Paul había dormido mal. Por una parte, porque el bebé lloraba sin cesar y Lisa había llamado a la pobre Gertie en plena noche para que le preparara una infusión de hinojo contra los gases. Pero sobre todo fue porque no paraba de pensar en Marie. Esas pocas frases que intercambiaron por teléfono sobre el artículo del periódico. De pronto todo había sido como antes. Su actitud comprensiva, cariñosa. La sensación de que estaba a su lado, de que era parte de él. La vio en su cabeza, con esos ojos grandes y oscuros que antaño lo derrotaron, cuando aún era ayudante de cocina en la villa y salió huyendo. No obstante, también se le pasaban otras ideas por la cabeza. Deseos. Necesidades. Al fin y al cabo era un hombre, y vivir durante meses como un monje no era poca cosa. Claro que podía ir a uno de esos establecimientos de los que en principio nadie sabía nada pero que tantos de sus conocidos en Augsburgo frecuentaban. Elegantes, discretos y profesionales. También podría haberse buscado una chica inofensiva, había muchas entre sus empleadas que aceptarían encantadas la oferta. Sin embargo, eso solo provocaba disgustos, y estaba seguro de que obtendría poco placer. Quería a Marie, solo a su Marie y a ninguna otra.
Encargó a la señorita Hoffmann que comprara los billetes de tren, en primera clase. Saltaba a la vista que se moría de curiosidad, pero no se atrevió a preguntar con quién viajaba el lunes el señor director a Gunzburgo. Además, su deseo expreso de reservar un compartimento de no fumadores había dado rienda suelta a su imaginación.
Aunque llevaba los billetes en el bolsillo, llegó a la estación media hora antes. Se quedó en el vestíbulo, helado, con el cuello del abrigo subido y las manos entumecidas pese a llevar guantes de piel forrados. Era 30 de marzo, en dos semanas llegaría la Pascua, la primavera aún se hacía esperar. El día anterior Rosa Knickbein, la nueva niñera, había paseado al pequeño Johann por primera vez por el parque, aunque por desgracia los sorprendió una tormenta de nieve. Aun así, todos habían disfrutado, también mamá y Lisa, que caminaban junto al carrito, pero sobre todo Dodo y Leo. Cuando el bebé volvió a la villa con su madre, su abuela y la niñera, él estuvo correteando un poco más con los gemelos por el parque. Fueron a buscar a los Bliefert y, mientras los niños jugaban, él fue con Gustav a ver el invernadero, que aún estaba por terminar. Paul observó la construcción torcida y prometió enviarle unos obreros decentes. Nunca había visto una chapuza semejante, pero Gustav era jardinero, no constructor.
Faltaban diez minutos para que saliera el tren y aún no había rastro de Marie. La terrible posibilidad de que hubiera decidido dar marcha atrás lo atormentaba. ¿Qué haría entonces? Bueno, por lo menos tenía la dirección de Josef Winkler, zapatero y hermano pequeño de Sebastian.
Tras muchas dudas y varios ataques de ira, finalmente Lisa había accedido.
«Y, por favor, dile que esta visita no ha sido idea mía. No tengo nada que ver con esto, ¡y quiero que lo sepa!», le dijo.
Iría a Gunzburgo sin Marie. Era un asunto de su familia, aunque con ella todo hubiera sido mucho más fácil.
Justo cuando se encaminaba hacia el andén, Marie apareció en el vestíbulo. Llevaba un abrigo granate entallado con detalles en piel y un sombrero a la moda que le cubría la frente y los ojos casi por completo. Se quedó quieta un momento, luego miró alrededor y cuando lo reconoció se acercó a toda velocidad.
—Buenos días. Tenemos que darnos prisa, ¿no?
—Sí.
Se dirigieron juntos al andén, los viajeros que venían de frente los separaban de vez en cuando. Al llegar al final de la escalera, ya se veía el vapor de la locomotora, que encabezaba el tren. En el andén había un revisor de uniforme que los saludó y les pidió solícito los billetes.
—Dos vagones más adelante, señores. Tengan cuidado al subir.
Los seis asientos de su compartimento estaban libres, solo un periódico matutino sin dueño indicaba que el viajero anterior se había bajado en Augsburgo.
—¿Prefieres sentarte de cara a la marcha? —preguntó Paul con educación.
—Me da igual. Siéntate donde quieras.
Marie se quitó el abrigo antes de que Paul pudiera ayudarla, luego se sentó en sentido contrario a la marcha como muestra de seguridad y él ocupó el asiento de enfrente. Se cerraron las puertas, el jefe del tren lanzó un pitido penetrante, el vapor blanquecino se transformó con un silbido en un humo gris y cubrió el andén y los edificios colindantes. Acto seguido, el tren se puso en movimiento.
Marie no se había quitado el sombrero para que no se le vieran los ojos, solo la boca y la barbilla. Sobre todo era la boca lo que a Paul lo volvía loco. No se había pintado los labios y se veían suaves, solo en los bordes los tenía un poco pelados por el frío, y el superior tenía un pliegue en forma de corazón. Conocía muy bien el tacto de esa boca, era un tormento no poder tocarla.
—¿Lisa se enfadó mucho?
Paul tuvo que abandonar sus fantasías.
—Bastante. Tengo que informar al señor Winkler de que nuestra visita no es idea suya.
Paul sonrió, pero Marie se mantuvo seria. Había intentado hablar con Lisa, en vano, por desgracia.
—El ama de llaves no le ha pasado mi llamada.
Aunque justificado, era un reproche inoportuno. A Paul le molestó. ¿De verdad tenían que discutir de nuevo? ¿No podían tratarse durante ese breve trayecto con amabilidad, o como mínimo con educación?
—Lo siento mucho. Le pediré explicaciones.
Entonces Marie sonrió. Divertida y al mismo tiempo con un poco de malicia, según le pareció a Paul.
—No es necesario. Le he dejado clara mi opinión.
Paul asintió y decidió no ahondar más en el tema. La señora Von Dobern luchaba con evidente desesperación por su puesto en la villa, algo que dependía únicamente de su madre. Lisa se había convertido en una enemiga declarada, sin duda reforzada por Kitty y también por Marie, y al personal lo tenía en contra desde el principio. A Paul le daba un poco de pena Serafina, pues tarde o temprano perdería la batalla. Sin embargo, se resistía a despedirla para no cumplir con la exigencia de Marie. Por mucho amor y nostalgia que sintiera, no era de los que se dejaba mangonear por una mujer.
¿Quién decía eso siempre? Bah, daba igual.
—¿Te molesta si doy una cabezadita? Esta noche apenas he podido dormir —le preguntó ella de repente.
Mira por dónde, ella tampoco había dormido. Bueno, tal vez fuera mejor que durmiera. Por lo menos así no discutirían.
—Por favor, como si estuvieras en tu casa. Yo también estoy cansado.
Marie cogió el abrigo del gancho y se cubrió con él como si fuera una manta. Ahora Paul ni siquiera le veía la barbilla, y ella enseguida echó la cabeza hacia atrás. Paul espió bajo el ala del sombrero sus fosas nasales y los ojos cerrados. El medio arco oscuro de las cejas. De vez en cuando temblaban, seguramente por el movimiento del tren. Ese traqueteo constante y monótono que los iba juntando durante el viaje. ¿Dormía de verdad o solo lo fingía para evitar mantener una conversación con él? Paul se puso a mirar por la ventana, veía pasar la maleza rala, las últimas casas de Augsburgo, más tarde apareció resplandeciente el Danubio, que seguía las vías del tren. Prados verdes, pequeños bosques que ya lucían el color de los incipientes brotes, en medio casas bajas, gabarras que se arrastraban por el río.
En efecto, Marie estaba dormida. Ya no tenía la pierna derecha doblada sino estirada hacia él; su pie, enfundado en un zapato oscuro de cordones, casi rozaba el suyo. Cuando el tren se detuvo en Diedorf, sus zapatos chocaron y Paul vio sus ojos asustados, aún medio dormidos.
—Perdona.
—No pasa nada.
Los dos cambiaron de postura, se sentaron rígidos. Marie se recolocó el sombrero y se cerró el abrigo. Paul reprimió el intenso deseo de estrecharla entre sus brazos. Antes lo hacía todas las mañanas, cuando ella lo miraba medio dormida con los ojos entrecerrados. ¿Por qué tenían que comentar siempre los problemas, discutir, tener la razón? ¿No era más fácil abrazarse? ¿Y hacer todas esas preciosas locuras que les encantaban a los dos?
—¿Ya has pensado qué quieres decirle? —preguntó Marie.
—Eso te lo dejo a ti encantado.
—Ya. Depende de cuál sea la situación, ¿no?
—Claro.
Paul no podía concentrarse en los problemas de Lisa, estaba sopesando si debía declararle su amor a Marie. En ese caso debía darse prisa porque ahora estaban a solas en el compartimento y eso podía cambiar en cualquier momento.
—Para mí la principal pregunta es: ¿por qué no ha contestado a la carta de Lisa? —prosiguió Marie—. Puede que ya no viva en Gunzburgo, que se haya mudado.
—De ser así, su hermano le habría reenviado el correo.
Marie se encogió de hombros.
—Solo si sabe dónde está Sebastian.
—Ya veremos.
En el fondo a Paul también le daba la impresión de que Sebastian Winkler no tenía mucho interés en que lo encontraran. ¿Qué tipo de persona era en realidad? Le había hecho un hijo a su hermana y había desaparecido de la faz de la tierra. No era una conducta propia de un tipo que parecía decente y honrado. Por otro lado, en ese momento Lisa aún seguía casada con Klaus von Hagemann.
Marie se levantó para colgar de nuevo el abrigo del gancho, así que no tenía intención de seguir durmiendo. Paul parpadeó contra el sol matutino que ahora entraba en diagonal en el compartimento y esperó a que se volviera a sentar.
—¿Sabes, Marie? A veces pienso que nuestras discusiones no conducen a nada.
Ella no hizo ningún gesto que dejara traslucir qué pensaba.
—A mí también me da esa impresión, por desgracia.
—Cada vez olvidamos más lo que nos une.
—Porque tú no quieres entender qué es lo que nos separa.
¡Maldita sea! No era nada fácil confesar tu amor a una persona tan terca. Paul tragó saliva y lo intentó de nuevo.
—Lo que se interponga entre nosotros, Marie, no tiene importancia. Estaremos juntos, te lo prometo. Lo importante es que…
Ella negó con la cabeza y lo interrumpió con vehemencia.
—Para mí, querido, sí tiene importancia. Puedes eludir todos los problemas con un gesto, como si limpiaras un cristal empañado. El hielo se va, la imagen es nítida, pero el frío que hay al otro lado no desaparece.
Paul cerró un momento los ojos y oyó un murmullo en los oídos. «No», se dijo. «Ahora vas a mantener la calma».
—¿A qué te refieres con «el frío»?
Marie hizo un gesto como si la elección de la palabra no tuviera mayor trascendencia. Pero Paul la conocía bien.
—Quieres que respete a tu madre, ¿no? ¿Que apoye esa exposición? ¿Es eso lo que me estás pidiendo?
—¡No!
Paul soltó un gemido y se palmeó las rodillas.
—Entonces, ¿qué?
—Nada, Paul. No te exijo nada y no quiero obligarte a nada. Tú tienes que saber lo que quieres hacer.
Paul se la quedó mirando mientras intentaba descifrar el significado de sus palabras. ¿Qué demonios quería? ¿Por qué se encontraba de nuevo con esa pared que los separaba? Ese maldito muro que no tenía puerta ni ventanas y que era demasiado alto para treparlo.
—Explícamelo, por favor.
Se abrió el compartimento y asomó un señor mayor.
—¿Números 48 y 49? Ah, ya lo veo. Es aquí. Entra, cariño.
Arrastró una maleta de piel marrón hacia ellos, hizo un intento fallido de subirla a la red del equipaje y luego observó con desagrado cómo Paul la alzaba con un movimiento ágil.
—Muchísimas gracias, joven. Muy amable. ¿Tienes las sombrereras, cariño?
Cariño iba tapada con un abrigo de visón, así que solo le veía el cabello rubio y los ojos azules muy pintados. Pese al lápiz de ojos y el rímel, tenían un brillo infantil.
Dos maletas más, tres sombrereras y una bolsa de viaje de tela floreada acabaron en la red del equipaje gracias a la ayuda de Paul. Luego la joven dama se despojó de las pieles y se sentó al lado de Marie.
—Estos trayectos en tren son horribles —comentó el señor mayor, que se dejó caer al lado de Paul—. Mi mujer siempre padece dolor de cabeza.
Marie le sonrió y comentó que ella también tenía que tomar unos polvos para paliar el dolor de cabeza.
—Antes uno iba en el coche del correo por el bosque, atravesaba un charco de lodo tras otro y con frecuencia era víctima de los ladrones —repuso Paul, molesto por la interrupción.
—Sí, sí, los viejos tiempos.
Pronto Marie y Cariño estaban hablando de la última moda de primavera, los sombreros de París y las telas inglesas, y Paul volvió a asombrase de la naturalidad con la que su mujer accedía a personas engreídas y difíciles. Cuando tuvieron que bajar en Gunzburgo, Cariño se mostró desconsolada, se apuntó la dirección del atelier de Marie y prometió hacerle una visita lo antes posible.
Gunzburgo lucía precioso bajo el sol primaveral, sobre todo la imponente residencia que se erguía sobre una colina. Una construcción defensiva del siglo XVIII, levantada como una fortaleza alrededor de un patio interior, superada en altura por dos pequeñas torres con cúpula. Como de costumbre, la estación de tren se encontraba a las afueras, y, como ocurría a menudo, no había carruajes ni taxis que los llevaran al centro.
—Vamos a pie —dijo Marie sin dudar—. Por suerte no llevamos ni maleta ni sombrereras.
Por primera vez sonrieron los dos. Se rieron de la peculiar pareja del tren y Paul se atrevió a ofrecerle el brazo. Marie dudó, lo miró un instante y luego aceptó.
No debería haberlo hecho, pues el roce le provocó una inoportuna turbación. Lo que dijo durante el breve paseo más tarde le pareció absurdo, pero Marie tampoco paraba de decir tonterías, así que los dos, al rodear los muros del casco antiguo, lo atribuyeron al inicio de la primavera.
—¿Te apetece que tomemos primero un tentempié en una panadería? —propuso él, travieso.
Marie no quiso. Había desayunado bien en casa, y tenían una misión delicada entre manos que no podían aplazar. Paul tenía hambre, pues en la villa apenas había engullido un bocado, pero le dio la razón.
Preguntaron a los transeúntes por Josef Winkler, que vivía en el número 2 de Pfluggasse. Los enviaron dos veces a una dirección equivocada y deambularon por el centro histórico hasta que encontraron a alguien que realmente lo conocía:
—Winkler Sepp, tiene un taller de zapatero junto a la torre antigua.
—Ahí arriba —dijo Marie, y señaló un zapato de hierro forjado que se balanceaba de un gancho.
El taller de zapatero de Joseph Winkler consistía en dos casitas estrechas unidas por un pasaje. A la izquierda había un pequeño escaparate en el que se veían unos zapatos de mujer polvorientos, un par de botas de montar y suelas de goma sueltas. La entrada se hallaba a la derecha, tres escalones bajaban al taller.
Paul se ahorró llamar a la puerta, el constante martilleo que se oía en el interior lo habría silenciado de todos modos. El zapatero barbudo apenas levantó la cabeza cuando entraron, y siguió clavando espigas en las suelas de madera.
—¡Erika!
La voz sonó ahogada, tenía por lo menos diez espigas entre los labios, pero una mujer alta y huesuda apareció desde una habitación contigua. Intrigada, observó de arriba abajo a la pareja vestida de ciudad.
—¿En qué puedo servirles, señores?
—Nos gustaría hablar con el señor Sebastian Winkler —dijo Paul, a quien a primera vista esa mujer le pareció antipática.
Su rostro mostraba una desconfianza extrema y una hostilidad incipiente. Intercambió una mirada con el zapatero, que suponían que era su marido, y le hizo un gesto autoritario con las cejas. Vaya, estaba claro quién llevaba los pantalones en el taller.
—¿Qué quieren de él?
Sonó más que reticente, pero por su reacción cabía deducir que Sebastian no andaba muy lejos.
—Nos gustaría darle una noticia y tener una breve conversación con él, pero le aseguro que no hay motivo para preocuparse, señora Winkler.
Paul esbozó una sonrisa encantadora que surtió efecto, pues a la mujer se le relajó el semblante.
—Es una persona decente y no ha hecho nada malo —dijo al tiempo que lanzaba una mirada de advertencia a Paul.
—Estamos convencidos, señora Winkler. ¿Está en Gunzburgo?
Intercambió otra mirada con su marido, que se puso a martillear de nuevo con frenesí. El taller consistía en una mesa vieja cubierta de todo tipo de restos de piel, herramientas y cajitas llenas de clavos. El zapatero tenía cerca una pieza de madera en bruto, al lado el dibujo de una suela y un zapato a medio terminar de piel negra. De las paredes colgaban por todas partes tenazas, punzones y tijeras de todos los tamaños, además de otras herramientas cuya función solo él conocía. En el rincón había un horno de hierro fundido cuyo tubo atravesaba el techo y, detrás, la pared encalada estaba negra del hollín.
Dado que la zapatera tampoco respondió a la pregunta, se quedaron un rato indecisos hasta que Marie tomó la iniciativa.
—¿También hacen sandalias, señora Winkler? —preguntó con amabilidad al tiempo que cogía un zapato de mujer de la estantería para ver la suela.
—¿Sandalias?
—Sí —contestó Marie con una sonrisa—. Con correas y tacón bajo. Se llevan sin medias. Solo en verano, por supuesto.
—No hacemos esas cosas.
—Ah, pues para su marido seguro que es una minucia. ¿Quiere que le dibuje una?
Acto seguido desapareció con la huesuda Winkler en el cuarto contiguo, donde era evidente que había una especie de despacho. Bajo la luz de la lámpara de techo eléctrica vio una mesa y encima un montón de papeles. Marie hablaba sin parar, dibujaba correas de zapatos con tacones y le explicó que en verano estarían de moda. Ella tenía un atelier en Augsburgo y podía hacerle algunos encargos si lograba ver una muestra. Marie, tan lista, acertó. Paul vio la avaricia en el rostro de la esposa del zapatero, seguramente ya estaba pensando en el precio que pagarían las señoras de ciudad.
—¿Su hermano vive aquí, en Gunzburgo? —preguntó Paul al zapatero a media voz.
—No está.
Ahora que se encontraba fuera de la zona de influencia de su esposa, el zapatero se mostraba más hablador.
—¿Y dónde está? ¿Ha encontrado un puesto de profesor?
El zapatero negó con la cabeza y se le fueron los ojos al cuarto trasero, donde Marie presentaba el tercer esbozo a la señora Winkler. La mujer estaba impresionada por su habilidad para el dibujo.
—¿De profesor? No. Hace aquí el papeleo y entrega los zapatos terminados. Los sábados barre los callejones. Y luego cuida de nuestros chicos y les enseña a leer y a calcular. Ya van al colegio, pero ahí no han aprendido nada. Son demasiado tontos. —Se quedó callado y volvió al trabajo.
Al otro lado, Marie estaba hablando de un par de zapatos abotinados con cordones que le hicieron en Augsburgo. Paul observó a la mujer del zapatero, que escuchaba con atención mientras contemplaba los dibujos a contraluz. A Paul lo asaltó una sospecha.
—Entonces, ¿vive aquí?
—Claro. Arriba, en la buhardilla.
—¿Ha recibido alguna carta durante las últimas semanas?
—No lo sé. Erika es la que recoge el correo del cartero.
—Comprendo.
El zapatero se metió una nueva carga de espigas entre los labios y siguió trabajando. Entonces era posible que la diligente esposa del zapatero ni siquiera le hubiera dado la carta de Lisa. ¿Por qué iba a hacerlo? Su cuñado trabajaba a cambio de la manutención, llevaba los libros, escribía las facturas, hacía el trabajo sucio y encima cuidaba de su descendencia. Nunca tendría una ayuda mejor ni más barata.
—¿Y dónde está ahora?
El zapatero señaló la entrada con un movimiento de la cabeza.
—Ahora vendrá.
Vaya. Paul sonrió satisfecho y le hizo una señal a Marie para decirle que Sebastian no estaba lejos. Marie bajó un momento los párpados: le había entendido.
Tuvieron que esperar veinte minutos a Sebastian Winkler, y Marie ya había dibujado cuatro esbozos nuevos cuando por fin llegó. A Paul le pareció que estaba bastante flaco, también cojeaba por el pie amputado, y su ropa escapaba a cualquier descripción. Por lo visto vestía el mismo traje andrajoso con el que había viajado hasta Pomerania unos años antes.
Sin duda se llevó un buen susto cuando los reconoció, pero procuró mantener la compostura.
—Señor Winkler —dijo Marie con cariño, y le tendió la mano—. Espero que se acuerde de mí. La señora Melzer, de la villa de las telas. Mi marido.
Paul también le estrechó la mano, luego propuso no molestar más en el taller y salir a la calle. La esposa del zapatero, que estaba pensando en su parte, los vio marcharse con gesto severo.
—No podías callarte la boca —le espetó a su marido, que siguió martilleando imperturbable su zapato.
El sol de primavera brillaba entre las casas pero aún estaba demasiado bajo para colarse en los callejones. Una bandada de gorriones grises se levantó con gran alboroto y se distribuyó por tejados y muros.
—Supongo que vienen a petición de… de la señora Von Hagemann —dijo Sebastian, que ahora estaba pálido y alterado—. Sé que estoy en deuda con ella.
—En absoluto —lo interrumpió Paul—. Al ver que no recibía respuesta a su carta, mi hermana insistió en no tener nada que ver con esta visita.
—¿Su carta? —dijo él, desconcertado—. ¿Elisabeth me escribió una carta?
—¿No la recibió? —preguntó Marie, inofensiva—. Es… inexplicable. Nuestro correo es de confianza.
Sebastian calló, y su palidez se acentuó. Tenía los labios casi azulados y le temblaban. A Paul le daba verdadera pena. No tenía que ser divertido caer en las garras de semejante cuñada.
—Solo queríamos decirle dos cosas —continuó Marie—. Porque consideramos que debe saberlo. Luego regresaremos a Augsburgo y no lo molestaremos más.
Paul discrepaba, quería apelar a la conciencia de Sebastian, pero, como el pobre en ese momento parecía encontrarse mal de verdad, se resignó.
Tuvieron que dejar paso a dos mujeres que tiraban de una carretilla llena de sacos de harina que ocupaban casi todo el ancho de la calle y que hablaban a gritos. Luego los gorriones siguieron alborotando en los muros.
Marie se acercó un poco a Sebastian y habló en voz baja pero con claridad.
—En primer lugar: hace unas semanas que mi cuñada se divorció del señor Von Hagemann. Ahora vive en Augsburgo, en la villa de las telas.
Si a Sebastian le sorprendió la noticia, no lo dejó traslucir. Permaneció impasible, solo sus ojos tras los cristales de las gafas tenían un brillo extraño.
—En segundo lugar: en febrero Elisabeth dio a luz a un niño sano, cuyo padre, y así me lo ha contado, no es de ningún modo Klaus von Hagemann.
Entonces perdió la serenidad. Retrocedió varios pasos dando tumbos, chocó contra la pared de la casa del zapatero y procuró recuperar el aliento.
—Un… niño. ¡Tiene un niño!
Paul le puso una mano en el hombro con gesto amable.
—Este tipo de noticias lo dejan a uno de piedra, ¿eh? Tómese su tiempo y decida con toda tranquilidad. A fin de cuentas se trata de… de su hijo.
—Se lo juro —tartamudeó Sebastian, muy alterado—. No tenía ni idea. Dios mío, ¿qué pensará de mí? ¿Cómo voy a volver a mirarla a los ojos?
—Si de verdad tiene en estima a Elisabeth, señor Winkler —dijo Marie con ternura—, si la quiere, sabrá lo que tiene que hacer.
Se despidieron y lo dejaron perplejo en el callejón, delante del taller de su hermano.
—¿Hemos hecho lo correcto? —preguntó Paul mientras se dirigían a la estación de tren.
—Creo que sí —contestó Marie—. Huyó de repente, ahora tiene que ver cómo lo arregla. Y creo que tomará la decisión correcta.
Paul la miró de soslayo con una sonrisa. ¿Intuición femenina? ¿O aguda observación? Él opinaba lo mismo, y se alegraba de que coincidieran.
—¿De verdad quieres encargar sandalias?
Marie soltó una risita y se encogió de hombros.
—Tal vez, ¿por qué no? Si me envía una muestra decente, sí.
Era una mujer de negocios inteligente, aprovechaba cualquier ocasión para dar con nuevas ideas y ofrecerlas. En algún momento su padre tuvo que verlo, pues al final de sus días apreciaba mucho a Marie. Quizá algunas cosas habrían sido distintas si su padre siguiera con vida.
Encontraron un coche de alquiler que los llevó a la estación. Allí cerca tomaron un almuerzo temprano en una fonda y hablaron de Sebastian Winkler. Más tarde, ya sentados en el tren, comentaron cómo podrían ayudar a la pareja.
—Estoy segura de que Lisa aún lo quiere —dijo Marie—. Y a él Lisa tampoco le resulta indiferente, en absoluto.
Marie se quitó por fin el sombrero y se arregló el pelo corto con un pequeño peine de bolsillo. Paul la miró y tuvo la sensación de no haberse separado nunca de ella.
—Tenemos que proceder con diplomacia, Paul. Sebastian tiene un sentido del honor muy acentuado. No le resultará fácil aceptar la oferta. —Durante el almuerzo habían quedado en ofrecerle un puesto de contable en la fábrica de paños.
Paul soltó un profundo suspiro, le costaba entender que tuviera que tratar con cautela a ese hombre para ofrecerle un trabajo.
—Otros harían cola por una oportunidad así.
—Tienes razón, Paul. Pero para esa pequeña familia sería una solución maravillosa, ¿no te parece?
—Sí, Marie. Deberíamos intentarlo.
A Paul le pareció que durante la mañana las yemas de los árboles habían brotado en las islas del río cuando atisbó una capa verde lima en las ramas. No obstante, tal vez fueran imaginaciones suyas. En el pequeño compartimento había luz y calor, por suerte lo tenían para ellos solos, y mientras hablaban sobre el futuro de Lisa, Paul se sintió en casa de nuevo. Con Marie. Era su media naranja, a su lado el mundo era claro, todo era posible, nada podía ponerlos en peligro.
Cuando aparecieron en la ventana las primeras casas de Augsburgo en los nuevos barrios de Oberhausen, al otro lado del Pfersee, y avistó a lo lejos la torre de Perlach y la iglesia de San Ulrico y Santa Afra, comprendió qué debía hacer. Otro intento. Aunque acabara con rasguños y sangrando de tanto chocar contra esa pared que se había interpuesto entre ellos.
—Marie. Quería decirte otra cosa: si quieres organizar esa exposición, no te pondré palos en las ruedas.
Marie lo miró muy seria, y Paul entendió que debía ir un paso más allá.
—Creo que es lo correcto. Es tu madre. Además de una artista extraordinaria. Merece que se muestre su obra.
Marie miró por la ventana, el tren pasaba por el puente Wertach, había una bandada de cisnes en el agua poco profunda. Paul esperó con el corazón en un puño. ¿Por qué se quedaba callada?
—Tenía que darte recuerdos, por cierto —dijo ella con una sonrisa.
—¿Recuerdos? ¿De quién?
—De Leo y Dodo. Están ansiosos por que llegue la próxima visita a la villa.
Por fin una buena noticia, aunque no fuera la que esperaba.
—¿Y tú? —preguntó.
Entraron en la estación, el tren dio una sacudida y por el estrecho pasillo ya había gente con bolsas y maletas. Algunos miraban intrigados por los cristales hacia el interior del compartimento.
—Aún no estoy segura, Paul. Dame tiempo.
Ahí estaba. La brecha. Un paso abierto en la dura pared. Paul sintió ganas de gritar de alegría. Sin embargo, se limitó a ponerse en pie y ofrecerle el abrigo, observó cómo se ponía el sombrero y la ayudó a bajar del tren al andén.
—Hasta pronto —dijo ella en el vestíbulo.
Y se fue a toda prisa para subir al tranvía.