Debido al feliz acontecimiento, Julius se había esmerado con la mesa del desayuno del domingo. Sobre el mantel blanco de damasco había un velo blanco decorado con un delicado encaje de bolillos. Tres exuberantes amarillis de color rojo intenso, rodeadas con ramas de pino, decoraban el centro de la mesa, y además había seleccionado una vajilla de flores y las servilletas de tela que Alicia había aportado como dote a la villa. Llevaban su monograma bordado: una «A» con una «v» minúscula alrededor y una «M». Alicia von Maydorn.
—Muy bonito, Julius —comentó Paul—. Espere con el café hasta que lleguen las damas.
—Por supuesto, señor Melzer.
Julius volvió a dejar la cafetera en el calientaplatos y luego hizo una pequeña reverencia. A Paul el buen hombre le parecía un poco anticuado, tan rígido y de expresión casi siempre imperturbable, como si no se inmutara por nada, pero al fin y al cabo había aprendido en una casa noble.
Paul se sentó en su sitio y miró el reloj. Ya eran las ocho y diez, ¿por qué últimamente su madre bajaba tarde a desayunar? Antes se quejaba de la impuntualidad de la familia, y ahora era ella la que no respetaba las horas de las comidas. Se reclinó en la silla y se puso a tamborilear con los dedos en el mantel.
«¿Qué me pasa?», pensó. «¿Por qué estoy de tan mal humor a estas horas de la mañana? Es domingo, y la misa no empieza hasta las once. Hay tiempo para tomar el desayuno con calma».
Sin embargo, el malestar continuaba, y sabía que estaba relacionado con lo que ocurriría esa tarde. Hacia las dos Kitty llevaría a los niños a la villa, luego él tendría que decidir qué hacer con ellos. Se había pasado media noche cavilando, elaborando planes, pero al final los descartó todos. Aún tenía metida en el cuerpo la decepción del último encuentro, y le afectó aún más porque se había empeñado en encontrar algo que pudiera gustarlos a los dos. Sin embargo, Leo se quedó con cara de desconcierto delante de la máquina de grabar tela y se tapó los oídos. Y Dodo, siempre tan curiosa, se había manchado de negro al acercarse demasiado al rodillo de grabar. Tuvo que arrancarla de la máquina o habría perdido los dedos. Más tarde, cuando estaban en el automóvil, intentó explicarles que en un futuro todas las máquinas funcionarían con electricidad y que las máquinas de vapor de la fábrica quedarían obsoletas, pero claro, eso no les interesaba a los señoritos, pese a tener edad suficiente para entender esas cosas. Cuando él era pequeño, le encantaba que su padre le explicara el funcionamiento de la fábrica.
—¿Por qué no haces algo bonito con ellos? —le preguntó Kitty cuando fue a recogerlos—. Llévalos al circo. O al cine. O enséñales a pescar. ¿Es que tú no deambulabas con tus amigos por los prados y pescabais peces en el lago?
Le pidió que se guardara sus consejos. ¡El circo! ¡El cine! ¿Acaso él era un bufón? No tenía ninguna intención de luchar por el afecto de sus hijos de una forma tan vil. Era responsable de su desarrollo, tenía el deber de planear su educación, de encauzar su futuro. Además, hacía tiempo que no había peces en el canal de Proviantbach.
¡Por fin! Su madre entró, con la incansable Serafina detrás. Las dos lo saludaron con cariño, elogiaron a Julius por la decoración de la mesa y ocuparon sus sitios.
—Hemos ido a ver un momento a Lisa y al pequeño —le informó su madre mientras desdoblaba la servilleta—. Dios mío, mire, Serafina. Hace cuarenta años que hice este bordado. Por aquel entonces no sabía que un día sería la señora Melzer y que el destino me llevaría hasta Augsburgo.
—Oh, qué bonito —dijo Serafina al tiempo que observaba el bordado—. Hoy en día cuesta ver un trabajo tan fino.
Julius sirvió café y se pasaron la cestita con los panecillos del domingo que la cocinera había metido en el horno a primera hora de la mañana. Su madre habló con un brillo en los ojos del pequeño Johann, tan rosado y bueno en la cuna, con unos puñitos gruesos como los de un boxeador.
—Más de cuatro kilos ha pesado al nacer, imaginaos. Tú pesaste tres kilos, Paul.
—Ah, ¿sí? Por desgracia no me acuerdo, mamá.
Nadie le rio la gracia. Serafina cortó su panecillo y lo untó con mantequilla. Su madre siguió contando que Lisa pesó tres kilos y medio, y Kitty, también tres kilos. Él asintió y le pareció curioso que las mujeres clasificaran a sus criaturas por kilos y gramos. En ese sentido, no le hacía gracia que su hermana Lisa hubiera logrado medio kilo más que él en la balanza.
—Me alegro tanto de que todo haya salido bien —dijo su madre con un suspiro—. No quería decírselo a nadie, pero me he pasado noches en vela por la preocupación. Este año Lisa cumplirá treinta y dos años, es mucho para un primer hijo.
Serafina la contradijo. No dependía de la edad, sino de la constitución. Lisa siempre había sido fuerte y, por supuesto, había gozado de una «juventud cuidada». Luego aludió a las jóvenes de los barrios obreros, que a menudo a los trece años ya tenían experiencias con hombres.
—Una lástima que el bautizo tenga que celebrarse sin el padre —comentó a continuación, y lanzó una mirada mordaz al otro lado de la mesa.
Paul vio la mirada suplicante de su madre, pero él no tenía ganas de tratar ese delicado tema en presencia del ama de llaves. La víspera había podido hablar un momento con Kitty, y le explicó que Lisa se lo había contado a Marie. ¡Precisamente a Marie! Era inevitable: tendría que mantener una conversación con ella. Lisa, tan testaruda, insistía en callar cuando se trataba del padre del niño.
—Bueno, en cualquier caso, como mujer divorciada, Lisa debería retirarse de la vida pública —comentó Serafina—. Sobre todo porque la familia Melzer tiene cierta categoría en Augsburgo y sería una vergüenza.
—¿Me da un panecillo? —la interrumpió Paul.
—¿Disculpe?
—¿Que si me haría el favor de pasarme un panecillo, señora Von Dobern?
—Con mucho gusto, querido Paul.
¡Su cháchara lo sacaba de quicio! ¿No había notado que la llamaba por el apellido? Le daba igual, ella insistía en llamarle «querido Paul».
—Tengo muchas ganas de ver qué le dicen Dodo y Leo a su nuevo primo —anunció su madre—. Kitty los traerá después del almuerzo, ¿verdad?
—Cierto.
Paul carraspeó con energía, se le había quedado una miga en la garganta, y le tendió la taza a Julius para que le sirviera café. Era indignante. Aún no se le había ocurrido nada. ¿Podría ir con ellos a una sesión de cine? Esos cómicos americanos parecían muy divertidos. Buster Keaton. Charly Chaplin. Pero ¿no era una pérdida de tiempo sentarse con los dos en el cine sin más?
Interrumpió sus cavilaciones al ver que Julius salía disparado hacia la puerta. Lisa había bajado a desayunar. Aún estaba regordeta, pero tenía las mejillas rosadas y una sonrisa de satisfacción. Saludó al grupo con la cabeza y se sentó. Julius, que no había puesto servicio para ella, salió presuroso para traerle una taza, un plato, una servilleta y cubiertos.
—Lo siento muchísimo, señora Von Hagemann. No sabía que iba a bajar a desayunar.
—No pasa nada, Julius. Quédese tranquilo. Yo no quiero café. ¿Hay té?
Alicia le acarició la mano y le preguntó si el pequeño dormía. Si había comido. Si le parecía bien que hicieran venir a la villa a Rosa Knickbein, que era muy buena niñera.
—Una niñera, ¡sí! En cambio, un ama de cría de verdad que no la necesito, mamá. Estoy que reboso leche.
Serafina mantenía el gesto tieso. A Paul tampoco le parecía un tema adecuado para comentar durante el desayuno. Por otra parte, se alegraba mucho de la maternidad de Lisa. Con marido o sin él, por primera vez en su vida parecía contenta consigo misma. Estaba resplandeciente, dejó que su madre le untara un panecillo con mantequilla y le removiera el azúcar en el té.
—Si no me equivoco, después del almuerzo vienen de visita Dodo y Leo, ¿verdad? ¿Ya has pensado qué vas a hacer con ellos, Paul?
¿Por qué tenía que preguntarle toda la familia por ese tema tan delicado?
—Aún no he llegado a ninguna conclusión —contestó él, gruñón.
—Dodo seguro que querrá ver aviones, y Leo solo tiene una cosa en la cabeza: tocar el piano —comentó Lisa con una sonrisa un tanto maliciosa.
—Los niños deben aprender cuanto antes a respetar los deseos de sus padres —la aleccionó Serafina—. Tal vez no siempre les guste, pero es necesario. No queremos criar revolucionarios, ¿verdad? Puntualidad, diligencia y, sobre todo, sentido del deber, esas son las garantías para una vida de éxito.
—En eso tiene razón, querida Serafina —comentó su madre antes de que Lisa pudiera decir nada—. A mí también me parece que no deberíamos pasar por alto las virtudes prusianas en la educación de los hijos.
Lisa daba cuenta del desayuno con fruición. Paul guardaba silencio. En principio no había nada que oponer a aquella afirmación. Aun así…
—Si no tiene nada en contra, querido Paul, me gustaría dar un bonito paseo con ellos dos —se ofreció Serafina.
—Muy bien —comentó su madre—. Y luego podemos merendar y jugar un rato juntos.
—¡Sí, claro, ese plan los entusiasmará a los dos! —comentó Lisa con ironía.
—Mi querida Lisa —dijo Serafina con una media sonrisa—, aún te quedan cosas que aprender sobre la educación de los niños.
Lisa masticó el panecillo con mantequilla y miró a Serafina. Tras un breve silencio, se oyó un quejido en la segunda planta que enseguida se convirtió en llanto. Lisa fue a levantarse, pero Serafina la agarró del brazo en un gesto suave pero enérgico.
—No, no, esto no funciona así. Tienes que acostumbrar a tu hijo a unos horarios, Lisa. De lo contrario será un pequeño tirano.
—Pero ¡tiene hambre!
La señora Von Dobern dobló con cuidado la servilleta y la dejó junto a su plato.
—No se morirá por llorar una horita, Lisa. Eso fortalece los pulmones.
Paul lo vio venir, no en vano conocía a su hermana. Lisa iba acumulando ira y de repente explotaba cuando nadie se lo esperaba. La vajilla tembló y la cafetera estuvo a punto de volcarse en el calientaplatos cuando dio un golpe en la mesa con los dos puños.
—¡Ya estoy harta! —gritó, y lanzó una mirada furiosa al grupo.
—¡Lisa! —susurró su madre, asustada—. Te lo ruego.
Sin embargo, Lisa no le hizo caso.
—¡Maneja cuanto quieras a Paul, Serafina, pero a mí no me vas a decir cómo debo tratar a mi hijo!
Serafina respiró con tanta fuerza que parecía que se caería de la silla de un momento a otro.
—Pero, Lisa, tranquilízate. Alicia, querida, mantén la calma. Las mujeres tienden a la histeria durante el puerperio.
Fue la palabra equivocada en el momento equivocado, pues no hizo más que atizar la ira de Lisa.
—Deja de esconderte detrás de mamá, víbora —exclamó en un tono estridente—. Marie tiene razón. Eres una intrigante malvada. Desde que entraste en esta casa solo hay desgracias y discusiones.
En ese momento Lisa parecía la diosa griega de la venganza.
Serafina lanzó una mirada de socorro a Alicia, luego a Paul, que se sintió tentado de tranquilizar a Lisa, pero no dijo ni una palabra.
—Voy a decirte algo, mamá —prosiguió Lisa, y lanzó un bufido iracundo hacia Serafina—. No estoy dispuesta a comer en presencia del ama de llaves. Si me sigues obligando a hacerlo, cogeré al niño y me mudaré a casa de Kitty en Frauentorstrasse.
Paul vio que su madre se quedaba paralizada, en la mano tenía un panecillo y la mermelada de fresa cayó al plato.
Paul hizo un intento prudente.
—Por favor, Lisa. No nos pongamos dramáticos.
—¡Lo digo en serio, Paul! —le replicó su hermana—. ¡Hoy mismo hago la maleta!
—No —dijo su madre con repentina seguridad—. No lo harás, Lisa, no te lo voy a permitir. Serafina, lo siento.
Entonces ocurrió algo increíble. La señora Von Dobern se levantó despacio bajo la mirada imperativa de Alicia y miró con gesto interrogante a Paul, que se encogió de hombros para indicarle que no tenía intención de intervenir. Julius permanecía con gesto imperturbable junto a la puerta, aunque parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas. Cuando le abrió la puerta a Serafina para que saliera, sus movimientos eran ágiles como pocas veces.
—¡Estupendo! —dijo Lisa, y se bebió el resto de la taza de té—. ¡Ahora me encuentro mucho mejor!
—¿Era necesaria semejante escena? —preguntó Paul, enfadado—. Entiendo tus sentimientos, pero el asunto también podría tratarse con más discreción.
Lisa le lanzó una mirada extraña, terca y al mismo tiempo triunfal. Sin contestarle, se volvió hacia Alicia.
—Si eres tan amable, mamá, ¿me ayudas a cambiarle el pañal al niño? Gertie está abajo, en la cocina.
—Vuelvo a tener un terrible dolor de cabeza, Lisa. Que te ayude Else.
Lisa se había puesto en pie, ahora rebosaba energía.
—¿Else? Ay, Dios mío. Si se desmaya en cuanto abre el pañal y ve la puntita. Vamos, mamá. Tu nieto te necesita. Ya tendrás dolor de cabeza más tarde.
Alicia esbozó una leve sonrisa y dijo que hacía mucho tiempo que no cambiaba un pañal; además, antes lo hacía casi siempre la niñera. Con todo, se levantó y siguió a Lisa. Cuando Julius les abrió la puerta, se oyó el enérgico llanto del pequeño Johann.
¡Qué escena! ¡Un auténtico terremoto! Paul, que se quedó en el comedor, de pronto se sintió abatido. Se puso en pie, se acercó a la ventana, apartó la cortina y observó el parque en pleno invierno. Aquel día de hacía años estaba ahí mismo. Papá le sirvió un whisky para calmarlo cuando Marie empezó con las contracciones. ¿Cuánto tiempo había pasado? Nueve años. Su padre ya no seguía con vida. Marie tampoco estaba, y a sus hijos solo los veía esporádicamente. ¿Cómo había ocurrido? Amaba a Marie más que a nada en el mundo. También a sus dos hijos. ¡Maldita sea! Aunque no fueran como esperaba, eran sangre de su sangre, y los quería.
Tenía que hacer algo. Derribar el muro, piedra a piedra. A toda costa. Por muchas renuncias que le costara. No iba a desistir hasta conseguir que volviera a su lado, porque no tenía otro motivo para vivir.
Después del almuerzo, que transcurrió sin la presencia de Serafina, se fue a su despacho y esperó junto a la ventana. Las cornejas se inclinaban sobre las ramas desnudas, el suelo estaba duro y helado, y los copos de nieve, diminutos como agujas de hielo, se arremolinaban en el aire. Cuando vio que el coche de Kitty giraba con cierta torpeza por el parque y se acercaba despacio y traqueteando a la villa, aún no tenía ningún plan. Solo sabía una cosa: quería pasar la tarde con sus hijos, estar cerca de ellos.
Observó cómo Kitty daba dos vueltas a la glorieta del patio, era evidente que lo hacía para que los niños se divirtieran. Cuando por fin paró, bajó primero Dodo y luego Leo. Lo hicieron sin ganas, casi a regañadientes. Leo tenía el gorro de piel en la mano; Dodo intentaba patinar por el pavimento helado, pero enseguida paró.
«Un tobogán», pensó. «Cuando éramos pequeños lo hacíamos en el camino del prado. Resbalábamos uno tras otro por el camino hasta que quedaba liso como hielo puro. Y luego, cuando nos estábamos divirtiendo, el campesino nos echaba».
Bajó la escalera hacia el vestíbulo, donde Gertie ya había quitado los abrigos a los niños y los apremiaba para que dejaran también las botas. Dodo soltó una risita porque había perdido el calcetín izquierdo, y Leo lanzó el gorro con destreza para que se quedara colgado en uno de los ganchos del guardarropa. Cuando vieron a Paul, se pusieron serios.
—¿Qué, pareja? ¿Estáis bien?
Dodo dejó el calcetín y luego hizo una reverencia. Leo se arrimó a un criado.
—Sí, papá.
—Buenos días, papá.
Qué actitud tan formal. ¿Eso lo había impuesto él? Le dolía, no quería que sus hijos lo saludaran como si fuera el maestro de la escuela.
Kitty apareció desde el fondo del salón, donde se estaba arreglando el peinado en uno de los espejos.
—¿Cómo van a estar, mi querido Paul? Bien, claro. Cuidamos de nuestra panda de granujillas, los alimentamos y los abrigamos. Hola, hermanito. Deja que te dé un abrazo. Hoy pareces enfadado, ¿te preocupa algo?
—Ay, Kitty.
Ella se rio y agarró a los niños de la mano.
—Ahora tenéis que ser muy silenciosos. Como los ratoncitos, ¿de acuerdo? No queremos despertar al bebé. ¿Gertie? ¿Cómo van las cosas ahí arriba? Los niños quieren conocer a su nuevo primo.
—Creo que ahora mismo le está dando de mamar.
—Ay, Dios mío —dijo Kitty—. Qué se le va a hacer. Así es la vida, niños. Las criaturas comen del pecho de la madre.
Paul tenía la impresión de que los acontecimientos le pasaban por encima. Siguió a Kitty, que subió la escalera con los niños hasta la segunda planta y desapareció en la habitación de Lisa. Él se quedó en el pasillo un tanto confundido, como si no estuviera autorizado a entrar también.
—Else, dígales a los niños que los espero en mi despacho.
Como tardaron más de lo que pensaba, mató el tiempo hojeando un catálogo de hiladoras, pero no podía concentrarse. Oyó la voz de Kitty en el pasillo.
—Sed muy obedientes, los dos. Hasta esta tarde.
—¿Cuándo volverás, tía Kitty? —preguntó Leo.
—No vengas tarde, ¿eh? —le rogó Dodo.
—Hacia las seis, creo.
Oyó un suspiro al unísono, y poco después llamaron a la puerta del despacho.
—Ahora voy —dijo él—. Poneos el abrigo, nos vamos al parque.
Se oyeron unos cuchicheos delante de la puerta. Cuando salió, se separaron y pusieron cara de falsa inocencia.
—¿La señora Von Dobern también viene? —preguntó Dodo.
—No.
Parecían aliviados. Casi se le escapó una sonrisa cuando vio la prisa que se dieron en bajar dando saltitos para ponerse las botas y el abrigo. Gertie los siguió corriendo y les puso las bufandas de lana, luego le llevó a Paul el abrigo y el sombrero.
—¿Vamos de paseo? —preguntó Leo, desconfiado.
—Ya veremos. ¿Por qué no te pones el gorro? Hace frío.
Leo daba vueltas al gorro de piel en las manos, arrugó la nariz y al final se lo puso.
—¿Qué te pasa? —inquirió Paul.
—Nada, papá.
Paul estaba a punto de perder la paciencia. ¿Por qué mentía? ¿Tan poca confianza le inspiraba?
—¡Leo, te he hecho una pregunta!
Paul se detuvo y se percató de lo enfadado que sonaba. Dodo se plantó al lado de su hermano de un salto.
—Odia ese gorro, papá. Porque le hace cosquillas. Y porque los niños de su clase se ríen de él.
Vaya. Por lo menos había una explicación. Eso ya era algo.
—¿Es cierto, Leo?
—Sí, papá.
Paul dudó. Marie podría tomárselo a mal, al fin y al cabo ella se lo había regalado por Navidad. Por otra parte…
—¿Qué gorro te gustaría, Leo?
Su hijo lo miró incrédulo. Esa mirada transmitía incluso cierto recelo, y Paul notó un leve dolor. En efecto, Leo no le tenía la más mínima confianza.
—Uno como el de los demás.
El año siguiente Leo entraría en el instituto masculino y se acabaría el asunto del dichoso gorro. Pero hasta entonces…
—Bien, pues iremos en coche a la ciudad y me enseñarás en el escaparte qué gorro quieres.
—Y… ¿me lo comprarás? —preguntó Leo.
—¡Si puedo pagarlo!
Paul sonrió, se puso el sombrero y fue a sacar el coche del garaje.
Tras él, en el asiento trasero, se oyeron cuchicheos de nuevo. Los dos seguían muy unidos, formaban un frente común.
—¡Pero si papá es rico! —oyó que decía Dodo.
—Ya —dijo Leo—. Pero nunca ha comprado un gorro. Además, hoy es domingo y las tiendas están cerradas.
—Ya veremos.
De pronto Paul comprendió que le resultaría mucho más fácil ganarse a su hija. Dodo era abierta, iba de frente. Y parecía que confiaba en él.
—¿Papá?
Paul enfiló despacio el camino de entrada y pensó dónde dejaría el coche en la ciudad.
—¿Qué pasa, Dodo?
—¿Puedo conducir?
Ya estaba tensando la cuerda. Le pareció oír la voz de la señora Von Dobern amonestándole y eso lo puso de mal humor.
—Sabes que no es posible, Dodo. Los niños no pueden conducir automóviles.
—Pero si solo quiero manejar el volante, papá.
Vaya. ¿Y por qué no? Era su parque, su entrada. Nadie podía imponerle prohibiciones en su propiedad. Detuvo el coche.
—Ven delante. Con cuidado, no ensucies el asiento con las botas. Así, siéntate en mi regazo.
Desbordaba ilusión. Agarraba con todas sus fuerzas el volante. Se lo tomaba muy en serio; los ojos entrecerrados, el gesto decidido, los labios apretados. Paul iba todo lo despacio que podía, la ayudaba cuando le faltaba fuerza, la elogiaba y al final le dijo que ya era suficiente.
—¡Qué lástima! Cuando sea mayor siempre iré en automóvil. O volando en un avión a motor. También podría ser un avión con velas.
Esperó hasta que estuvo sentada de nuevo en el asiento trasero y miró atrás, pero Leo seguía callado. Al parecer, a él no le hacía ilusión conducir un coche.
Los domingos a esas horas había poco ajetreo en las calles comerciales del centro de la ciudad. Además, el frío hacía que la mayoría de los vecinos de Augsburgo se quedaran en casa al calor de la estufa. Solo había unos cuantos transeúntes que paseaban por delante de los escaparates; las damas con abrigos de pieles y los señores con bastón y sombrero rígido.
Paul se detuvo en la avenida central, estuvieron viendo los sombreros de niño que expuestos en las tiendas, pero no eran del gusto de Leo.
—Entonces, ¿cómo debe ser?
—Como el de Walter. Marrón, con orejeras que se pueden poner por dentro. Y más largo por delante, con visera.
—Entiendo.
Paul encontró una tienda especializada en moda deportiva, y ahí sí estaba el ansiado gorro. Solo le faltaban las orejeras, pero no era para tanto.
—Uno como ese, ¿no?
—¡Exacto, así, papá!
Paul se ganó una mirada resplandeciente de aquellos ojos de color azul grisáceo. Estuvieron un rato delante de la Casa de los Sombreros, donde Dodo no se cansaba de mirar los elegantes modelos para mujeres. Luego, cuando Paul vio al otro lado de la calle la pastelería Zeiler y se dirigió hacia allí, Dodo se quedó petrificada delante de una pequeña librería: Impresión de arte y libros. Prensa, ilustrados, literatura.
—¡El libro, papá!
Le señalaba una obra encuadernada con tela marrón y con letras doradas: «Otto Lilienthal, El vuelo de las aves como base de la aviación».
—Es un libro científico, Dodo. Es muy difícil, no entenderías ni una palabra.
—¡Claro que sí!
—No tiene sentido, Dodo. No te divertiría.
Qué terca era. Se le ocurrió que esa insistencia tal vez fuese herencia de su abuela. No de su madre, sino de Luise Hofgartner.
—Es muy fácil, papá. Un avión vuela como un pájaro. También tiene dos alas.
En aquella ocasión, por suerte, Paul se guardaba un as en la manga y no dudó en sacarlo.
—Ese libro lo tenemos en la biblioteca, Dodo. Puedes leerlo en casa.
—¿De verdad? ¿Vamos ahora mismo a la villa?
La personalidad de su hija lo desconcertaba. La muñeca que su abuela le había regalado seguía intacta en el sofá. En cambio la señorita quería leer sin demora un libro sobre aviación que escapaba con creces a sus posibilidades.
—Podríamos ir al cine. ¿Vamos a ver qué ponen en el Capitol?
Su interés fue moderado. Dodo quería regresar enseguida a la villa y Leo se encogió de hombros.
—Si quieres —comentó, aburrido.
Paul tuvo que contener su enfado una vez más. La culpa era de él, por preguntar. Se pararon delante de la tienda de música Dolges a contemplar un reluciente piano de cola que estaba expuesto junto a dos pianos con unos portavelas plegables y las patas talladas.
—Ese piano apenas sirve para nada —sentenció Leo con osadía.
—¿Por qué?
—Si tiene cola, que sea de verdad, grande. De Bechstein. Pero no un trasto barato.
Increíble. ¿De dónde había sacado su hijo semejante arrogancia? El precio de aquel instrumento no era bajo.
—¿Por qué de Bechstein?
—Son los mejores, papá. Franz Liszt solo tocaba un Bechstein. La señora Ginsberg siempre dice…
Se detuvo y miró temeroso a Paul.
—Bueno, ¿qué dice la señora Ginsberg?
Leo dudó. Sabía que su padre no aprobaba las clases de piano de la señora Ginsberg.
—Dice que los Bechstein tienen un sonido muy nítido y al mismo tiempo vivo. Nadie los supera.
—Vaya.
Regresaron a la villa y les enseñó en el patio cómo se hacía un tobogán. Dodo estaba entusiasmada, y a Leo al principio le pareció ridículo, pero luego demostró que había estado atento.
—Lo haremos en el patio de recreo, papá. Pero solo si el señor Urban no se da cuenta.
Los tres lo pasaron en grande cuando el tobogán funcionó de verdad. Al cabo de un rato se sumó Humbert, que era muy hábil bajando, e incluso Julius lo probó. También consiguió convencer a Gertie para que lo intentara. Else y la señora Brunnenmayer se quedaron junto a la ventana de la cocina negando con la cabeza, y desde arriba su madre no paraba de gritar que ya era suficiente. Debían dejar de comportarse como niños si no querían romperse un hueso.
Cuando Kitty llegó hacia las seis y media para recoger a los niños, Dodo estaba en la biblioteca con Paul, que le explicaba la fuerza ascensional, y Leo, sentado al piano tocando Debussy.
—¿Ya? —preguntó Leo de mala gana.