.

—No tenía que ser así —dijo a media voz, y apoyó la barbilla en las manos—. La vida es un juego, y el destino mezcla las cartas. No se pueden cambiar, tampoco sirve de nada hacer trampas, hay que aceptar lo que te toca.

—Jesús. ¿Has estado con poetas, Julius?

Miró hacia Gertie y dijo que podría ser.

—Un día escribiré mis memorias, ¡y os sorprenderé a todos!

Gertie cogió la última rebanada de pan y quiso servirse café, pero la cafetera ya estaba vacía.

—¿De qué quieres escribir? ¿De tus amoríos, tal vez? Madre mía, tan atrevido no será.

Julius hizo un gesto de desdén y levantó las cejas.

—Escribiré sobre mi experiencia en el trato con los nobles señores. ¡Y creo que encontraré lectores interesados!

Nadie en la mesa mostró entusiasmo, ni siquiera Else, que, como había descubierto Gertie hacía tiempo, en sus días libres escribía novelas románticas en las que solo aparecían nobles.

—Eso no está bien —juzgó la señora Brunnenmayer—. Dejar expuestos a los señores y difundir habladurías. ¡Ya me da pena el señor Von Klippstein por haber acogido en su casa a semejante persona!

Julius hizo un gesto de desprecio con la mano, pero se lo veía un poco preocupado. Ernst von Klippstein le había ofrecido mudarse con él a Múnich para ocupar el puesto de criado en su nueva casa de Pasing. Julius había aceptado con alegría, pues temía, y con razón, no encontrar otro puesto en Augsburgo.

—Era una broma —dijo al grupo—. Por supuesto, jamás se me ocurriría cometer semejante indiscreción.

Dado que salvo Fanny Brunnenmayer y Humbert nadie entendía esa palabra, asintieron y se quedaron pensando. Era el momento de volver al trabajo. Había que preparar la cena, cocer los pies de cerdo para el día siguiente y dejarlos enfriar, y aún había que fregar. Gertie tenía que limpiar y engrasar la cocina. Else tenía que lavar las cosas de los niños y colgar la ropa de cama porque la lavandera no iba hasta el lunes.

—¿Sigue lloviendo? —preguntó Else.

La lluvia había remitido, de vez en cuando incluso se colaba un tímido rayo de sol entre las nubes. El parque parecía recién crecido. El follaje y el césped brillaban, el azul y el lila de los pensamientos era más intenso que antes, y entre ellos resaltaba el cálido amarillo del clavelón.

—El Señor ha regado las plantas por mí —dijo Dörthe—. Voy a plantar los últimos clavelones y a remover los bancales que hay junto a la pared. Ahora la tierra es como mantequilla.

Se quitó las zapatillas de fieltro con energía y se dirigió a la puerta del patio. Acto seguido se oyó un ruido en el salón rojo: había que recoger el servicio del café.

—Ya voy, Humbert —dijo Julius, y se fue corriendo.

—A veces hasta puede ser agradable —comentó Gertie con una sonrisa—. Lo echaremos de…

Llamaron a la puerta del patio. Todos los que estaban en la cocina dieron un respingo.

—¿No habrá vuelto? —susurró Gertie.

—¿Von Dobern? —cuchicheó Else—. Dios no lo quiera.

Fanny Brunnenmayer ya iba de camino a la despensa. En ese momento se detuvo y negó con la cabeza al oír la estúpida broma.

—Es Franzl Kummerer, de la fábrica de harina Lechhausen. Abre, Dörthe. Y dile que tenga cuidado con el escalón, que no tropiece con el saco al hombro como la última vez.

—Buenos días, señor —oyeron decir a Dörthe.

Gertie, que se apresuró a dejar su taza en el fregadero, sonrió. Había llamado «señor» al chico del saco de harina. Seguro que incluso le había hecho una reverencia.

—Buenos días a usted también —dijo alguien en la puerta—. Estoy buscando a Fanny Brunnenmayer. ¿Sigue trabajando aquí?

La cocinera se quedó petrificada delante de la despensa, como si alguien hubiera dicho una palabra clave.

—¡Virgen santa! —se oyó exclamar a Else—. No puede ser cierto. Es… es un espíritu. O… ¿eres tú de verdad?

—¡Robert! —dijo la señora Brunnenmayer, y se atrevió a darse la vuelta. Se llevó la mano a la frente como si tuviera que colocar algo dentro de su cabeza—. ¡Sí, Robert! ¡Déjame que te vea!

Entró en la cocina un caballero vestido con elegancia, se quitó el sombrero y se rio del susto que se habían llevado las dos mujeres. Gertie se enamoró al instante. Qué hombre tan bien parecido. Unos cuantos hilillos grises en el cabello rubio oscuro, bien afeitado, la nariz no demasiado grande, los labios estrechos pero sensuales.

Le dio un abrazo sin rodeos a la cocinera, como si fuera su madre o su abuela, y luego hizo lo mismo con Else, que casi se desmaya de la vergüenza.

—Estaré unos días en la bella Augsburgo —explicó—. Y no podía irme sin visitar de nuevo esta cocina.

Se volvió hacia Hanna y Humbert, que lo observaban con asombro y cierta desconfianza.

—Serví aquí hace años —aclaró él—. Por cierto: Robert Scherer.

Les tendió la mano por encima de la mesa, y parecía de muy buen humor. Se comportaba con total naturalidad. Dio una vuelta por la cocina, estudió armarios y estantes, sacó una olla, un plato, y luego volvió a dejar las cosas en su sitio.

—No ha cambiado mucho —comentó—. Todo está como antes.

—Siéntate —ordenó la señora Brunnenmayer—. ¿O ahora eres demasiado fino para sentarte con nosotras en la cocina?

Él se echó a reír, se desabrochó la chaqueta, dejó el sombrero encima de la mesa y se sentó en el banco.

—Vengo de un país donde ya no existen las diferencias de clase. Lo que no significa que todas las personas sean iguales.

Se puso a hablar de América. Un mundo nuevo y desconocido al que viajó con el corazón herido pero empujado por su espíritu emprendedor.

—No, no es la tierra de las posibilidades infinitas, Else. Para la mayoría significa pasar hambre y trabajar mucho a cambio de un salario miserable. Pero quien tiene el valor de probar algo, tiene su oportunidad. —Bebió el café con leche recién servido y esbozó una sonrisa de felicidad—. Igual que antes. Entonces nos sentábamos juntos a charlar en esta misma mesa.

Gertie no salía de su asombro con todo lo que salió a la luz. Sin duda, había oído hablar de las extraordinarias cualidades de Eleonore Schmalzler, pero ese invitado inesperado contó un montón de historias sobre ella. También de la ayudante de cocina Marie, que al principio lo hacía todo mal y la señora Brunnenmayer la reñía enfadada. Más tarde, Marie conquistó la villa de las telas como doncella. Robert ya sabía que ahora era la señora Melzer. Y también muchos otros sucesos de la villa.

—¿Que cómo lo sé? Bueno, durante años intercambié cartas con la señora Schmalzler.

«Qué raro», pensó Gertie mientras miraba de soslayo a Robert Scherer. Se reía mucho, pero al mismo tiempo parecía un poco triste. ¿Por qué había vuelto de América?

—Entonces, ¿ha tenido suerte en América?

Robert le sonrió, y a ella casi le da un vuelco el corazón. Vaya, ya estaba otra vez. Conocía esa sensación que se apoderaba de la razón y la llevaba a cometer insensateces. Hasta entonces, cada vez que se había enamorado, había acabado mal.

—He tenido éxito, Gertie —dijo, y ella se derritió al ver que recordaba su nombre—. Sí, podría decirse que he conseguido bastantes cosas. Soy independiente y no necesito controlar cada penique. Si a eso lo llamas suerte, ¡entonces soy afortunado!

Se rio de nuevo, pero a Gertie le pareció un tanto artificial. ¿Era una costumbre americana la de reír sin parar? ¿Como si la vida entera fuera una broma?

Cuando Else le contó la terrible muerte de Maria Jordan, dejó de reír. La conocía bien, y se mostró afligido.

—Siempre fue una mujer fuera de lo común —comentó—. A veces nos echaba las cartas. También tenía sueños. Ay, es horrible.

Se terminó su café y luego comentó que no quería distraerlos más del trabajo. Había sido bonito volver a ver a la señora Brunnenmayer y a Else. Y tenía pensado pasarse a ver a los Bliefert.

—Quiero saludar a Auguste sin falta antes de continuar mi viaje.

No dijo adónde iba, pero Gertie supuso que de vuelta a América, ya que ahí tenía éxito y había encontrado su suerte.

«Tal vez sea mejor así», pensó. De todos modos, solo le habría traído preocupaciones.

—Os deseo lo mejor a todos. A todos y a cada uno.

Les dio la mano, les sonrió y se puso el sombrero antes de llegar a la puerta.

En el patio lo esperaba un automóvil de un color rojo brillante extraordinario, con los asientos negros y los neumáticos blancos.

—Un Tin Lizzie —dijo Humbert con envidia—. El «cacharro de hojalata».