El domingo no quería avanzar. Quizá era cosa del calor, que provocaba un cansancio plomizo a los habitantes de la villa de las telas. O más bien el silencio. Hacía días que la casa estaba envuelta en un triste y desacostumbrado silencio.
—Té para tres. Y pasteles. Pero no almendrados, son demasiado duros para la señora.
Julius sacó el pañuelo y se secó el sudor de la frente. El uniforme oscuro del lacayo era de lana fina, y con esas temperaturas de finales de verano era una tortura. Sobre todo porque en la cocina, además, estaba encendido el fuego.
—¿Demasiado duros? —rezongó la cocinera—. ¿No has metido una manzana en la lata, Gertie?
Esta, que estaba sentada a la mesa y ensimismada, se levantó de un salto.
—Pues claro que he metido una manzana. Pero es que ya son muy pequeñas y están arrugadas.
—Pues entonces llévate galletas de mantequilla y esconde un par de almendrados entre ellas. A Leo le gustan mucho.
La señora Brunnenmayer se calló y suspiró. Se le había vuelto a olvidar que los niños no estaban en la villa sino en Frauentorstrasse. Ya habían pasado tres semanas.
—No puede durar para siempre —dijo Else, y esbozó una sonrisa apagada—. El señor entrará en razón y reunirá otra vez a la familia. Estoy segura.
Fanny Brunnenmayer la miró de soslayo y se levantó de la silla para preparar el té. Desde hacía algún tiempo los señores preferían beber té por la tarde. Era cosa de la institutriz, que era una entusiasta del té y había convencido a la señora de que el café provocaba retortijones y cólicos de vesícula.
—No está bien que esa mujer se siente con la señora y el joven señor en el salón rojo —comentó Gertie, enfadada—. Es una empleada, como nosotros. No le corresponde beber té con los señores.
Julius asintió, Gertie le había quitado las palabras de la boca. Ahora que la joven señora Melzer ya no estaba en la villa, el asunto de la institutriz iba de mal en peor. Siempre estaba rondando a la señora Alicia, la halagaba, le seguía la corriente y daba órdenes arbitrarias al lacayo. Lo hacía con énfasis y con sorna, seguramente alguien le había chivado que él, Julius, se había quejado de ella.
—Si el señor no estuviera tan afectado, le daría su merecido a esa garrapata —dijo Gertie, que no tenía pelos en la lengua—. Pero el pobre no parece él. Siempre está triste y sombrío. Cuando viene de la fábrica, se pasa la mitad de la noche más solo que la una en el despacho, leyendo informes y fumando puros.
—No solo eso —comentó Else, y asintió preocupada—. Bebe vino. Ayer se terminó una botella de Beaujolais.
La cocinera llenó el infusor plateado y lo sumergió en la tetera de dibujos azules y blancos. Porcelana de Meissen. Modelo cebolla. El juego preferido de la señora. Un regalo de bodas de su hermano Rudolf von Maydorn, que había fallecido varios años atrás. Desde entonces la señora lo atesoraba con un cariño especial.
—En lugar de darse a la bebida, debería despedir a la institutriz y correr a Frauentorstrasse para recuperar a su esposa —comentó Fanny Brunnenmayer.
Julius asintió en señal de aprobación.
—Pero es que dicen que está enferma —intervino Gertie.
—¿Y tú cómo sabes eso?
Gertie se encogió de hombros. El día anterior se había encontrado con Hanna en el mercado y estuvieron hablando. Hanna ahora también vivía en Frauentorstrasse porque tenía que cuidar de la señora Melzer.
—Tuvo un colapso. Pasó varios días en cama porque estaba muy débil. Hanna la cuidó todo el tiempo, la lavaba, le daba de comer y la animaba. También se encargó de los niños.
—¡Pues vaya con Hanna! —comentó Else negando con la cabeza—. En lugar de ser fiel a la villa, ¡se escapa y nos deja en la estacada!
—Dice que pasó mucho miedo por la joven señora Melzer porque cuando era joven tuvo un sangrado grave. Estuvo a punto de morir.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Else, y juntó las manos—. Espero que no se nos muera.
La señora Brunnenmayer dio un puñetazo en la mesa de la cocina y Else se estremeció del susto.
—¡Cerrad el pico de una vez! ¡Marie Melzer tiene que regresar a la villa, y entonces se curará! —Dicho esto, se volvió hacia el fogón, cogió el hervidor y vertió agua caliente en la tetera—. ¿Has comprobado que la leche no esté cortada, Gertie?
La ayudante de cocina ya había puesto las tazas y los platillos en una bandeja, además de la jarrita de leche y el azucarero lleno. Las galletas también estaban preparadas en un cuenco. Gertie metió el meñique en la jarrita y lamió la leche. Con ese calor podía cortarse enseguida, la cocinera tenía razón.
—Está buena.
—Pues para arriba —dijo la señora Brunnenmayer después de poner también la tetera.
Julius cogió la bandeja con gesto experto y fue hacia la salida trasera de la cocina, donde el montaplatos y la escalera de servicio conducían a las estancias de los señores.
—Cómo pueden beber té caliente con este calor —se preguntó Gertie sacudiendo la cabeza, y se sirvió de la jarra de agua helada. Tuvo que dejar el vaso enseguida y correr a la puerta de la calle porque habían llamado.
—Hola a todos.
Auguste había cruzado el parque hasta la villa a toda prisa y estaba sudorosa. El sol no le sentaba bien a su piel clara, se le pelaba la nariz y tenía manchas rojas en las mejillas.
—¿Qué, te aburrías? —preguntó Fanny Brunnenmayer; se había vuelto a sentar y había sacado las gafas para leer el diario.
—¿Aburrirme? Pues claro, con cuatro niños nunca hay nada que hacer —replicó Auguste—. Traigo verduras para la sopa y apio. En el jardín he visto que hay ásteres y dalias. Para decorar la mesa. Pronto será el cumpleaños de la señora.
Puso una cesta encima de la mesa y se dejó caer en una silla. Desde su último parto en enero, y a pesar de las comidas frugales, apenas había adelgazado, sobre todo lucía la misma barriga. Auguste tenía poco más de treinta años, pero después de traer cuatro niños al mundo y con las constantes preocupaciones para salir adelante, estaba avejentada.
—¿Verduras para la sopa? —preguntó la cocinera, y sacudió la cabeza—. Pero si ya tenemos tres pucheros en salmuera para el invierno. Y lo de los ásteres tendrás que preguntárselo a la señora.
—Pues prepara mañana un caldo de ternera con albóndigas de hígado —propuso Auguste—. No vas a encontrar verduras más frescas que estas. Recién recogidas.
—Bueno, venga, déjalas ahí. —La señora Brunnenmayer cogió el monedero del estante y dejó un marco y veinte peniques delante de Auguste.
Esta no se quejó. Era un buen precio por tres manojos de verduras lacias de las que Liese no había podido librarse el día anterior en el mercado. Se metió el dinero en el bolsillo de la falda.
—Un marco imperial nuevecito —dijo casi con ternura—. La gente dice que tienen una pepita de oro dentro. Pero los peniques son viejos.
Gertie seleccionó los tres hatillos en mejor estado de la cesta de Auguste y los llevó a la despensa. En fin, la señora Brunnenmayer tenía buen corazón. Ella no le habría comprado ni uno; Auguste a veces era muy ladina. Pero bueno, no les iba bien con la huerta, y los cuatro chiquillos no tenían la culpa de que su madre fuera una miserable.
—Te deslomas de la mañana a la noche —dijo Auguste, y se bebió un buen sorbo del vaso que Else le puso delante— pero el dinero desaparece tan pronto como llega. Impuestos, sueldos, colegio, el puesto del mercado. Liese necesita una falda, Maxl no tiene abrigo, y todavía no les he comprado a ninguno zapatos para el invierno. Y Gustav se pone a beber precisamente ahora. Por la noche se va a la ciudad y se sienta a tomar cervezas con los compañeros de guerra.
Apartó el vaso y, hambrienta, echó mano a las galletas que había en un plato en el centro de la mesa. El servicio podía comerse las más feas, las que se habían roto al mover la bandeja del horno o las que se habían tostado demasiado. Y también se comían lo que los señores dejaban en el plato.
—Nunca pensé que Gustav empezaría a beber —dijo Else meneando la cabeza—. Siempre ha sido un hombre bueno.
Auguste masticó la galleta y no contestó. No había sido buena idea contarlo, pero necesitaba desahogarse, de lo contrario habría reventado. El invierno estaba a la vuelta de la esquina, apenas tendrían ingresos, y no había podido ahorrar nada. Si no trabajara de vez en cuando en la villa, ya se habrían muerto de hambre.
Se oyeron pasos en la escalera de servicio. Julius regresó del salón rojo con la bandeja en las manos.
—Lo sabía —dijo con voz temblorosa—. El instinto nunca me falla. Sabía que planeaba algo para humillarme. Menuda rata malvada y repugnante.
Todos se volvieron, un arranque así no era propio de Julius.
—¿Qué ha hecho? —musitó Gertie.
Todos, incluida Auguste, sabían de quién estaba hablando.
Julius dejó la bandeja, en la que solo quedaba el azucarero. Le temblaban las manos.
—Primero ha dicho que este azúcar no es apropiado para el té. Que se tiene que tomar con azúcar perlado, tal como lo había visto en Londres. Porque los ingleses eran expertos en té.
—Pues que vaya ella, la muy canalla —dijo Auguste—. A Inglaterra. Que se vaya a Londres.
—¿Eso es todo? —preguntó Gertie, decepcionada—. ¿Por eso estás tan alterado?
Julius tuvo que sentarse, estaba tan pálido que daba miedo. No, eso solo había sido el principio.
—Cuando he servido el té —dijo con voz quebradiza—, estaba a más de un metro de distancia de ella. Y entonces me ha dicho… Ha tenido la increíble desfachatez… —Resopló dos veces, se pasó los dedos por la frente. Daba la sensación de que el pobre estaba al borde de las lágrimas—. Entonces me ha dicho: «¿Es que no se lava usted, Julius? Su olor corporal es muy desagradable».
Hubo un silencio. Eso era muy gordo. Incluso aunque fuera verdad, eso no se decía en el salón delante de los señores. En la villa era costumbre hablar de esos temas discretamente con el ama de llaves.
—¿Y la señora? —balbuceó Gertie—. ¿No le ha cantado las cuarenta a Von Dobern?
Julius ya no podía hablar. Se había tapado la cara con las manos y sacudía la cabeza.
—¡Es la maldad personificada! —dijo la cocinera con énfasis—. Ha pisado usted una serpiente venenosa, Julius, y ahora le ha mordido.
Alguien llamó a la puerta de la cocina, pero estaban tan alterados por lo que les había contado Julius que nadie se levantó a abrir.
—¡Habría que meterla en una jaula!
—Disecarla para el museo.
—Y arrancarle los colmillos.
Llamaron más fuerte. Gertie se levantó y fue a abrir de mala gana.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó—. Maria Jordan. Como anillo al dedo.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso, Gertie?
Maria Jordan entró en la cocina como si tal cosa, sonrió a todos y saludó condescendiente. Al fin y al cabo, ahora era una mujer de negocios y no una empleada del servicio que tuviera que doblegarse. También había adaptado su ropa a su nuevo estatus, llevaba una blusa de seda clara con una falda de color crema hasta los tobillos, y zapatos de verano claros con una cinta sobre el empeine. Se había abierto los dos botones superiores de la blusa para que se viera la cadenita de oro que le colgaba del delgado cuello.
—Nada, nada —tartamudeó Gertie—. Hablábamos… hablábamos de… de dientes.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó Maria Jordan, algo molesta.
—Pues que se ha puesto ese bonito diente de oro —mintió Gertie sin inmutarse.
Desde hacía varios meses, en la dentadura de la señorita Jordan relucía un colmillo de oro. Eso también era señal de que los negocios le iban bien.
—¿Y por eso tanto revuelo? —Se encogió de hombros y sonrió otra vez para mostrar su costosa adquisición—. Es que tengo clientes de clase alta en la tienda. He de cuidar mi imagen.
—Claro, claro —dijo Else en tono de admiración—. Ha llegado muy lejos, señorita Jordan. ¿Quiere sentarse con nosotros?
Desde que la señorita Jordan tenía dos casas y una tienda, Else había decidido tratarla de usted. En presencia de la visitante, Julius recuperó la compostura y borró su expresión sombría. Auguste miró a la señorita Jordan con desprecio. Esa víbora se había puesto por su cuenta, al igual que ella, pero mientras que la huerta estaba casi en la ruina y no sabían cómo sobrevivirían al invierno, el negocio de esa farsante parecía estar floreciendo. Ahora ya sabían cómo se ganaba el dinero la muy estafadora. Les leía el futuro a los ingenuos clientes. Por lo visto, se sentaba en una sala oscura entre imágenes de espíritus y búhos disecados, y además de cartas ahora también utilizaba una bola de cristal llena de agua. Se la había comprado a un zapatero que había cerrado su taller por jubilación.
—Siempre es un placer charlar con mis viejos amigos y compañeros —dijo Maria Jordan—. Seguimos siendo un grupo unido, aunque algunos ya hayamos dejado la villa. ¿Cómo está nuestro querido Humbert, Fanny? ¿Te escribe a menudo?
—De vez en cuando —gruñó la cocinera, que retomó la lectura del diario.
—¡Qué talento tenía ese muchacho! ¡Cómo imitaba a la gente! Parecía de verdad. ¿Eso de ahí es agua helada?
—Agua helada con un poco de menta.
Julius había vuelto en sí y se apresuró a servir a la invitada. Dado que Hanna había resultado ser una fortaleza inquebrantable y Gertie una fierecilla, se esforzaba por cortejar a la señorita Jordan. Y esta se dejaba hacer encantada.
—Gracias, Julius. Un detalle por su parte. Tiene aspecto de estar trabajando demasiado, querido. ¿O es este verano tardío?
Julius le dijo que había dormido mal. Arriba, en el ático, donde estaban los cuartos del servicio, también hacía un calor insoportable por la noche.
—¡Y que lo diga! —suspiró la señorita Jordan—. Recuerdo las largas noches de verano en vela, incluso me quitaba el camisón para no ahogarme.
A Gertie se le escapó la risa y, para disimular, fingió un ataque de tos. Auguste puso los ojos en blanco. Else esbozó una media sonrisa. Y Julius puso un gesto pícaro. Solo la señora Brunnenmayer siguió leyendo el diario y pretendió no haber oído nada.
—Y una vez que te desvelas —prosiguió la señorita Jordan, impasible—, llegan las preocupaciones y te inquietas por cualquier cosa. Nos pasa a todos.
Julius carraspeó y le dio la razón. Auguste comentó que ese año había muchos más mosquitos de lo normal. Entonces volvió el silencio, solo se oía a Else mordisquear una galleta. La señorita Jordan se recostó en la silla, insatisfecha. Había esperado que ese empujoncito bastara para abrir las compuertas. Pero al parecer tendría que utilizar la artillería pesada.
—Sí, en el mundo las cosas no siempre son como a uno le gustaría —comentó con un suspiro—. Por cierto, el atelier de la señora Melzer lleva más de dos semanas cerrado. ¿No estará enferma?
Todos sabían que la señorita Jordan odiaba a Marie Melzer. Esa aversión se remontaba a los tiempos en que Marie ascendió de ayudante de cocina a doncella y ella fue relegada de su puesto. Nunca se lo perdonó.
—Efectivamente, la señora está enferma —dijo por fin la cocinera—. No es nada grave. Pero debe guardar cama durante un tiempo.
Maria Jordan fingió estar preocupada y le deseó una «pronta recuperación».
—¿Qué tiene? Espero que no sea un sangrado. Ya estuvo muy grave antes.
Nadie, ni siquiera Auguste, que tanto disfrutaba criticando a la joven señora Melzer, tenía ganas de lanzar más cebos a la cotilla de la señorita Jordan.
—Pronto estará recuperada —dijo Gertie como de pasada.
—Bien, bien. Me alegro. De verdad. Hace poco vi a la señora Kitty Bräuer con los dos niños en el coche. Giraron en Frauentorstrasse.
Julius abrió la boca para decir algo, pero una mirada de advertencia de la cocinera lo hizo callar.
—Si has venido a sonsacarnos, ¡te irás con las manos vacías! —dijo Fanny Brunnenmayer—. Ninguno de nosotros se irá de la lengua sobre los señores, esa época ya pasó. Cuando trabajabas aquí, eras una de las nuestras y nos lo contábamos todo. Pero ahora eres una rica comerciante, llevas zapatos caros, ¡y luces oro al cuello y en la boca! No vengas aquí como una hipócrita a escuchar nuestras conversaciones.
—¡Así están las cosas! Está bien saberlo —dijo la señorita Jordan, molesta—. Aquí a nadie parece importarle una vieja amistad. Es una lástima, es todo cuanto puedo decir. Una verdadera lástima. Pero así se conoce a la gente.
Julius levantó las manos en un gesto conciliador. No debía enfadarse, la cocinera estaba de mal humor ese día. Era cosa del calor.
—Es cosa de la envidia —dijo la señorita Jordan levantándose de la silla con decisión—. ¡Os sale la envidia por todos los poros de la piel! Porque yo he llegado a algo y vosotros seguís aquí sentados, y os arrodilláis ante los señores por un sueldo miserable. No podéis perdonármelo, ¿verdad?
La única respuesta de la señora Brunnenmayer fue un gesto elocuente con la mano en dirección a la puerta.
—¿Creéis que no sé lo que está pasando en la villa? —prosiguió la señorita Jordan con sorna—. Ha habido un terremoto. Mesas y camas separadas. Lo del divorcio inminente es un secreto a voces. Ya se arrepentirá la muy orgullosa. Cuanto más alto, más dura es la caída.
—Ten cuidado no acabes tú también en el lodo —dijo Auguste, a la que le había molestado mucho que la acusara de envidiosa, sobre todo porque era cierto.
Maria Jordan ya estaba junto a la puerta. Apartó a Julius, que tenía intención de rozarle el brazo, y se volvió hacia Auguste.
—Tú eres la que menos motivos tienes para criticarme —dijo con maldad—. Ayer mismo te presentaste en mi tienda para pedirme un favor. Te lo habría concedido, pero te marchaste corriendo.
Auguste se sonrojó: todos la miraban. Pero en caso de necesidad no le costaba soltar una mentira.
—¿Y te sorprende? —respondió encogiéndose de hombros—. Es todo demasiado caro. ¿Quién puede permitirse pagar dos marcos por cien gramos de café?
No era una mentira muy conseguida, porque allí todos sabían que la familia del jardinero Bliefert no podía permitirse auténtico café en grano.
—Pues pásate mañana otra vez. Ya nos pondremos de acuerdo —le dijo la señorita Jordan, y después dirigió una sonrisa falsa a la señora Brunnenmayer—. Y a los demás os deseo un domingo agradable. No trabajéis demasiado, queridos míos, no es sano con este calor.
Julius le abrió la puerta y esperó paciente mientras ella salía con deliberada lentitud.
—Buen domingo, y no se lo tome a mal. Hasta pronto.
Cuando regresó a la mesa, recibió una dura mirada de la cocinera, a la que respondió encogiéndose de hombros.
—Pues me parece raro —dijo Gertie.
—¿Qué te parece raro?
—Que no te entiendas con Von Dobern, Julius —respondió Gertie en tono inocente—. Al fin y al cabo, parece que te gustan las víboras.
Julius se limitó a resoplar e hizo un gesto de desprecio hacia Gertie. Auguste se echó a reír y recogió la cesta.
—Ya va siendo hora de que me marche —dijo levantándose—. Mañana vendré dos horas a sacudir las alfombras.
—Auguste.
Esta se volvió de mala gana hacia la señora Brunnenmayer.
—¿Qué pasa ahora?
Fanny Brunnenmayer se quitó las gafas, parpadeó dos veces y la escudriñó con la mirada.
—No estarás malgastando el dinero en esas mamarrachadas, ¿no? En lo de las cartas, la bola de cristal y no sé qué más.
Auguste se le rio a la cara. ¿Es que creía que había perdido el juicio? Se le ocurrían cosas mucho mejores que hacer con su dinero. Si lo tuviera.
—Vale, está bien.
Auguste fue hacia la puerta meneando la cabeza y se despidió brevemente de Else para que estuviera a buenas con ella, pues al día siguiente la doncella tendría que decirles a los señores que necesitaba sin falta la ayuda de Auguste para la gran limpieza de otoño.
No, las dotes de adivina de la señorita Jordan le parecían tan ridículas como a la señora Brunnenmayer. Se trataba de algo muy distinto.