Marzo de 1925
—Ebert ha muerto.
Auguste tenía al pequeño Fritz en el regazo, intentaba meterle otra cucharada de papilla de zanahoria en la boca. El niño movía con ímpetu la cabeza, tenía los mofletes inflados.
—¿Quién ha muerto?
Gustav alzó la vista del periódico que tenía delante de él en la mesa. Ahora leían el Augsburger Neueste Nachrichten. La mesa y las sillas también eran nuevas. Igual que el aparador, sobre el que había una caja marrón con una incrustación redonda de tela y dos botones para dar vueltas. Una radio, el orgullo de Gustav.
—El presidente Friedrich Ebert. Ha muerto de apendicitis.
—Ah, ¿sí?
Fritz escupió la papilla de zanahoria, que salpicó por igual la mesa, el periódico, la alfombra y las mangas de la chaqueta de Auguste. A Gustav también le cayó un poco.
—No sé por qué tienes que cebar tanto al niño —dijo, y se limpió la cara con la manga.
Auguste dejó en el suelo a Fritz, que pataleaba, y salió corriendo con las piernas un tanto temblorosas. Hansl, que esperaba obediente, pudo comerse el resto de la papilla. No era exigente, se comía todo lo que le ponían delante. A veces también cosas que no debería, como colillas o corchos de botellas.
Auguste fue a la cocina y volvió con un paño mojado con el que limpió las manchas rojas de los muebles.
—¿Hoy avanzarás con la construcción? —le preguntó a Gustav.
Él dijo que no, furioso. Hacía demasiado frío. El mortero no fraguaría. Tenían que esperar a que subieran las temperaturas. Había que cimentar bien los postes que sostendrían el techo. Los soportes de hierro y los jabalcones ya estaban en el cobertizo, los había hecho el cerrajero Muckelbauer, y Auguste los había pagado en efectivo. También les habían llevado los grandes paneles de cristal.
—Ojalá estén puestos los cristales antes de que vuelva a llover.
Hacía tiempo que el invernadero tendría que estar terminado. Sin embargo, Gustav no era constructor, y había contratado a gente que tampoco era especialista. Habían cavado la tierra y levantado un par de paredes bajas, y con mucho esfuerzo terminaron el suelo. Pero luego empezó a llover, la estructura aún no tenía techo y se llenó de agua. Liese decía que era precioso, que ahora tenían piscina. Cuando en diciembre se heló todo, algunos compañeros de clase de Maxl fueron con los patines y se lo pasaron en grande.
Para entonces, en marzo, era cuando deberían sacar las primeras plantas. Gustav sembró y repartió las macetas por todas las ventanas de la casa, pero eso era una gota en el océano: un invernadero era otra cosa muy distinta.
—Mira qué rápido puede pasar —murmuró Auguste mientras limpiaba una salpicadura de la madera pulida de la radio—. El señor Ebert ni siquiera era mayor.
—Eso depende de la voluntad del Señor —comentó Gustav, y le dio la vuelta al periódico para ver los anuncios.
Auguste cogió a Fritz, que no paraba de hacer tonterías en el salón, y se lo llevó a la cocina. Así tenía un motivo para cerrar la puerta sin que Gustav desconfiara. De todos modos, no estaba bien que su marido se pasara la mayor parte del tiempo ocioso, porque era cuando lo asaltaban pensamientos grises. Cuando por fin pasara el maldito frío, estaría ocupado fuera. Era de los que necesitaba hurgar en la tierra, entonces estaba feliz y contento.
Auguste sentó a Fritz en el suelo y le puso dos cucharones en las manos; se divertía más con eso que con los juguetes de madera que le habían comprado por Navidad. Usaba las piezas del juego de construcción como proyectiles, y el juguete de latón de Maxl también estaba roto ya. Solo quedaba intacta la preciosa muñeca con un vestido rosa de volantes que Liese guardaba como la niña de sus ojos: la había puesto encima del armario para que sus hermanos no llegaran. Mientras el pequeño deambulaba por la cocina y aporreaba con los cucharones los fogones, las cajas de madera o una silla, Auguste sacó del cajón de la mesa su libro de cuentas. Abrió con un suspiro el grueso cuaderno, lo hojeó, ordenó las facturas que había metido dentro. Por suerte, la mayoría estaban pagadas, solo quedaban las semillas que había comprado Gustav, las dos palas nuevas y una laya. Además de la cuenta del cristalero, que añadía unos centenares de marcos imperiales al monto total. Sin embargo, como en la descarga se rompió un cristal, no pagaría hasta que lo sustituyeran.
El dineral que le había prestado la señorita Jordan se había esfumado antes de lo previsto. Aún le quedaban seiscientos marcos imperiales debajo del colchón, era la reserva intocable, pues de ahí no solo tenían que pagar al cristalero, sino también a los obreros que levantarían el techo del invernadero y harían encajar los cristales. Abrió un poco más el cajón y sacó un monedero. Era de piel buena marrón, se lo habían regalado unos años antes en la villa de las telas por Navidad. Fue cuando se casó con Gustav, antes de la guerra. Dentro la señora Melzer puso veinte marcos, con los que compró ropa de bebé para Maxl y unos pantalones buenos para Gustav. Ahora la piel ya estaba desgastada, pero aguantaba, aunque prácticamente solo contenía peniques. Aún quedaban tres marcos, y eso apenas llegaba para la compra del día.
Se levantó de un salto porque a Fritz se le fue de un pelo volcar el hervidor que estaba en los fogones. Luego se sentó de nuevo y pensó qué hacer.
¡Maldita señorita Jordan, qué mala persona! Debería haber imaginado que tras su generosa oferta se ocultaba algo podrido. Claro, «durante los primeros meses solo tendrás que pagar un poco, casi nada». Esa avariciosa la había dejado tranquila justo dos meses, luego le escribió una carta para comunicarle que a partir de entonces debería abonar cincuenta marcos imperiales al mes. En enero aumentó el importe a setenta marcos imperiales y le comunicó que enviaría al alguacil ejecutor en caso de que Auguste Bliefert se retrasara más de un mes en los pagos. Entonces Auguste puso a Fritz en el carro, agarró a Hansl de la mano y se dirigió con ímpetu a Milchberg para cantarle las cuarenta a esa avariciosa. Sin embargo, Maria Jordan le dedicó una fría sonrisa y le puso delante de las narices el contrato con su firma, según el cual durante los años siguientes tendría que pagarle mucho dinero, y eso solo era el principio.
—Eso pasa cuando uno construye algo. Yo te he prestado el dinero porque quiero algo a cambio si tú montas un negocio con mi dinero. Eso es lo que estás haciendo, ¿no?
—Claro. Pero el invernadero aún no está. Y en invierno no podemos vender nada. Por eso tampoco puedo pagar los intereses.
Eso no le sentó bien a Maria Jordan. ¿Acaso pensaba que el dinero era un regalo? ¿Por su cara bonita y los dos mocosos que arrastraba?
—Tengo que trabajar mucho para ganar ese dinero —afirmó Maria Jordan—. No me regalan nada, Auguste. Por eso yo tampoco regalo nada. Así que procura pagar o te llevaré a juicio y haré que os embarguen el terreno.
Auguste volvió a casa con un enfado monumental. Esa bruja maligna sabía muy bien lo que hacía. Iba a por su terreno, la tierra por la que tanto había trabajado y había ahorrado, y ahora quería poner encima sus sucias garras. Era un buitre, una chinche odiosa, una rata que se escondía en el alcantarillado y mordía los pies de la gente. ¿Que trabajaba mucho para ganar su dinero? ¡Ja! Hasta los gorriones en los tejados se reían de eso. Estaba cómodamente sentada en la trastienda y leía el futuro a sus clientas adineradas en su bola de cristal. Ya le gustaría a ella ganarse la vida de una manera tan fácil. Auguste no tenía estómago para cobrar por un saco de mentiras. Para eso había que ser una estafadora sin escrúpulos.
Además, ¿para qué necesitaba tanto dinero si estaba sola y ya no era joven? En la panadería le habían contado que Maria Jordan ahora quería comprar la fonda El Árbol Verde para convertirla en un establecimiento muy peculiar, con butacas de peluche rosa y niditos de amor con espejos en el techo. Y eso que había sido directora de un orfanato religioso. Con todo, los tiempos habían cambiado, las mujeres jóvenes iban sin corsé y con faldas que apenas les llegaban a la rodilla, enseñando las pantorrillas y algo más. No era de extrañar que incluso los buenos maridos tuvieran malos pensamientos.
En eso, Auguste casi temía por su Gustav, por mucho que fuera un marido muy bueno y fiel. Siempre hacía lo que ella le decía. Se lo creía todo y nunca preguntaba si le estaba diciendo la verdad. La mayoría de las veces era así; solo estaba el tema del dinero, en eso lo engañaba. Una herencia. De su tía. Ni siquiera le había dicho el importe exacto, solo le había contado que por fin podían construir el invernadero. Con eso se dio por satisfecho, estaba encantado de que su Auguste fuera ama y señora de la cartera. Las cuentas nunca habían sido su fuerte.
El pago mensual de enero y febrero lo había cogido del dinero que le prestó Maria Jordan, y se dio cuenta de que le estaba dando su propio dinero. Ya era marzo, y tenía pendiente el siguiente plazo. Si seguía así, no podrían pagar al cristalero ni a los obreros. De todos modos, vivían solo de lo que ella ganaba en la villa de las telas.
No había otro remedio, tenía que hablar de nuevo con la señorita Jordan. Aceptaría los elevados intereses si tenía paciencia hasta abril. Más adelante, cuando el negocio estuviera en funcionamiento, podría pagar, pero ahora no tenía ingresos.
Soltó un profundo suspiro y volvió a guardar el libro de cuentas en el cajón. Metió el monedero, luego levantó a Fritz en brazos y lo llevó al salón.
—Voy a comprar, Gustav. Vigila a Hansl y a Fritz. Cuando vengan Liese y Maxl del colegio podrán ocuparse de los pequeños.
—No pasa nada.
Auguste se puso la bufanda de lana azul marino y el sombrero. Qué bien haber comprado las botas forradas, eran un placer con ese tiempo gélido. Estaba claro, su nuevo vestuario también había costado un dineral, pero no se había permitido nada más. Otras se compraban perlas y cadenas de oro en cuanto tocaban dinero. Ella estuvo a punto de caer en la tentación una vez, cuando vio en el escaparte de una tienda de baratijas una elegante pulsera de oro con un colgante en forma de corazón. Un pequeño rubí engastado en oro, ay, justo como el que siempre había soñado. Una ganga, pero aun así eran treinta marcos imperiales. Se había dominado y había pasado de largo.
Atajó hasta la entrada Jakober yendo por los caminos rurales, duros como una piedra por el hielo, así no se le ensuciaban las botas. En la puerta Jakober atravesó el laberinto de callejones hasta Santa Úrsula, luego pasó por Predigerberg hacia Bäckergasse y bajó hacia Milchberg. Suerte que no iba con los niños, no habría llegado tan rápido. Vio las casas recién pintadas de Maria Jordan y la mesita que Christian, con sus orejas respingonas, había colocado a la entrada. Aquel día había dos candelabros limpios como una patena que no podían ser de plata, de lo contrario Maria Jordan no los habría dejado fuera. Al lado había un bonito cuenco de latón con dos manzanas rojas y un racimo de uvas verdes dentro. Todo era de porcelana, modelada y pintada con maestría. El racimo tenía incluso unas hojitas en verde oscuro.
Auguste se detuvo a cierta distancia para recuperar el aliento. Había ido demasiado rápido, por eso tenía el corazón acelerado. No tenía miedo, estaba dispuesta a luchar. Todas sus posesiones estaban en juego, el terreno que había comprado con la manutención que el teniente Von Hagemann le pagaba, por desgracia no con mucha frecuencia. Había sido lista al no poner el dinero en la caja de ahorros, de lo contrario se habría esfumado con la inflación. Por eso su terreno no podía caer en manos de Maria Jordan. Antes se lanzaría al cuello de esa avariciosa.
En la tienda había una señora con un abrigo de piel y un sombrerito negro a la última moda, maquillada y con el pelo corto. Pidió varias delicias que estaban en los estantes superiores: gelatina de frutas exóticas, chocolate con pimienta y sopa de cangrejo en lata. Auguste no habría querido algo tan asqueroso ni regalado, pero había gente que no sabía qué hacer con el dinero. La señora pagó sin pestañear un importe desorbitado y ordenó a la criada que esperaba a su lado con la cesta que guardara todas esas cosas horribles. Christian, que ya había sonreído varias veces a Auguste, le preguntó con una amplia sonrisa por qué no había llevado a Fritz y a Hansl.
—Hoy se han quedado en casa. ¿Puedo hablar con la señorita Jordan?
—Claro. Está dentro. Llame a la puerta. Creo que quería preparar unas cuantas facturas.
Christian le hizo una señal con la cabeza. Luego abrió una caja y se puso a ordenar en los estantes las conservas que contenía. Auguste vio el dibujo de una tortuga en el papel que las latas llevaban pegado. Prefería no saber qué había dentro. En realidad Christian le daba lástima, les sería de gran ayuda en la huerta. Era un joven encantador. Seguro que se ocuparía de los pequeños sin rechistar.
Respiró hondo una vez más, hizo acopio de todas sus fuerzas y llamó a la puerta del cuarto trasero. No obtuvo respuesta.
—Llame otra vez, tranquila. A veces está absorta en sus números.
«O se ha quedado sorda de pura avaricia», pensó Auguste, y llamó con más fuerza. No contestó nadie.
—¿Está seguro de que está ahí dentro?
—Por supuesto. Acabo de llevarle otro café.
Auguste no tenía paciencia para mostrarse especialmente educada ni estaba dispuesta a que se la quitaran de encima. Así que agarró la manija y abrió la puerta una rendija.
—¿Señorita Jordan? Soy yo, Augu…
Se quedó sin habla, pues en lugar de a Maria Jordan vio a… Julius. Estaba junto a la preciosa mesita y miraba a Auguste con los ojos desorbitados del puro miedo y con algo en la mano derecha levantada. ¡Un cuchillo!
Por un momento los dos se quedaron mudos del susto, luego Auguste vio a la mujer que estaba sentada enfrente de Julius en una silla.
—Maria… —balbuceó Auguste—. Señorita Jordan… ¿qué ha pasado?
El pánico se apoderó de ella. Algo no cuadraba. En aquella habitación había ocurrido algo terrible, y dentro había un espíritu maligno que se iba a lanzar sobre ella si entraba. Empezó a temblar.
—¡Dios mío! —susurró alguien a su lado.
Era Christian, que también había mirado por la rendija de la puerta y ahora retrocedía horrorizado.
Auguste seguía paralizada en el sitio, paseó la mirada por el cuarto y vio cosas que preferiría no haber visto. Maria Jordan estaba recostada en la silla, con la cabeza hacia atrás y las piernas estiradas. Los brazos le colgaban a los lados, y la mano que Auguste veía estaba teñida de rojo intenso y contraída como por un calambre, como si le hubiera querido sacar los ojos a alguien. En la alfombra había una mancha oscura. ¿Eso era sangre?
—Yo no he hecho nada —balbuceó Julius. Luego vio el cuchillo que sujetaba en la mano y susurró—: Dios mío.
—Un médico —tartamudeó Christian—. Necesitamos un médico. La señorita Jordan está herida.
Julius se lo quedó mirando como si hablara en chino, pero no hizo amago de parar al joven empleado. Christian murmuró unas palabras a Auguste, que no le llegaron al cerebro hasta más tarde. Le había pedido que cuidara de la tienda mientras él iba corriendo a casa del doctor Assauer, que tenía una consulta de dentista tres callejones más allá.
—Auguste —dijo Julius con todo el cuerpo tembloroso—. Por favor, créeme. He entrado y la he visto en la silla con el cuchillo en la barriga. Solo se lo he sacado.
Auguste asintió con un gesto mecánico y avanzó dos pasos. La portezuela oculta tras el cuadro estaba abierta. Había papeles esparcidos por todas partes. Cartas de deudas. Facturas. Requerimientos. De todo. Luego vio que en los cojines de seda sobre el diván también había manchas rojas, el suelo estaba empapado de sangre, como la alfombra, y se veían salpicaduras en el papel de la pared.
«Un crimen», pensó Auguste. «Alguien la ha atacado con un cuchillo. Alguien que no encontró otra salida al ver que ella se lo quería quitar todo».
De pronto sintió una gran calma, incluso tuvo el valor de contemplar el rostro pálido de Maria Jordan. Tenía los ojos medio cerrados, la boca un poco abierta, la nariz puntiaguda. De hecho, su expresión era muy tranquila, sin maldad, tampoco asustada. Casi parecía estar en paz.
—¿Está muerta?
Julius asintió. Lo recorrió un escalofrío, no podía parar de asentir. Soltó el cuchillo y este cayó al suelo, Julius retrocedió a trompicones y se apoyó en la cómoda. Más que de pie, estaba como colgado del mueble, Auguste temía que se desplomara y que también exhalara el último suspiro.
Los dos se sobresaltaron al oír un grito agudo. Detrás de Auguste había aparecido una anciana, una clienta que había entrado a comprar. Se tapaba la boca con ambas manos, horrorizada, pero chillaba tanto que a Auguste le pareció que las conservas temblaban en los estantes.
—¡Asesinato! Un crimen. Sangre. Ese es el asesino. Ayuda. Policía. Está todo lleno de sangre. ¡Asesino! ¡Asesino!
—Cálmese —dijo Auguste—. Ha sido un accidente. El médico está de camino.
Lo que dijo no tenía mucho sentido y no calmó a la mujer lo más mínimo. Retrocedió unos pasos, presa de un pánico infundado, y chocó con dos chicos jóvenes. Saltaba a la vista que eran empleados de una cervecera que estaban almorzando y habían acudido asustados al oír los gritos.
—¿Dónde está el tipo?
—Ahí —gritó la señora al tiempo que estiraba el brazo—. Ahí sigue. Junto a su víctima.
La apartaron de un empujón, y Auguste también reculó rápido. Los dos muchachos tuvieron que agarrarse al marco de la puerta cuando vieron a la fallecida. En la entrada de la tienda aparecieron dos personas más, vecinos, curiosos, luego también un hombre de uniforme.
—Jesús bendito, está ahí. Apuñalada.
—Una carnicería. Está todo lleno de sangre.
—¡No la toquen! —gritó el de uniforme—. ¡Usted! ¡Quédese quieto! ¡Coged al hombre! Cogedlo bien.
Auguste vivió lo que sucedió después como una pesadilla. Empezó a entrar gente en el cuartito, cayeron latas y vasos al suelo, los estantes se vaciaron de una forma confusa. Las mujeres gritaban, otros se abrían paso como podían, ávidos de sensaciones, para echar un vistazo. El hombre de uniforme rugió una serie de órdenes, varios hombres sacaron a Julius, que tenía la chaqueta desgarrada, la camisa le colgaba por fuera de los pantalones y el pelo, siempre bien peinado y untado con gomina, le caía en mechones por la cara. No paraba de balbucear que era inocente, pero cuanto más lo repetía, más seguros estaban los demás de que era el asesino. Llegó Christian seguido del doctor Assauer, se abrieron paso entre el gentío hasta la trastienda y Auguste oyó que el dentista decía que no había nada que hacer.
Más tarde apareció un automóvil oscuro delante de la tienda, luego otro: los señores de la policía criminal. Se armó un nuevo alboroto, echaron a todos los que no pintaban nada en el lugar de los hechos, observaron a la fallecida, cogieron el cuerpo del delito, el arma asesina. Christian fue interrogado, lloró y dijo que la señorita Jordan siempre había sido buena con él. Le llevó una taza de café, eso fue hacia las diez, entonces aún seguía con vida. Luego estuvo atendiendo a los clientes, y después llegó la señora Bliefert para hablar de algo con Maria Jordan.
¿Tendría que haber visto al asesino cuando atravesó la tienda para acceder al cuarto trasero? Christian lo negó. Podría haber accedido por la entrada de atrás, la de los «clientes especiales». Auguste se enteró de que las damas acaudaladas que acudían a Maria Jordan para que les leyera el futuro nunca entraban por la tienda. Había una puerta del jardín y una puerta trasera.
También interrogaron a Auguste. Qué quería hablar con Maria Jordan. Si conocía al asesino. Si tal vez había visto cómo agredía a la víctima con el cuchillo. Por qué motivo podría haberlo hecho…
Entretanto habían envuelto a la difunta Maria Jordan con la alfombra de motivos orientales, dos hombres la sacaron por la tienda y la metieron en uno de los coches de policía. Auguste oyó cómo se cerraban las puertas del coche y tuvo que sentarse en un taburete.
—¿Se encuentra mal? —preguntó el joven agente de policía.
Tenía la piel clara y los ojos marrones. El bigote era negro como el cabello.
—Me he llevado un buen susto. Hacía años que la conocía. Antes era doncella en la villa de las telas.
—¿La villa de las telas?
—En casa del fabricante Melzer, el dueño de la fábrica de paños de Proviantbach.
—¿No trabaja allí también el señor Julius Kronberger?
Auguste asintió.
—Ya. ¿Me puede dar sus datos personales?
Lo anotó todo en una letra diminuta en una libretita, luego la cerró y metió el lápiz en el lazo correspondiente.
—Puede irse, señora Bliefert. Si tenemos más preguntas nos pondremos en contacto con usted.
Cuando se vio de nuevo en la calle comprobó que la mesita estaba volcada. Había una manzana de porcelana rota, los demás objetos bonitos habían desaparecido. Qué tonta había sido. Ella también podría haber sido rápida y haberse hecho con un candelabro o, mejor, con una de esas preciosas pulseras de plata. Ahora era demasiado tarde: en la tienda había dos agentes de policía que seguían tomando declaración al pobre Christian.
Caminó por las calles como anestesiada. Ya era más de mediodía y aún tenía que comprar leche y pan para por lo menos hacer una sopa de leche. Cuando estaba en la vaquería esperando a que le tocara su turno, comprendió lo increíblemente tonta que había sido.
¡El pagaré que le había firmado a Maria Jordan! Seguro que estaba tirado en el cuarto, con el resto de los papeles. Solo tendría que haber abierto los ojos. Un movimiento rápido y se acabó. A la estufa. Cenizas.
¡Ya era demasiado tarde!