Chapter 40 - 40

Mayo de 1925

Marie se sintió indispuesta durante todo el día. Cerró el atelier dos horas antes de lo acostumbrado, envió a los empleados de fin de semana y procuró poner un poco de orden en su despacho antes de ir a Frauentorstrasse. La cabeza le retumbaba, sentía un martilleo en las sienes y tenía las manos heladas.

«La circulación», pensó. No era de extrañar, pero eso no ayudaba. «He dado mi consentimiento y ahora las cosas siguen su curso. A lo hecho, pecho».

Después de ordenar por segunda vez un montón de pedidos, se desplomó en la silla y apoyó la cabeza en las manos.

Esa tarde se inauguraba la exposición «Luise Hofgartner, artista de Augsburgo». ¿Por qué se alteraba tanto? Estaba decidido desde hacía meses, y al principio sintió una gran alegría. Pero el día de la inauguración le podían los nervios. Quizá fuera porque todas sus clientas le habían hablado del «gran acontecimiento». Aquella tarde asistirían al evento acompañadas de maridos, suegros, tíos y abuelas, y por supuesto de buenos amigos. Todos sabían gracias a ese excelente artículo quién había sido Luise Hofgartner y que Marie Melzer era su hija. Se rumoreaba que «el viejo Melzer» había obligado a hacer todo tipo de cosas deshonestas a la viuda de su antiguo socio Burkard. Sus clientas no lo mencionaban por discreción, pero Marie tenía muy claro que se les pasaban esas cosas por la cabeza. Ay, en ese momento habría dado cualquier cosa por poder cancelar la exposición.

Marie se reprendió y se obligó a pensar en el futuro. Cómo podía ser tan cobarde. ¡Cancelar la exposición! Así no se haría justicia a Luise Hofgartner. Su madre había sido una mujer valiente, ahora ella no podía escurrir el bulto.

Se tomó un remedio para el dolor de cabeza, se puso el sombrero y la chaqueta del traje. El sol del mediodía resplandecía en los cristales de la tienda y tuvo que parpadear cuando abrió la puerta, luego se dirigió presurosa a la parada del tranvía.

—¡Saludos, señora Melzer! —gritó alguien desde un automóvil—. ¿Quiere que la lleve?

Cuando reconoció a Gustav Bliefert, no pudo rechazar la oferta.

—Es usted muy amable. Sí, a Frauentorstrasse. ¿Cómo está? ¿Cómo va la jardinería?

De pronto estaba muy contenta de poder hablar con él, pues su carácter tranquilo le aplacó los nervios.

—Va muy bien —le informó él, orgulloso—. Primero los esquejes, que volaron como el pan recién cortado. Y ahora llegan las flores. Liese hace ramos, y hay que verlo para creerlo. Le salen mucho mejor que a Auguste. En el mercado la gente se pelea por nuestros arreglos.

«Liese», pensó Marie. ¿Le habrían explicado a la niña que Gustav no era su padre? ¿Y le gustaría que se lo contaran? ¿Quién podía saberlo?

Gustav detuvo el coche delante de la casa y bajó a toda prisa para abrirle la puerta a su invitada.

—Y gracias de nuevo por acordarse de nosotros. Maxl y Hansl están muy orgullosos de llevar la ropa de Leo.

—Me alegro mucho —dijo Marie mientras bajaba del coche—. Yo le agradezco que me haya traído en este coche tan bonito.

Gustav sonrió henchido de orgullo y cerró la puerta del automóvil.

—Cuando quiera, con mucho gusto, señora Melzer. Esta tarde también queremos ir, Auguste y yo. En la prensa dicen que es el acontecimiento del año.

Marie le sonrió y tuvo la angustiante sensación de que sus dos buenos amigos se escandalizarían con los cuadros de su madre. Bueno, no serían los únicos.

Henny ya estaba en la puerta, impaciente, y se puso a dar brincos. Luego se estiró el vestidito rosa por ambos lados para que se inflara como si fueran dos alas.

—Tía Marie… tía Marie. Mamá no quiere que baile esta tarde, pero en el colegio puedo bailar como el ave del paraíso.

En Santa Ana recibieron a los nuevos alumnos después de las vacaciones de Pascua con una preciosa actuación, y Henny participó entusiasmada. Ahora albergaba la esperanza de ser una bailarina famosa algún día.

—Esta tarde no se baila, Henny. Los asistentes solo miran los cuadros, los comentan y luego se van. Será muy aburrido, no es para niños.

Sin embargo, Henny no iba a renunciar a sus planes así como así. Hizo un gesto de desconfianza con el mentón y miró a Marie con sus enérgicos ojos azules.

—Pero Leo puede tocar el piano en la villa de las telas.

—Y tú puedes bailar allí, Henny. Pero esta tarde estaremos en la sala de exposiciones de Hallstrasse.

Henny no podía objetar mucho, así que arrugó la nariz y se dispuso a confirmar lo que ya había conseguido.

—Entonces en la villa puedo bailar, ¿verdad? ¿En el baile de verano?

—Será mejor que lo aclares con tu mamá, Henny.

La niña soltó un profundo suspiro y luego dio media vuelta para que se le inflara la falda.

—Mamá hoy está nerviosa.

«No me extraña», pensó Marie. Al fin y al cabo, ella lo había organizado todo. Su querida Kitty tenía buenas intenciones, lo había hecho por ella. Y, por supuesto, por el arte.

—Voy a verla —le dijo a Henny con una sonrisa—. A lo mejor puedo calmarla.

Kitty estaba sentada en la silla de mimbre con el teléfono en el regazo y el auricular al oído. Cuando entró Marie, le hizo un breve gesto con la cabeza y otro con la mano, y siguió hablando.

—… por supuesto que la señora Melzer estará disponible para una entrevista con ustedes… ¿Cómo? ¿Del Nürnberger Anzeiger? Estupendo, siempre procuramos fomentar la cultura en las provincias… Sí, inauguramos a las siete de la tarde. Habrá algo de beber y un bufet… No, la prensa no podrá entrar antes… Yo también se lo agradezco. ¿Cómo se llamaba? ¿Zeisig? Muy amable… Hasta luego, entonces, señor Reisig.

Colgó el auricular en la horquilla y dejó el aparato en la mesa de latón, que cojeaba.

—¡Cielo santo, Marie! —exclamó con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Imagínate: vendrá la prensa de Núremberg. Y también de Múnich. De Bamberg viene un escultor con su cuñado, que es periodista. Y no te lo vas a creer: hasta Gérard va a viajar a Augsburgo por la exposición. Con su joven esposa, porque están de luna de miel. A decir verdad, a esos dos me los podría ahorrar. Sobre todo a Gérard, ese cobarde. Su mujer no tiene la culpa, la pobre más bien me da lástima.

Marie se desplomó en una silla, exhausta, y se tapó los oídos.

—Por favor, Kitty, cállate un momento. Tengo los nervios…

—¿Y te crees que yo no? —gimió Kitty—. ¿Qué haré cuando tenga a Gérard delante de las narices? Arrastra a su mujer hasta aquí. ¿Debo hablarle de nuestras noches de amor en París?

Se abrió la puerta y apareció Gertrude con una olla sopera humeante.

—Ahora hay que comer algo, señoras artistas. Consomé de ternera con pasta rellena, que reconforta el cuerpo y el espíritu.

Marie se levantó para poner el salvamanteles de madera en la mesa y repartir los platos de sopa. Kitty estiró los dos brazos y soltó un quejido.

—No puedo tomar nada, Gertrude. Llévate la sopa, por el amor de Dios.

—¡Ni hablar! —gruñó Gertrude, y sacó el cucharón del cajón del armario—. Esta tarde se beberá champán, así que a comer si no queréis caeros redondas con la primera copa.

Kitty repuso que podía beber botellas de champán sin emborracharse, como mucho acababa un poco achispada, pero en todo caso dueña de sus sentidos.

—Muy bien, me siento, pero no voy a comer nada. ¿Y los niños?

—Leo sigue en casa de los Ginsberg y Dodo está trasteando por el desván. Comerán cuando las dos hayáis salido de casa. Les he prometido tortitas con compota de manzana.

—¡Calla! —dijo Kitty, y se llevó una mano al estómago—. Solo de pensarlo…

Sin embargo, al final se dejó convencer y tomó unas cucharadas de caldo y una pieza minúscula de pasta rellena, de bebé, por así decirlo. Tal vez media más, y como la otra mitad había quedado huérfana, también tuvo que comérsela.

—Ya me encuentro mejor —dijo, y se reclinó de nuevo en la silla, aliviada—. Ayer estuvimos trabajando hasta bien entrada la noche. Pero ahora todo ha quedado precioso colgado, Marie. Te encantará. Cuando llegas, la mirada se posa en el cuadro de las montañas azuladas. Los desnudos los hemos puesto en la sala contigua. Dios, ya sé lo pudorosas que son las damas de Augsburgo. Y esos retratos aburridos están al otro lado, en el pabellón.

Marie no dijo nada. Había dejado la organización en manos de Kitty y sus conocidos, que tenían un compromiso desinteresado con la exposición. Pero, por supuesto, habría preferido presentar primero los cuadros más conservadores, los retratos y los paisajes procedentes de diversas colecciones privadas de Augsburgo. Su madre los pintó cuando falleció Jakob Burkard y estaba necesitada de dinero.

—Ya lo verás, Marie, ¡será un éxito! Los de Múnich se pondrán verdes de envidia. Estoy ansiosa por saber si por lo menos viene Lisa. Aún no ha dicho nada.

Tilly había llamado el día anterior para decir que no podía viajar a Augsburgo para la inauguración porque tenía un examen importante dentro de poco.

—A la futura señora Von Klippstein la disculpo —dijo Kitty—. Pero Lisa… estaría bien que viniera. Tal vez convenza a su querido Sebastian. Es un hombre valiente, en realidad no me parece tan mal. Visto desde fuera… Dios, no es un Adonis. Y si me lo imagino sin camisa…

—¡Kitty! —la reprendió Gertrude—. Nadie en esta mesa quiere saberlo.

Marie se obligó a comer un poco de sopa con una pieza de pasta rellena y dejó hablar a Kitty. Su voz sonaba más apagada que antes. Luego pensó en Paul. Por supuesto, no asistiría a la inauguración, no podía hacerle eso a su madre, sobre todo después de ese artículo horrible. Se puso furioso al teléfono, incluso le quitó la palabra, fue muy maleducado. Se mostró autoritario, y a ella le quedó claro que el abismo que se había abierto entre ellos aún existía. Incluso se había hecho más profundo y abrupto. Un abismo que ya no se podía cerrar, que separaba su amor, su matrimonio y hacía imposible la reconciliación. ¿Cómo iba a vivir con un hombre que menospreciaba a su madre? ¿Que se avergonzaba de sus orígenes?

—¿Sabes, Marie? Cuando todo esto haya pasado y vosotros dos os hayáis reconciliado, nos mudaremos todos a la villa de las telas.

Marie abandonó sus cavilaciones y miró a Kitty, perpleja. ¿Qué acababa de decir? ¡Ay, Kitty!

—¿Te sorprende? —repuso Kitty, divertida—. Lo he estado pensando mucho, Marie. Si Tilly es tan desconsiderada como para casarse con Klippi y mudarse con él a Múnich, yo tampoco quiero causarle problemas a mi querida Gertrude.

Agarró del brazo a Gertrude, que se había quedado muda, con tanta fuerza que a punto estuvo de caérsele la pasta de la cuchara al mantel.

—Tú tienes que estar con Tilly, Gertrude. A fin de cuentas, es tu hija y te necesita. Yo también tengo madre, y por eso quiero mudarme de nuevo con mi pequeña Henny a la villa. Ahora que esa bruja de Serafina se ha despedido, ya no se interpone nada en mi camino.

—Qué planes tan bonitos —comentó Marie con una sonrisa indulgente.

Conocía a Kitty lo suficiente como para saber que al día siguiente se le podría ocurrir otra idea distinta, así que no valía la pena discutir. Gertrude también lo sabía, así que siguió comiendo con calma y solo dijo que en Frauentorstrasse se sentía muy a gusto.

Sonó la campanilla de la entrada y oyeron a Henny bajar la escalera dando saltos y abrir la puerta.

—Sí, es correcto. Puede dármelo a mí.

Acto seguido apareció en el salón un enorme y colorido ramo de flores de verano, y debajo estaba Henny.

—Mamá, está esperando la propina.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Kitty, que se levantó de un salto para pagar al mensajero—. Ya llegan las primeras felicitaciones, Marie.

—Ni siquiera tenemos jarrón para semejante ramo —gruñó Gertrude, que lo había cogido—. Dentro hay una tarjeta.

Marie, que se había hecho todo tipo de ilusiones alocadas y absurdas, se llevó una decepción. El ramo de flores no era para ella. Era para Kitty.

—¿Qué, para mí? Espero que no sea de Gérard, porque tiraré esos hierbajos por la ventana.

Kitty sacó la tarjeta con impaciencia del sobre, leyó por encima las pocas líneas que había escritas y luego hizo un gesto de confusión con la cabeza.

—Ni idea de quién es. Alguien me está gastando una broma.

Marie no sentía curiosidad. Se levantó y anunció que iba a cambiarse y que luego quería ir andando a la sala de exposiciones.

Kitty metió la tarjeta en el sobre.

—Ni hablar, Marie. Iremos juntas en mi coche. En diez minutos estoy lista. Gertrude, hazme el favor de poner esas flores en un recipiente con agua.

—Siempre con prisas —murmuró Gertrude—. Solo son las cinco y diez.

Marie no tuvo que pensarlo mucho: se pondría el vestido negro. Le llegaba hasta las pantorrillas, con un corte ceñido y escote en forma de uve, un poco atrevido. Y el collar de perlas blancas largo, con dos vueltas al cuello, a la moda. Zapatos de tacón negros. Una chaqueta ligera y un sombrerito colocado en diagonal.

Kitty eligió un vestido blanco, por supuesto, de seda con un fino bordado en los puños, hasta las pantorrillas, y unas sandalias blancas con cierres y tacón. Observó a Marie con la frente arrugada.

—Parece que vayas a un entierro, tan de negro.

De hecho, Marie también se sentía así, pero eso no tenía por qué decírselo a Kitty.

—Y tú parece que vayas a una boda.

A Kitty le hizo gracia la broma, se rio y dijo que solo le faltaba la corona de mirto, aunque de todos modos nunca había llevado.

Por supuesto, el coche de Kitty hizo de las suyas, dio sacudidas, olía a goma quemada y escupió agua, así que por un momento Marie lamentó no haber ido a pie. Pero Kitty le hizo algunos truquitos con tanto cariño que Marie no tuvo valor para bajar del coche.

—¿Ves? ¡Lo hemos conseguido! —exclamó Kitty en tono triunfal cuando pararon delante del club de arte—. Y aún falta media hora para que empiece.

No había mucha gente en la sala, y la zona del jardín, una antigua propiedad del banquero de Augsburgo Euringer, estaba tranquila bajo la luz cálida del sol de la tarde. Los viejos árboles alzaban protectores sus ramas sobre el antiguo pabellón, que volvía a utilizarse para exposiciones.

—A lo mejor no viene nadie —dijo Marie, esperanzada.

Sin embargo, en cuanto llegaron al pasillo de la entrada empezaron a oír voces, tintineo de vasos. Marc se les acercó; llevaba su pelo rubio muy pegado, seguramente embadurnado con gomina.

—Los buitres de la prensa ya están ahí. Quieren hablar con Marie. La esposa del director Wiesler espera al teléfono… y Roberto está como una cuba.

Les dio un abrazo, primero a Kitty, luego a Marie, y las empujó a las dos hacia la sala contigua, donde estaban colgados los cuadros de desnudos. Allí varias jóvenes damas y algunos caballeros estaban enfrascados en acaloradas discusiones. Un fotógrafo intentaba captar imágenes del interior con ayuda de un flash enorme.

—¿Me permiten que la presente? La señora Marie Melzer, hija de la artista.

Marie se vio rodeada por todas partes, le hacían preguntas sin parar, veía flashes, los lápices volaban sobre las libretas de notas, y multitud de ojos curiosos, penetrantes, codiciosos, se le clavaban como flechas. De pronto Marie era la calma personificada, escogía, contestaba algunas de las preguntas, otras las dejaba pasar, sonreía, no paraba de decir lo mucho que la alegraba que por fin su madre recibiera el reconocimiento que merecía.

Alguien le dio una copa de champán, que ella sostuvo en la mano todo el tiempo hasta que por fin se la llevó a la boca. De pronto le parecía que había muy poco espacio, y cuando se abrió paso entre la gente hasta la sala grande no se estaba mucho mejor.

—¡Señora Melzer! Es maravilloso.

—Marie, querida, saludos. Qué cuadros tan estupendos.

—Mi querida señora Melzer, estoy impresionado. Cuánto talento.

Saludó a todos los amigos y conocidos posibles, también a algunos que solo conocía de vista o le eran desconocidos. Los rostros pasaban por su lado con los ojos muy abiertos, las bocas fruncidas, oyó susurros nerviosos, vio gestos de enfado, damas que se llevaban la mano a la boca, algunas daban media vuelta en busca de la salida.

—¿Señora Melzer? Soy del Münchner Merkur. Si pudiera tener algo de tiempo más tarde para una pequeña entrevista…

—¡Ah, usted es la hija de la artista! Bueno, esta herencia no se la envidio.

El abogado Grünling estaba conversando con el médico, los dos inclinaron la cabeza con educación cuando pasó por su lado. El matrimonio Manzinger, para entonces propietarios de varios cines, levantaron las copas y brindaron por ella. Herrmann Kochendorf, el yerno de los Manzinger, sonrió cohibido, y su esposa Gerda le hablaba nerviosa.

—Es horrible —dijo alguien al lado de Marie—. Qué cosa más embrollada.

—¿Se supone que eso es arte? ¡Es terrible! Demencial.

—Degenerado.

—De mal gusto.

—¡Obsceno!

—Pero dibujar sí sabía. ¿Han estado al otro lado, en el pabellón?

Marie vació la copa y se alegró de ver a Lisa y a Sebastian Winkler en un rincón.

—¡Marie! Ven con nosotros. Está a punto de empezar el panegírico —le gritó Lisa.

Marie se abrió camino entre la gente y fue a saludarlos. Lisa se había puesto un vestido azul cielo que Marie le había cosido años atrás. Sebastian llevaba un traje de Johann Melzer padre.

—¿No te parece que está muy guapo? Le queda como un guante. Sería una lástima que este traje tan bueno desapareciera para siempre entre los recuerdos de mamá, ¿verdad?

—Es cierto. Creo que papá se alegraría.

Sebastian esbozó una media sonrisa, se lo veía incómodo con ese traje. Era raro: para algunas cosas era testarudo e incorregible, y luego hacía cosas por amor a Lisa que sin duda no le resultaban fáciles.

—La esposa del director Wiesler lleva semanas acosándome a preguntas —comentó Marie con una sonrisa.

—Bueno, yo me muero de curiosidad.

Marie vio a Kitty, una mancha blanca luminosa en medio del tumulto. Hizo un gesto a alguien, el pelo de la frente cayó a un lado cuando tiró la cabeza hacia atrás y gritó algo por encima de los presentes.

—¡Ya empieza! ¡Entrada en escena! ¡Suerte!

Delante del gran cuadro que había en medio de la sala —la representación abstracta de un planeta montañoso, abrupto y cubierto de nieve— se abrió un espacio alrededor de la esposa del director Wiesler. Estaba aún más rolliza, con el cabello bien teñido, pero el vestido holgado de color verde lima resaltaba sus formas sin favorecerla.

—Mis queridos y honorables amigos del arte —se oyó su potente voz de contralto—. Mis queridos amigos. Tengo el honor… —Estiró los brazos en un gesto teatral, y un señor de traje oscuro surgió de entre la multitud para situarse a su lado.

—Muchas gracias —dijo Paul Melzer, e hizo una pequeña reverencia hacia ella.

A continuación se volvió hacia el público, que estaba desconcertado.

—Mis queridos amigos, sin duda les sorprenderá oír este panegírico de la artista Luise Hofgartner de mi boca. Déjenme que les explique…

Marie se quedó mirando aquella aparición, perpleja, que solo podía ser fruto de su imaginación. ¿Acaso una copa de champán la había dejado atontada? Ese no podía ser Paul, tan natural delante de la gente y dispuesto a pronunciar un panegírico. El de…

—El vínculo entre la familia Melzer y Luise Hofgartner existe desde hace años, durante los cuales han ocurrido muchas cosas buenas y algunas malas. Y hoy les digo a todos ustedes que la pintora Luise Hofgartner forma parte de nuestra familia. No solo es la madre de mi querida esposa Marie: también es mi suegra y la abuela de nuestros hijos.

Era él. No era un fantasma ni una imagen fruto de la embriaguez. Ahí, bajo las azuladas montañas nevadas, Paul estaba hablando delante de todo el mundo de Luise Hofgartner. Dijo cosas que ni siquiera había querido admitir delante de ella. Marie sintió un leve mareo, de pronto notaba una insensibilidad extraña en las piernas, y agradeció que Sebastian Winkler la agarrara del brazo para sostenerla.

—Te lo había dicho —susurró Lisa—. Menos mal que la has sujetado.

—¿Quiere sentarse? —preguntó Sebastian a media voz.

Marie se controló. Muchos de los presentes se habían vuelto hacia ella, y se sentía atravesada por miradas curiosas.

—Ya se me pasa. Muchas gracias.

Todo aquello estaba amañado, pensó. Ellos lo sabían. Kitty también. ¿Qué pretendía?

—Nacida en Inning, junto al lago Ammer, la joven Luise Hofgartner se fue a Múnich, donde estudió durante un año en la Academia de Bellas Artes sin terminar de sentirse a gusto. Numerosos viajes junto a un mecenas la llevaron por toda Europa, y en París conoció a Jakob Burkard, quien acabaría siendo su marido.

Paul obvió con destreza algunos detalles desagradables y pasó a hablar del legado artístico de Marie Hofgartner. Fue una artista de gran talento, una exploradora que se orientaba en distintas direcciones y en cada una dejaba su propio sello.

—Lo que vemos aquí es solo una parte de su gran obra. Está incompleta porque no tuvo tiempo de alcanzar la madurez, pero lo que tenemos es impresionante y no puede caer en el olvido. Su talento sigue vivo en su hija y, a mi juicio, también en sus nietos. Todos estamos orgullosos de formar parte de la familia, ya sea consanguínea o política, de esta mujer extraordinaria.

—Ahora exagera un poco —murmuró Lisa.

A Marie le costó mantenerse erguida. En su interior se había desatado un caos de desesperación, felicidad, enfado, esperanza y duda. No estaba en situación de decir una sola palabra, le temblaban los labios como si el termómetro hubiera caído a temperaturas siberianas.

—¡Por eso os invito a brindar por la admirable Luise Hofgartner y su gran obra!

Marie vio el cristal resplandeciente en la mano de Paul, su sonrisa victoriosa que tan bien conocía y que ahora dirigía a toda la sala. Se oyó el tintineo de las copas, un aplauso cada vez más fuerte, incluso algunos gritaban «¡Bravo!». El fotógrafo daba vueltas con la cámara entre el gentío, empujaba al público, se lamentaba de que no le hicieran sitio. Paul siguió sonriendo, contestó preguntas, estrechó manos, luego lo rodearon y le taparon la vista a Marie.

De repente Kitty estaba a su lado, se arrimó a ella, le dio dos besos en las mejillas y la sacudió.

—¿No lo ha hecho genial, nuestro Paul? Ay, es un orador fantástico. Qué presencia. Así, con naturalidad. ¡Di algo, Marie! ¡Di algo de una vez! Ha hecho esto solo por ti. Ayer tuvo una discusión horrible con mamá.

—Por favor, Kitty —gimió Marie—. Yo… necesito tomar un vaso de agua.

—Ay, madre mía —exclamó Kitty, que agarró a Marie por los hombros—. Vamos al despacho, ahí podrás sentarte, y te llevaré un vasito. Te has quedado de piedra, ¿verdad?

—Un poco —admitió Marie.

Siguió a Kitty hasta la parte trasera de la sala, donde habían preparado algunas sillas para los mayores. De pronto se detuvo. ¿Ese que se abría paso entre la multitud no era Paul? ¿Se acercaba a ella? Por un momento se sintió confusa, estaba demasiado aturdida. Pero Paul no se acercó a ella, se dirigió hacia la salida y al cabo de un instante desapareció de la sala.

«Tendría que haber ido a verlo», pensó Marie. «Decirle que nunca le pedí nada. Que siento una admiración infinita hacia él. Pero delante de la gente…» De repente le dio miedo que fuera demasiado tarde. Se había ido. ¿Adónde? ¿De vuelta a la villa de las telas? ¿Enfadado y decepcionado con ella? ¿O tal vez seguía allí, en alguna de las dependencias del club de arte?

—Aquí tienes el agua, Marie. Siéntate a mi lado. Ahora mismo viene uno de esos buitres de la prensa y…

—Gracias, Kitty. El de la prensa más tarde, por favor.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida. Algunos conocidos le hablaron, le gritaron algo, pero ella no hizo caso y pasó presurosa por su lado. Afuera ya había anochecido, se veían las luces de la calle, las ventanas iluminadas de las casas, las siluetas de los automóviles aparcados. ¿Dónde se había metido? ¿Por qué tanta prisa? Lo buscó con la mirada en el pabellón iluminado, que brillaba en el jardín oscuro como una jaula llena de luciérnagas entre las ramas. ¿Y si estaba allí? Se asustó al ver que un hombre se acercaba a ella por el sendero en penumbra. Al verla, redujo el ritmo y al final se paró.

—Marie.

Se quedó anonadada. ¿Era la tarde de los milagros y los hechizos?

—Disculpe —dijo, y se quitó el sombrero, tan confuso como ella—. Quería decir señora Melzer, por supuesto. ¿Se acuerda de mí?

Marie dio un paso hacia él y lo miró a la cara. Era increíble. Era él.

—Robert… quiero decir, señor Scherer. ¿Está usted en Augsburgo?

—Ya lo ve.

Por un momento se quedaron uno frente al otro, indecisos. Marie se percató de que la miraba con admiración y comprendió que aún la recordaba como la ayudante de cocina.

—Yo… lamento llegar tarde. ¿Podría decirme si encontraré a la señora Bräuer en la casa?

—¿Kitty? Sí, seguro. Antes estaba en el despacho.

Le dio las gracias a toda prisa, hizo amago de irse pero ella lo detuvo.

—¿Ha visto a… mi marido? Me refiero a Paul Melzer.

—¿El señor Melzer? Sí, sé que es su marido. Está allí, en el pabellón.

—Muchas gracias.

Se saludaron con la cabeza y cada uno se fue por su camino.

«Vaya una aparición», pensó Marie. Un sueño. El sueño de una noche de verano en pleno mayo.

Separó las ramas de los arbustos y se acercó al pabellón a través de un prado. La hierba estaba húmeda, el jardín olía a lirios silvestres y flores de trébol, a tierra caliente y a la resina de las matas de enebro. Desde ahí se veía a los asistentes tras el cristal, pasaban frente a los dibujos expuestos, de vez en cuando se paraban, señalaban con el dedo, hablaban entre ellos.

Un hombre se acercó al cristal y se quedó mirando hacia fuera, hacia el jardín iluminado con luz tenue. Era él. Distinguió su cabello claro, sus manos apoyadas sin querer en el cristal, como si quisiera empujarlo, y sus ojos grises clavados en ella. Cuando ella hizo un movimiento, de pronto desapareció.

Se abrió una puerta, Marie oyó sus pasos y se le aceleró el corazón. Aquella cautivadora noche de verano Marie no podría resistirse, ahí no, en el jardín a oscuras, que olía a dulce fecundidad…

—Marie.

Estaba muy cerca de ella, a la espera de una reacción, con la respiración alterada. Antes de tener claro lo que quería decirle, Marie empezó a soltar palabras por la boca.

—Paul, ha sido impresionante… no sé qué decir. Aún estoy emocionada.

Notó que Paul se relajaba. ¿Creía que estaba enfadada por su intervención? Ahora parecía sentir un alivio infinito.

—Me ha costado entenderlo, Marie. Perdóname. Tu madre forma parte de nuestra familia.

De pronto empezaron a correrle lágrimas por las mejillas. Por fin se había quitado de encima algo que llevaba tanto tiempo atormentándola. Se sentía liberada y, cuando Paul la estrechó entre sus brazos, le sonrió sin dejar de llorar.

—Te quiero, Marie —oyó que decía su voz, tan familiar—. Vuelve conmigo. Por favor.

Paul ni siquiera se atrevió a besarla. Solo la abrazaba con fuerza, como si temiera que fuese a salir corriendo al cabo de un segundo.

—Por favor, Marie.

—¿Ahora mismo?

Paul la apartó un poco y vio que le estaba tomando el pelo. Le brillaron los ojos de felicidad.

—¿Cuándo si no? —exclamó, y la agarró de la mano.