Chapter 28 - 28

Enero de 1925

Estimado señor Winkler:

Dado que prefirió largarse sin despedirse, durante los últimos meses he invertido pocos esfuerzos en averiguar su paradero actual. ¿Para qué? Su desinterés por la finca Maydorn y por mi modesta persona quedó muy claro, y no soy de ese tipo de mujeres que salen corriendo detrás de un hombre. Sin duda, durante este tiempo habrá encontrado un sitio en la vida que le sea conveniente. Estoy segura de que es un magnífico profesor y educador de jóvenes, en eso consiste su talento, así como en la investigación del pasado y la historia nacional.

Lisa se reclinó en la silla y mojó la pluma en el tintero. Leyó el texto, descontenta, negó con la cabeza y añadió mejoras; «largarse» sonaba demasiado duro, indicaba consternación, si no ira. No quería dar la impresión de que la carta era una especie de ajuste de cuentas. Quería parecer educada y serena. No estaba dispuesta a ir detrás de él. Ni siquiera para hacerle reproches. Estaba por encima de eso. Ahora se trataba solo de…

«Qué sandeces digo de su talento», pensó, y tachó la última frase. «A fin de cuentas, tampoco pretendo adularlo. Solo faltaba eso. ¡Después de todo lo que me ha hecho ese cobarde!»

Se levantó, se ciñó la bata y comprobó que apenas podía cerrarla, y eso que era ancha. Qué horror. Se sentía pesada como el plomo, constreñida como una abeja reina. Estaban a mediados de enero; con suerte, pronto llegaría a su fin la parte molesta. El parto le daba miedo, pero pasaría, era algo que sucedía desde los albores de la humanidad. Lo principal era que la criatura estuviera sana, fuese niño o niña. Luego haría todo lo posible por recuperar su figura normal. Sobre todo eso. Apenas tenía nada que ponerse, tampoco le cabían los zapatos porque tenía los pies hinchados.

Pese a que eran las seis y aún no había amanecido, apartó las cortinas y abrió una ventana. La recibió el aire fresco de la noche y respiró hondo. Pequeños copos de nieve se posaron sobre su rostro acalorado, resbalaron con la corriente de aire hacia la nariz y le hicieron cosquillas. Vaya, menuda helada. En MAN estaban trabajando, las luces remotas de la fábrica apenas permitían distinguir los árboles y la superficie cubierta de nieve del parque. Una liebre saltó por la nieve, luego otra. Se pusieron sobre las patas traseras, se miraron, luego la pequeña echó a correr entre los abetos rojos. La otra se agazapó y se puso a hurgar en la nieve.

Se cerró la bata hasta el cuello y se inclinó un poco hacia delante. Sobre la masa de nieve en la que estaba sumergida la galería bailaban unas luces amarillas. Alguien había encendido las luces del vestíbulo. Seguramente la señora Brunnenmayer estaba preparando el desayuno y Julius limpiaba con diligencia las botas de los señores. Lisa suspiró. Serafina le había dicho en varias ocasiones que Dörthe era «torpísima» y no servía para nada, que más valía enviarla de vuelta a la finca en cuanto pudieran. Quizá tuviese razón, pero Lisa era de la opinión de que había que darle otra oportunidad. Insistía en mantenerla en su puesto porque le divertía contradecir a Serafina.

Hacía demasiado frío, cerró la ventana y se retiró hacia la estufa que Gertie había alimentado la víspera con briquetas ardientes. Era muy agradable apoyar la espalda dolorida en los azulejos calientes y dejarse llevar un momento por esa sensación de suave protección. En la villa no se sentía protegida, sino más bien sola y abandonada por todos. Paul estaba ocupado con sus problemas conyugales, su madre sufría migrañas constantes y se pasaba la mayor parte del tiempo en cama, y Serafina, su querida amiga a la que tantas ganas tenía de ver, iba a lo suyo.

«No te imaginas, mi querida Lisa, lo desagradecida que es la patria con sus héroes. Con tantos que dieron la vida y la sangre en el campo de batalla, y no quieren más que criticar su sacrificio y olvidarlos».

Bueno, un poco sí que entendía a Serafina. Su padre, el general Von Sontheim, había caído en Rusia, igual que su hermano menor y su marido. Armin von Dobern era teniente y tuvo una muerte heroica en Flandes. Por lo visto, las viudas recibían unas pensiones exiguas, y Serafina tenía que alimentar a su madre y a sus suegros, que habían perdido su fortuna con la inflación. No era de extrañar que estuviera amargada. Aun así, le parecía una desfachatez que esa mujer seca y altiva se interpusiera entre ella y su madre.

«Ahora tu madre necesita calma, Lisa. Cualquier cosa que desees, puedes pedírmela a mí».

«Tu querida madre está durmiendo la siesta. No puedes molestarla bajo ningún concepto».

«Le he dado a tu madre un calmante suave. No debe alterarse, ya lo sabes».

Lisa quería saber qué le daba en realidad Serafina a su madre. Un vasito por aquí, unas gotitas por allá en un azucarillo, un «somnífero» para que pasara la noche tranquila.

—Es valeriana, Lisa. Es inofensiva. Los antiguos romanos ya la usaban.

Lisa había utilizado con frecuencia la valeriana en el hospital, calmaba a los heridos cuando los atormentaba la angustia o el dolor. Su olor era inconfundible. Y desde el principio del embarazo su olfato había mejorado mucho, pero no percibía la valeriana en el «somnífero» de Serafina.

—¿Por qué no puede alterarse mamá? ¿Acaso tiene el corazón mal?

La sonrisa de suficiencia de Serafina era tan penetrante que a Lisa se le erizó el vello de los brazos de la aversión.

—Bueno, ya sabes, Lisa. Tu madre ya no es una jovencita, y su corazón tampoco es el de antes.

—Mamá tiene sesenta y siete años, ¡no ochenta y siete!

Serafina no hizo caso del reproche. Sesenta y siete ya era una edad considerable.

—Tu pobre padre murió a esa edad, Lisa. No lo olvides.

—¡No lo olvidaré nunca, Serafina!

No se cansaba de hacerle reproches, pero ya echaba por ver quién tenía más aguante.

—Yo creo que la salud de mi madre es mucho mejor de lo que quieres hacerle creer.

—Por favor, Lisa. Esas terribles migrañas…

—¡Venga ya! Mamá lleva toda la vida con migrañas.

—Me entristece mucho la poca consideración que muestras hacia la delicada salud de tu madre, Lisa. Espero que no tengas que lamentarlo nunca.

Lisa tuvo que controlarse. No quería perjudicar al niño que llevaba en el vientre si se acercaba a Serafina para darle una bofetada. Pero ya llegaría el momento.

¡Pobre Marie! Durante los últimos días, Lisa había entendido bastantes cosas. En Nochebuena encontró un rato para hablar a solas con ella. No estuvo muy receptiva, pero cuando entendió que Lisa no tenía intención de reprocharle nada tuvieron una conversación bastante sincera. De pronto entendió que Marie era el alma de la casa. La que siempre era comprensiva. La que se esforzaba por arreglar los malentendidos y las disputas. La que se ocupaba de todo, siempre alegre, siempre contenta, siempre con una buena idea a mano. Marie era como una brisa cálida y estimulante que soplaba en la casa y daba un respiro a todos con su bienestar.

Ahora tenía la sensación de notar desde la primera hasta la última hora del día una ráfaga de viento frío y mohoso que provenía sobre todo de Serafina. ¡Si no fuera por el niño!

—¡Paul y tú tenéis que hablar! —le dijo a Marie—. Sé que te quiere. Se pasa las noches con la cabeza metida en algún informe mientras vacía una botella de vino tinto. Eso no es normal.

Marie le explicó que no era tan fácil.

—Tal vez sea cosa mía, Lisa, pero tenía la impresión de que ya no había sitio para mí en esta casa. De pronto volvía a ser la pobre huérfana a la que acogieron por compasión. La hija bastarda de una mujer que pintaba cuadros escandalosos y que se resistió con obstinación a someterse a la voluntad de Johann Melzer. Casi me daba la sensación de que la terrible muerte de mi pobre madre era como una mala hipoteca.

—Pero ¡qué tonterías dices, Marie!

—No son tonterías, Lisa. Paul no me ha apoyado. Al contrario, se ha puesto de parte de tu madre, quien, por desgracia, ha cambiado mucho.

—Yo también me he dado cuenta, Marie. ¿Sabes qué pienso?

Marie ni confirmó ni desmintió su teoría de que el cambio de Alicia se debía a la influencia de Serafina. Era posible, pero no se podía probar. En todo caso, con ella los niños sufrían, y ahora se arrepentía de no haber actuado antes. Kitty solucionó el problema a su manera. Se mudó a Frauentorstrasse con Henny. ¡Y punto!

—¿Y cuánto tiempo va a durar esta situación?

—No lo sé, Lisa.

En cierto modo Marie le daba envidia. Seguro que en Frauentorstrasse el ambiente era más alegre que en la villa. Los tres niños correteaban por la casa, Gertrude le daba al cucharón, Kitty disfrutaba de la presencia de Marie y además recibían visitas. Todo era bohemio, desenfadado, poco convencional, generoso. Seguro que allí nadie habría hecho aspavientos al ver a una esposa embarazada que se había separado. En la villa rara vez tenían invitados, y siempre eran las amistades de los Melzer. Ni una sola vez habían invitado a Lisa a participar en esas reuniones, su madre tenía a Serafina a su lado. Era increíble. Esa persona se sentaba en el sitio de Marie. Se lo contó Gertie, que estaba tan enfadada como el resto de los empleados.

Marie era quien la había convencido para que escribiera una carta a Sebastian.

—Sea como fuere, Lisa, él tiene derecho a saber que va a ser padre. Lo que haga después es asunto suyo.

Así era Marie. No había creído ni por un momento que el niño fuera de su marido. Había intuido la verdad y se lo había dicho con toda naturalidad.

—No puedo imaginar que le dé igual, Lisa.

Le replicó que había vivido durante cuatro años en la misma casa que él y que su terquedad y su sentido del honor la sacaban de quicio.

—Ese encuentro fue como… un trágico accidente. Ya me entiendes.

Lisa sabía lo poco creíbles que sonaban esas explicaciones, y de hecho ninguna era cierta. Sin embargo, Marie asintió, comprensiva. Se levantaron las dos y estuvieron un rato mirando por la ventana. Paul había rescatado en secreto el viejo trineo, y ahora daba vueltas por el parque.

—Paul ha tenido una idea preciosa, ¿no te parece?

Marie se limitó a esbozar una sonrisa triste. Probablemente recordaba el viaje en trineo de doce años atrás, cuando aún era la ayudante de cocina en la villa. Por aquel entonces, Paul y Marie estaban muy enamorados.

—Tal vez sea cierto eso de que nadie debería casarse por encima de su clase —dijo Marie a media voz.

—Qué tontería —gruñó Lisa—. Mamá y papá procedían de familias distintas. Mamá es noble y papá era burgués. —Se quedó pensando si el matrimonio de sus padres había sido feliz o infeliz. Luego se le ocurrió que Sebastian era de origen muy humilde y ella, como hija del acaudalado propietario de una fábrica, en realidad quedaba fuera de su alcance. Por lo menos antes era así. Pero después de la guerra habían cambiado muchas cosas.

—¿Qué harías si Sebastian se presentara en la puerta de casa? —preguntó Marie de repente.

—¡Cielo santo! —exclamó asustada—. ¡Con lo inflada y fea que estoy ahora, mejor que no me vea!

Marie se quedó callada y observó cómo Alicia y Gertrude subían al trineo con Kitty. No obstante, por la expresión de su rostro Lisa comprendió que se había delatado. Aún amaba a Sebastian. Lo quería incluso más que antes.

—Mira —dijo Marie señalando abajo, en el patio—. Mamá sube al trineo con mucha agilidad. Y cómo se ríe, no le molesta nada no tener espacio ni que los niños no paren quietos.

La tarde de Nochebuena, después de que Kitty y su alegre séquito regresaran a Frauentorstrasse, su madre tuvo unas migrañas horribles.

Serafina le dijo a Paul en tono de reproche:

—Primero le devuelven a los nietos y luego tiene que separarse otra vez de ellos. ¡Es muy cruel lo que su esposa le está haciendo a su madre!

—¡Usted no es quién para juzgarlo, señora Von Dobern! —espetó Paul con dureza, y cerró la puerta del despacho de un golpe.

Lisa disfrutó viendo el gesto petrificado de Serafina.

Al cabo de dos semanas, el domingo, los gemelos volverían a la villa de visita. Lisa torció el gesto al notar movimiento en el vientre. La víspera, el niño se había revuelto tanto que de repente no podía ni dar un paso. Un dolor le recorría desde la cadera hasta el tobillo derecho. ¡Ese embarazo era un tormento!

Se separó de los azulejos calientes y se acercó de nuevo al escritorio anticuado que también habían rescatado de la buhardilla. Lanzó una mirada crítica a la carta que le estaba escribiendo a Sebastian, mejoró la expresión «largarse» por «irse por sorpresa» y pensó en cómo anunciarle su estado.

«Sin querer influir en su vida, con esta carta quería comunicarle que nuestro breve encuentro tuvo consecuencias».

Se detuvo al oír un ruido raro. Luego un grito, una voz femenina. Un chillido. Bastante histérico. ¿Era Else? Sin duda procedía de la planta baja. ¿Dörthe? Por Dios, Dörthe no, qué desgracia de chica.

Se oyó un portazo y después a alguien que subía la escalera a toda prisa. Solo podía ser la escalera de servicio, cuyos peldaños eran de ladrillo, porque la que usaba la familia estaba cubierta con una alfombra.

—¡Ayuda! —gritó una voz de mujer—. ¡Policía! ¡Nos atacan! Ladrones.

Lisa comprobó aliviada que no era Dörthe. Parecía Serafina. Jesús bendito, estaba histérica.

—Un hombre… un hombre ha entrado en mi habitación.

En ese momento se mezclaron otras voces. Lisa reconoció a la señora Brunnenmayer, también a Julius. Era evidente que intentaban calmar al ama de llaves.

¿Un hombre? ¿En la habitación de Serafina? Lisa también se inquietó. En ese momento el número de habitantes masculinos en la villa era bastante reducido. Si no había sido Julius, solo quedaba Paul. Durante un horrible segundo se le ocurrió que su hermano podía haber estado en la habitación de Serafina. Tampoco sería tan extraño. Un hombre no dejaba de ser un hombre. Pero no, en ese caso seguro que Serafina no habría gritado. Al contrario, habría guardado silencio. Entonces era un ladrón. Y por lo visto había subido corriendo a la buhardilla, donde se encontraban los cuartos del servicio y el desván para secar la ropa.

Se ciñó la bata lo mejor que pudo y salió al pasillo. Ahí estaba Paul, completamente vestido, junto a la puerta de la habitación de mamá. Hablaba con ella.

—Vuelve a acostarte, por favor. Seguro que solo es una broma pesada.

—Llama a la policía, Paul.

—Cuando sepa qué ha pasado.

Lisa se dirigió hacia ellos. Ahora el niño pataleaba con fuerza, probablemente había notado los nervios.

—Alguien ha subido por la escalera de servicio, Paul.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Ahora mismo. Después de que gritara.

—¡Vaya! Pues vamos a ver.

—¡Paul! —gimió mamá—. Ten cuidado, por Dios. Puede atacarte ahí arriba.

—Si es que sigue ahí —comentó Lisa con sequedad—. Después de ver al ama de llaves en camisón, seguro que solo piensa en largarse cuanto antes.

Su madre tenía la mente en otra parte y no entendió la pulla que le había lanzado a Serafina. Dejó que Lisa la acompañara de vuelta a su habitación y se sentó en la cama.

—Dame mis gotas, Lisa. Están junto a la jarra de agua.

—No necesitas gotas, mamá. Bébete un vaso de agua.

Su madre había llamado al timbre, y acto seguido se oyeron los pasos pesados de Else en el pasillo.

—Señora —dijo, y luego hizo una reverencia junto a la puerta.

—¿Qué pasa, Else?

—No tiene de qué preocuparse, señora.

Else mentía muy mal, se notaba que ocultaba algo.

—¿Por qué gritaba el ama de llaves? —quiso saber su madre.

Else se lo pensó, hizo una reverencia extraña y se quitó una pelusa del delantal.

—La señora Von Dobern tenía pesadillas, señora.

¿A qué hora se despertaba el ama de llaves? Eran las seis y media, la señorita Schmalzler ya llevaría tiempo de servicio.

—Entonces, ¿no ha pasado nada? —preguntó su madre, preocupada.

Else negó con la cabeza en un gesto enérgico y apretó los labios.

—No, no. Está bien. Se está vistiendo. Solo se ha asustado un poco.

No iban a sonsacarle nada más. Su madre ordenó que enviaran a Julius a los cuartos del servicio para ayudar a Paul si era necesario.

Justo después se presentó Serafina. Estaba pálida como una sábana del susto, pero por lo demás parecía serena.

—Lo siento mucho, querida Alicia.

La voz le temblaba un poco y le costaba respirar. A Lisa casi le dio pena, estaba a punto de darle un ataque al corazón.

—Siéntese, querida —dijo su madre—. Tómese unas gotas de valeriana, Dios sabe que la necesita.

Serafina lo rechazó, ya se encontraba mejor. Por desgracia, tenía motivos de queja del personal.

—Le he pedido a Julius que llame a la policía. En vano. Cuando he ido yo misma al despacho a llamar, la señora Brunnenmayer se ha interpuesto en mi camino.

—Es increíble —dijo su madre.

—Incluso ha llegado a las manos.

—¿La señora Brunnenmayer? ¿Está hablando de nuestra cocinera, Fanny Brunnenmayer? —exclamó Alicia, que lanzó una mirada impotente a Lisa.

—¡Exacto! Me ha torcido la muñeca.

Serafina se desabrochó los puños para enseñar la herida, pero ya nadie le prestaba atención. Se había abierto la puerta que daba a los cuartos del servicio y se oyeron unos pasos.

—¡Vamos! —dijo Paul—. No nos lo vamos a comer.

Alguien tropezó contra la puerta.

—Párese. Espere, yo lo sujeto.

—Gracias —dijo una voz débil—. Estoy… estoy mareado.

Serafina se irguió, luego salió con ímpetu del dormitorio de Alicia al pasillo. Lisa dudó un momento porque no estaba vestida, pero luego la siguió.

—Pero si es… ¡Humbert!

Apenas reconoció al antiguo criado, delgado y con las mejillas hundidas, colgado del brazo de Paul. ¿No le habían contado que había hecho carrera en los escenarios de la capital? Debía de ser un error. Parecía que se hubiera muerto de hambre en un cuchitril.

—Es él —dijo Serafina con calma pero con la voz un tanto temblorosa—. Es el hombre que ha entrado antes en mi cuarto. ¡Me alegro de que lo haya atrapado, señor Melzer!

Humbert había levantado la cabeza para mirar a Serafina, pero ella no lo reconoció.

—Sí, díselo, Humbert —dijo Paul, que presenciaba la situación más bien divertido—. ¿Qué buscabas ahí? ¿Por qué has entrado de madrugada a hurtadillas en la villa?

Humbert se aclaró la garganta, luego tosió. «Espero que no nos contagie la tisis», pensó Lisa. ¡Tenía que pensar en su hijo!

—Le pido mil disculpas —le dijo Humbert a Serafina—. No tenía ni idea de que durmiera alguien en ese cuarto. Solo quería descansar un momento. Estaba exhausto después del largo viaje en tren.

La explicación no dejaba claras algunas cosas. Paul arrugó la frente y Serafina soltó un bufido, indignada.

—Entonces ha entrado en la casa sin avisar a los señores —afirmó—. ¿Quién le ha abierto la puerta?

Humbert miraba con indiferencia al frente y, cuando habló, daba la sensación de que se estaba comunicando con otro mundo.

—A las seis y media siempre se abre el cerrojo de la puerta de la cocina porque llega el lechero. Me he colado sin que me vieran.

—No nos venga con cuentos —dijo Serafina; tenía un rubor insano en las mejillas—. Ha tenido cómplices. Alguien le ha abierto la puerta de la cocina y lo ha colado en secreto en la villa.

Humbert parecía demasiado agotado para contestar. Colgaba de tal manera del brazo de Paul que temían que se fuera a desplomar si no lo sujetaba.

—Sé perfectamente quién es la responsable —prosiguió Serafina en tono triunfal—. Querida Alicia, durante años ha desperdiciado usted su simpatía con una persona que no la merecía. La cocinera es una embustera insidiosa. Una tirana que pone a los empleados en mi contra y se empeña en hacer caso omiso de mis instrucciones. Sin duda, la señora Brunnenmayer está detrás de esta infracción.

Paul hizo un movimiento impaciente con el brazo, no tenía ganas de entrometerse en disputas absurdas.

—¡Julius! Lleve a este joven al cuarto del servicio de abajo. Y luego me gustaría desayunar.

Julius, que esperaba al pie de la escalera, pasó presuroso junto a Serafina sin siquiera mirarla. Tras él estaban Gertie y Dörthe, que querían ver qué había ocurrido arriba, por supuesto. Lisa tenía claro que el servicio haría fuerza común con la señora Brunnenmayer. Eso le gustaba. Si Serafina se había llevado un susto era solo por su culpa: ¿por qué dormía en el despacho del ama de llaves? La señorita Schmalzler jamás lo hizo, dormía arriba, en su cuarto, y usaba la habitación de abajo como despacho. Pero, claro, en invierno los cuartos del servicio eran muy fríos, por eso se había instalado allí, cerca de la cocina caliente. Eso no ayudó a ganarse la amistad de los empleados.

—Querida Serafina —dijo su madre, disgustada—. Con la señora Brunnenmayer se equivoca, sin duda.

Su antigua amiga no era tonta. Entendió que había ido demasiado lejos, así que reculó un poco.

—Tal vez tenga razón, querida Alicia. Ay, qué jaleo tan innecesario. Ahora necesita tranquilidad.

Sirvió un vaso de agua y desenroscó el tapón de la botella de cristal, marrón y barriguda, pero Alicia negó con la cabeza.

—No, gracias, nada de gotas. Else, ayúdame a vestirme. Y antes del desayuno me gustaría hablar con la cocinera. Lisa, acuéstate otra vez, desayunaremos juntas hacia las nueve y media.

Lisa agradeció la comprensión de su madre, de pronto se sentía tan cansada que apenas se tenía en pie. ¿Eran imaginaciones suyas, o el inesperado incidente había levantado los ánimos de su madre?

Cuando al cabo de una hora bajó a desayunar, su madre estaba sentada a la mesa con el periódico.

Sonrió y le preguntó, preocupada, cómo se encontraba.

—El niño no para de hacer gimnasia, mamá.

—Así debe ser, Lisa. He pedido que te preparen un té, el café podría inquietarlo.

¿Y Serafina? El ama de llaves ocupaba ahora su cuarto debajo de la buhardilla.

—La señora Brunnenmayer me lo ha contado todo, Lisa. El pobre Humbert tuvo una recaída en Berlín. ¿Te acuerdas? Antes ya tenía esos ataques de pánico.

Hanna y la señora Brunnenmayer le habían suplicado que regresara a Augsburgo, pero nadie sabía que iba a llegar justo anoche.

—De lo contrario, la señora Brunnenmayer habría pedido permiso, por supuesto. Pero es nuestro deber cristiano socorrer a los pobres, ¿verdad?

—Te veo viva y animada, mamá.

—Sí, Lisa. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.

—Entonces no deberías tomar más esa cosa, te da dolor de cabeza.

—¡Ay, Lisa, pero si la valeriana es inofensiva!