El mes de febrero fue inusualmente suave, casi parecía que las hojas del azafrán fueran a asomar en las praderas del parque. Sin embargo, cuando el tiempo parecía anunciar la primavera, se levantó un viento gélido y volvió la helada. Una peligrosa capa de hielo había paralizado en dos ocasiones el tráfico en la ciudad, además de provocar fracturas de huesos y torceduras, y por lo visto el abogado Grünling estaba entre los afectados. Auguste, que hacía unos días que volvía a trabajar en la villa, los informó de que el pobre señor Grünling se había roto los dos brazos.
—Cielo santo —exclamó Gertie, y le dio un sorbo al café matutino—. Ni siquiera puede presentarse ante un tribunal.
—¿Por qué no? —repuso Auguste—. Bien que habla.
—Pero no puede gesticular con los brazos al hacerlo.
Auguste se encogió de hombros y echó mano de una rebanada de pan blanco, untó mantequilla y tampoco escatimó con la mermelada de fresa.
—¿Y cómo se pone la chaqueta? —comentó Dörthe, pensativa—. ¿Y qué hace cuando tiene que bajarse los pantalones?
En la larga mesa de la cocina hubo un malicioso regocijo por el mal ajeno. Ni siquiera la señora Brunnenmayer pudo evitar sonreír. Así era, a veces los ricos también tenían mala suerte. Dios nuestro Señor era justo.
—Ya encontrará alguna que le baje los pantalones —comentó Auguste en tono burlón—. Seguro que un soltero como él tiene una novia amantísima. Quizá varias que no paran de subirle y bajarle los pantalones.
Todos soltaron una carcajada. A Gertie se le quedó un pedazo de pan en la tráquea y empezó a toser, pero Julius se puso a darle golpes en la espalda para ayudarla.
Else se había puesto roja de nuevo. Cortó la rebanada de pan antes de untarla con mantequilla y luego masticó un rato a conciencia; a veces también mojaba el pan en el café para reblandecerlo. Una dentadura postiza era demasiado cara para una doncella envejecida. Además, Else le tenía un miedo atroz al dentista.
—No está bien reírse de los enfermos —comentó a media voz, y tragó el bocado con un sorbo de café.
—Ese ha vaciado los bolsillos de mucha gente —apuntó Auguste sin compasión—. ¡Le está bien empleado!
Nadie la contradijo. Era de dominio público que algunos listos se habían hecho con numerosos bienes después de la guerra, se habían enriquecido a costa de los que se vieron obligados a venderlo todo debido a la inflación. Sin embargo, esos avaros eran de los que ya tenían dinero antes. El pobre seguía siendo pobre, eso había que metérselo en la cabeza: era así.
—¿Y qué ha sido de tu herencia, Auguste? —preguntó Brunnenmayer, campechana—. ¿Ya os la habéis gastado toda?
Auguste les había contado que su repentina fortuna se debía a una herencia. Una tía lejana que no tenía descendencia se lo había dejado todo a su querida sobrina de Augsburgo. No, no contaba con ello, era muy poco común, pero la buena de Lotti tenía guardado un buen dinero en su calcetín de los ahorros. Sí, sí, la gente mayor.
—¿Usted qué cree? —replicó a la cocinera—. Con ese dinero estamos construyendo un invernadero. Y con lo que ha sobrado les he comprado ropa y zapatos a los niños.
Se estaba quedando muy corta, pero Auguste se guardó de decirles que había adquirido muebles nuevos y todo tipo de cosas bonitas que conocía de la villa. Objetos de plata y jarrones de porcelana. Platos y cubertería a juego. También ropa de trabajo para Gustav, ropa interior y un buen traje. Ropa de cama cara. Y para ella, ropa nueva. Por no hablar del automóvil que estaba en el cobertizo y que empezarían a usar en primavera. Para no alimentar las malas lenguas.
Dörthe se sirvió la tercera rebanada de pan y tiró una jarra de leche cuando iba a coger la mantequilla.
—¿No puedes ir con más cuidado? —soltó Julius, a quien le mojó la manga—. Ahora tendré que lavar la camisa y la manga de la chaqueta.
—Solo es un poco de leche.
—Hoy es la leche. Ayer un cazo con manteca. Hace poco una botella de vino tinto que tenía que llevar a los señores. Todo lo que tocas acaba hecho añicos.
Julius salvó su taza de café del paño húmedo que Dörthe pasó por la mesa para limpiar la leche. Auguste negó con la cabeza, los demás se lo tomaron con calma. Hacía tiempo que sabían que la chica no lo hacía con mala intención, solo tenía mala suerte. Era una persona honrada, aunque un poco boba. La enviaban a buscar leña para la estufa, le encomendaban pelar patatas o retirar la nieve del patio para que no provocara muchos desastres. En primavera quería ocuparse de los parterres de la terraza y acondicionar la glorieta del patio. Tal vez la jardinería se le diera mejor.
—¿Humbert sigue durmiendo? —preguntó Auguste—. Pensaba que se encontraba mejor.
La cocinera cortó jamón en lonchas finas y añadió paté de hígado y un pedazo de salchicha ahumada. Lo hacía para Humbert, lo sabían, pero, por supuesto, los demás también podían disfrutar de ese delicioso desayuno.
—Ahora baja —dijo—. Ese chico necesita dormir mucho. Y tiene que comer, se ha quedado en los huesos.
Auguste asintió con vehemencia y se apresuró a cortar un pedazo del paté de hígado. Volvía a trabajar tres veces por semana en la villa, supuestamente por lealtad.
—Cómo defendió a Humbert, señora Brunnenmayer —comentó Gertie con la boca llena—. Fue extraordinario. No creía lo que estaba oyendo.
A Fanny Brunnenmayer no le resultaba agradable hablar del tema, así que lanzó una mirada hostil a Gertie y masculló:
—¿Y qué hacías escuchando detrás de la puerta? No tenías por qué oír lo que dije delante de los señores.
Gertie no se dejó amedrentar. Lanzó una mirada rápida al pie de la escalera para ver si Humbert ya llegaba, luego intentó imitar la voz de la señora Brunnenmayer.
—«Si no hay sitio para Humbert en la villa de las telas, yo tampoco me quedo. Hace treinta y seis años que sirvo aquí, y nunca he tenido motivos de queja. Pero si ese es el caso, recogeré mis cosas y me iré al primer sitio que encuentre».
—¿De verdad le dijo eso a la señora? —preguntó Julius, asombrado.
Por mucho que Gertie hubiera citado esa frase varias veces ya, Julius siempre se mostraba impresionado. Jamás se habría permitido esa conducta con los señores, aunque se tratara de su propio hermano. De todos modos, no tenía hermanos ni hermanas.
—¡Lo juro! —dijo Gertie, y asintió tres veces, una tras otra—. La señora se quedó perpleja. Dijo que nunca en la vida se había planteado echar a Humbert, solo le habría gustado saber con antelación que iba a venir.
—¡Ya basta! —la regañó Fanny Brunnenmayer, y dio un puñetazo en la mesa—. La señora es una buena persona, pero ha estado matando moscas a cañonazos. ¡Borrón y cuenta nueva!
Habían acordado que Humbert primero necesitaba recuperarse y recobrar las fuerzas. Luego ayudaría con el trabajo como pudiera. Lo que hiciera falta. Limpiar el automóvil. Cortar los setos del parque. Echar una mano en la cocina. Hacer recados. Al principio solo a cambio de la manutención y el alojamiento. Luego ya se vería.
—Cuando se haya curado —comentó la cocinera, y suspiró—. La guerra, qué miserable. Aún la tenemos metida en los huesos. Y ahí se quedará un tiempo.
Levantó la cabeza al oír en el pasillo de la escalera ese «tac, tac, tac» que tan bien conocían. Los zapatos del ama de llaves no eran nuevos, pero había cambiado las suelas por unas de piel dura.
—¡Cuidado! —dijo Julius, y aspiró varias veces porque cuando se alteraba no le entraba bien el aire por la nariz.
—Se acabó la tranquilidad —murmuró Gertie, y se apresuró a beber otro sorbo de café con leche.
Fanny Brunnenmayer hizo desaparecer el plato con embutido y jamón en el cajón de la mesa. No había que llevarse más disgustos de los necesarios.
La señora Von Dobern entró en la cocina con el gesto de una mujer víctima de todas las desgracias e injusticias de este mundo. Tras los cristales de las gafas, sus ojos abarcaron toda la estancia, luego se centraron en los que estaban sentados a la mesa, los alimentos dispuestos, los cazos y la cafetera de latón al fuego, las tinas con la vajilla sin lavar del día anterior junto al fregadero.
—¡Buenos días a todos!
Le devolvieron el saludo sin entusiasmo, solo Gertie se permitió preguntar si había dormido bien.
—Gracias. Puedes retirar la bandeja del despacho, Gertie.
Por mucho que hubiera ocupado su dormitorio arriba, mantenía la costumbre de desayunar sola en su despacho.
—Mañana me gustaría tomar un poco de jamón y embutido para desayunar —le dijo a la cocinera.
—¿Embutido para desayunar? —preguntó la señora Brunnenmayer fingiendo sorpresa—. Hoy es viernes.
—Aún no estamos en cuaresma —repuso el ama de llaves—. ¿Cree que no huelo que aquí han comido paté de hígado y jamón ahumado?
—Por supuesto, lo he preparado para la señora Von Hagemann. Está esperando un niño, puede comer carne también los viernes.
La señora Von Dobern soltó un bufido de desdén para dejar claro que no creía ni una palabra. Tenía razón, pero de poco le servía porque la señora Brunnenmayer no iba a atender sus deseos.
—Esta tarde el señor ofrece una pequeña fiesta, como todos sabéis —dijo para empezar a exponer el plan del día—. Los invitados son tres matrimonios y dos señores solos, así que ocho personas, más el señor, su señora madre y yo. El menú ya lo ha acordado la señora con la cocinera. Antes se ofrecerá un aperitivo, eso te incumbe, Julius. Else y Gertie limpiaréis a primera hora el salón rojo y la sala de caballeros y los dejaréis en un estado presentable. Dörthe, tú te ocuparás de los zapatos de los invitados durante la velada.
Todos escuchaban aburridos. ¿De verdad creía que no sabían cómo se organizaba una pequeña fiesta en la villa? Era una de las tareas más fáciles; la absurda charla del ama de llaves solo provocaba desorden en el curso habitual de las cosas. La señorita Schmalzler los animaba en esas ocasiones a dar lo mejor de sí mismos, ser un honor para la villa de las telas, y así uno iba a trabajar de otra manera. Sin embargo, eso solo lo sabían la cocinera y Else, los demás no habían conocido a esa dama extraordinaria. Humbert sí, pero aún no se tenía en pie.
—Tú ayudarás en la lavandería y sacudirás las alfombras —le dijo el ama de llaves a Auguste.
—Las alfombras ya las sacudimos el lunes —confirmó Auguste—. Sería más inteligente dedicarse a los colchones.
Enseguida vio que había cometido un error. Al ama de llaves se le ensancharon los ollares, un gesto que no auguraba nada bueno.
—¿Me vas a explicar cómo se lleva una casa? ¿Y qué haces aquí sentada? Esto no es una fonda, puedes desayunar en tu casa.
A Auguste se le infló la cara como si hubiera comido levadura, pero no se atrevió a decir nada. En cambio, se oyó la profunda voz de la cocinera.
—Quien trabaja en la casa también puede comer. Siempre ha sido así, ¡y no ha cambiado nada!
—Como usted quiera —repuso el ama de llaves—. Tendré en cuenta este despilfarro cuando revise el libro de cuentas de la casa.
Dio un respingo porque junto al fuego de la cocina se volcó un cubo y el carbón que contenía salió rodando por el suelo. Dörthe volvía a hacer de las suyas.
—Lo siento… disculpe. Perdón —balbuceó la chica, y se puso a recoger el carbón a toda prisa y a guardárselo en el delantal.
—En todo el planeta no hay nadie más torpe que tú —comentó la señora Von Dobern, y dio una patada a un pedazo de carbón en dirección a Dörthe.
—Ah, no, señora Von Dobern. Tengo una hermana en Dobritz que seguro que es más torpe que yo —contestó Dörthe, muy seria.
Gertie dejó escapar un grito ahogado y lo disimuló con un ataque de tos. La cocinera miraba al frente, claramente molesta. Julius se mostraba imperturbable y sonreía. Solo Auguste seguía demasiado enfadada, ni siquiera la había oído.
—¿Tienes que ponerte el carbón en el delantal? Coge el cubo.
—Sí, señora Von Dobern.
El tono despectivo del ama de llaves hizo que Dörthe fuera aún más patosa. Todos lo vieron venir, Gertie gritó:
—¡Cuidado!
Demasiado tarde. Mientras recogía el carbón, Dörthe había retrocedido en dirección al fregadero y, al levantarse, su amplio trasero golpeó la encimera. La cuba que había encima empezó a tambalearse, se resbaló por el borde y los platos sin lavar de la cena cayeron al suelo. Plato a plato, taza a taza, Gertie y Auguste lograron salvar la jarrita para la leche y la bandeja grande, pero el resto quedó hecho añicos.
—Dios mío, qué día —farfulló Dörthe, que se había quedado clavada en el sitio del susto—. Pero no tengo ojos en la nuca, señora Von Dobern.
—Es increíble —masculló el ama de llaves, pálida de la rabia—. Me encargaré de que desaparezcas de aquí.
Dörthe rompió a llorar y dejó caer el carbón que tenía en el delantal al taparse la cara con las manos. Julius dijo en voz alta que eso lo decidía la señora Von Hagemann, pues Dörthe era su criada personal. Gertie, Else y Auguste recogieron los trozos de porcelana y los pedazos de carbón.
En ese momento apareció Humbert en la cocina. Al principio nadie se dio cuenta con tanto alboroto y se quedó quieto en la entrada, apoyado en la jamba, de brazos cruzados.
—También tiene su lado positivo —comentó con una sonrisa—. Lo que está roto ya no hay que lavarlo.
El gesto de Dörthe se iluminó un poco, pero la señora Von Dobern se dio la vuelta y fulminó a Humbert con la mirada.
—¿Le parece divertido que se rompan las pertenencias de los señores?
—En absoluto —respondió Humbert con amabilidad.
Descruzó los brazos y luego hizo una breve pero clara reverencia al ama de llaves. Costaba distinguir si era por educación, aprecio personal o ironía.
—Pero todo en la vida es sustituible, señora Von Dobern. Salvo la vida y la salud.
Pese a la extrema delgadez y las mejillas hundidas, provocaba cierto efecto en las mujeres del que antes no hacía uso de esa manera. El ama de llaves no fue ajena a sus encantos, se dejó provocar una sonrisa y confirmó que en eso tenía razón.
—¿Cómo se encuentra hoy, Humbert?
Él le agradeció el interés y explicó que cada día estaba mejor.
—La calma y la buena alimentación, además de la amable acogida y todas las personas encantadoras que se ocupan de mí con tanto cariño. —Parpadeó hacia el ama de llaves y añadió que estaba muy agradecido por ello—. Si puedo ser útil en algo, estimada señora Von Dobern, no tiene más que decírmelo. Detesto estar sin hacer nada mientras hay tanto trabajo por hacer.
Si pretendía recriminarle el no haber movido un dedo hasta entonces, acababa de tomarle la delantera.
—Bueno, si se ve con fuerzas suficientes, podría ayudar a Julius a limpiar el automóvil. Por dentro y por fuera. El domingo el señor Melzer tiene previsto hacer una excursión con los niños.
—Con mucho gusto.
La señora Von Dobern asintió satisfecha, lanzó otra mirada a las tres mujeres que estaban recogiendo el carbón y los añicos del suelo para clasificarlos en dos cubos y luego se encaminó hacia la salida que conducía al salón.
—El desayuno para la señora Melzer, la señora Von Hagemann y para mí, a las ocho en el comedor. ¡Como siempre! —gritó por encima del hombro.
La cocinera esperó a que no hubiera moros en la costa, luego sacó el plato con paté y jamón del cajón y se lo puso delante a Humbert.
—Me gustaría saber dónde lo mete todo —murmuró—. Desayuna a las siete sola en el despacho del ama de llaves y luego a las ocho con los señores. A la una, almuerza con los señores; después, café y tortitas de nata, merienda con los señores. Y por la noche aparece aquí de nuevo para llenarse un plato en nuestra mesa. Y sigue flaca como una pasa.
—Algunas tienen suerte —dijo Auguste con un suspiro, pues desde el último embarazo seguía redonda como un barrilete y por lo visto engordaba con solo mirar un panecillo.
—Pues a mí no me gustaría tener su aspecto —comentó Gertie—. Esa complexión delgada. Y esa cabeza que parece un hueso de cereza.
La cocina se llenó de risas. Incluso Dörthe, con el rostro aún sucio del carbón y los llantos, recuperó la alegría.
—A ver qué pasa el domingo —comentó la cocinera mientras Humbert se servía un café con leche—. La última vez los niños estuvieron cinco minutos conmigo en la cocina, luego tuvieron que irse a ver la nueva máquina de grabado de la fábrica. Y después la señora tomó café y comió tortitas de nata con ellos.
Else, que no era amiga de decir nada negativo sobre los señores, comentó con gesto de preocupación que el pobre niño no pudo tocar ni una tecla del piano.
—Es cierto —confirmó Gertie—. Por lo visto hubo problemas en la fábrica. Se veía cuando volvieron. El señor parecía muy enfadado, y luego ya no se ocupó de los niños en toda la tarde.
Humbert esperó con paciencia a que la señora Brunnenmayer pusiera pepinillos en el bocadillo de jamón y lo cortara bien. Lo hizo con esmero, como si fuera un niño de tres años. Ya se encontraba mejor, salvo las noches, que no eran buenas. Todos lo oían cuando deambulaba por el pasillo, a veces bajaba a la cocina y se escondía debajo de la mesa grande. Ahí se sentía seguro, les contó una vez. Las granadas no podían hacerle nada a la vieja mesa. Tampoco los aviones que disparaban desde arriba con ametralladoras.
—Pobrecillos —dijo al tiempo que masticaba, pensativo—. ¿Por qué está tan ciego el señor? Al niño no le gustan las máquinas. Pero si toca tan bien el piano como decís…
—Podría actuar en Berlín. Como niño prodigio —dijo Gertie, convencida.
—¿En Berlín? Mejor no —murmuró Humbert.
—¿Por qué no? —preguntó Gertie, intrigada.
Pero Humbert estaba ocupado con su bocadillo y no contestó. Les había contado algunas cosas de la gran ciudad de Berlín, de las tiendas, los cines, la multitud de lagos donde poder bañarse y remar en bote. Del tren de cercanías, el Parlamento, la Columna de la Victoria, y también de su habitación en la parte trasera de un edificio de alquiler. Les habló del cabaret de Kurfürstendamm, era pequeño, cabían cincuenta personas, pero se formaban largas colas para conseguir una entrada. Sobre todo por él, pero eso no lo dijo. Lo confirmó la señora Brunnenmayer.
En algún momento había sucedido algo que Humbert no pudo soportar. Lo que había pasado seguía siendo un secreto. ¿Una historia de amor? ¿Una intriga entre colegas? ¿Un accidente? Nadie lo sabía. Los ataques que sufría desde la guerra volvieron y eran cada vez más frecuentes. Hasta que le fue imposible actuar.
«Si Hanna no me hubiera convencido, no sé lo que habría ocurrido», decía.
Hanna era la única que sabía algo. Acudía todos los días a la villa, casi siempre a escondidas para que no la viera el ama de llaves. Solo de vez en cuando entraba en la cocina, pero la mayoría de las veces se metía en el cuarto de Humbert y los dos se liaban a hablar.
«¿Hablar, esos? No te lo creas, Gertie», había comentado Auguste, convencida de que ahí pasaba algo más. No era tonta, y a Humbert siempre le había gustado Hanna. Sin embargo, tanto Gertie como Else y Julius le aseguraron que se equivocaba. Igual que la señora Brunnenmayer.
—Bueno, allá vamos —dijo la cocinera, y se levantó de su sitio—. Dörthe limpia la cocina. Else y Gertie se ocupan del salón rojo y la habitación de los señores. Auguste, tú ayudas con la verdura. Julius, la bandeja del desayuno de la señora Von Dobern. Y luego ya puedes poner la mesa arriba.
Lo dijo rápido, sin puntos ni comas, pero cada uno sabía lo que tenía que hacer. Eso les daba a todos una agradable sensación de confianza. Mientras la señora Brunnenmayer llevara la voz cantante en la cocina, la villa de las telas aún no estaba perdida.
Auguste se sentó al lado de Humbert con el cuenco de la verdura, empezó a pelar zanahorias y vio que él seguía comiendo despacio y pensativo el pan con embutido ahumado.
—Dime, Humbert. Seguro que te ganabas bien la vida, ¿verdad? Es decir, un artista como tú puede hacerse rico.
Humbert arrugó la frente, parecía sorprendido por la pregunta.
—Toma —dijo Auguste—. ¿Te apetece una zanahoria? Están muy frescas. —Le tendió una zanahoria recién pelada, pero él le dio las gracias y la rechazó. No era un conejo.
—He ganado dinero. Unas veces más, otras menos —confesó vacilante—. ¿Por qué quieres saberlo?
Auguste manejaba el cuchillo con tanto empeño que parecía que no iba a quedar nada de la zanahoria.
—Estaba pensando… Gustav y yo estamos construyendo un invernadero, y ahora mismo vamos un poco justos.
—Vaya —dijo Humbert, y metió la nariz en la taza de café—. ¿Y estabas pensando que yo os podría prestar algo?
—Exacto —susurró Auguste con una caída de ojos esperanzada.
Humbert negó con la cabeza.
—Hace tiempo que lo gasté todo. Se me escapó de entre los dedos. Se me fue.