Leo se sentía bastante tonto con la cestita. ¡Qué ocurrencias tenía la abuela! Cada niño tenía una de esas ridículas cestas forradas con un papel que imitaba la hierba, incluso el pequeño Fritz, y también Walter, que había sido invitado a pasar el Domingo de Pascua en la villa de las telas.
—Tenéis que poner ahí los huevos que el conejo de Pascua ha escondido en el parque.
Dodo le había dado un codazo para que no dijera ninguna impertinencia, pero él tampoco quería estropear la diversión a la abuela Alicia, así que no necesitaba sus advertencias. Los adultos eran raros, sobre todo los viejos. ¡Mira que creer aún en el conejo de Pascua! El año anterior, Dodo y él vieron desde la habitación de los niños, escondidos detrás de la cortina, cómo Gertie y Julius escondían en el parque los huevos pintados y los conejitos de azúcar.
Se lo contaron a su madre, que se rio un poco y luego dijo que el conejo de Pascua tal vez estuviera sobrecargado con tantos niños y hubiera recurrido a ellos para que lo ayudaran. Sin embargo, tenía una mirada tan pícara que Dodo y él coincidieron en que su madre había dicho una «mentira piadosa». Los adultos tenían permitido decir «mentiras piadosas». Los niños no. Los niños no podían mentir nunca.
Así que ahí estaba con esa absurda cestita mientras los demás corrían como salvajes por el parque, pisoteaban las flores, se agachaban bajo los arbustos y asustaban a las pobres ardillas. De vez en cuando se oía un grito.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Entonces los otros se acercaban corriendo y había una pelea.
—Es mío, yo lo he visto primero.
—Hay un conejito de azúcar con chocolate para cada uno. Tú ya tienes uno.
—¿Y qué? Yo soy más rápido.
La mayoría de las veces intervenía Gustav, que corría con Humbert y papá entre los niños.
—¡Dale el conejo a Henny, Hansl! ¡Ahora mismo!
—Lo he encontrado yo.
—¡Ahora mismo!
—Déjelo —dijo papá.
Sin embargo, Gustav se mantuvo en sus trece. Como Maxl y Hansl eran tan rápidos, de no haberlos frenado no habría quedado nada para los demás. Fritz se tambaleaba sobre sus cortas piernas en la hierba con un huevo de Pascua en cada mano, y Henny, la muy arpía, ya tenía como mínimo tres conejos de azúcar en la cestita. Había convencido a Walter para que le diera el suyo, eso lo había visto él.
—¿Y tú, Leo? —preguntó mamá—. ¿No quieres participar?
—No.
Odiaba ese vaivén estúpido y el teatro que se montaba por unos cuantos huevos. También los había para desayunar, y los conejos de azúcar no le gustaban. Aún le quedaba alguno del año anterior, los tenía guardados en lo alto del armario porque no se decidía a morder primero la cabeza o las patas. No quería que sus conejos padecieran dolor.
Por suerte su madre lo dejó tranquilo, y su padre también había perdido la costumbre de decirle que era un niño y que tenía que trepar a los árboles. Solo la tía Elvira de Pomerania, que estaba de visita durante la Pascua, le había dicho que seguro que era un salvaje porque se parecía mucho a su difunto tío abuelo Rudolf, que era uno de los hermanos de la abuela Alicia. Lo había visto en una fotografía amarillenta, llevaba uniforme y estaba montado en un caballo. El caballo se llamaba Freya, según le había explicado la tía Elvira, y era una yegua alazana, un animal extraordinario. Incluso le dieron ganas de ir a visitar a su tía a Pomerania, pues le gustaban los caballos.
—Eh, Leo.
De pronto Humbert estaba a su lado, le quitó la cestita de la mano y se la llenó con tres huevos de colores y dos conejos de azúcar.
—Gracias, Humbert —dijo cohibido.
Humbert sonrió y le dijo que los llevaba en los bolsillos del pantalón y no sabía dónde dejarlos. Al cabo de un segundo desapareció. Humbert era muy listo y un buen compañero. Ojalá se quedara en la villa. Había ocupado el puesto de Julius mientras este estaba en la cárcel. Pero Julius había regresado el día anterior. Se escondía en la cocina y bebía cacao. Se había quedado gris y flaco, y cuando levantaba la taza le temblaba la mano. Brunni le dijo que eso lo llevarían los policías en su conciencia. Era una vergüenza encerrar a un inocente en la cárcel y permitir que se desmoronara.
Por fin habían encontrado todos los huevos de Pascua. Dodo, Walter y Henny volvieron corriendo por la hierba hasta la galería, donde los adultos tomaban el aperitivo, que consistía en un vino rojo o amarillo que se servía en unos vasitos muy pequeños. Olía a barniz de piano y un poco a cerezas recocidas; no entendía cómo le podía gustar a nadie.
—Vaya, Leo —le dijo la señora Von Dobern, que ofreció zumo de manzana a los niños en una bandeja de plata—, tú también has pescado unos cuantos huevos.
Von Dobern se mostraba zalamera como un gato, pero él no se fiaba, sentía un odio profundo hacia ella; cuando la veía, siempre le dolía la oreja porque se acordaba de los pellizcos que le daba cuando aún era su institutriz.
—Sí, unos cuantos —dijo lacónico, y le dio la espalda.
—Es un chico muy guapo —oyó que decía Von Dobern a la abuela Alicia—. Y con mucho talento.
—Luego nos tocará algo —dijo la abuela, y le acarició el cabello.
Ojalá pudiera cortarse ese maldito tupé, en el colegio siempre se reían de él por eso. «Guaperas», le llamaban. Una vez lo agarraron y le pusieron un lazo, fue el colmo de la vileza. Sujetaron a Walter para que no pudiera ayudarlo, pero entonces llegó Maxl Bliefert para ayudar a Walter y juntos abrieron la puerta. Maxl era dos años mayor, y por tanto más fuerte. Acto seguido hubo una pelea, y el señor Urban les puso a todos un castigo.
Los adultos se habían separado en dos grupos. La tía Kitty estaba con mamá y con la tía Tilly, y junto a ellas estaba el señor Klippi, que ya podía volver a la villa, y la madre de Walter. Ese era un grupo. La abuela Alicia estaba en el otro extremo de la galería con la tía Elvira y la abuela Gertrude, y las acompañaba la señora Von Dobern. Ese era el otro grupo. Solo su padre cambiaba de uno a otro y charlaba con todos sin dejar de mirar a su madre, que no le sonrió ni una sola vez.
Entre los dos grupos estaba la tía Lisa, sentada en una silla de mimbre, con una manta de lana sobre los hombros, y a su lado el señor Winkler, que tenía al primo Johann en brazos y lo mecía. A Leo le caía muy bien la tía Lisa; del señor Winkler aún no sabía qué pensar. Siempre parecía muy desanimado y apenas hablaba, daba la sensación de que se sentía avergonzado entre la gente. Sobre todo porque llevaba un traje que era del abuelo. Leo lo sabía por Else, a la que el tema la desesperaba, pero Dodo replicó que el abuelo estaba muerto y ya no necesitaba el traje.
Los adultos admiraron las cestitas con huevos de colores como correspondía y luego hicieron las advertencias habituales. Que no se lo comieran todo de una vez. Que lo compartieran con sus hermanos. Que dieran las gracias a sus padres.
—¿Por qué? —preguntó Henny—. Los ha traído el conejo de Pascua. —Acto seguido, gritó—: ¡Gracias, conejito de Pascua!
Lo dijo mirando hacia el parque, y por supuesto a todos los adultos les pareció encantadora. Le acariciaron el cabello rubio y rizado. Nadie se fijó en que había acaparado los cinco conejos de azúcar. Por eso hacía poco había tenido dos caries y soltó unos gritos terribles en el dentista, que le dijo que era de comer demasiados dulces. La tía Tilly, que quería ser médico, lo había confirmado durante el desayuno, y desde entonces Henny no le dirigía la palabra.
Humbert se había puesto la librea con la que Julius se vestía siempre en días festivos. Chaleco azul marino con botones dorados, pantalones estrechos con una costura clara en los lados y una camisa blanca almidonada. Le susurró algo a la abuela Alicia, y ella asintió. Bueno, por fin llegaba el almuerzo. A Leo ya le había rugido el estómago en varias ocasiones, y Walter había dicho que sonaba como el tigre que habían visto en el zoo tras una reja. Era entre un rugido y un ronquido.
—Queridos invitados, el cordero de Pascua nos espera. Pasemos por favor a la mesa.
En el comedor, la mesa estaba puesta con la vajilla bonita. Era preciosa, pero tenía el inconveniente de que daba pavor romper algo. Dos años antes Dodo había roto un plato, y desde entonces la abuela Alicia le indicaba en todas las comidas que tuviera cuidado.
Los cuatro niños Bliefert se fueron a casa con Gustav. A Leo le pareció una lástima. Por lo menos le habría gustado que Liese se sentara a la mesa. A Walter también le caía bien, le había preguntado hacía poco si sabía tocar el piano, pero los Bliefert no tenían piano.
—Ese es tu sitio, Leo —dijo mamá—. Mira, la abuela ha escrito unas tarjetas.
En efecto, había una tarjetita con el borde dorado en la que estaba escrito su nombre. Walter se puso como loco al ver su tarjeta y se alegró de poder acompañarlos. Se sentó junto a Leo, que tenía a Dodo al otro lado. Así estaba bien, Leo no quería bajo ningún concepto sentarse al lado de Henny. Ella estaba al lado de Walter, pero a su derecha estaba el sitio de la tía Tilly. Era la única que veía las estratagemas de Henny. Tendría que obedecerla.
Los adultos se sentaron de forma parecida a como se habían agrupado en la galería. En la cabecera, la abuela Alicia con la abuela Gertrude, la tía Elvira y papá, y enfrente mamá, la tía Kitty y la tía Tilly. Los demás estaban repartidos por el medio, y a la señora Von Dobern ni siquiera le habían puesto tarjeta. ¡Qué bien!
La comida estaba deliciosa, como siempre. En eso ya podía practicar la abuela Gertrude, jamás estaría a la altura de Brunni. Humbert servía mucho mejor que Julius, lo hacía deprisa, como si flotara, y dejaba los platos en el momento adecuado. Además, nunca parecía estar enfadado, como le pasaba a Julius.
—Mis queridos hijos y nietos, queridos invitados y amigos.
La abuela Alicia había levantado la copa y miraba al grupo. La tía Lisa aún estaba fileteando su asado, el señor Winkler se irguió en su asiento y sonrió cohibido. Papá miró a mamá, que estaba pálida. Seguro que no le habían gustado las coles de Bruselas, un poco amargas.
—Me alegro de poder celebrar la Pascua rodeada de mis seres queridos. Y mirad qué grupo tan grande formamos alrededor de la mesa. Sobre todo las risas de los niños que han regresado a la villa hacen muy feliz a esta anciana.
Leo calculó que antes eran ocho niños. No estaba mal. Y además el bebé, aunque casi siempre estaba llorando, así que nada de risas de niños. Los gritos de su primo podían echar a perder la música de piano más bonita. Con un poco de suerte, por lo menos se callaría cuando tocaran.
—Bueno, nosotros tocamos más fuerte —susurró Walter.
Dodo volcó el vaso de agua y se asustó porque papá la miró con el entrecejo fruncido. La tía Elvira volvió a levantar el vaso y puso uno de los centros de flores encima de la mancha.
—Lo que más me alegra es que todos mis hijos celebren esta Pascua conmigo. Mi querida Lisa, tú y tu precioso niño me habéis hecho muy feliz. Mi querido Paul. Mi querida Kitty.
La tía Lisa lucía una sonrisa de oreja a oreja. O más bien de carrillo a carrillo. Le hizo un gesto con la cabeza a la abuela y agarró la mano del señor Winkler, que se puso muy rojo y se subió las gafas.
—Pero hay otra alegría que os quiero anunciar, mis queridos hijos, parientes y amigos.
De pronto Leo se alteró mucho. ¿Es que su madre había decidido mudarse de nuevo a la villa? Miró a Dodo, que tenía la boca abierta de la emoción. Por un momento sintió una gran felicidad. Se estaba bien en casa de la tía Kitty, pero algo no cuadraba. Además, ahora papá estaba muy distinto.
—Queridos, no quiero teneros más en vilo. Nuestra joven estudiante de medicina se ha prometido con el señor Ernst von Klippstein.
—Vaya —dijo Dodo con un suspiro de profunda decepción.
Leo también tenía la sensación de haber perdido una bonita esperanza. La tía Tilly se casaría con el señor Klippi. ¿Y qué? ¿A quién podía interesarle eso? En todo caso, a él y a Dodo no.
—¡Tilly! —gritó la tía Lisa—. ¡Qué sorpresa más estupenda! Y señor Von Klippstein, ay, no, querido Ernst, ¿puedo cometer la insolencia de tutearlo?
Humbert apareció puntual con una bandeja llena de vasitos de licor y rodeó la mesa para servirles a todos.
—Para vosotros el zumo de agua —le susurró a Leo.
Les dieron mosto de manzana en vasito de licor.
—Bah —dijo Henny—. Yo quiero licor de verdad.
—Quieres irte conmigo a casa enseguida, ¿verdad? —amenazó la tía Tilly.
No parecía alegrarse ni una pizca por el compromiso. La abuela Gertrude derramó unas cuantas lágrimas junto con la tía Elvira, mamá sonrió, papá parecía entusiasmado, levantó su copa y exclamó:
—Brindemos por los novios. Que Dios os bendiga con un matrimonio feliz y una vida larga.
—Y muchos niños —dijo la tía Kitty, y sonó malintencionado.
A continuación se levantó el señor Klippi y pronunció un discurso que incluía términos tan raros como «afecto» y «sentido común», y dijo que los dos querían apoyarse y ayudarse.
—¡Ahora tendríais que besaros! —exclamó Henny.
Dodo comentó que eso era una tontería porque el señor Klippi solo era su prometido, no su amante. Solo los amantes y los maridos pueden besar.
—Pero ¿y qué pasa con el beso de compromiso? —insistió Henny.
—Cállate de una vez —dijo la tía Kitty—. En un matrimonio de conveniencia no hay besos.
—Pero se acaban de prometer.
—Ni siquiera en ese caso.
—¡Vaya! —dijo Henny, desilusionada—. ¡Si algún día me comprometo, besaré como una loca!
Walter se cohibió mucho porque al decirlo Henny le lanzó una mirada triunfal. Besos de verdad. A Walter le daban pavor esas cosas, igual que a Leo.
—Pues a ver si se te tuerce la boca con tanto beso —le dijo Dodo a Henny, y luego hizo una mueca horrible.
—¡Dodo! —la reprendió la abuela Alicia desde el otro lado de la mesa—. ¿Es que no sabes que si el reloj suena ahora las muecas se te quedan en la cara para siempre?
—¡Dong! —Henny imitó el reloj del salón rojo y se rio.
Era un tormento tener que compartir la mesa con las niñas. Por fin sirvieron los postres: crema de frambuesa con trocitos de chocolate y nata dulce. Brunni siempre le ponía un poco de vainilla, aunque Leo habría preferido la nata sola. Walter soltó un leve gemido y dijo que estaba tan lleno que no podría sujetar el violín.
—Era broma —dijo cuando Leo lo miró horrorizado.
Después del postre los adultos se quedaron un rato más sentados a la mesa, Humbert sirvió el café en tacitas. La tía Lisa y el señor Winkler subieron a la habitación porque el bebé necesitaba comer.
—¿Y qué hace él ahí? —se sorprendió Dodo.
—Creo que le da miedo quedarse aquí abajo sin su mujer —comentó Walter.
—No es su mujer —repuso Henny.
Walter se sonrojó de nuevo cuando Henny le sonrió.
—Yo… pensaba. Porque tienen un bebé.
En la mesa, el señor Klippi estaba diciendo que por fin se podría elegir al presidente del Parlamento adecuado. Hindenburg se había presentado a las elecciones.
—¿Hindenburg? —exclamó la tía Kitty—. Ese envió a miles de pobres soldados a la muerte por no querer llegar a un acuerdo de paz.
—No, querida —dijo el señor Klippi con una leve sonrisa, como pensando que las mujeres no sabían nada de la guerra—. El mariscal de campo Von Hindenburg habría llevado a nuestras tropas hasta victorias importantes de no haber perdido el apoyo en la patria. Los socialistas apuñalaron por la espalda al ejército alemán.
—Eso son todo tonterías —exclamó la tía Kitty—. ¿Quién se empeñó en que siguiera la guerra cuando ya estaba todo perdido? Además, es demasiado viejo. Un viejo decrépito como presidente del Parlamento, bueno, muy propio de esta ridícula República.
La abuela Alicia se puso recta en la silla, más de lo que ya estaba, y lanzó una mirada de desaprobación a la tía Kitty.
—Mi querida Katharina, un poco de contención. Piensa en los niños. Y, por favor, señor Von Klippstein: no queremos politizar dentro del círculo familiar.
—Disculpe, señora.
Walter se alegró cuando Leo lo agarró de la manga. La abuela le había hecho la señal de que podían empezar. Tenían que ir rápido a la sala de caballeros a recoger el violín y las partituras; Humbert y Julius habían separado un poco el piano de la pared esa misma mañana, para que el muro no absorbiera el sonido.
La señora Ginsberg también se había levantado, ella pasaría las hojas de las partituras de Leo. En realidad no era necesario porque se sabía de memoria la sonata en mi menor para piano y violín. Además, Walter tocaba sin partitura, pero la señora Ginsberg siempre decía: «Mejor ir sobre seguro».
Cuando llegaron al salón rojo ya se había sentado gran parte del público, solo la tía Lisa y el señor Winkler seguían arriba con el bebé. ¿Por qué lloraba ahora que se hacía el silencio?
Por desgracia, no había nada que hacer: tendrían que tocar con los gritos de fondo. Era molesto, porque Walter empezaba solo con la bella melodía en modo menor, luego llegaba una frase enérgica en forte y él entraba con el piano. Entonces se los oiría más.
La señora Ginsberg los animó con una sonrisa: todo iba bien. Empezaron y, en cuanto se sumergieron en la música, todo lo demás desapareció. Solo había sonidos, ritmos, melodías. Al principio no le gustaba Mozart porque le parecía demasiado ligero. Sin embargo, luego se dio cuenta de que era de los que bailaban en la cuerda floja sobre un precipicio. Por encima estaba el cielo, debajo el infierno, y en medio batía sus alas Mozart. Era una locura, pero era lo más bonito del mundo.
Walter cometió dos errores, pero Leo siguió tocando y él volvió a unirse. Solo se alteró la señora Ginsberg, le oyó la respiración acelerada porque estaba sentada en un taburete muy cerca de él. Cuando terminaron, los aplausos fueron tan estruendosos que los dos se llevaron un susto.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó el señor Klippi.
—¡Fantástico! —dijo la tía Lisa, que en algún momento había entrado en el salón con el señor Winkler.
—Dos pequeños Mozart —murmuró la tía Elvira.
Dodo gritó:
—¡Hip, hip, hurra!
Y Henny la siguió hasta que la tía Kitty les ordenó que se callaran de una vez. No estaba de buen humor, porque no solía reprimir su entusiasmo por los dos «niños prodigio». En cambio, su padre se acercó a ellos y le dio la mano a Walter, a la señora Ginsberg y finalmente a él, y les entregó unos regalos.
—Hoy soy la chica que da las flores.
Todos se rieron, incluso a su madre le pareció divertido. Solo la señora Ginsberg tuvo su ramo de flores, Walter y él recibieron entradas para un concierto en el Ludwigsbau. Tocaría Artur Schnabel. La señora Ginsberg aclaró que no solo era pianista, también compositor. A Leo le encantó la idea, porque eso era lo que quería hacer él.
Luego los esperaba una ración de helado, que Brunni siempre conservaba en hielo, y esta vez sabía a cereza. Pudieron añadirle unas gotas de licor de huevo y Henny intentó convencer a Walter para que le diera su parte, pero la tía Lisa se dio cuenta; ella sí que tenía vista.
Cuando vaciaron los cuencos de cristal y los dejaron en la bandeja que la señora Von Dobern les puso delante de las narices, cogieron las partituras y se dirigieron al salón de caballeros porque Walter se había dejado la funda del violín. En el pasillo aún estaban Brunni con Else, Gertie y también Julius, que habían oído el «concierto» desde allí.
—Qué bonito —no paraba de decir Brunni—. Qué bien poder vivirlo.
Estaban muy emocionados y contentos; se veía que lo decían en serio y no eran aduladores como la familia. Cuando bajaron de nuevo a la cocina, Leo se disponía a entrar con Walter en el salón de caballeros, pero se detuvo al oír la voz de la tía Kitty desde la galería. Sonaba muy enfadada.
—Ve tú delante —le dijo a Walter—. Ahora voy.
Walter lo entendió enseguida y desapareció en el salón de caballeros. Leo se acercó con cuidado a la puerta de la galería y se quedó ahí.
—No me has dicho nada. Nada en absoluto. Pero qué cobarde has sido —dijo la tía Kitty con vehemencia.
—Lo he intentado, Kitty, pero no me has dejado hablar.
—Has venido con hechos consumados —sollozó la tía Kitty—, cuando habíamos quedado en que te mudarías a Augsburgo cuando aprobaras el examen.
Se hizo el silencio durante un momento. Imaginó que la tía Tilly había intentado darle un abrazo a Kitty, porque ella luego se puso a gritar.
—¡No me toques, falsa! Ya verás lo que es vivir con ese insulso. De acuerdo, te ha ayudado mucho, te ha buscado una casa y se ha ocupado de ti. ¿Acaso también es un buen amante? ¿Sí?
—Por favor, Kitty. Hemos acordado un matrimonio de conveniencia. No tendremos niños. Ya sabes que mi corazón sigue perteneciendo a otro.
Leo no entendía nada, solo cosas como «compromiso», «matrimonio», «amante», «corazón» y «sentido común», que formaban un sistema muy complicado e impenetrable. Aún más tratándose de mujeres. En realidad podría abandonar su puesto de escucha, pero la tía Kitty le daba pena. Era la más guapa de todas sus tías, y siempre estaba alegre.
—Pero ¿por qué os vais a Múnich? —se lamentó—. Podríais instalaros aquí. Encima querréis arrebatarme a mi querida Gertrude.
—¡Ay, Kitty! Ernst ha decidido vender su parte de la fábrica para invertir en una fábrica de cerveza de Múnich. Paul seguro que estará de acuerdo, han tenido algunos roces, ¿no?
—Eso no es un motivo.
—Hemos comprado una casa preciosa en Pasing. Seréis todos bienvenidos. Y mamá decidirá por sí misma dónde quiere vivir.
—¡Claro! —repuso la tía Kitty—.
Cuando ya está todo decidido y listo. Seguro que no me verás el pelo en tu fantástica casa.
Se oyó un profundo suspiro de la tía Tilly.
—¿Sabes, Kitty? Deberías calmarte. Más adelante lo verás de otra manera.
Leo tuvo el tiempo justo de agacharse junto a la cómoda del pasillo para que la tía Tilly no lo descubriera. Se dirigió al salón rojo, donde ahora estarían sirviendo licores y almendrados. Leo se incorporó con cautela. No estaba bien escuchar conversaciones ajenas, lo sabía. Ya era hora de que fuera con Walter a la sala de caballeros, se estaría preguntando dónde se había metido.
Estaba a punto de irse cuando oyó a la tía Kitty llorar desconsolada. Leo volvió y abrió la puerta de la galería. Ahí estaba, junto a los ficus, y le temblaban los hombros.
—¡Tía Kitty! —dijo, y se acercó a ella—. No llores. Nosotros nos quedamos contigo. Mamá, Dodo y yo. No te dejaremos sola.
Ella se dio la vuelta, le abrió los brazos y Leo se lanzó hacia ella. Ella lo abrazó con fuerza y él notó que seguía llorando.
—Ay, Leo. Mi pequeño tesoro. Leo de mi corazón.