Chapter 36 - 36

Elisabeth entornó los ojos y contuvo la respiración un instante. Siempre que el niño se cogía al pecho por primera vez sentía un dolor horrible en el pezón derecho. Luego pasaba, ya no notaba nada y era bonito. Miró a esa criatura rosada y la invadió una profunda ternura. Con qué ansias comía. Cómo tenía que esforzarse, tan pequeño. Estaba muy rojo y empapado en sudor. Un rato antes, cuando Rosa se lo llevó, lloraba a grito pelado. Sí, tenía una voz potente. Su madre le había dicho hacía poco con una sonrisa que ese niño había llevado más vida a la villa que todos los demás niños juntos. A Lisa eso la llenó de orgullo.

—Cielo santo —dijo Kitty, que estaba tumbada con las piernas estiradas en el sofá azul claro y observaba a su hermana dando de mamar—. Qué imagen de la fertilidad. ¿Me dejarás pintarte alguna vez mientras le das el pecho a Johann?

—¡No te atrevas!

—¿Fotografiarte? ¿Un esbozo?

Lisa se limitó a lanzar una mirada de advertencia a su hermana. ¡Un dibujo de ella con los pechos hinchados en una exposición de Kitty! Se imaginaba el título: «Hermana de la artista alimentando a su hijo». Como si en Augsburgo no hubiera ya suficientes habladurías sobre la familia Melzer.

—Por Dios, Lisa —se lamentó Kitty—. ¡Mira que eres estirada! No, en serio. Es una imagen preciosa. Tan… tan maternal. Pareces totalmente entregada. Como una perra con diez cachorros colgados de ella.

Lisa conocía a su hermana desde que nació, pero siempre conseguía sacarla de sus casillas. Se calmó pensando que por una vez le tenía envidia. Su madre le había dicho que el pequeño se parecía a su abuelo. Bueno, Lisa, que siempre había ocupado el último lugar, ahora le sacaba ventaja. Había dado a luz a un niño. Quién sabe, a lo mejor un día su hijo se haría cargo de la fábrica. Leo no parecía tener condiciones para ello, y dependía de los astros que Paul y Marie tuvieran más hijos.

Hablando de Paul y Marie.

—¿Qué pasa en realidad con Paul y Marie? —preguntó al tiempo que agarraba el paño caliente que Rosa le había dejado por si se le derramaba algo de leche—. Aún no lo he entendido, Kitty. ¿Por qué están peleados? Se quieren, ¿no?

Kitty alzó la vista hacia el techo y se puso otro cojín de seda en la espalda.

—¡Dios mío, Lisa! Es obvio, ¿no? Has hablado con Marie bastante a menudo.

Lo cierto era que desde que el pequeño Johann había llegado al mundo solo había telefoneado a Marie dos veces, y sobre todo para hablar de sus propios problemas. Marie era maravillosa consolando, y era una amiga lista y solícita, pero ella se abría muy poco.

—Pero ¡es horrible ver cómo sufre Paul!

Kitty hizo como si su comentario le pareciera de lo más desafortunado e infundado, pero Lisa la conocía bien. Kitty quería demasiado a su hermano para mostrarse indiferente.

—Ay, Lisa, Paul es un listo, como todos los hombres —dijo, y se puso a dar vueltas a los flecos de la funda de un cojín—. No, todos no. Mi Alfons nunca fue así. Pero era el único.

Lisa le limpió la frente sudada a Johann, que comía con ansia, y relajó el brazo izquierdo. El día anterior había sujetado al niño con tanta tensión que se le durmió el brazo.

—¿Qué quieres decir con que es un listo?

Kitty puso cara de superioridad, como una profesora que le explicara la vida a un niño ignorante.

—Bueno, pues eso. Escucha las quejas de su esposa, asiente comprensivo y afirma que a partir de ahora todo va a ser distinto. Porque ella es su tesoro, la ama hasta el infinito, no podría vivir sin ella, y cuando ella está entre sus brazos, conmovida, decide que no va a cambiar nada. ¿Por qué iba a cambiar nada? Él la quiere. Con eso debería bastar.

Lisa inclinó la cabeza, vacilante. No era del todo falso, Paul podía ser muy estratega. Pero también le había montado un atelier a Marie. ¿Qué marido haría eso?

—El atelier, ¡claro! —exclamó Kitty, como si fuera una bagatela que no valiera la pena tener en cuenta—. Pero aquí, en la villa, Marie ya no tenía nada que decir. Incluso le impusieron a una institutriz que estaba por encima de ella.

Con ese tema Lisa estaba muy sensible, pues había sido ella quien había recomendado a Serafina von Dobern a su madre.

—Necesitaban a alguien que se ocupara de los gemelos.

—Por supuesto —repuso Kitty—. Pero eso no se decide a espaldas de la madre.

Lisa notó frío en el pecho, acto seguido el pequeño Johann se puso a llorar porque había perdido el acceso al alimento. Lisa volvió a meterle el pezón en la boca abierta, él succionó y siguió comiendo con fruición. Cuánto le costaba al niño llenar el estómago.

—Ya, Serafina, ahora la conozco de verdad —contestó Lisa, indignada—. Antes era una buena amiga, ¿quién habría pensado que iba a degenerar así?

—¡Yo! —exclamó Kitty—. Nunca soporté a tu amiga. Siempre fue una mosquita muerta y una sosa.

—No lo exteriorizaba mucho.

Kitty soltó una risa burlona.

—Eso lo dices tú. Esa mujer es de piedra. Por dentro y por fuera.

Lisa observó con envidia a su hermana. Se había pintado las uñas. Típico de Kitty, ¡tenía que hacer todas las tonterías que se ponían de moda! También llevaba el pelo más corto que antes, y usaba el rímel con generosidad.

—Pero lo peor es que Paul ha insultado a la madre de Marie —siguió diciendo Kitty—. ¡Cómo se le ocurre! Todos sabemos lo que le hizo nuestra familia.

Lisa separó al hambriento Johann del pecho derecho para ponerlo en el izquierdo. El gesto fue acompañado de gritos, pues el pequeño no se había saciado, ni mucho menos. Era una suerte que comiera tan bien. Tras el parto Lisa perdió un poco de peso, pero en ese tiempo su hijo había engordado bastante. Ahora ya estiraba las piernecitas y pataleaba con fuerza. Al principio solo estaba en postura fetal, y como Rosa siempre lo tenía enrollado en un paño blanco de algodón, Lisa creía que su bebé era diminuto y no tenía piernas.

—¿Sabes, Kitty? Yo entiendo a Paul. Luise Hofgartner, así se llamaba, ¿no?, debía de ser una persona difícil. Podría haberle dado los planos a papá y todo habría salido bien. Pero no, tuvo que ponerse cabezona.

—En primer lugar, era la madre de Marie —gruñó Kitty—. En segundo lugar, era una artista extraordinaria y, en tercer lugar, tuvo una muerte muy desgraciada. No, creo que Paul se toma esto demasiado a la ligera. Quería guardar sus cuadros en el desván. ¡Ahí empezó todo!

—¡Pues yo no entiendo que un matrimonio feliz tenga que romperse por eso, Kitty!

—¡Jesús! —exclamó Kitty, airada—. ¡Mira quién habla! En algún momento nuestro hermano cederá, estoy convencida. Ya sabes que Paul es igual que papá. Primero es tozudo como una mula, y luego, cuando se da cuenta de que no puede seguir así, es capaz de dar un giro en un instante. ¿Te acuerdas de cómo se opuso papá al hospital? Y después no quería bajo ningún concepto que en su fábrica se produjeran tejidos de papel. ¿Y? ¿Qué nos salvó durante los años de guerra? ¡Las telas de papel!

Lisa no estaba convencida. ¿Quién decía que Paul era igual que su padre en eso? Además, un matrimonio se regía por otras leyes.

—Solo espero que tengas razón, Kitty.

—Claro que tengo razón —dijo esta mientras balanceaba los pies arriba y abajo.

Llevaba unos preciosos zapatos con correas de piel clara y tacón bajo. Los pies de Lisa, en cambio, seguían hinchados y parecían albóndigas.

—Estaría bien que por lo menos uno de los hijos de mamá tuviera un matrimonio normal, ¿no crees? —prosiguió Kitty al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a su hermana—. Nosotras dos en eso somos un caso perdido, ¿no?

Lisa se encogió de hombros. ¿Kitty la estaba tanteando? A su regreso de Gunzburgo, tanto Marie como Paul habían guardado silencio. Lisa no esperaba grandes resultados, pero contaba con algo más que un «Ya veremos». ¿Habían encontrado a Sebastian? Paul ni siquiera se lo había confirmado, pero bueno, ella tampoco había querido preguntarlo y fingía la más absoluta indiferencia. Y así tenía que ser. Después de todo lo que ese cobarde le hizo, no podía ser de otra manera. Sí, ella le siguió el juego tres años, pero no por haber sido débil una sola vez tenía que salir corriendo como una gallina. No, había terminado con él. Por desgracia, su estúpido corazón aún no lo entendía. Pero eso llegaría con el tiempo.

—¿De verdad? —preguntó en tono inocente—. Siempre pensé que tenías una fila de pretendientes y que un día escogerías entre ellos a tu futuro esposo.

A Kitty le hizo tanta gracia la idea que se hundió entre los cojines de seda de la risa. Tuvo que agarrarse al respaldo del sofá para volver a sentarse.

—No, Lisa. Ay, que me ahogo. Eres más convencional de lo que pensaba. ¿Será por haber respirado durante tanto tiempo el aire sano de Pomerania?

—Vaya, se me olvidaba que eres artista y llevas una vida libre. En todos los sentidos.

Kitty buscó el espejo y un pañuelo en el bolso para limpiarse el rímel. Ese chisme siempre se emborronaba.

—Tienes razón, Lisa. Soy artista. Además, soy una mujer trabajadora y me gano la vida. Y por eso no necesito un marido. ¡Punto!

«Gracias», pensó Lisa, ofendida. «Lo he entendido. Para ti soy un parásito porque no gano dinero, tiro de mi herencia y encima dependo de mamá y de Paul. Muchas gracias, hermanita, por echármelo en cara».

—Por lo demás, los caballeros que conozco son todos encantadores y hago buenas migas con ellos —dijo Kitty, que hablaba sin parar—. Sin duda depende de mí, he rechazado infinidad de propuestas. No, no quiero conformarme con medias tintas. Tuve una gran pasión: Gérard. Y tuve un amor aún mayor: Alfons. ¡Ningún hombre en el mundo podría ofrecerme más!

«Ay, qué dramática se ponía su hermanita». Lisa se mostraba escéptica. Cuando Kitty se acaloraba tanto, casi siempre ocultaba algo.

—Sí, te entiendo, Kitty. Por desgracia, mis experiencias con los hombres han sido todas… decepcionantes. Así funciona el mundo. Por cierto, creía que aún mantenías el contacto con Gérard. Mamá me dijo que os escribíais.

Kitty soltó una carcajada, pero sonó muy forzada.

—Claro que no. Hace tiempo que no. Se casó.

—¡Vaya! ¡Nunca me lo habría imaginado de él!

Así que era eso. A ella no la engañaba. Gérard, su gran pasión, el joven francés de sangre caliente con el que se escapó a París, había decidido formar una familia. Una familia francesa, claro. ¿No tenían una tienda de sedas? ¿Una fábrica? Bueno, sabía cuál era su deber.

—La historia acabó hace siglos, Lisa. El bueno de Gérard se ha convertido en un hombre mayor. —Soltó otra carcajada—. Le felicité de corazón y le deseé que tuviera muchos hijos.

El tono de Kitty se volvió un poco estridente, como si intentara convencerse a sí misma.

—En realidad está muy bien tener hijos. Yo soy muy feliz con mi Henny; si quieres, Lisa, puedes mudarte con nosotras a Frauentorstrasse. Con tu hijito, por supuesto. Probablemente Tilly también se instalará allí cuando termine los exámenes finales. ¡Será divertido! ¿Para qué necesitamos a los hombres? Solo son una molestia.

Se echó a reír y se miró de nuevo en el espejito, se limpió con un pañuelo el rostro acalorado porque el pelo corto le hacía cosquillas en las mejillas y la frente. Luego se levantó de un salto con una agilidad sorprendente y se atusó el vestido.

—Quiero pasarme un momento por casa de los Bliefert, Marie me ha pedido que les lleve unas cuantas cosas que Leo ya no usa. Tilly llega hoy, se quedará durante la Pascua. Ay, qué bonito, con qué ansias come. Es insaciable. Pero tú tienes de sobra. Hasta pronto, Lisa. Me alegro mucho de que ya no estés en Pomerania, en esa finca horrible. Hasta pronto, cariño.

Lisa se sintió aliviada cuando Kitty salió, dejando el sofá todo desordenado, y cerró la puerta tras de sí. En el pasillo se la oyó preguntar por su madre.

—¿Cómo? ¿Está durmiendo la siesta? ¿Todavía? No puedo quedarme. Dile que Henny espera ilusionadísima el momento de buscar los huevos de Pascua.

—De acuerdo, señora Bräuer —se oyó la voz de Else.

—Ay, y luego ese artículo de hoy… ¿Lo habéis leído? El pobre Julius es inocente.

—Sí, señora. Estamos todos como locos. El asesino era su marido. Lo han detenido y ha confesado.

—¡Ay, Else! —exclamó Kitty con alegría—. Sabía que mi madre nunca contrataría a un delincuente. Julius resulta un poco estirado y relamido, pero es un hombre honrado, ¿verdad?

—Seguro, señora.

Lisa vio que su pequeño tesoro se había dormido una vez saciado, exhausto, así que se levantó para dejarlo en la cuna. Estuvo un rato como hechizada observando a aquella criatura que dormía plácidamente, la boquita rosada, los mofletes, las líneas suaves de los párpados cerrados. Era su hijo. Por fin había sido madre. A veces, cuando se despertaba de madrugada, temía que todo fuera un sueño y buscaba con la mirada la cuna, que estaba junto a su cama por deseo expreso de ella, y se calmaba.

Entró Rosa y cogió al pequeño de la cuna para cambiarlo, algo que se dejaba hacer dormido.

—¿Quiere que lo saque otra vez? Hace sol.

Por la mañana habían estado en el parque y Lisa había pasado un frío horrible. Aunque lo cierto era que solo se había puesto una chaqueta y no un abrigo grueso. El abrigo estaba tendido arriba.

—Pero la mayoría de los caminos del parque están a la sombra —comentó, vacilante, y se acercó a la ventana.

Bueno, junto a los arbustos de enebro y los abetos estaba sombrío, pero los árboles de hoja caduca apenas habían reverdecido y dejaban pasar la luz. Abajo, en el patio, en la glorieta brotaban las flores como fuegos artificiales, y eso era mérito de Dörthe. Lisa estaba muy orgullosa de la chica de Pomerania. Había jacintos lilas y blancos, tulipanes rojos y amarillos, prímulas de todos los colores y narcisos dorados.

Estiró el cuello cuando vio que junto a la glorieta había dos hombres sumidos en una conversación. Uno era Paul. ¿Por qué no estaba en la fábrica? Claro, era Viernes Santo, se hacía un turno menos. ¿Y el otro? Dios mío, tenían que ser imaginaciones suyas. Ese hombre parecía…

¡Sebastian!

Llevaba el mismo traje de siempre. Y, cielo santo, el horrible sombrero marrón que sostenía en la mano también le sonaba. De pronto los dos alzaron la vista hacia su ventana y ella retrocedió, asustada. Notó un potente redoble de tambor en el corazón, y se alegró de topar con el sofá. Estaba allí. Sebastian había viajado a Augsburgo. ¡Dios mío! ¡Y parecía un fideo inflado!

Llamaron a la puerta y Gertie asomó la cabeza con cautela para no despertar al bebé.

—Hay un señor que desea hablar con usted, señora Von Hagemann.

La reacción de Lisa fue espontánea, sin pensar, fruto del más puro sentimiento.

—Dile que desaparezca. Ahora mismo. No quiero verlo. ¿Me has oído, Gertie? ¡Baja corriendo y díselo!

—Sí… ¡claro, señora! —susurró Gertie con un gesto de impotencia.

Se cerró la puerta, Gertie cruzó el pasillo a toda prisa y bajó al vestíbulo, y Lisa se sentó en el sofá azul claro con la respiración entrecortada.

«Jesús bendito», pensó. Estaba abajo. Sebastian.

El hombre al que amaba. Durante tres años había deseado con todas sus fuerzas un abrazo suyo. Durante tres años él había reprimido su pasión; quisiera ella o no, él le daba largas. Entonces, aquella Nochebuena, ese maravilloso primer beso…

Se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Abajo estaba Gertie, y junto a ella Paul, con los brazos estirados y gritando algo que no entendía. Sebastian se alejaba, enfilaba presuroso el camino en dirección a la entrada del parque. Lisa miró su espalda, la chaqueta arrugada, los pantalones sin planchar con zonas desgastadas. Seguía llevando el sombrero en la mano.

—¡Sebastian! —susurró—. Sebastian, espera… ¡Espera!

Descorrió la cortina, intentó abrir la ventana pero la maldita no cedía.

Lisa pensó, desesperada, que ya estaba demasiado lejos y no podría oírla.

—Será mejor que no abra la ventana —dijo Rosa—. El niño no puede recibir corrientes de aire.

Lisa salió corriendo de la habitación. En el pasillo estaba Else con un montón de camisas recién planchadas, y cuando Lisa apareció tan de improviso dio un salto hacia atrás del susto. Lisa pasó corriendo a su lado, en calcetines y con un vestido vaporoso de estar por casa, y bajó la escalera hasta el vestíbulo. Estuvo a punto de resbalar en las baldosas recién fregadas, pero se agarró a una de las pequeñas columnas y se quitó los calcetines para poder correr mejor.

—Señora, no puede ir descalza —tartamudeó Gertie en la puerta.

—¡Apártate!

Vio a Sebastian casi al final del camino, se alejaba a paso ligero de la villa. Paul había ido tras él un trecho, seguramente había intentado detenerlo en vano, así que se detuvo y lo vio marchar. Lisa bajó corriendo los peldaños hasta el patio, apenas notaba las piedras rugosas bajo los pies descalzos ni la sal que se esparcía en invierno para evitar el hielo.

—¡Sebastian! —gritó—. ¡Para, Sebastian!

Él no se dio la vuelta. Lisa se desanimó, la desesperación se apoderó de ella. Claro, era de esperar. Una vez más, se había equivocado en todo. Lo había rechazado en vez de decirle que…

—¡Lisa! —oyó la voz de Paul—. Pero ¡mira qué pinta tienes! ¡Haz el favor de abrocharte!

Ella se detuvo, sin aliento, y se tocó el vestido. En efecto, no se había abrochado todos los botones después de amamantar a su hijo. ¿Y qué más daba? ¿Acaso le importaba a alguien?

—Retenlo, Paul —dijo ella entre sollozos.

—No quiere —masculló enfadado—. Entra ahora mismo, te vas a resfriar. Encontraremos una solución, Lisa.

—¡No!

Echó a correr de nuevo, y de pronto oyó el ruido de un motor. El viejo coche de Kitty emergió por uno de los caminos laterales, los saludó con alegría y continuó hacia la entrada del parque.

Su hermana pequeña siempre había sido un fastidio. Había embelesado a su Klaus von Hagemann. Se había reído de su figura. Siempre tenía a papá de su lado. En más de una ocasión Lisa había sentido ganas de retorcerle el cuello a esa desgraciada encantadora. Aquel día, sin embargo, Kitty lo compensó todo.

Frenó en seco, el automóvil derrapó a la izquierda y se paró entre dos árboles, en la franja de césped. Kitty bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Le gritó algo a Sebastian. Luego hizo un gesto inequívoco hacia la puerta del copiloto y, milagro, Sebastian obedeció. Abrió la puerta y subió.

—No me lo puedo creer —murmuró Paul—. Y ahora no podrá sacar ese trasto del césped.

Kitty necesitó varios intentos, el motor emitió un zumbido como un avispón enfadado, y el guardabarros delantero acabó con otra abolladura en la parte derecha. El parachoques trasero era un veterano a prueba de bombas. Tras una feliz maniobra consiguió girar, el coche se dirigió de nuevo a la villa y se detuvo justo delante de la entrada.

—¡Baje! —ordenó Kitty en un tono encantador y alegre.

Sebastian tardó un poco porque con los nervios no encontraba la palanca para abrir la puerta del coche. En cuanto bajó, Kitty se fue, dejando tras ella una nube de humo. El resto tendría que hacerlo Lisa.

Se quedaron uno frente a otro, desorientados. Apenas se atrevían a mirarse a los ojos, y ninguno tenía el valor de decir la primera palabra.

—Los pies —murmuró Sebastian por fin.

Lisa comprobó que iba descalza y que le sangraba el pulgar izquierdo.

—He corrido muy rápido —tartamudeó—. Estaba asustada. No quería que te fueras.

—Todo es culpa mía, Lisa. Perdóname.

Sebastian tenía lágrimas en los ojos. Verla descalza y con los pies sangrando acabó de destrozarlo.

Entonces ocurrió. Daba igual quién diera el primer paso, tal vez sucedió todo a la vez. Se acercaron presurosos y se fundieron en un abrazo. Ella rompió a llorar, notó sus besos, primero con cautela, como si Sebastian temiera un rechazo, luego cada vez más apasionados, desenfrenados, y sin duda nada apropiados ante los ojos de los empleados.

—Me dejaste sola. Tuve que pasarlo todo sin ti, el embarazo, ese horrible viaje en tren, el divorcio.

Lisa se oyó y le dio miedo que sonara a queja. Jamás había querido decirle todas esas cosas, quería ser fuerte. Recibirle con aires de superioridad. Hacer añicos sus disculpas. Pero había bajado la guardia y era maravilloso estar en sus brazos. Notar su calor, su fuerza. Y saber que le pertenecía. Solo a ella. Porque la quería.

—No tengo nada, Lisa. Ni trabajo, ni dinero ni casa. ¿Cómo iba a atreverme a presentarme delante de ti así?

—Encontraremos una solución —susurró—. Tienes que quedarte conmigo, Sebastian. Conmigo y con nuestro hijo. Te necesitamos mucho. Si vuelves a marcharte, me muero.

—No me marcharé, Lisa. Jamás podría dejarte otra vez.

La besó en la boca, y les dio igual que entrara un proveedor por el patio y Paul les susurrara que sería mejor continuar la «conversación» en casa.

—No puedes caminar, amor —dijo Sebastian—. Espera.

Lisa se resistió, pesaba demasiado, pero él no se lo permitió.

—¡No es la primera vez que lo hago!

La llevó hasta la primera planta, luego desistió. Los últimos peldaños hasta la habitación los subieron de la mano.