Nunca había soportado ese edificio macizo. En Alten Einlass, número 1. Era clasicista. Ostentoso. Feo. Pero bueno, un tribunal solo podía ser horrible. Sobre todo por dentro. Cielo santo, ¡qué laberinto! Pasadizos interminables. Escaleras. Pasillos. Siga recto, luego a la derecha, luego otra vez a la izquierda, y en la escalera vuelva a preguntar. De no haberla acompañado Marie, habría dado media vuelta de regreso a la villa. Sin embargo, Marie la agarró con suavidad del brazo y volvió a darle ánimos.
—Solo unos pasos más, Lisa, y lo habrás conseguido. Tómate tu tiempo, hemos llegado demasiado pronto. Camina despacio.
No había entendido ni la mitad de las indicaciones a causa de los nervios, y encima resoplaba como una máquina de vapor por el esfuerzo. Por fin encontraron la sala y el ujier fue tan amable que accedió a dejarla pasar antes de que llegara el juez.
—Siéntese dentro y tranquilícese. No queremos que tenga el niño en medio del pasillo.
—Se lo agradezco mucho.
Marie le dio unas monedas al hombre de bigote. Este hizo una profunda reverencia y les abrió las puertas, que emitieron un crujido.
—Ahí arriba, en el banco de los demandantes, por favor. Ahí delante no, ahí se sientan los demandados.
—Esto es horrible —murmuró Lisa cuando se sentó en el duro banco de piedra.
Alrededor veía el revestimiento de madera oscura, las sillas oscuras, unos ventanales estrechos y altos que intimidaban, con cortinas. El juez y los vocales subirían al estrado, por encima de ellos, en principio para tener una visión general.
—No es acogedor, tienes razón —susurró Marie.
—Y cómo huele. Me estoy mareando.
—Eso es la cera, Lisa. Y tal vez el aceite que aplican a los bancos de madera.
Seguro que Marie estaba en lo cierto, pero a Lisa le parecía que olía al polvo de infinidad de expedientes. Es más, el aire estaba impregnado de odio. Desesperación. Venganza. Triunfo. Ira. Tristeza. Esas cortinas enmohecidas habían presenciado incontables tragedias. El revestimiento de madera de la pared estaba empapado de todo eso.
—Aguanta, Lisa. Estoy contigo.
Notó el brazo de Marie sobre los hombros. Dios mío, sí. Lo había deseado tanto que ahora tenía que aguantar. ¿Qué le ocurría? Debía de ser cosa del embarazo, que la volvía sensiblera. El niño que llevaba en el vientre no le daba tregua. Solo faltaban unos días. Si no se equivocaba en los cálculos…
Justo en ese momento apareció el juez, un hombre alto y delgado con las sienes despejadas y el mentón anguloso; con la larga toga negra parecía un perchero andante. Increpó al ujier por haber dejado pasar a las damas, las saludó con un seco gesto de la cabeza y dejó un montón de carpetas manoseadas encima de la mesa. Aparecieron otros dos caballeros, también vestidos de negro, y luego entró Klaus.
Saludó, hizo una breve reverencia y ocupó su lugar en el banco de los demandados. Cielo santo, tanto teatro era absurdo. Como en el colegio, cuando tenían que sentarse después de que sonara el timbre: al fondo del aula, los mejores de la clase; los malos estudiantes delante, con el profesor. Observó a Klaus, que allí no podía ocultar bajo un sombrero su rostro herido ni las cicatrices de la cabeza. Aunque ahora el pelo escondiera algunas marcas seguía teniendo mal aspecto. El juez también se quedó mirando al demandado, y su expresión reflejó horror y compasión. Klaus parecía aguantar bien las miradas de curiosidad; se le veía tranquilo, sentado en su sitio, a la espera.
Luego, para gran sorpresa de Lisa, llegó el abogado Grünling. Llevaba el brazo derecho vendado y en cabestrillo, y una gruesa venda en la muñeca izquierda.
—Queridas damas, señora, mis mejores saludos. El señor Melzer me ha pedido que lleve el caso por usted. Mis respetos, señora Melzer. Señora Von Hagemann.
Al principio Lisa no entendía nada. ¿Paul había contratado un abogado? ¿Por qué no le había dicho nada? ¿Para qué necesitaba a Grünling? Nunca lo había soportado.
—Ya no se puede cambiar, Lisa. Tal vez Paul tenga razón.
Empezó el espectáculo. Discursos interminables a los que había que contestar con un sí o un no. Preguntaron a Klaus por la causa de la ruptura del matrimonio, y él informó sin reparos que tenía un hijo con una joven empleada.
—Entonces, ¿se declara culpable de la ruptura del matrimonio?
Aquella pregunta encerraba más que incredulidad. Implicaba la convicción de que un paso en falso con una empleada no podía considerarse motivo de ruptura de un matrimonio. Era un pequeño desliz que había que perdonar a un marido.
—En efecto, señor juez.
El juez se lo quedó mirando y dijo que sentía un gran respeto por todos aquellos que habían arriesgado la vida y la salud en el campo de batalla.
Lisa tuvo que levantarse y plantarse delante del juez para el interrogatorio. Estaba un poco mareada cuando llegó. También notó un extraño tirón en la espalda.
—¿No le parece un poco inadecuado elegir este momento para divorciarse, señora Von Hagemann? Es decir, es evidente que está esperando un niño. De su marido, supongo.
El abogado Grünling intervino. La pregunta no tenía relación con el adulterio probado y confesado, así que su clienta no tenía por qué contestar.
El juez, que evidentemente conocía a Grünling, se mantuvo sereno.
—Solo era un comentario adicional. Por desgracia, los procesos de divorcio iniciados por la esposa son cada vez más frecuentes, sobre todo porque no están dispuestas a aguantar al lado de sus maridos, en muchos casos heridos de guerra y necesitados de cuidados. Y ese es el deber de una esposa leal.
Lisa se quedó callada. Tenía ganas de decir que le había abierto a su marido un nuevo círculo de influencias, le había dado un sitio y una ocupación que le permitían seguir con su vida, pero estaba tan mareada, además de sentir náuseas, que no dijo ni una palabra.
El resto del procedimiento pasó sin que Lisa prestara mucha atención. Tenía el corazón acelerado, parecía que fuera a salírsele del pecho, y seguía sentada en ese banco. El tirón en la espalda tampoco remitía. Hacía un tiempo que sentía ese leve dolor. Estaba concentrada en respirar con regularidad y decirse cada tres minutos que pronto acabaría todo.
—¿Qué te pasa, Lisa? ¿Notas dolores? —le preguntó Marie en voz baja.
—No, no. Todo va bien. Me alegro mucho de que estés a mi lado, Marie.
De nuevo se pusieron a leer en voz alta tratados interminables, Klaus estuvo de acuerdo con algo, y ella también. Poco a poco le iba dando igual, seguramente si le hubieran preguntado si quería tirarse al río Lech habría accedido. El juez le lanzó una mirada llena de desprecio, se puso unas gafas con montura dorada y hojeó el expediente que tenía delante. Klaus miró a Marie, no sabía por qué. Los dos caballeros vestidos de negro escribían a toda prisa. En algún lugar de la sala zumbaba una mosca, una de las resistentes que habían invernado allí pese al hedor a cera. Lisa notó que la espalda se le ponía tensa y la barriga dura, y le costaba respirar.
—… que el divorcio se hace efectivo a día quince de marzo de 1925. Las tasas correspondientes se abonarán…
—Por fin —murmuró Marie, y le apretó la mano—. Ya está hecho, Lisa. A mediados de marzo serás libre.
Lisa no podía disfrutar de la alegría porque se sentía fatal. Algo pasaba en su vientre, algo que no había sentido nunca y no tenía manera de controlar.
Marie la sujetó cuando se puso en pie. Klaus se acercó a ella y le estrechó la mano.
—Te felicito, Lisa —dijo con una sonrisa—. Te has librado de mí. No, querida, no lo digo en ese sentido. Sé lo que has hecho por mí. Nunca tendré una amiga mejor que tú.
Las acompañó a la salida de la sala y se dirigió a Marie. Le preguntó cómo estaba y dijo que había oído hablar de su atelier, por lo visto había resultado ser una excelente empresaria.
—La admiro profundamente, señora. Tanto talento desaprovechado durante años y ahora aflora de forma maravillosa.
Paul las esperaba en el pasillo. Les dio la mano, pero no parecía feliz. Luego se volvió hacia Grünling, que las había seguido. Lisa solo oyó por encima lo que hablaban. De pronto se sentía muy cansada y se sentó en un banco.
—Es el bajón después de las emociones —dijo Marie, y le dio un pañuelo porque tenía la cara empapada en sudor—. Me alegro de que haya venido Paul, así os llevará ahora mismo a la villa. Tú y el niño necesitáis una cama cómoda y dormir mucho.
—No, Marie. Me gustaría que vinieras conmigo.
—Pero, Lisa, ya sabes que…
Marie se encontró entre la espada y la pared. La había acompañado durante el procedimiento encantada, pero su intención en ese momento era pedir un coche de plaza para Lisa y ella irse al atelier. Había aplazado la cita con dos clientas para por la tarde, y antes tenía que hacer muchas cosas. Además, no tenía intención de poner los pies en la villa de las telas, y mucho menos por sorpresa y sin avisar.
—Te lo ruego, Marie —insistió Lisa—. Te necesito. Eres la única en quien confío.
Paul intervino para decir que ese no era un tema para hablar en el pasillo del juzgado. Agarró a Lisa del brazo y la condujo hacia la escalera.
—No entiendo a qué viene este número, Lisa —le dijo Paul en voz baja mientras bajaban la escalera—. Mamá está en la villa, además de la señora Von Dobern.
Lisa reprimió una respuesta porque un dolor insoportable le apretó la barriga. Dios mío, ¿qué le estaba pasando? ¿Eso eran contracciones? El pánico se apoderó de ella.
—¿La señora Von Dobern? ¿La que está envenenando a mamá con sus gotas? No quiero ni que se me acerque. Gritaré y le lanzaré cosas si entra en mi habitación.
—¡Contrólate, Lisa! —masculló Paul.
Tras ellos iba Marie, y a su lado Klaus von Hagemann. El abogado Grünling se había quedado atrás, pues aún tenía que quitarse la toga negra.
—Bueno, calma —dijo Klaus—. A veces las embarazadas son un poco agotadoras. No se las puede contrariar de ninguna manera.
Lisa vio que Paul se daba la vuelta para mirar a Marie, que tenía cara de enfado.
—Creo que nos las arreglaremos sin ti —le dijo Paul.
—Yo también lo creo —repuso Marie con frialdad.
—Entonces te pediré un coche de plaza.
—No es necesario, iré a pie.
En ese momento Lisa sintió una contracción, luego una sensación horrible de autocompasión. Estaban decidiendo sin tener en cuenta sus deseos. No tenían ninguna consideración por ella. Ni siquiera Marie.
—¿Podríais hacer por una vez, por una sola vez, lo que yo quiero? —se sorprendió gritando—. Voy a tener un niño, maldita sea. Y necesito a Marie. Quiero que Marie esté a mi lado, ¿me habéis oído? Marie. ¡Marie!
Se encontraban en el vestíbulo del edificio y su voz resonó por los pasillos. El portero la miró desde su puesto con los ojos desorbitados, dos señores con archivadores bajo el brazo se quedaron clavados en el sitio, y el abogado Grünling, que por fin se había cambiado, tropezó en el último escalón y chocó contra la barandilla.
—No te alteres, Lisa —dijo Marie en tono tranquilo—. Voy contigo.
Lisa dedicó los siguientes minutos a recuperar el aliento. Luego alguien —¿Paul?— la ayudó a bajar los peldaños de la escalera exterior y subieron a un coche. Klaus se quedó en la acera y se despidió con la mano. Le deseaba lo mejor. Marie se sentó a su lado, le puso las manos sobre la panza y le sonrió.
—Lo siento. Son las contracciones. Ya viene, ¿verdad? ¿Lo voy a tener en el coche, Marie?
—Claro que no. Aún tienes mucho tiempo.
—Pero duele mucho.
—Querida, eso pasará. A cambio tendrás el regalo más precioso que puedas imaginar.
Marie encontró las palabras justas. Sí, Lisa lo sabía. Iba a traer un niño al mundo, ¿de qué se quejaba? ¿Acaso no llevaba años riñendo con Dios y con el mundo por no quedarse embarazada?
—Ay, Marie, tienes razón.
De pronto empezó a verlo todo de color de rosa. ¿El que conducía el coche no era Humbert? Qué bien que el pobre muchacho se encontrara mejor y pudiera asumir de nuevo algunas tareas. Y en la villa estaba la pequeña Gertie, tan bonita y pizpireta. Seguro que llamaría a la partera enseguida. Y, por supuesto, su madre estaría con ella. Llamaría a Kitty. Su hermana pequeña también debía estar a su lado, a fin de cuentas ella le ayudó cuando dio a luz a Henny. Solo son unas cuantas contracciones. Pasará. No tenía más que tumbarse en la cama a esperar. En una hora habría nacido el niño, como mucho hora y media. Tal vez fuera más rápido. Pensó en la cuna de madera que su madre había hecho bajar de la buhardilla y que aguardaba en la habitación de mamá con las almohadas recién sacudidas y un dosel blanco de encaje.
—¿Te ha gustado la ceremonia? —le preguntó alguien en tono irónico.
Paul iba al lado de Humbert en el asiento del copiloto, se había dado media vuelta y hablaba con Marie.
—¡No! —repuso Marie con brusquedad.
Sonaba distante. Era evidente que quería que la dejaran en paz, pero Paul no se dejó intimidar. Tenía el sombrero calado hasta la frente y un brillo agresivo en los ojos.
—¿No? Me sorprende. Estaba convencido de que a ti también te interesaba un «divorcio feliz».
Lisa notó que la mano de Marie se ponía tensa.
—Pues en eso te equivocas.
Humbert tuvo que parar porque un profesor con sus alumnos estaban cruzando la calle. Eran estudiantes de instituto de Sankt Stephan, iban de dos en dos y se sujetaban el gorro para que el viento no se lo arrancara de la cabeza.
—¿Y qué tienes pensado? —preguntó Paul con sorna cuando el coche reanudó la marcha—. ¡La situación actual es insoportable!
—¡Esperaba que me aceptaras como soy!
Marie era capaz de hablar con mucha vehemencia, algo que Lisa no sabía. Era obvio que Paul tampoco, pues guardó silencio un momento, como si reflexionara.
—No entiendo qué quieres decir con eso. ¿Yo te he menospreciado? ¿Qué quieres de mí en realidad?
Lisa notó como si una cuerda le apretara la barriga hasta el punto de que apenas le entraba el aire. Soltó un leve gemido. Aquello había sido demasiado. ¡Cómo dolía!
—Quiero que me reconozcas como hija de mis padres. Jakob Burkard era mi padre y Luise Hofgartner, mi madre. Y no valen menos que Johann y Alicia Melzer.
—¿Acaso lo he puesto en duda?
—Sí, sí lo has hecho. Has insultado la obra de mi madre, querías esconder sus cuadros en la buhardilla.
—¡Eso es una tontería! —exclamó Paul, y dio un puñetazo con rabia en el respaldo tapizado.
—Si te parece una tontería, ¡ya no tenemos nada que decirnos!
—¡Estupendo! —exclamó él—. ¡Habrá consecuencias!
—¡Eso! —gritó Marie, furiosa—. Esperaré a que despliegues tu poder.
Lisa soltó un gemido. El traqueteo del coche sobre el suelo de adoquines la iba a matar. Y encima tenían que parar constantemente. Los peatones. El tranvía. Un coche de caballos lleno de cajas. Luego un taxi se plantó delante de ellos y les cortó el paso.
—¿Podéis dejar de pelearos de una vez? —se lamentó—. No quiero que mi hijo llegue al mundo en medio de una discusión. ¡Tened un poco de consideración!
Paul la miró con impotencia y se sentó recto.
—Vamos, Humbert. ¡Adelante a ese burro tan lento! —ordenó.
Humbert le dio gas y, tras una maniobra peligrosa, pasaron junto a un tiro de caballos. Una bandada de palomas levantó el vuelo del susto, atravesaron como mínimo a sesenta por hora la puerta Jakober, el coche dio un bandazo y Lisa clavó las manos en el abrigo de Marie. Los edificios y los prados de Haag Strasse pasaban por su lado como si fueran siluetas, y oyó la voz tranquilizadora de Marie.
—No te pongas nerviosa. Solo estábamos discutiendo un poco. Tu niño ya tiene suficiente trabajo. Venir al mundo, eso sí es un gran esfuerzo. Enseguida llegamos. ¿Lisa? Lisa, ¿me oyes?
Por un momento se había ausentado. En algún lugar entre el cielo y la tierra, se quedó flotando en una neblina gris hasta caer de nuevo en aquel mundo agotador y hostil.
Humbert tomó la curva de la entrada del parque con brusquedad, pasó como un rayo por el camino pelado, el agua marrón de los charcos salpicaba a derecha e izquierda, y por fin llegaron al patio.
—¡Julius! ¡Gertie! ¡Else!
Paul subió corriendo los escalones de la entrada de la villa, dio instrucciones confusas y asustó a los empleados. La señora Von Dobern, como petrificada en la entrada, miraba hacia el automóvil, del que ahora bajaba Marie.
—Humbert —dijo Marie—. Necesitamos una de las butacas de mimbre del salón para trasladarla. Y dígale a Julius que tiene que ayudar a cargar con ella.
Lisa estaba convencida de que no iba a sobrevivir al parto. Nadie podía soportar semejantes dolores. Se agarró desesperada al respaldo del asiento delantero, y hasta pasado un rato no entendió que tenía que bajar para sentarse en la butaca de mimbre.
—No… no puedo. La escalera.
—Ya lo sabemos, Lisa. Vamos a subirte hasta tu cama.
Marie estaba tranquila y serena, como siempre. Julius agarró el reposabrazos derecho de la butaca y Paul se colocó al otro lado. La cocinera también se presentó para ayudar, y Humbert hizo lo que pudo.
—El coloso de Rodas pesaba menos —se lamentó Paul.
—¡Espero que la butaca aguante! —dijo Else, que los observaba horrorizada.
—¡Si se cae por la escalera, se habrá acabado todo! —exclamó Serafina—. ¿Por qué no la dejan abajo?
—La cocina está caliente, podría tener a su hijo ahí —intervino Dörthe.
—O en el comedor.
Marie dirigió el traslado sin hacer caso de los comentarios.
—Aquí, arriba. Despacio. Abre la puerta. Else, ¿dónde está Gertie?
—Está poniendo otras sábanas en la cama. Para que luego no esté todo…
—Muy bien. Que mamá llame a la partera.
Se oyó un crujido preocupante en la butaca. Julius torció el gesto del esfuerzo, Paul soltaba leves gemidos y la señora Brunnenmayer, que la sostenía por detrás, no decía nada, solo se oían sus bufidos.
Al llegar al umbral de su habitación, el reposabrazos izquierdo se rompió y la butaca se inclinó a un lado, pero consiguieron dejar a Lisa en el suelo.
—Vamos, a la cama.
Lisa dio los pocos pasos que la separaban de la cama tambaleándose, luego se desplomó sobre las sábanas frescas y suaves, notó las plumas de la almohada en la cabeza y alguien le quitó los zapatos y le levantó las piernas para que pudiera estirarse. A continuación llegó la siguiente contracción y de pronto la cama, las sábanas y la almohada de plumas carecían de importancia. Lo único que existía era el dolor infernal que partía de la espalda y se extendía por la barriga y apretaba.
—Marie… Marie, ¿estás ahí?
Notó una mano pequeña y firme que le masajeaba la barriga.
—Estoy aquí, Lisa. Estoy todo el tiempo contigo. Relájate. Todo irá bien.
—Entonces yo aquí sobro —oyó la voz de Paul.
—Exacto —dijo Marie.
—No os peleéis —gimió Lisa.
Pasó una hora. Dos horas. ¿Cuánto tiempo? Ya no le quedaban fuerzas. Entretanto había llegado la partera, que de vez en cuando la manoseaba, le metía los dedos entre las piernas, le apretaba la barriga y escuchaba con un tubo largo.
—Ya llega… ya llega.
—¡No puedo más!
—Ánimo.
Marie le refrescó la frente, la alentó, le cogió la mano. Gertie llevó unos bocadillos, café, un plato de dulces. Ni Marie ni Lisa tocaron nada, pero la partera engulló los bocadillos, se bebió el café y pidió una jarra de cerveza.
—Esto puede alargarse toda la noche.
Kitty apareció en la habitación, resuelta y charlatana como siempre, acarició las mejillas de Lisa y la besó en la frente. Luego contó el parto de Henny y lo bonita que estaba la pequeña en su cunita.
Tres horas, cuatro horas, cinco horas. Pasó la tarde, se hizo de noche. A ratos las contracciones le daban un momento de tregua, se tumbaba boca arriba, se le caían los párpados y se quedaba medio dormida. Luego la maldita partera le hacía algo en la barriga y los dolores volvían, con más intensidad, tan insoportables que prefería morir antes que seguir aguantando ese tormento.
Hacia la madrugada, cuando ya se colaba una luz tenue por las rendijas de las cortinas, el niño decidió hacer un último intento a la desesperada.
—¡Fuerte! ¡Empuje! ¡Con todas sus fuerzas! Más, más, usted no es una persona débil. Vamos, ahora. ¡Empuje! ¡Empuje! Que llegue al mundo. No decaiga.
Lisa no notó lo que ocurría. Su cuerpo trabajaba sin que ella fuera partícipe. El dolor cedió y desapareció. Oyó susurros alrededor. Estaba demasiado agotada para entender nada.
—¿Qué le pasa?
—Necesito el tubito, sujetadlo por los pies. Ha tragado demasiado líquido amniótico.
La partera sujetaba algo azulado y manchado de sangre que oscilaba, le dio golpes, se lo puso sobre la barriga, aspiró con un tubito y lo levantó de nuevo. Lo agarró por los pies diminutos y lo dejó colgando.
—Cielo santo —susurró alguien a su lado.
—Virgen María, madre de Dios, ayúdanos.
Esa era Else. Lisa miró ese ser extraño que colgaba en el aire y había salido de ella. Soltaba un llanto leve, como un lamento. Agitaba los bracitos. De la barriga le colgaba el extremo del cordón umbilical como si fuera un gusano grueso y rojo.
—¡Vaya! Qué niño más fuerte. Has sido un vago, pequeño. Me he pasado toda la noche en vela por tu culpa.
A Lisa le preocupaba poco lo que dijera aquella mujer. Dejó que todo ocurriera sin apenas darse cuenta de que la lavaban, volvían a colocarla en la cama, la acostaban de nuevo, le ponían el camisón.
—Ay, Lisa, mi pequeña Lisa.
Era su madre. Estaba sentada en el borde de la cama, le dio un abrazo.
—¡Qué niño más maravilloso! Estoy muy orgullosa de ti, Lisa. ¿Sabes qué he pensado? Podríamos llamarlo Johann. ¿Qué te parece?
—Sí, mamá.
Era curioso. En su vida había sufrido tanto. Pero nunca había sido tan feliz.