En esa penumbra clarividente antes de despertar, los cuadros pasaban por delante deslizándose, sensación de ingravidez, de elevarse, un cielo de color pastel. Remolinos de ideas que se desataban y se desenredaban como hilos ligeros, el canto de los pájaros dando la bienvenida a la mañana. Marie se abrazó a la almohada y se dio la vuelta, perezosa.
—¿Estás despierto?
Notó que la mano de él rozaba con ternura su hombro, su cabello. Le acarició la nuca, le hizo cosquillas en el lóbulo de la oreja, deslizó dos dedos por su barbilla y bajó por el cuello.
—¿Qué haces? —dijo ella entre risas.
Paul se ayudó con la otra mano y, cuando la puso boca arriba, ya no se pudo contener. Paul, el hombre al que amaba, al que deseaba, el que la víspera la había tomado con tanta pasión. Ella tampoco sabía lo que hacía. Se tapó la boca con una esquina de la almohada, avergonzada por su deseo. En la habitación contigua dormía su suegra, y al otro lado estaban las dependencias de Lisa y Sebastian.
Al alba, Paul la amó con cautela. Ella disfrutó de todas las pequeñas caricias, él sabía que gozaba con ellas, y se entregó a sus mimos. Marie supo que Paul tenía que contenerse para prolongar lo máximo posible aquel agradable entretenimiento.
—Cuidado, cariño. Me has dejado demasiado tiempo solo, eso es peligroso. ¡Marie!
Pese a todos los esfuerzos, el juego terminó antes de lo previsto porque se apoderó de ellos una embriaguez aún más fuerte que la noche anterior, pero también más duradera. Luego se quedaron un rato callados, perseverando en la idea de ser uno, dos seres que se funden en uno, dos almas que se abrazan en el amor. De pronto se oyó arriba, en la habitación de los niños, la voz exigente del habitante más joven de la casa, y los dos se miraron con una sonrisa.
—También tiene sus ventajas que los nuestros ya sean mayores —comentó Marie.
—Pues a mí no me importaría empezar de cero.
—¿Otra vez gemelos? —dijo ella entre risas.
—Por mí, como si son trillizos.
Se echaron a reír y rodaron a un lado sin separarse. Paul le apartó el pelo de la cara, le susurró que era preciosa, la besó en la punta de la nariz y en la boca. Arriba se oían las reprimendas de Lisa, que hablaba con la niñera. Sebastian intentaba calmarla pero lo despachó de malas maneras. Sebastian lo pasó por alto y calló.
—Me suena esa felicidad familiar —dijo Marie con una sonrisa satisfecha.
Recordó que Paul tuvo que irse a la guerra a los pocos días de que nacieran los niños. No pudo verlos crecer, cuando volvió ya tenían cuatro años.
—¿Sabes que Lisa y Sebastian se casan en otoño? —preguntó él.
Marie no lo sabía. Lisa solo le contó que por fin Sebastian se lo había pedido. Se había decidido porque ahora tenía un empleo y ganaba lo suficiente para mantener a una familia.
Paul levantó la cabeza para mirar hacia fuera por la estrecha rendija que se abría entre las cortinas. El sol brillaba, dibujaba manchas resplandecientes en las cortinas de color crema que atravesaban el dormitorio como angostas franjas doradas. Marie miró el despertador y vio que ya eran las nueve.
Los dos se desperezaron, se rieron, prolongaron la maravillosa sensación de estar juntos de nuevo, que en su dormitorio podían disfrutar con toda naturalidad. Por desgracia era tarde para calentar la estufa y darse un baño juntos de lo más indecente. Además, ahora que Lisa, Sebastian y el niño también utilizaban el baño, tampoco podían acapararlo con largas ceremonias.
—Dejémoslo para la tarde —propuso Paul—. Cuando mamá duerma la siesta y la familia Winkler y la niñera se vayan de paseo al parque.
—Tiene muchos planes, señor Melzer —repuso Marie.
—Tenemos mucho que recuperar, señora Melzer —replicó él con una sonrisa.
Se vistieron, él se afeitó y ella se peinó, y entraron en el comedor con expresión inocente. Su aparición provocó reacciones distintas. Alicia lanzó una mirada de reproche a Paul y le dio los buenos días con frialdad, y Marie no entendió si ese saludo la incluía a ella. Alicia la había obviado, más o menos. Lisa, en cambio, se levantó para dar un abrazo a Marie y a su hermano, y Sebastian les sonrió, simpático, pero no se atrevió a expresar su opinión en una situación familiar tan delicada. Muy inteligente por su parte.
—Ayer se nos hizo un poco tarde —le dijo Paul a Alicia—. Nos hemos tomado la libertad de descansar bien. Espero que no te lo tomes a mal, mamá.
Como Alicia no contestó y se puso una cucharada de mermelada en el plato, Paul retiró la silla de Marie para que se sentara.
—¿Debo entender que has decidido volver con tu marido? —preguntó Alicia mirando a Marie con aspereza.
Notó que Paul le ponía una mano en la rodilla con cuidado. Marie mantuvo la calma, había aprendido antes de tiempo a mostrar lo mínimo posible sus sentimientos.
—Has entendido bien, mamá. Y espero que tú también te alegres. Luego iremos a Frauentorstrasse a recoger a los niños y las maletas.
A Alicia se le relajó el gesto, la alusión a los niños había sido inteligente. Aun así, a Marie le quedó claro que no recuperaría tan fácilmente el favor de su suegra.
Puesto que Alicia no contestaba y solo dedicó a su hijo una mirada de inquietud maternal, Lisa intervino en la conversación.
—¿Sabéis por qué ayer no estuvo Klippi en la inauguración? Está en Múnich para ayudar a su futura esposa con los estudios. Seguro que ya se sabe de memoria la anatomía humana. Una vez eché un vistazo a uno de sus libros: estaba lleno de imágenes de cuerpos desnudos.
Se interrumpió porque en ese momento entró Humbert con una segunda cafetera y panecillos recién hechos. Sonrió al ver a Marie. Cuando le ofreció la cestita con los panecillos, le dijo en voz baja:
—Me alegro de verla aquí de nuevo, señora. Hablo en nombre de todos los empleados. La señora Brunnenmayer le envía saludos muy especiales.
—¡Está bien, Humbert! —dijo Alicia—. Ya puede irse.
Humbert hizo una reverencia, dejó la cestita en el bufet y salió sin prisa.
—Cuando vuestro padre aún vivía, los domingos desayunábamos antes de las ocho para llegar a misa a tiempo toda la familia —comentó Alicia, y miró al grupo—. Por desgracia, esas bonitas costumbres han pasado de moda. Ahora los jóvenes se quedan el domingo sagrado en el dormitorio y bajan a desayunar cuando casi es mediodía.
Marie tuvo que reprimir una sonrisa, Paul y Lisa intercambiaron una mirada, solo Sebastian se decidió por fin a abrir la boca.
—Yo también lo lamento mucho, querida Alicia. Para una familia es muy importante tener una jornada pautada, incluso los fines de semana. Sobre todo los niños necesitan horarios fijos y…
Calló porque les llegaron ruidos y voces agudas procedentes del salón. Acto seguido apareció Julius en la puerta para anunciar que habían llegado las señoras Bräuer con los niños.
—¡Henny, deja de empujar! —oyeron que se quejaba Dodo.
—¡Yo estaba primero en la escalera!
Las voces y los pisotones se acercaron a gran velocidad.
—¡Henny, te has olvidado de las alitas! —gritó Kitty.
—¡Tía Kitty, me ha arrugado las partituras!
—¡Calma! —gritó Gertrude—. ¡El que grite se va al sótano con los ratones!
—¡Tonto el que se lo crea! —dijo Henny, con desdén.
Se abrió la puerta y la ola arrasó a los que estaban sentados a la mesa del desayuno. Primero Henny, que se lanzó a los brazos de Alicia; luego Dodo, que corrió hacia Lisa; Leo dudaba entre mamá y papá, pero al final se decidió por Paul. Así Kitty tuvo ocasión de lanzarse sobre Marie.
—¡Ay, Marie, Marie de mi corazón! Cuánto me alegro de que vuelvas a estar con mi Paul. Bueno, la de ayer fue una gran velada. Estaba la ciudad entera. Mañana aparecerá en todos los periódicos. Hasta en Núremberg y Bamberg. Y en Múnich. Luise Hofgartner es el descubrimiento del año. ¿No es maravilloso? Ay, soy tan feliz… Buenos días, mamá. ¿Has dormido bien? Pareces muy cansada, mamaíta.
Alicia estaba ocupada con Henny, que le contaba su gran actuación en el colegio.
—Yo era un ángel. Y Marie me hizo dos alas, de cartón y plumas de ganso de verdad. Luego bailaré para ti, abuela, ¿sí? ¿Me darás un premio si bailo bien?
Humbert y Julius pusieron cinco servicios más, colocaron bien las sillas, llevaron más panecillos, leche y chocolate para los niños.
—Baila el corro de los ángeles de Hansel y Gretel —informó Leo—. De ese que tiene un nombre tan raro. Humperdinck. Y yo tengo que acompañarla. Por desgracia, papá, porque siempre refunfuña. Solo lo hago por la abuela.
—Es muy considerado por tu parte.
De pronto, el ambiente tenso se había desvanecido, se extendió el ruido alegre, las manitas de los niños volcaban lecheras, cortaban panecillos a diestro y siniestro, los desmigajaban, se manchaban, tocaban la mermelada.
—¡Henny, cuidado con el vestido! —advirtió Kitty.
—Abuela, un día quiero ser prímula. Una prímula bailarina. ¿Cómo? Sí, una primera bailarina.
Leo preguntó si podía dar clases de piano a Liese. Kitty contó que al director Wiesler le había parecido «inolvidable» el discurso de Paul, estaba profundamente emocionado y apenas pudo hablar durante el resto de la velada.
—Me parece una exageración —dijo Lisa.
Sebastian explicó que los cuadros de Luise Hofgartner sin duda no eran para espíritus débiles, se necesitaba cierta madurez y firmeza moral para asumir de la manera correcta su efecto.
Marie escuchaba y no paraba de mirar a Paul, que estaba hablando con Leo sobre un concurso infantil de música. Estaba entusiasmado. Era muy bonito ver que apreciaba e incluso fomentaba el gran don de su hijo.
—¿Un planeador? —preguntaba Lisa—. ¿Estás construyendo un planeador?
—Sí —contestó Dodo con orgullo—. Es muy fácil. Dos alas, un tronco y el timón de profundidad en la parte trasera. He cortado las piezas de un cartón que me ha traído papá de la fábrica.
Sebastian quiso saber si había utilizado un plano de construcción, y Dodo le contó con orgullo que había visto las piezas en un libro y luego las había dibujado.
—¿Tú sola?
—Papá me ha ayudado. Mamá también, porque sabe dibujar patrones. Pero lo he cortado yo sola.
Dodo tenía el gran plan de subir su avión al desván donde secaban la ropa en la villa, montarlo allí y hacerlo volar por el parque.
—Pero alguien tiene que sentarse dentro —comentó Leo, pensativo—. Para pilotar.
—Pondremos la muñeca que me regalaron por Navidad.
A Marie no le hacía mucha gracia ese plan tan osado. No creía que Alicia fuese a ser muy comprensiva con ese tipo de bromas.
—¿La muñeca bonita? —dijo Henny, horrorizada—. ¿Estás loca?
—¡O puedes sentarte tú, Henny!
Henny hizo girar el dedo índice en la sien, lo que significaba que no estaba de acuerdo con la propuesta de Dodo.
—Ay, niños —dijo Alicia con un suspiro, y se alisó el vestido, que había sufrido con el asalto de Henny—. La vida en la villa es distinta cuando está llena de gente. ¿No decías que tú también te mudarías aquí con Henny, querida Kitty?
Kitty se había abalanzado sobre los panecillos calientes y el jamón ahumado. Masticaba con fruición, hizo una señal con ambas manos de que estaba a punto de terminar y agarró su taza de café.
—Esa es mi intención, mamá. Henny les tiene mucho cariño a Dodo y a Leo. Y además, yo quiero tener cerca a mi querida Marie.
Se echó a reír y le dio un abrazo a Marie, y Alicia también le dedicó una sonrisa a su nuera.
—Me alegro de que hayas encontrado el camino de regreso, Marie —dijo con prudencia—. Ha sido una época oscura para todos nosotros. Espero que el futuro sea mejor.
—Sin duda —repuso Paul con alegría y una sonrisa juvenil—. A partir de ahora seremos una gran familia feliz.
Humbert entró y le susurró algo a Lisa.
—La fiera hambrienta —dijo ella con un suspiro—. Disculpadme.
Luego se acercó a Kitty, que le estaba poniendo las alas a su hija.
—Tiene visita, señora Bräuer. ¿Quiere que lo acompañe arriba?
Kitty soltó el cordón y la segunda ala se quedó torcida colgando de la espalda de Henny.
—De ningún modo, Humbert. Bajo yo. Disculpad.
De pronto tenía mucha prisa, le dio un beso en la mejilla a Marie, se despidió de su madre con un gesto y le dio una palmadita en el hombro a Paul. Luego se fue a paso ligero.
—¿Quién ha venido, Humbert?
—Un antiguo empleado, señora. El señor Robert Scherer.
—¡Vaya! —dijo Alicia, asombrada.
Paul y Marie se levantaron a la vez y se disculparon. Bajaron a la biblioteca, abrieron las puertas lacadas en blanco y salieron a la terraza.
—Ayer hablé un momento con él —dijo Paul—. Ha cambiado mucho. Es un hombre hecho a sí mismo, como se dice ahora. En lo personal no ha tenido tanta suerte.
Abrazó a Marie y la arrimó contra su cuerpo mientras miraban el patio por encima de la barandilla. Había un automóvil rojo con la capota abierta y los asientos de cuero negro. Robert le cogió la mano a Kitty mientras ella subía con elegancia al asiento del copiloto. Desde ahí arriba no podían verles las caras, pero sus movimientos dejaban claro que el paseo estaba apalabrado.
—Ya la quería entonces —dijo Marie en voz baja.
Paul la besó con suavidad en el cuello, y no le molestó que tras ellos salieran a la terraza Sebastian y Alicia.
—Kitty siempre será una caja de sorpresas —respondió él—. Deseémosle suerte, se la merece.