Abril de 1925
—No puede ser —masculló Auguste entre dientes para que nadie la oyera.
El cementerio de Hermanfriedhof estaba teñido de negro por la cantidad de asistentes al funeral. Entraron en tromba por las dos puertas, se repartieron por los caminos entre las tumbas y permanecieron en grupos. No obstante, la mayoría se dirigía hacia la tumba abierta situada cerca del muro más al norte, justo detrás de la capilla.
—Menos mal que no hemos venido en automóvil —dijo Gustav—. No habríamos encontrado sitio para aparcar.
Llevaba el traje bueno, además de los zapatos de charol con cordones. Auguste también se había arreglado, al fin y al cabo se lo había comprado todo con el dinero de Maria Jordan. Quería rendirle homenaje en su entierro.
—Mira, Gustav —comentó al tiempo que le daba un golpecito en el hombro—. Ahí está la señora Brunnenmayer. Madre mía, lleva un abrigo de paño negro, casi no la reconocía. Y a su lado está Else. También Gertie. Y Humbert con Hanna.
—¡Señora Bliefert! —gritó alguien tras ella, y Auguste se dio la vuelta.
Era Christian, el antiguo empleado de Maria Jordan. Le sonrió, sus orejas de soplillo parecían dos alitas rosadas bajo el sol de primavera.
—Ah, Christian. ¿Cómo estás?
—Hago lo que puedo, señora Bliefert. ¿Sus niños bien?
Mientras Auguste le explicaba que Liese había tenido que ausentarse del colegio para cuidar de los pequeños, tuvo miedo de que Christian le hablara del dinero prestado. Él sabía lo que hacía María Jordan en el cuarto trasero.
—Ha venido mucha gente —comentó él mientras miraba alrededor con los ojos muy abiertos—. Se nota que la señorita Jordan tenía muchos amigos.
—Sí, era muy querida —dijo Auguste sin mucha convicción.
Seguro que entre los asistentes había unos cuantos de sus deudores, pensó. Tal vez alguna que otra dama adinerada a la que le leía el futuro. No obstante, también había curiosos porque su muerte había salido en la prensa.
En el Augsburger Neueste Nachrichten apareció una esquela, y también en el Münchner Merkur.
EN RECUERDO DE
MARIA JORDAN
2 DE MAYO DE 1873 – 23 DE MARZO DE 1925
Todos los que la conocían saben lo que han perdido.
Que el Señor le conceda el descanso eterno.
Debía de haberla encargado Christian. Julius no podía haber sido, seguía en la cárcel, el pobre. O quizá algún pariente.
—Intentemos avanzar hacia la tumba —comentó Gustav, al que no le gustaba quedarse mucho tiempo en el mismo sitio.
Su Gustav era culo de mal asiento, pero el invernadero por fin tenía tejado y el cristalero había empezado aquella mañana a colocar los cristales a primera hora. Al día siguiente podría preparar los bancales y llevar las macetas con las plantitas cultivadas. Ay, todo podría ser tan bonito, ya avanzaban, por fin levantaban cabeza. Ojalá no la embargara ese miedo constante. Aún no había pasado nada, pero seguro que la policía acabaría encontrando el pagaré con su firma. ¿Qué ocurría con una deuda cuando la prestamista moría? ¿Desaparecía? ¿O buscaban a ver si tenía algún heredero a quien devolverle el dinero?
—Los pensamientos no sirven de gran cosa —dijo Gustav, que observaba las plantas de las tumbas al pasar—. Crecen demasiado rápido, en dos días se estropean. Y mira, Auguste: un adorno con narcisos y jacintos; nosotros tenemos muchos, deberíamos venderlos sin falta.
Cuánto entusiasmo cuando hablaba de sus plantas. Estaba enfadado porque en la glorieta del patio de la villa aún estaban las ramas de abeto. Había que retirarlas cuanto antes o las prímulas no tendrían luz. Los tulipanes y los narcisos ya habían crecido entre las ramas, ¡una lástima!
—Tendrán que contratar a un jardinero —repuso Auguste—. No puedes estar en todas partes, Gustav. Y tienen dinero suficiente. En la fábrica hace tiempo que vuelve a haber turno de noche, y también han pintado las instalaciones.
Entre los asistentes al entierro había unos cuantos huérfanos acompañados de la directora. La Iglesia había reabierto el orfanato de las Siete Mártires medio año antes. Por lo visto, los pequeños aún se acordaban de la antigua directora Maria Jordan. ¿Quién lo habría dicho? Auguste y su marido ya estaban muy cerca de la tumba, vieron al cura muy rígido, con la vestimenta oscura, junto al ataúd, a la espera de que el público se congregara alrededor.
—¡Qué maravilla de ataúd! —exclamó Auguste al ver el féretro marrón oscuro tallado.
Encima había un adorno de rosas rojas y lirios blancos. De Múnich, seguro, en Augsburgo ninguna floristería tenía rosas tan hermosas; ni siquiera en esa época del año.
—¿Te da envidia? —preguntó Gertie, que se había colocado a su lado—. ¿Te gustaría tener un entierro tan bonito?
—No, gracias —repuso Auguste con insolencia—. En eso, mis deseos son otros.
Justo delante, junto a los portadores del féretro, estaban el señor Melzer con su madre y Elisabeth von Hagemann. ¡Así que habían venido! La señora Von Hagemann parecía sinceramente emocionada, pues no paraba de llevarse el pañuelo a los ojos. Al otro lado del cura se habían colocado la señora Marie Melzer y la señora Kitty Bräuer, y el señor Von Klippstein las acompañaba. Marie Melzer tenía cara de afligida, y eso resultaba raro. A fin de cuentas, Maria Jordan no la soportó desde el principio y más tarde tampoco tuvo buenas palabras para ella. Sin embargo, la señora Melzer era una persona compasiva. Era una lástima que el matrimonio Melzer se fuera a separar. Auguste estaba segura de que Serafina von Dobern estaba detrás de aquello. Lo sabía todo el mundo en la villa, esa mujer solo provocaba disgustos. Los únicos que no querían admitirlo eran el señor y su madre.
Por suerte, una vez que el invernadero se pusiera en marcha, ya no tendría que ir más a la villa a pedir trabajo. Tendrían suficiente para vivir, y podría ahorrarse a esa araña venenosa de Serafina.
—¿Ha visto, señora Bliefert? —le susurró Christian al oído—. Ahí, junto al árbol. Ese hombre.
Auguste se sobresaltó, no se había dado cuenta de que Christian iba todo el tiempo detrás de ella. El árbol que señalaba con el dedo era un arce aún desnudo con una hiedra impertinente enrollada en el tronco. Una ardilla daba saltitos en una rama y desapareció entre la hiedra, seguro que detrás había un agujero en el tronco.
—¿Qué hombre?
Christian no pudo contestar en el acto porque el cura comenzó su sermón en un tono potente. Habló de los caminos insondables de Dios, que a veces parecían incomprensibles o incluso crueles, y de la omnipotencia de Dios, que nos guiaba y gobernaba a todos.
—«Mía es la venganza», dice el Señor —proclamó por encima de las cabezas de los asistentes.
Auguste vio que Else y la señora Brunnenmayer asentían con vehemencia.
—Uno de los de la policía criminal —le susurró Christian al oído—. Y ahí hay otro. El del bigote, ¿lo ve?
Auguste miró al hombre de pelo negro que tomaba notas a toda prisa apoyado en el tronco de un haya. Cierto, lo conocía. Era el que la había interrogado, el del bigote liso de piel pálida.
—Sí, por supuesto. ¿Qué andan buscando aquí? —le dijo a Christian en un susurro.
—¡Silencio ahí delante! —los reprendió alguien—. ¿Es que no saben comportarse?
Gustav se dio la vuelta, furioso. No consentía que se metieron con su Auguste.
—Como vuelva a ofender a mi mujer… ¡Grosera!
Auguste lo agarró del brazo y le dijo en un murmullo que no hiciera caso. Ahora todos estaban callados, pues delante, junto a la tumba, los portadores se disponían a bajar a Maria Jordan para que encontrara el descanso eterno. Manos masculinas y fuertes tensaron las tres cuerdas colocadas debajo del féretro, un empleado del cementerio retiró las tablas de apoyo y el ataúd fue bajando poco a poco y con solemnidad. El cura leyó un texto bíblico sobre la vida eterna y esparció agua bendita. Se oyó a alguien que sollozaba sin control.
«Else», pensó Auguste. «Dios mío, qué vergüenza. Pero así es ella». Entonces se dio cuenta de que se había confundido, pues Else estaba tiesa como una estatua junto a la señora Brunnenmayer con un pañuelo delante de la boca. Quien lloraba era un señor mayor con un sombrero Homburg en la mano y polainas nuevas sobre los zapatos de piel negra. Parecía desconsolado, y se acercó tanto a la tumba que todos temieron que fuera a caerse. Soltó su ramo de rosas antes de que el cura acabara con su incensario.
A Auguste le dio la sensación de haber visto antes a aquel hombre. Cuando miró a la señora Brunnenmayer y a los demás, le pareció que también estaban pensativos. ¿De verdad Maria Jordan tenía familia? «Por favor, no», pensó Auguste. «Dios mío, que sea uno de sus examantes. O un deudor desgraciado. Un cliente al que le hizo creer que tendría un futuro dorado. Pero nadie que pueda heredar los pagarés».
Pocos siguieron el ejemplo del hombre del sombrero dejando caer un puñado de tierra o una flor en la tumba abierta. La señora Brunnenmayer si lo hizo, igual que Else, Christian y dos mujeres mayores, luego un vecino y su esposa. La mayoría se quedó ahí un rato, saludaron a sus conocidos, charlaron de superficialidades y afirmaron una y otra vez que por fin la pobre Maria había encontrado la paz. El hombre del sombrero le dio al cura un sobre cerrado, murmuró algo y luego se escabulló entre los asistentes en dirección a la salida. Lo siguieron miradas de curiosos, susurros, gestos de desconcierto. Cuando Auguste buscó con los ojos a los dos policías, comprobó que también se habían desvanecido.
—¿Os venís a la villa? —preguntó la señora Brunnenmayer—. Vamos a pasar un rato juntos y comeremos pasteles. Podéis traer a los niños. Para no estar tan afligidos.
Gustav rechazó la invitación, quería ir al invernadero. Con suerte, esa misma tarde empezaría a trasladar la tierra en carretilla. ¡Ojalá los cristales ya estuvieran listos!
—¿Te apetece venir, Christian? —preguntó Gertie, que observaba con compasión al chico solitario.
El muchacho pareció alegrarse con la invitación, pues ya no tenía las orejas rosadas sino de color carmín.
—¿Puedo?
—¡Por supuesto! —contestó Humbert.
Auguste no dijo nada. Christian le daba pena, pero también le preocupaba que hiciera un comentario desafortunado y desvelara su secreto. Subieron al tranvía y fueron todos juntos hasta la parada de Haagstrasse. Ahí Gustav giró a la izquierda hacia el invernadero, mientras el resto continuó recto hasta la entrada al parque. En el camino los adelantó el automóvil de los Melzer, conducido por el propio señor Melzer. En el asiento trasero iban la señora Von Hagemann y la señora Brunnenmayer. Como la empleada de mayor antigüedad, le habían ofrecido ir en el coche, para gran disgusto de Else, que había entrado en la villa solo un año después.
—¿Habéis visto con qué formalidad se ha despedido la señora Melzer de su marido? —preguntó Gertie mientras se dirigían a la villa.
—Pero ha sonreído un poco —comentó Humbert—. Tal vez vuelvan juntos.
—¿No lo dirás en serio? —dijo Gertie, respondona—. ¡Cuando se acaba, se acaba y punto!
—«En mayo todo renace» —cantó Humbert con alegría.
Miró a Hanna y los dos se sonrieron. Habían ido todo el camino agarrados de la mano como una pareja enamorada. A Auguste le pareció raro, siempre había creído que a Humbert no le gustaban las chicas. Pero en eso podía equivocarse.
—Vosotros dos sois uña y carne, ¿no? —preguntó en tono burlón.
—Sí —dijo Humbert muy serio—. No podría seguir adelante sin Hanna.
—Vamos —dijo Hanna con una sonrisa, y le dio un golpe en el costado—. Siempre con tus grandes sentencias.
—¿Acaso no es cierto? —le preguntó él.
—Sí —respondió ella, y se sonrojó.
En la glorieta de los parterres estaba Dörthe con una bata de loneta azul y zuecos de madera. Había apartado las ramas de abeto porque las flores ya estaban brotando y las había apilado para llevarlas luego con la carretilla hasta donde estaba la leña. Aireaba con cariño la tierra entre las flores, más tarde plantaría los pensamientos que había cultivado en la lavandería en grandes macetas.
—Ya ha hecho añicos una de las macetas —criticó Gertie con una sonrisa—. Pero se le da bien, es de campo y sabe hurgar en la tierra como una lombriz.
Auguste envió a Dörthe al invernadero a buscar a los niños. Liese y Maxl podían ayudarla a plantar después de tomar el café, estaban acostumbrados a esas tareas.
—¿Quieres hacer trabajar a tu pobre hija? —refunfuñó Gertie—. Liese es muy lista, tiene que ir al colegio y luego aprender algo decente.
—¿Como tú? —repuso Auguste, enfadada.
¿Qué le importaba a Gertie si Liese iba al colegio o no? ¿Acaso a ella le había servido de algo hacer un curso de cómo ser doncella? Hasta ahora, en la villa nadie le había ofrecido el puesto. Chica para todo, eso era ella. Y mientras la señora Von Dobern estuviera en esa casa, así seguiría. Era evidente que le tenía una inquina especial.
En la cocina hacía tiempo que la mesa estaba puesta. La señora Brunnenmayer preparaba café. Primero llenó la cafetera de Meissner para la señora Von Hagemann y la señora Alicia Melzer. Luego una cafetera pequeña ya dañada para la señora Von Dobern, que lo tomaba en su despacho. Finalmente, la gran cafetera esmaltada en azul para el servicio. ¡Cómo olía! Gertie y Hanna sacaron los pasteles recién hechos, además del bizcocho con pasas y trocitos de chocolate que tanto les gustaba a los niños.
—Qué cantidad de pasteles —se asombró Christian—. Y café de verdad.
«Esa tacaña de Maria Jordan no le daba al pobre muchacho ni café nada», se dijo Auguste, disgustada. Sabía que no estaba bien pensar mal de los muertos, pero seguro que para Christian había sido una suerte deshacerse de esa mujer. ¡Y para ella también!
Ocuparon sus sitios, la cafetera fue pasando de mano en mano, así como la lechera y el azúcar, y los pasteles también llegaron a toda la mesa. Acto seguido irrumpió Dörthe con la prole de Auguste en la cocina, se lavaron las manos mugrientas en el fregadero y todos se rieron al ver que las de Dörthe estaban bastante más negras que las de los niños.
Fritz y Hansl se fueron derechos a Christian y se subieron a sus rodillas. Maxl se apretujó en el regazo de Auguste, y Liese se fue con Gertie. «Vaya», pensó Auguste, desconfiada. «Tengo que vigilar que no me eche a perder a la niña. Necesitamos todas las manos en la huerta». Tal vez podría preguntarle más tarde a Dörthe si quería irse con ellos. Por lo visto sabía de plantas, y además era fuerte. Como venía del campo, seguro que no pediría un sueldo desorbitado. ¿Trabajaría a cambio de la manutención? Podría dormir arriba, con los niños. Sí, tal vez Dörthe fuera la mejor solución. Christian era un encanto, pero parecía demasiado fino para la jardinería, si lo pensaba bien.
—A mí también me suena de algo —dijo alguien en la mesa.
Auguste salió de sus cavilaciones.
—¿El del sombrero rígido? —preguntó—. ¿Te refieres a ese? ¿El que lloraba de forma tan escandalosa?
Humbert asintió y mordió un trozo de pastel. Hanna le sirvió leche en el café. Por lo visto sabía cómo le gustaba, pues no se lo preguntó.
—No sé —dijo Else—. Vestía tan elegante… Pero estoy segura de que lo he visto en algún sitio. —Mojó el pedazo de pastel en el café y, cuando lo volvió a sacar, la mitad se le quedó en la taza y puso cara de boba.
—Yo no lo conozco —dijo Hanna.
Gertie se encogió de hombros, ella tampoco había visto nunca a ese señor tan raro, pero estaba claro que había llevado barba hasta hacía poco.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Else, sorprendida.
Gertie le lanzó una mirada de desdén.
—Tenía unas manchas rojas muy extrañas. Parecía acné de la barba.
—¡Puaj, al diablo! —exclamó Auguste—. ¿Es contagioso?
—Con besos sí, Auguste —comentó Gertie con una sonrisa.
Todos soltaron una carcajada, la señora Brunnenmayer se atragantó con el café y Humbert le dio golpes en la espalda.
«Gertie, deslenguada, algún día te retorceré el cuello», pensó Auguste, furiosa.
—Con la barba gris y el cabello ralo —reflexionó Humbert en voz alta, y luego dijo—: ¡Sí, ahora me acuerdo!
—Yo también —dijo la cocinera, que de la sorpresa dejó el pastel en el plato—. ¡Y vosotras, Else y Auguste, deberíais saber quién es!
Se hizo el silencio un momento, solo Fritz lloriqueaba porque no llegaba a la lechera.
—¡Jesús bendito! —exclamó Else—. El hombre que la visitaba a veces. Aquel viejo borracho. ¿Cómo se llamaba?
—Sepp, creo —murmuró la señora Brunnenmayer—. Dijo que era su marido.
Auguste casi se atraganta con el bizcocho de pasas. Por supuesto, en alguna ocasión se había colado por el pasillo de la servidumbre. Ella dormía con Else, pero una noche que tuvo que salir se lo encontró de frente. Ay, qué pinta. Casi se muere del susto. ¡El marido! Qué horror. Si era cierto, heredaría de Maria Jordan.
—Yo lo vi una vez —anunció Humbert—. Se tambaleaba por el pasillo del servicio y acabó en mis brazos. Fue asqueroso. Iba mugriento. Apestaba. A suciedad, a alcohol y… ay, mejor no lo digo. Casi me desmayo del asco.
Fue antes de la guerra, cuando estaban todos unidos. Fanny Brunnenmayer también sabía que ese Sepp o como se llamara había sido el gran amor de la señorita Jordan tiempo atrás. Cuando bailaba en el espectáculo de variedades.
A Gertie se le salían los ojos. ¡Qué mujer esa Maria Jordan! Bailarina de un espectáculo de variedades. Doncella. Directora de un orfanato. Propietaria de una tienda. Adivina.
—Eso no lo hace cualquiera —dijo Gertie, impresionada.
—No solo eso —intervino Christian.
Como los dos chicos se habían bajado de sus rodillas para corretear por la cocina, ya no estaba distraído. Antes de que Auguste pudiera evitarlo, había contado el secreto.
—También prestaba dinero con intereses —explicó lleno de orgullo—. La señorita Jordan se había hecho rica, y los deudores iban todos los meses a pagar.
—Vaya —dijo la señora Brunnenmayer, y soltó un silbido entre los dientes.
Auguste quiso que se la tragara la tierra, pues todos se la quedaron mirando. Else era demasiado simple para olérselo, pero Gertie hacía tiempo que lo había adivinado, y Humbert poco a poco también ató cabos. Todos pensaban que lo de la herencia era un embuste.
—Entonces ese… ¿ese Sepp también visitaba la tienda de Milchberg? —se apresuró a preguntar Auguste a Christian para desviar la atención.
—Lo vi una vez. Al menos eso creo —dijo inseguro—. Fue durante los primeros días; un vagabundo andrajoso entró en la tienda. Olía a alcohol. Quise echarlo, pero él fue directo al cuarto trasero y cuando abrí la puerta para ayudar a la señorita Jordan, ella me echó. Sí, creo que era él.
—¿Y solo estuvo esa vez? —preguntó Humbert, incrédulo.
Se oyó un griterío, Maxl había tirado a Fritz al suelo.
—¡Quería ir a la estufa de la cocina, mamá!
Auguste se levantó y cogió a su benjamín, lo acunó en su pecho y enseguida se calmó.
—No sé con qué frecuencia iba a verla —dijo Christian, pensativo—. Porque también podía entrar por la puerta trasera.
Auguste aún estaba aturdida por la noticia de que Maria Jordan tuviera un marido, pero los demás siguieron cavilando. Como de costumbre, Gertie fue la más rápida. Sobre todo con la lengua.
—¿Y de dónde ha sacado ese tipo apestoso el traje elegante, el sombrero y las polainas?
—Y le entregó un sobre al cura —anunció Humbert.
Auguste reunió con la mano unas cuantas migas de pastel que había en la mesa y las puso en el plato.
—Entonces habrá heredado —dijo ella—. Si es su marido.
—¿Y qué iba a heredar? —contestó Christian—. No quedó nada. Lo robaron todo excepto los pagarés.
—A lo mejor tenía dinero en el banco.
—Puede ser —concedió Christian—. Pero no estoy seguro. En lo concerniente a su dinero, era muy discreta.
—Y ahora ha callado para siempre —comentó Else, y asintió con elocuencia.
Se había hecho el silencio en la mesa, se oía el hervidor en los fogones. Afuera, en el patio, Dörthe seguía plantando flores con Liese y Maxl.
—¿Y si no ha sido Julius? —dijo Gertie a media voz—. ¿Y si resulta que fue Sepp? Entró por la puerta trasera, la apuñaló y se llevó el dinero.
—¡Vaya! —exclamó Humbert, y negó con la cabeza—. ¿De verdad crees que luego iría al entierro? ¿Con polainas nuevas?
Todos le dieron la razón. No encajaba que alguien cometiera un asesinato y luego sollozara en el entierro junto al ataúd de su víctima. El que lo hubiera hecho se había largado hacía tiempo para siempre.
Siguieron charlando un rato sobre los señores. Desde que la señora Von Hagemann estaba en la villa habían mejorado muchas cosas. Sobre todo porque ponía en su sitio a la señora Von Dobern.
—Unas semanas más y nos habremos librado de ella —profetizó la señora Brunnenmayer—. ¡Y Dios sabe que no me dará pena!
Más tarde, Christian acompañó un tramo a Auguste y a los niños de vuelta a casa. Había solicitado trabajo de aprendiz en dos tiendas, en la casa de porcelana Müller y en la imprenta Eisele, que también vendía libros. Y quería probar en los cinematógrafos, le gustaría trabajar ahí porque así podría ver las películas.
Cuando llegaron al camino del parque que conducía a la casa del jardinero, tuvieron que separarse.
—Hay algo de lo que sería mejor que no hablaras, Christian —empezó Auguste con cautela, y miró alrededor por si Liese los estaba escuchando.
Era muy lista, entendía muchas cosas.
Christian sonrió. Le temblaban las orejas, cualquiera habría dicho que aquello lo divertía.
—Lo del pagaré. Ya lo sé. Tengo algo para usted. —Sacó un papel arrugado del bolsillo de los pantalones y se lo dio. La miró con una sonrisa cómplice—. Estuvo todo el tiempo en la alfombra delante de mis narices mientras me interrogaban. En cuanto se fueron los de la policía criminal, lo cogí y lo guardé.
¡El pagaré! Estaba tan arrugado que apenas se reconocía, pero no había duda de que era la maldita hoja que había firmado. También estaba la fecha, viernes 3 de octubre. Y la firma de Maria Jordan. Auguste sintió ganas de darle un abrazo al muchacho.
—Eres un buen tipo, Christian. Si quieres, puedes quedarte con nosotros.
—Claro que quiero —dijo él con una sonrisa.