Chapter 38 - 38

Paul se esforzó en mantener la calma mientras recorría las salas con Sebastian Winkler. Si no estuviera en juego la felicidad de su hermana Lisa, habría echado sin contemplaciones de su fábrica a esa persona tan agotadora. Cuando Sebastian apareció a primera hora en la antesala surgieron las primeras divergencias. Había visto por encima del hombro, según él por casualidad, cómo tecleaba la señorita Hoffman y enseguida descubrió un error ortográfico. Había escrito «maquinas», sin duda por descuido, pues era una secretaria muy eficaz.

—Algo no está bien, querida —le comentó Sebastian, el sabelotodo.

—No puede ser.

Por supuesto, el señor profesor tenía razón, y ahora la señorita Hoffmann se había ofendido.

«Pues sí que empezamos bien», pensó Paul. Y así siguió. ¿Cómo podía ser que Lisa, que era tan susceptible, se hubiera fijado en semejante listo? A Paul se le inflaron las narices cuando Winkler afirmó en la sala de contabilidad que las calculadoras eran anticuadas y las lámparas no iluminaban lo suficiente. Los empleados acabarían con problemas de vista. ¿No se había fijado en que casi todos llevaban gafas?

Una planta más arriba, en la teneduría de libros, revisó las estufas y observó que no había ni madera ni carbón.

—Estamos a finales de abril, señor Winkler. Afuera hace calor, los empleados solo tienen que abrir las ventanas.

Sebastian se dirigió a las ventanas y comprobó que la mayoría se habían combado durante el invierno y estaban encajadas. Además, el ruido que entraba desde el patio era insoportable, nadie podría trabajar con semejante jaleo.

«Apaga y vámonos», pensó Paul. «Cuando lo lleve por las salas me exigirá que todas las máquinas funcionen sin hacer ruido porque de lo contrario las trabajadoras acabarán con problemas de oído». Y eso que cuando compró las máquinas había prestado mucha atención a que fueran menos ruidosas que las viejas, pero una sala de producción no era un cementerio.

—¿Cuántos obreros trabajan aquí?

—Cerca de dos mil. Los números actuales están en el despacho.

—¿Y empleados?

¿Es que quería provocarle una úlcera de estómago a base de preguntas? ¿Para qué quería saberlo el dichoso profesorcillo? Se comportaba como si Paul estuviera intentando venderle la fábrica. Por lo visto no había sido buena idea ofrecer a Winkler una visita por las instalaciones, porque ahora creía que debía defender los derechos de los pobres, subyugados y explotados trabajadores.

—Unos sesenta.

—¿Hay un comité de empresa?

¡Vaya, esperaba esa pregunta!

—Por supuesto. Como exige la Constitución.

En la tejeduría había demasiado ruido para dar explicaciones, así que Paul enfiló el pasillo central, saludó a algunos de los encargados y se apresuró en llegar a la salida. ¿Y qué hizo Sebastian Winkler? Se quedó allí, se dirigió a una trabajadora y entabló conversación con ella. El encargado intervino, por supuesto, pues de lo contrario habrían tenido que detener las máquinas, dos rollos de hilo se habían salido y debían sustituirlos con rapidez.

—Ahí dentro hay un ruido infernal —gritó Sebastian cuando salieron.

—Aquí puede volver a hablar con normalidad —le dijo Paul.

—Perdón.

Decidió saltarse las salas donde se encontraban las hiladoras y enseñarle la cantina. Para él era un orgullo, pues incluía una cocina que ofrecía a diario una comida caliente a sus trabajadores, además de bebidas, por supuesto sin alcohol, e incluso postres, aunque solo tres veces por semana. Los viernes había pescado, casi siempre arenque, salado o relleno de patata y remolacha. El sábado se preparaba un guiso con legumbres y carne de vacuno.

—Muy bonita —la elogió Sebastian—. ¿Cuánto dura la pausa del almuerzo? ¿Media hora? Eso es muy poco. ¿Cómo se puede dar de comer a tantos trabajadores a la vez?

—Porque comen a diferentes horas, para que las máquinas puedan continuar.

—Entiendo. Hay que limpiar las ventanas. ¿Y en verano no hace demasiado calor? Se podrían poner cortinas o persianas.

Paul se mordió la lengua y pensó si Winkler querría poner también sillas tapizadas y camas en la cantina.

—Creo que los trabajadores prefieren ver más dinero en el jornal que sentarse en una cantina con cortinas y macetas en las repisas de las ventanas.

Sebastian esbozó una sonrisa agradable y comentó que tal vez se pudieran lograr ambas cosas.

—Un ambiente de trabajo sano y agradable no solo es una aportación a un mundo justo, además fomenta el espíritu laboral de la plantilla.

—Seguro.

Ese sabiondo tenía que hacerle esos reproches precisamente a él. ¿Acaso no había discutido con su padre por esas mismas cuestiones? ¿No se había opuesto a Ernst von Klippstein, que quería mantener los sueldos bajos para ofrecer las telas a precios inferiores a los de la competencia? Pensó en qué diría su difunto padre a ese Winkler y sonrió sin querer. Siempre fue de la opinión de que no había que «malcriar» a los trabajadores. Cuanto más les ofrecías, más querían, y al final exigían el salario máximo rindiendo lo menos posible.

—¿Los trabajadores tienen vacaciones pagadas?

—Tres días al año. Los administrativos, seis días.

—Bueno, por algo se empieza.

Paul se hartó. Le hacía con gusto ese favor a Lisa, sobre todo porque tenía la impresión de que Sebastian Winkler era un hombre de fiar. Debía de serlo, pero tenía sus manías.

—¡No vivimos en una república socialista, señor Winkler! —dijo con vehemencia.

Estaba claro, y Sebastian lo entendió. Agachó la cabeza, con gesto adusto. En su momento, durante el breve período de la república consejista de Augsburgo, ocupó una posición destacada y lo había pagado con cárcel y desempleo. Y él había sido afortunado, otros habían corrido peor suerte.

—Soy consciente, señor Melzer —dijo con severidad—. Pero no estoy dispuesto a renunciar a mis ideales. Antes prefiero desempeñar los trabajos más humildes.

Paul vio que la misión peligraba y visualizó a Lisa rompiendo a llorar, así que procuró templar los ánimos.

—Bueno, había muchas cosas que no estaban nada mal, eso lo admito. Y algunas peticiones de los consejos se han incluido en la Constitución de la República.

Sebastian asintió, ensimismado, y Paul entendió que tenía ganas de decir: «No las suficientes», pero no se atrevió.

—No lamento que la expropiación del gran capital prevista no se llevara a cabo —comentó Paul con una sonrisa.

—Yo tampoco —dijo Sebastian, para su sorpresa—. Ese tipo de medida no se puede aplicar de la noche a la mañana. Los más necesitados son los que saldrían perjudicados por el consiguiente caos.

—Eso es. ¿Puedo ofrecerle que tengamos una breve conversación en mi despacho, señor Winkler? Creo que la señorita Hoffman ha superado el susto y accederá a prepararnos un café.

Él se mostró arrepentido de verdad. Mientras subían la escalera del edificio de administración explicó que era un tiquismiquis incorregible. Sobre todo con la ortografía y la sintaxis.

—¿Y cómo se le dan los números?

—De pequeño quería estudiar matemáticas, para calcular las rutas de las estrellas.

Ay, Señor. Preferiría que le entusiasmaran las reglas de tres, la contabilidad o los balances. Sin embargo, tonto no parecía, seguro que se adaptaba rápido. Pero antes tenía que querer, ese era el problema. El problema de Lisa, y por tanto también el suyo.

—Para mí el café no tan fuerte, por favor.

Henriette Hoffmann volvió a la antesala a buscar la jarra de agua caliente. Sebastian le dio las gracias profusamente, pero ella se mostró fría. Era evidente que seguía dolida.

Se sentaron en las butacas de piel, con la taza de café en la mano, y estuvieron un rato hablando de naderías. Que si por fin había estallado la primavera y las hayas reverdecían. Que si el pequeño Johann había ganado peso y sonreía a todo el que se inclinaba sobre su cuna. Que si la economía alemana empezaba a tomar velocidad y pronto la zona de la cuenca del Rin quedaría libre de franceses. Paul decidió que era el momento de sacar el tema, pues tenía más cosas que hacer.

—Como ya debe de saber, mi socio, el señor Ernst von Klippstein, saldrá de la empresa en breve.

Sebastian estaba al corriente. O se había preparado para la ocasión o había hablado con Lisa.

—Dado que sacará su capital de la fábrica, durante los próximos años deberemos ir con cuidado. No quiero en ningún caso que haya despidos.

Paul pensó que el señor «quiero mejorar el mundo» debía saberlo. No tenía enfrente a un capitalista que se enriquecía a costa de sus trabajadores, sino al dueño de una fábrica que era responsable de los ingresos de más de dos mil hombres y mujeres.

—Es muy noble por su parte.

Sebastian dejó su taza sobre la mesa e intentó sentarse erguido. No lo consiguió, esas butacas exigían una postura relajada en la que Winkler no se sentía cómodo.

—Señor Melzer, le agradezco que esta mañana me haya dedicado tanto tiempo. Soy consciente de que ello se debe al hecho de que tengamos una relación de parentesco por unas circunstancias excepcionales, por así decirlo.

—No del todo —lo interrumpió Paul—. Siempre lo he considerado un hombre eficiente, y lamento de verdad que no encuentre un puesto donde ejercer su profesión. Por eso me gustaría ofrecerle la posibilidad de usar sus capacidades en la fábrica.

Ya estaba hecho. Paul se sintió aliviado por haber lanzado por fin el dardo.

—Es muy generoso por su parte, señor Melzer. —Sebastian lo miró muy serio—. Me dedicaré en cuerpo y alma. Si puedo pedirle un favor, me gustaría trabajar en los telares.

Paul se quedó pasmado. ¿Había oído bien? ¿Ese loco quería trabajar como un obrero no cualificado en los telares? ¿Para estudiar la situación de los trabajadores en sus propias carnes? Si lo permitía, a Lisa le daría un ataque de histeria.

—Me gustaría asignarle otra tarea, señor Winkler. Me faltan empleados de confianza en contabilidad.

—Lamento saber muy poco del tema.

¿Pero no llevaba las cuentas de su hermano, el zapatero? Como mínimo tenía que haber adquirido conocimientos básicos.

—Se adaptará con rapidez. El señor Von Klippstein estará en la fábrica hasta finales de mayo, le enseñará los secretos de la profesión y le pondrá al corriente de la contabilidad simple y doble.

Ernst era como mínimo tan minucioso como Sebastian, o se llevaban muy bien o no se entenderían en absoluto. Habría que esperar. Sin embargo, una cosa era segura: con Sebastian Winkler tendría que aguantar un montón de discusiones.

—Si usted confía en mí para ese puesto, señor Melzer, no puedo negarme. Ah, entonces tengo otra pregunta sobre el comité de empresa. ¿Cuántas personas están representadas? ¿Con qué frecuencia se reúnen? ¿Quedan liberados del trabajo cuando tienen que hacerlo? Por supuesto, el comité de empresa debe ratificar mi nombramiento, ¿cierto?

—Claro.

De hecho, la comisión se reunía como mucho cada dos meses y en la práctica no tenía nada que hacer. Por eso apenas había voluntarios para esa tarea.

Paul se alegró cuando la señorita Hoffman le comunicó que el señor Von Klippstein acababa de llegar, pues le dio la oportunidad de zafarse de Sebastian durante un rato.

—¡Excelente! Entonces lo acompaño y recibirá las primeras instrucciones sobre su futura actividad.

Ernst von Klippstein le debía el favor con creces. Unos meses antes se había negado en redondo a retirar su capital de la fábrica, así que ahora no podía andarse con prisas. En fin, el amor o lo que fuera. Sin embargo, en el fondo era un buen tipo, pues había mostrado un arrepentimiento sincero.

—Es un placer, señor Winkler. Quédese aquí para que podamos conocernos.

—Con mucho gusto. Muchas gracias, señor Von Klippstein.

Paul se retiró a su despacho, donde ya lo esperaba Alfons Dinter para enseñarle los nuevos patrones de impresión. No le disgustaron, pero no le parecieron muy imaginativos.

—Su esposa dibujaba unos patrones preciosos, señor Melzer. El señor Dessauer, el que graba los rollos, sigue elogiándolos a día de hoy.

Escudriñó a su empleado con la mirada, pero no vio rastro de malicia. Al contrario, era la inocencia personificada.

—Pongamos en marcha la producción, Dinter —dijo con indiferencia.

El resto de la mañana pasó volando, tuvo que tomar una decisión tras otra, y en medio hubo llamadas de teléfono, correo, quejas, facturas infladas, cálculos que eran ajustados pero no del todo satisfactorios. Cuando se iba a almorzar, la señorita Hoffmann le dijo que el señor Von Klippstein y el señor Winkler se iban a comer a la ciudad.

—Vaya.

—Los dos caballeros se han hecho muy amigos —añadió con cierto tono de condena.

—¡Estupendo!

Subió al coche y se dirigió a la villa. El parque era una sinfonía de colores que solo despertaba en primavera. Entre el verde lima de las hayas se erguían los abetos oscuros, los enebros de color verde intenso y los cedros azulados. La maleza con flores blancas interrumpía el verde, el esplendor rosado de los almendros resplandecía, y los pensamientos de la glorieta de delante de la villa explotaban con todo el espectro de colores. Lástima que tuviera que pasar el día en la fábrica gris y en el despacho igual de gris. Qué lejos le parecía de pronto la feliz infancia, cuando correteaba con sus hermanas por el parque y salía a pescar con sus amigos al prado.

Sus hijos, Leo y Dodo. Deberían ser tan libres y felices en ese parque como lo fue él. Y Marie, su Marie.

Se recompuso, aparcó como de costumbre justo delante de la entrada y sonrió cuando dos lacayos bajaron a toda prisa la escalera.

—¿Cuándo se ha visto esto en la villa de las telas? —bromeó—. Dos lacayos, eso es más propio de la realeza.

En realidad ni Humbert ni Julius estaban disponibles al cien por cien, se ayudaban el uno al otro. Contra todo pronóstico, parecían llevarse bien.

Arriba, en el pasillo, se encontró con Lisa. Aún estaba bastante rellena, pero su atractivo se había transformado durante las últimas semanas. Ahora parecía satisfecha con el mundo, y lucía la sonrisa de una mujer feliz.

—Te ha salido a la perfección, Paul —dijo, y lo agarró de la mano, entusiasmada—. Sebastian ha llamado antes, se va a comer con Von Klippstein y quiere informarme enseguida. ¡Creo que lo hemos conseguido!

—«Conseguir» es la palabra justa —bromeó él, y alzó la vista hacia el techo—. Tu querido Sebastian es un hueso duro de roer para cualquier empresario.

Aquella apreciación le gustó tanto a Lisa que esbozó una alegre sonrisa.

—Sí, tiene sus principios.

Paul decidió que no tenía mucho sentido discutir con su hermana sobre Sebastian Winkler. Tendría que aceptar que lo quería. Punto.

—¿Cómo se encuentra mamá? —preguntó como de costumbre.

Lisa puso cara de profunda preocupación.

—Muy mal, Paul. Está fuera de sí. Sobre todo por ese artículo de la prensa. Y luego está Serafina.

—¿Qué artículo? No he leído nada malo esta mañana.

Lisa sonrió mordaz.

—Porque te saltas la sección de cultura.

Paul cayó en la cuenta de algo. ¿No había comentado Kitty hacía poco que los preparativos iban viento en popa? La inauguración estaba prevista para finales de mayo y antes harían una buena publicidad.

—¿La exposición?

—¡Exacto!

Paul respiró hondo y se preparó antes de abrir la puerta del comedor. No sería un armonioso almuerzo en familia.

Mamá ya estaba sentada en su sitio, tiesa como una vela, con un vaso de agua delante y en la mano una cuchara en la que disolvía unos polvos para el dolor de cabeza. Lisa y Paul intercambiaron una mirada de preocupación y ocuparon sus sitios. Su madre apenas les prestó atención, estaba concentrada en tragar esa sustancia blanca y amarga para enjuagarse luego la boca con agua. A continuación se aclaró la garganta, bendijo la mesa y, cuando Humbert entró con la sopera, le anunció que no iba a tomar nada.

—Solo un poquito, señora. Para que los polvos no le hagan daño en el estómago.

—Gracias, Humbert. Más tarde.

Humbert se inclinó con gesto pesaroso y sirvió la sopa a Lisa y a Paul. En cuanto salió de la estancia, Paul notó la mirada de reproche de su madre.

—Supongo que habrás leído el periódico esta mañana.

—Solo la sección de política y de economía, mamá. Volvemos a tener canciller, lo que es sorprendentemente…

—¡No cambies de tema, Paul!

—No, no he leído el artículo al que supongo que te refieres, mamá. ¿Habla de la exposición?

—Por supuesto. Paul, ¡me prometiste que evitarías esta terrible situación y aparece un artículo en el Augsburger Neueste Nachrichten! No puedo creer lo que ven mis ojos. Más de media página. Con tres fotografías. Un montón de palabrería sobre esa mujer de vida disipada que llevó a tu padre al borde de la desesperación.

Pese a entender su horror, no podía dejarlo pasar sin réplica.

—Por favor, mamá, la madre de Marie era una artista que vivía según normas distintas a las de los ciudadanos corrientes. ¡No me gusta que te refieras a ella como «mujer de vida disipada»!

Lisa tenía la mirada clavada en el ramo de flores que Dörthe había preparado para el almuerzo. Su madre respiró hondo y las mejillas pálidas adquirieron color.

—Bueno, ya ha llegado el momento en que se me prohíbe abrir la boca en mi propia casa. ¿Cómo describirías entonces la vida de esa mujer, Paul?

¿Por qué era tan difícil hacer entrar en razón a las mujeres cuando discutían? Si era por la condición de mujer, él como hombre estaba perdido.

—Leeré el artículo —dijo, y se esforzó por hablar con calma—. Por lo que parece, es bastante exagerado e innecesariamente largo. Pero los reporteros son una especie aparte.

Eso su madre debía aceptarlo, pues con la desdichada historia de la pobre Maria Jordan tuvieron malas experiencias con la prensa.

—Por lo demás, ya te dije que le prometí a Marie no poner objeciones a esa exposición. Sabes que sigo apreciándola mucho y no quiero herirla. Al fin y al cabo se trata de su madre.

Alicia no entendía esa deferencia. Se calló mientras Humbert servía el plato principal, asado de cerdo relleno con remolacha y patatas, pero guardó a buen recaudo su ira.

—Si de verdad crees que vas a recuperar a tu esposa cediendo a su voluntad, te equivocas, Paul. Con eso solo conseguirás que te pierda el respeto.

—Pero mamá —intervino Lisa—. Ya no vivimos en el siglo XIX. Cuando la mujer tenía que someterse al hombre.

Atacada desde dos frentes, su madre defendía su posición. Apretó los labios y miró hacia la ventana con el gesto de una mujer que ha sufrido una gran injusticia por parte de sus allegados.

—El amor nace del respeto —dijo con vehemencia—. ¡Era así antes y sigue siendo así ahora!

—Respeto por ambas partes, mamá —comentó Lisa con una sonrisa amable—. A eso te refieres, ¿verdad?

—Obligar a tu marido a colmar de ofensas a su propia familia no demuestra respeto. ¡Y tampoco amor!

Paul decidió no ahondar más de momento en ese asunto y terminar el almuerzo en paz. Pero por desgracia su madre aún tenía otro tema candente en la manga.

—Te lo digo para que luego no te lleves una sorpresa, Paul: Serafina me ha anunciado su dimisión. Nos deja el viernes porque empieza en su nuevo puesto el quince de mayo.

A Paul le molestó ver una sonrisa de satisfacción en la comisura de los labios de Lisa. ¿Qué redes ocultas había tendido su hermana para echar de la casa a su desagradable examiga? Y todo a sus espaldas, claro. Esta vez incluso entendió el enfado de su madre.

—¡Vaya! ¿Así, sin más, sin un período de margen? ¿Y cuál es el nuevo puesto?

Su madre bebió otro trago de agua y luego esperó a que Humbert sirviera el postre. Pasteles de manzana calientes con crema de vainilla, ligeramente espolvoreados con azúcar glas. Por lo visto había recuperado el apetito, ahora que había dado rienda suelta a la rabia.

—Será el ama de llaves del abogado Grünling. La esposa del director Wiesler le ha conseguido el puesto.

«Vaya», pensó Paul. «Así que Kitty es la que está detrás».

Lisa hundió con un suspiro de placer el tenedor de postre en el pastel, que ocultaba bajo una fina costra la masa dulce y blanca y los trocitos de manzana ácida.

—Humbert, ¿por qué no se sirve café?

—Disculpe, señora, ahora mismo.

Después del almuerzo, Paul se retiró al despacho que estaba justo al lado del comedor con un ejemplar del Augsburger Neueste Nachrichten. Lo abrió sobre el escritorio por la sección de cultura, empezó a leer y se fue enfadando cada vez más con cada frase que leía.

—«… la extraordinaria pintora, un talento desconocido durante mucho tiempo, vivió entre los muros de nuestra ciudad. Nuestra querida Augsburgo puede estar contenta de contar con una artista poco común y con tanto talento. Por eso se nos plantea la pregunta de cómo se produjo la trágica muerte de una mujer tan joven. ¿Por qué tuvo que morir en la extrema pobreza Luise Hofgartner cuando tenía por delante una extraordinaria carrera como pintora? Uno se siente tentado a pensar en los artistas de Montmartre, que vivían solo por su arte, sin compromisos, se morían de hambre y se helaban y llevaban a cabo grandes obras. Luise Hofgartner también seguía su camino, se dedicaba con toda su alma a su noble arte, y por eso tuvo que naufragar. ¿Por qué no recibía encargos en Augsburgo? ¿Cómo podía ser que viviera en la miseria con su hija pequeña? No queremos acusar a nadie, pero hay que plantear la pregunta de cuál era la relación entre Luise Hofgartner y Johann M., un conocido fabricante de telas de Augsburgo…»

Paul arrugó el periódico, furioso. Qué porquería tan vil. ¿Quién había dado esos detalles a la prensa? Maldita sea, sabía que habría habladurías, pero no que esos rumores malintencionados se extenderían semanas antes de inaugurar la exposición.

Sonó el teléfono. Descolgó el auricular en un gesto mecánico, suponía que era Sebastian Winkler que quería hablar con Lisa. Le explicaría en pocas palabras que las conversaciones telefónicas entre la fábrica y la villa costaban dinero y debían reservarse para asuntos importantes.

—¿Paul? Soy yo, Marie.

Necesitó un momento para recobrar la calma.

—Marie. Perdona, no esperaba que fueras tú.

—Solo quería hablar un momento contigo, ya sabes que mi pausa para el almuerzo es muy breve. Es por el artículo.

—Ah, ¿sí? —repuso él, enfadado—. ¿Has encargado tú esa porquería?

Los nervios le estaban traicionando, debía de ser por los disgustos que acumulaba desde la mañana. Marie se asustó, pues se quedó callada.

—No, no fui yo. Al contrario, quería decirte que no tengo nada que ver con esa presentación.

—Entonces, ¿por qué no lo evitaste? —le reprochó él—. Me he esforzado mucho por hacer concesiones. ¿Así me lo agradeces? ¿Con una venganza póstuma de Luise Hofgartner contra los Melzer?

—Ya entiendo —dijo ella a media voz—. No ha cambiado nada.

Paul notó que la rabia se desinflaba. ¿Por qué la había increpado de esa manera? ¿Acaso Marie no había llamado para decirle que no era culpa suya? Tenía que decirle que se alegraba de su llamada. Que se pasaba todo el tiempo esperando una señal por su parte. Sobre todo, que esa maldita exposición era lo que menos le importaba. Se trataba de ellos dos. De su amor. De su matrimonio. Las frases se solapaban en su cabeza, y como no estaba seguro de cómo empezar, no le salió nada por la boca.

—Tengo que volver al trabajo —dijo Marie con frialdad—. Adieu.

Antes de que pudiera contestar, Marie había colgado. Paul se quedó mirando el auricular negro en la mano como si fuera un asqueroso reptil y le pareció oír que una roca se desmoronaba. Sus esperanzas ya no descansaban sobre un edificio firme: un soplo de viento y todo se venía abajo.