Diciembre de 1924
—¡Dios mío, no! Señora, yo no subo a esa caja ni aunque me mate a golpes.
Elisabeth soltó un profundo suspiro de irritación. Esa muchacha no daba más que disgustos. Debería haber dejado en la finca a esa pelirroja metida en carnes que se mareaba en el tren, no servía para nada y, para colmo, le daba miedo subir a un automóvil.
—¡Compórtate, Dörthe! Ya ha anochecido y no tengo ganas de ir dando bandazos en un viejo coche de plaza.
Estaban delante de la estación de Augsburgo, en medio de bolsas y maletas que el mozo de equipaje había dejado muy amablemente en un charco. En su tierra hacía frío, bajo la luz de las farolas se veían los pequeños copos de nieve arrastrados por el viento. Aun así, había algunos mutilados de guerra junto a la pared de la estación pidiendo limosna a los viajeros.
—Me moriré ahí, señora —se lamentó Dörthe—. En Kolberg, un día estalló por los aires uno de esos automóviles. Fue tal el golpe que reventaron los cristales de las ventanas.
Lisa estaba tan agotada de los dos días de viaje que ya no le quedaban fuerzas para luchar contra la insistente necedad de la muchacha. En cuanto llegara a la villa de las telas le cantaría las cuarenta. Así no podía continuar. Como si regresaba de inmediato a la finca. Podía irse a pie, si lo prefería.
Le hizo una señal a un coche de caballos sin hacer caso de los taxis que esperaban. Por lo menos, el cochero guardó rápido el equipaje y ayudó a Elisabeth a subir al vehículo. Ya estaba de siete meses, se sentía pesada y torpe, y tenía las piernas hinchadas después de haber pasado tanto tiempo sentada en el tren.
—Qué ciudad tan grande, señora. Y cuántas luces. Las casas llegan hasta el cielo.
—Échate a un lado para que pueda poner los pies en alto.
—Sí, señora. Vaya, tiene las piernas gordas como botijos. Habrá que ponerle compresas frías con vinagre.
Elisabeth no contestó. Se oyó al cochero chasquear la lengua, luego el golpeteo de las herraduras del caballo sobre los adoquines, y el coche se dirigió hacia la puerta Jakober. Ella apoyó la cabeza en la trasera de madera y cerró un momento los ojos. Estaba de nuevo en casa, en Augsburgo. Conocía todos los edificios, todos los callejones, encontraría el camino desde la estación hasta la villa con los ojos cerrados. Era una sensación agradable que hasta a ella misma la sorprendió. Debía de ser el embarazo, que teñía de rosa las dificultades que se iba encontrando. Era curioso. A veces le daba la impresión de vivir bajo una campana de cristal que atenuaba todas las preocupaciones y agitaciones y tenía la agradable sensación de que la protegía. Sin embargo, ese bello estado solo le duraba un rato, luego regresaba a la triste realidad.
Durante las últimas semanas había descubierto que a nadie en la finca le apenaba su partida. Ni siquiera a la tía Elvira, que siempre había sido amable con ella.
—Ay, niña. Eres de ciudad, eso lo tenía claro. ¡Ve con Dios y sé feliz, Lisa!
Dejó que se fuera con mucho gusto. También Christian von Hagemann recibió la noticia de su marcha encogiéndose de hombros. Solo Riccarda von Hagemann, que nunca la había soportado, parecía afectada.
—¿Y qué será de nosotros?
Lisa la tranquilizó. Klaus conservaría su puesto de administrador de la finca por insistencia de la tía Elvira, pues estaba muy contenta con él y tampoco tenía ganas de buscar un sustituto. Pauline y su hijo bastardo se mudarían a la finca, pues Klaus tenía intención de adoptar al niño. Posiblemente engendraría más criaturas, pero eso ya era asunto suyo. La despedida de su marido fue incluso afectuosa, le dio un abrazo y se lo agradeció.
—Siempre te he tenido cariño, Lisa. Como una buena amiga, una compañera fiel.
Se sintió muy ridícula, pues el hijo de Sebastian se movía mucho en su barriga, como si quisiera llamar la atención.
—No me gusta nada que ese tipo insulso haya hecho diana —añadió Klaus con una sonrisa—, pero nadie puede decir que no me haya esforzado, ¿verdad?
Lisa no comentó la broma, solo le aseguró que no le guardaba rencor y quería irse en paz. Él asintió, pero cuando Lisa se dio la vuelta la agarró de nuevo del brazo.
—Escucha, Lisa: si lo consideras conveniente, estoy dispuesto a asumir la responsabilidad del niño.
—Gracias, Klaus. No será necesario.
Elisabeth abrió los ojos y enderezó la espalda, el traqueteo por los adoquines le había provocado dolor de cabeza. Dörthe, que le había suplicado durante días ir con ella a Augsburgo, miraba por la ventanilla rígida como una estatua. Cuando pasaban junto a una farola aparecían casas y transeúntes bajo la luz gris y luego oscurecía de nuevo. Solo en los escaparates había luces de colores, se distinguían hasta los productos. Habían sucedido muchas cosas en Augsburgo durante su ausencia. Por lo visto, lo peor de la inflación ya había pasado, los negocios y las empresas se recuperaban, también la fábrica de paños Melzer progresaba. Qué raro que mamá le hablara tan poco de eso en sus cartas. Durante los últimos meses habían sido muy escuetas, y de Kitty apenas recibía correo. Quizá les costaba aceptar su decisión de divorciarse y quedarse a vivir en la casa familiar. Entendía que mamá estuviera preocupada, pero la actitud de Kitty era típica de ella. Su hermana pequeña, según le había contado Serafina con todo lujo de detalles, llevaba una vida bastante inmoral, iba con varios hombres y tenía amoríos. Bueno, Kitty siempre había tenido tendencia a ir con bohemios, ya era así cuando se fugó con aquel francés a París. En todo caso, Kitty no era quién para despreciarla. Como mucho, la que podía permitirse eso era Marie, pero ni mamá ni Serafina hablaban de ella en sus cartas.
Pasaron por la puerta Jakober y siguieron recto hacia el barrio industrial.
—Ahora hay oscuridad total, señora. Negro como boca del lobo. Vaya, ¿qué es esa luz de ahí detrás? Brilla y titila como miles de luciérnagas.
—Ahí no brilla nada, Dörthe —dijo Lisa con desgana—. Son las ventanas de una fábrica. Espera, deben de ser las hiladoras de algodón mecánicas. Eso es que vuelven a funcionar en turno de noche. Tienen muchos encargos.
Cuando se fue de Augsburgo, todas las fábricas de telas estaban por los suelos, apenas había lana y nada de algodón para procesar. Entrecerró los ojos e intentó identificar en la distancia las luces de la fábrica de paños Melzer, pero no lo logró. Nuevos edificios tapaban la vista.
—Estoy muy mareada, señora. ¿Ya llegamos? Voy a tener que decirle al cochero que pare.
—Unos minutos más. Contente.
Dörthe asintió varias veces con firmeza y siguió mirando hacia fuera. En efecto, la pobre estaba blanca como una sábana: ese viaje y ver la ciudad de noche eran lo más emocionante que había vivido.
La vieja puerta del parque seguía colgando un poco torcida de las bisagras. Dörthe clavó los dedos en el asiento de piel del coche al entrar. Al fondo, al final de la entrada, vieron las luces de la villa. Habían encendido las farolas del patio interior, la estaban esperando. Aquella mañana a primera hora había llamado desde Berlín para pedirle a mamá que no se tomara ninguna molestia. No, no hacía falta que Paul fuera a recogerla a la estación, alquilaría un taxi.
—Ahí está. ¿Ves las luces?
El cochero paró delante de la escalera que daba a la entrada principal, y Dörthe bajó corriendo para desahogarse junto a la glorieta cubierta de ramas de abeto. Arriba se abrió la puerta de entrada y Elisabeth se alegró de ver a Gertie, su antigua criada. Solo tenía un vago recuerdo del lacayo que bajaba corriendo los escalones para cogerle el equipaje. ¿Cómo se llamaba? ¿Johann? No. ¿Jonathan? Tampoco. Daba la impresión de ser un poco estirado, pero podía estar equivocada.
—¡Bienvenida a casa, señora Von Hagemann! —dijo, y luego hizo una reverencia—. Mi nombre es Julius. Encantado de poder ayudarla.
Le sirvió de apoyo cuando bajó del coche. Era fuerte, eso había que reconocerlo. Tampoco era tan tiquismiquis como Humbert, que siempre se hacía de rogar antes de tocar a alguien.
Lisa dio instrucciones de adónde llevar cada pieza del equipaje y se preguntó dónde se alojaría. ¿No le había dicho Kitty que Marie había montado un despacho en la que era su habitación? Esperaba que no la pusieran en el antiguo dormitorio de su padre. Había poco espacio, y no podría parar de pensar en el pobre papá.
—¡Lisa! ¡Deja que te vea, hermanita! Estás estupenda. Un poco pálida alrededor de la nariz, pero eso es por el largo viaje.
Paul también había bajado la escalera para recibirla. Se mostró cariñoso, y su alegría parecía sincera. Le sentó bien. Sin embargo, cuando la estrechó entre sus brazos, el abrigo ancho ya no pudo ocultar ciertos hechos.
—Dime. ¿Estás…? —preguntó en voz baja.
—De siete meses. En principio es para febrero.
Se quedó perplejo, en Augsburgo nadie sabía nada de su embarazo. Cohibido, se tocó el pelo, respiró hondo y luego sonrió. Pícaro y juvenil como antes.
—Felicidades. Llega nueva vida a la casa. ¿Mamá lo sabe?
—Se enterará hoy.
Paul soltó un leve silbido entre dientes, eso también lo hacía antes.
—Pero sé diplomática, Lisa. O por lo menos inténtalo. Mamá tiene los nervios a flor de piel.
—Ah, ¿sí?
—Está en la cama. Se levantará para la cena.
Lisa no hizo caso del brazo que le ofreció su hermano y subió los peldaños de la entrada sin su ayuda. Lo último que quería era que la trataran como una enferma que necesitaba cuidados. Con la mala salud de mamá tenían suficiente. Eso también explicaba por qué escribía tan poco.
En el vestíbulo, Else y la señora Brunnenmayer esperaban en la entrada de la cocina, mientras que Gertie y Julius ya subían el equipaje. Elisabeth estaba conmovida. Cielo santo, Else tenía lágrimas en los ojos, y la señora Brunnenmayer una sonrisa de oreja a oreja.
—Me alegro de que vuelva a estar con nosotros, señora Von Hagemann. Madre mía, si yo también crie a la pequeña Elisabeth.
Lisa estrechó la mano a la cocinera, que a punto estuvo de lanzársele al cuello. Else también recibió un apretón de manos. Esas dos mujeres eran leales y le tenían cariño, pasara lo que pasase. Qué bien le sentó eso después de la fría despedida de la finca Maydorn.
Serafina von Dobern esperaba arriba, en la escalera que daba a la primera planta. Lisa jadeaba mientras subía los peldaños, y como Else le había quitado el abrigo y el sombrero, su estado era evidente.
Serafina ni se inmutó.
—¡Lisa, querida amiga! Me alegro muchísimo de volver a verte. ¿Has tenido un buen viaje?
El abrazo fue breve y a distancia, igual que los besos que intercambiaron, que no le causaron ninguna emoción. Serafina había recibido una educación muy rígida; tenía que asumir que su amiga se divorciara y que al mismo tiempo tuviera un hijo. Lisa se lo perdonó.
—Gracias, querida. Ha sido soportable. Las molestias habituales en el tren, ya sabes. Abrir ventanas, cerrar ventanas. No se pueden estirar las piernas, y siempre hay alguien que no para de hacer ruido con el periódico. Pero ¿cómo estás tú? ¿Eres feliz aquí, en la villa? ¿No has adelgazado un poco?
En efecto, encontró a Serafina aún más flaca que antes. Tampoco le había mejorado el color del rostro, pero ahora se pintaba las mejillas con una suave capa de colorete.
Qué raro. Tenía ganas de ver a Serafina. Eran buenas amigas desde el colegio, y más tarde tuvieron muchos puntos en común. En ese momento, en cambio, notaba una distancia extraña. ¿De verdad se tomaba tan mal su embarazo?
—Ahora te enseño la habitación que he hecho preparar para ti.
Otra escalera. Lisa la siguió a paso lento hasta la segunda planta mientras pensaba qué había querido decir Serafina. Como institutriz, no le correspondía encargarse de ese tipo de cosas.
Le habían asignado la antigua habitación de Kitty. Bueno, podía darse con un canto en los dientes, al menos incluía un vestidor que podía utilizar. Le angustiaba un poco dormir en la cama de Kitty, pero habían sustituido los muebles habituales por otros. Serafina le explicó que lo había escogido todo con mucho esmero para su querida amiga, abrió las puertas de la cómoda, los cajones, ordenó los cojines del canapé verde, que sin duda habían bajado de la buhardilla. Lisa recordaba vagamente que aquel mueble antes estaba en el salón, pero luego fue sustituido por dos sillones tapizados.
—Dime, ¿no te contrataron como institutriz?
—Ah, ¿no lo sabes, Lisa? Hace un tiempo que ocupo el puesto de ama de llaves.
Lisa se sentó en el canapé y miró a su amiga de arriba abajo.
—¿Has dicho ama de llaves?
Serafina sonrió, orgullosa. Por lo visto le divertía la cara de asombro de Lisa.
—Exacto. Como tu cuñada ya no vive con nosotros…
Lisa ya no la seguía. Por lo visto, durante su ausencia un terremoto había sacudido la villa y se lo habían ocultado.
—Marie… ¿Marie ya no vive aquí? —Entonces recordó que no había ido a recibirla al vestíbulo—. ¿Es que está enferma?
Serafina levantó las cejas y frunció los labios. Estaba claro que para ella era un placer comunicar una noticia tan emocionante.
—La joven señora Melzer se ha mudado con los niños a Frauentorstrasse. Hemos llevado el asunto con mucha discreción, y por eso no hemos dicho nada. Sobre todo por la tía Elvira. A veces no se controla y muestra poco respeto por la buena reputación de la familia.
Lisa permaneció en silencio en el canapé, la noticia la cogió tan desprevenida que primero necesitó ordenar las ideas y los sentimientos que la abordaban. Marie había abandonado a su hermano. Respeto. Y se había llevado a los niños. Increíble. Kitty, su hermana menor, debía de estar de parte de Marie, pues esta vivía en su casa. ¡Por supuesto, era de esperar! ¡Cielo santo, pobre Paul! Y mamá seguro que echaba de menos a los niños. Por eso tenía los nervios tan frágiles.
—Me gustaría pedirte, querida Lisa, que seas todo lo delicada que puedas con tu madre. Me refiero a… tu estado. Ha sufrido mucho.
—Claro, eso se sobreentiende.
La respuesta de Lisa fue mecánica, seguía absorta en sus pensamientos. Con todo, le molestaba que por segunda vez le recomendaran que tratara con cuidado a mamá. ¿Tan mala pensaban que era? ¿Una persona desconsiderada y sin sentimientos, ajena al estado de ánimo de los demás? Ahora estaba un poco enfadada con su amiga, pese a ser consciente de que no era culpa de Serafina.
—Envíame a Gertie, por favor —dijo con más frialdad de la que era habitual entre ellas—. Y dile a la cocinera que Dörthe, la criada que me ha acompañado, puede ayudar en la cocina.
—Tú descansa, querida —dijo Serafina, comprensiva—. Has pasado una época muy tensa. Puedes contar conmigo, Lisa. Siempre estaré ahí.
—Eres un sol.
Serafina cerró la puerta con sigilo, como si una enferma ocupara la habitación. Apenas se oyeron sus pasos en el pasillo, parecía que flotara sobre la alfombra y no pusiera los pies en el suelo. Eso también molestó a Lisa, pues justo entonces sus pasos eran como los de un elefante y enseguida se quedaba sin aliento por el aumento de peso y se oían sus resuellos. Una vez más se llevaba la peor parte. A Kitty, lo recordaba bien, apenas se le notó el embarazo. Marie, pese a tener gemelos, nunca llegó a ensanchar tanto. Ella había engordado por todas partes: las caderas, los brazos y las piernas, la espalda y sobre todo los pechos. Antes ya eran voluminosos, pero ahora sobrepasaban lo imaginable. Cielo santo, cuando el niño llegara felizmente a este mundo, ella se alimentaría solo de verdura deshidratada y pan seco. ¡No estaba dispuesta a pasarse el resto de su existencia como un tonel andante!
Cuando apareció Gertie, su estado de ánimo mejoró enseguida. Esa niña era una criatura muy buena. No dijo ni una palabra sobre el embarazo, no le hizo preguntas absurdas en relación a sus piernas hinchadas ni demás molestias. Había calentado la estufa del baño, le llevó la bata ancha y mientras la ayudaba a desvestirse fue poniéndola al día de todas las novedades.
—Auguste ya no viene. Antes siempre necesitaba ganar dinero porque la huerta no daba suficiente. La señora Brunnenmayer siempre le guardaba algo para los niños, para que no pasaran hambre. Sin embargo, ahora Auguste ha prosperado. No ha dicho cómo. Están construyendo un invernadero, grande como un mercado. Yo tampoco lo sé, señora, pero tiene que haberle llovido dinero del cielo.
Elisabeth se preguntó si el que todavía era su marido, Klaus von Hagemann, habría intervenido, al fin y al cabo era el padre de Liese. Pero ¿de dónde iba a sacar tanto dinero? Lisa se estiró con gusto en el agua tibia y cogió el jabón de rosas. Ah, ese aroma de la infancia. Siempre de la misma marca, su madre hacía años que la compraba. Le dio vueltas en las manos hasta que hizo espuma y se enjabonó el cuello y los brazos, luego le dio a Gertie la resbaladiza pastilla rosa para que le frotara la espalda. Era maravillosa en eso, la pequeña Gertie, le masajeó los puntos en tensión y luego dejó gotear el agua caliente sobre los hombros. Entretanto se enteró de que Humbert, el antiguo criado, seguía viviendo en Berlín y actuaba en un teatro, pero ahora escribía muy de vez en cuando, así que la cocinera estaba un poco preocupada.
—No lo dice, pero yo lo veo. Creo que lo que tienen la señora Brunnenmayer y Humbert es una amistad realmente profunda. Y Hanna, esa desagradecida, se ha ido corriendo a Frauentorstrasse. Pero antes se fue Maria Jordan. Ahora es la flamante propietaria de una casa. También tiene un chico.
—¿Maria Jordan tiene un hijo?
La risa de Gertie era tan contagiosa que Lisa no pudo evitar unirse a ella.
—Un hijo no, tiene un amante joven que es casi un niño. Si es cierto lo que dice la gente.
La ayudó a salir de la bañera, le puso sobre los hombros la toalla grande, que olía a lila y bergamota, y le frotó la espalda para secarla.
—Jesús bendito, esa chica que ha traído de Pomerania… ¡Hay que verla! Está en la mesa de la cocina comiendo sin parar. Cuando pela las patatas, les quita un dedo de grosor. Y no ha encontrado la pila de leña que hay fuera aunque la señora Brunnenmayer se lo ha explicado tres veces. Luego se ha puesto a fregar y ha roto algunas cosas. La cocinera dice que nunca había conocido a una muchacha tan torpe.
—Ya aprenderá.
Gertie le había preparado ropa interior limpia y un vestido cómodo que había encontrado en una de las maletas.
—¿Quiere que le cepille el cabello? ¿Se lo recojo? Me gustaría, estoy haciendo un curso para ser doncella y he aprendido mucho.
Elisabeth se había dejado crecer el pelo y lo llevaba recogido como antes. No porque a Sebastian no le gustara el pelo corto. De verdad que no. ¿Qué le importaba Sebastian? Era porque su cara no encajaba con el peinado de moda.
Después del baño se sentía muy relajada y soñolienta. Parpadeó frente al espejo mientras Gertie le desenredaba y cepillaba el pelo. En efecto, la chica le hizo un recogido muy favorecedor, con el que su rostro, que ahora era como una luna llena rosa, parecía un poco más delgado. Gertie era muy hábil. Le recordaba un poco a Marie. Cielo santo, solo habían pasado diez años desde que la doncella Marie le recogía el pelo y cosía vestidos preciosos para ella. Era increíble que su cuñada, después de lograr un ascenso social tan importante, ahora se lo jugara todo.
Else llamó a la puerta de la habitación. La cena estaba lista.
—El señor Melzer me pide que le diga que baje enseguida.
—Gracias, Else.
¿Por qué tenía tanta prisa? Bueno, más le valía no vacilar o se quedaría dormida en la silla.
—Lo has hecho muy bien, Gertie —dijo, y se levantó con mucho esfuerzo.
La chica hizo una reverencia, se sentía halagada.
—Me encantaría servirla a usted, señora Von Hagemann. También sé coser y planchar, y en la cocina ahora está ayudando Dörthe.
«Vaya», pensó Elisabeth, divertida. «Por ahí van los tiros». Por desgracia, ella no tenía poder de decisión en la villa, pero pensó que seguro que contar con una criada tan lista y espabilada como Gertie le sería de gran ayuda en los meses que estaban por venir.
Abajo, en el salón, la mesa estaba puesta según las reglas del oficio: ese Julius sabía lo que se hacía. La distancia entre los cubiertos y los platos estaba calculada al milímetro, arriba a la derecha las copas ordenadas en la secuencia correcta, a la izquierda el salero de plata reluciente para cada uno con una cucharita, las servilletas de tela almidonadas y dobladas en forma de preciosas mariposas.
—Será mejor que te sientes a mi lado, Lisa —dijo Paul al entrar con ella—. El sitio de la señora Von Dobern es aquel, al lado de mamá.
Le colocó bien la silla, esperó a que se acomodara y luego se sentó a su lado. Lisa se sintió molesta.
—Serafina, quiero decir, la señora Von Dobern, ¿come con nosotros?
Vio que a Paul le incomodaba la pregunta.
—Por deseo de mamá.
Ya, ahora que Marie y los niños no vivían en la villa y también faltaba Kitty, solo se sentaban a la mesa mamá y Paul. Mamá debía de sentirse un poco sola. Aun así, era muy poco común que el ama de llaves compartiera la mesa con ellos. A la señorita Schmalzler jamás se le habría ocurrido semejante idea.
—¿Quieres ponerte este chal por encima, Lisa? Hace un poco de frío aquí.
Paul le dio un chal de seda granate que era de su madre.
—No, gracias —contestó ella—. A mí me parece que se está bien.
—Póntelo, Lisa —insistió él—. No hace falta que mamá vea nada más entrar cómo están las cosas.
Tanto teatro empezaba a molestarla. ¿Por qué tenía que esconderse? En algún momento tenía que enterarse su madre, ¿por qué no cuanto antes?
—Por lo menos deja que mamá coma algo. Ha perdido peso por las frecuentes migrañas.
Lisa soltó un bufido y se resignó. ¡Esa estola era muy fea! Pero si su madre se encontraba tan mal, haría un esfuerzo por ser considerada.
En efecto, cuando Alicia entró acompañada de Serafina, la vio muy delgada. El rostro de su madre estaba arrugado, llevaba el pelo cano, sin teñir, tenía las manos sin carne y se le marcaban los nudillos.
—¡Lisa! Qué rellenita te has puesto. El aire del campo te ha sentado bien.
Elisabeth, que fue a levantarse para dar un abrazo a su madre, notó la mano de Paul en el brazo y comprendió que era mejor quedarse sentada.
Su madre hizo amago de querer ir hacia ella, pero Serafina la agarró con suavidad del hombro y se la llevó a su sitio.
—Siéntese, querida Alicia. Todos nos alegramos de que nuestra Lisa vuelva a estar con nosotros, ¿verdad? Ahora bendigamos la mesa.
Justo entones entró Julius para servir la sopa. Consomé de ternera con pasta rellena, ¡cuánto hacía que no comía ese plato! Espolvoreado con perejil picado, ¡y en diciembre!
Desdoblaron las servilletas y se dedicaron a la sopa, por un momento solo se oyó el suave tintineo de las cucharas en los platos.
—¿Qué vas a hacer, Lisa? —dijo por fin su madre—. ¿Sigues decidida a divorciarte?
—Sí, mamá. El proceso ya está en curso. No puede tardar mucho.
Serafina intervino para aclarar que hoy en día un divorcio ya no era algo insólito.
—En vez de mantener un matrimonio infeliz durante toda la vida, es mucho más inteligente divorciarse. Así una tiene la posibilidad de contraer segundas nupcias y ser feliz.
Miraba hacia Lisa mientras hablaba, y la luz de los candelabros de pared hacía que le brillaran los cristales de las gafas. ¿Eran imaginaciones suyas o los ojos de Serafina no se dirigían a ella sino a Paul?
Alicia empujó el plato medio vacío y se dio golpecitos en los labios con la servilleta.
—En mi época no era nada habitual. Y si ocurría, casi siempre se debía a un escándalo.
Lanzó una mirada escrutadora a Lisa, y Paul se unió enseguida a la conversación.
—¿Y qué planes tienes para después del divorcio, Lisa?
Estuvo a punto de decir que primero tenía que traer al mundo a su hijo, pero en el último momento se mordió la lengua.
—Bueno, creo que al principio necesitaré un poco de distancia. Intentaré ser útil aquí, en la villa. Si me lo permites, mamá, me gustaría hacerme cargo de la administración de la casa.
Serafina esbozó una sonrisa estudiada y comentó que era buena idea, pero que la casa estaba muy bien organizada y no necesitaban más ayuda.
—¿Verdad, Alicia? Nos las arreglamos muy bien.
Su madre le dio la razón, y luego la conversación se extinguió porque entró Julius a recoger la vajilla antes de servir el segundo plato. Asado de ternera con guisantes y zanahorias, además de albóndigas de pan y salsa de nata. Elisabeth olvidó su enfado con Serafina y dejó que Julius le sirviera tres lonchas de asado. Qué bien condimentada estaba la salsita… Un poema. Las albóndigas de pan eran inigualables. Y el asado estaba tierno y blando.
—¿Qué hay de ese señor Winkler? —Paul le arruinó el placer de la comida—. ¿No había cierta… atracción entre vosotros?
—Paul, por favor —se inmiscuyó mamá—. Un maestro de escuela. ¡Y que encima ha estado en la cárcel!
—En cualquier caso —insistió Paul—, a mí me parecía un hombre inteligente y honrado.
—Es comunista, ¿verdad? —preguntó Serafina con suavidad—. ¿No era uno de los cabecillas de la república consejista? ¡Cuando el pueblo creía que podía hacerse con el poder en Augsburgo!
Paul no hizo caso de la intervención de Serafina y siguió haciendo preguntas con toda inocencia.
—¿Sigue trabajando de bibliotecario en la finca Maydorn?
Elisabeth notó que se sonrojaba. Paul, tan astuto, hacía tiempo que la había calado. Había deducido quién era el padre de la criatura que llevaba en el vientre.
—Ya hace tiempo que no —se apresuró a aclarar—. El señor Winkler dejó el puesto en mayo y abandonó la finca. Según tengo entendido, quería optar a un empleo de profesor en una escuela pública.
—Cielo santo —gimió mamá—. Un revolucionario enseñando a niños inocentes. Espero que no le den ningún puesto, ¿no?
Elisabeth pensó que era oportuno aclarar las cosas de una vez por todas. Dejó los cubiertos en el borde del plato y respiró hondo.
—Voy a decirlo claramente, mamá: no sé qué está haciendo el señor Winkler en este momento ni dónde está. Tampoco me interesa lo más mínimo.
Se hizo un breve silencio. Lisa agarró los cubiertos tan rápido que se le escurrió el tenedor y manchó de grasa el mantel de damasco blanco. Serafina esbozó una sonrisa compasiva y se volvió hacia su madre.
—Nuestra Lisa está agotada del viaje, no me extraña que le puedan los nervios. Mañana, querida Alicia, se habrá recuperado.
Elisabeth miró a Paul, pero este removía los guisantes en el plato como si no hubiera oído nada. Era increíble las cosas que decía esa persona que se consideraba su amiga. «Nuestra Lisa» y «no me extraña que le puedan los nervios». ¿Era ama de llaves gracias a ella?
—Mi pequeña Lisa —dijo mamá, y la miró con una sonrisa—. No has cambiado nada, niña. Siempre te ofendes tan rápido… Siempre crees que eres la perjudicada.
—Mamá… —intervino Paul.
Alicia le hizo un gesto para restarle importancia y continuó.
—Lisa, es el momento de decirte lo mucho que me alegro de tu regreso. Justo ahora que esto está tan solitario. —Lanzó una mirada acusadora a Paul, que bajó la cabeza, cohibido—. Eres mi hija, Lisa, y en la villa tendrás tu sitio mientras yo viva. Y me hace muy feliz que vaya a llegar una nueva vida a esta casa. ¿Para cuándo es, Lisa?
Paul puso una cara como si le acabaran de echar un jarro de agua fría. Elisabeth necesitó unos segundos para entenderlo: ¡su madre sabía lo de su embarazo!
—Para… para febrero —balbuceó—. ¿Cómo lo sabes, mamá?
Alicia negó con la cabeza como si fuera una pregunta absurda.
—Me lo ha chivado mi querida Serafina —dijo, y puso una mano sobre el brazo de esta en un gesto de confianza.