En esos sueños febriles, veía cosas que habían estado latentes durante mucho tiempo en las profundidades de su subconsciente, como hojas marchitas que se hundían en un estanque. Las imágenes eran borrosas y parecían temblar, como un reflejo sobre el agua en movimiento. A veces solo era una imagen, un recuerdo que contemplaba enternecida, le hablaba, incluso lloraba. Entonces se abalanzaban sobre ella un gran número de escenas espantosas, confusas, como las ventanas de un tren pasando a toda velocidad, y se tumbaba en las almohadas entre jadeos, incapaz de defenderse de esas fantasías.
Al principio veía a su madre. Eran imágenes descoloridas, como dibujos a lápiz, sin color. Una mujer joven ante un caballete, con un pañuelo de lana sobre los hombros, encima el pelo largo suelto. Su rostro era anguloso, destacaba la nariz, la barbilla, a veces apretaba los labios. Su mano derecha repetía gestos duros, violentos, sobre el papel. Líneas y superficies negras. Pintaba con carboncillo.
Después reaparecía el rostro de su madre muy cerca, inclinada sobre ella, y era otra. Cariñosa. Se reía con ella. Bromeaba. Asentía. Ladeaba la cabeza, se echaba el largo pelo hacia atrás. «Marie. Ma fille. Marita. Mariquita. Mi pequeña Maria. Que je t'aime. Bendita mía. Ma petite, mon trésor».
Oía los motes cariñosos y los reconocía. Cada uno de ellos. Sus propias manos eran pequeñas, y palmeaba la cara de su madre, le agarraba la nariz. La oía reír y reprenderla: «Suelta, pequeña salvaje. ¡Me haces daño!». Sentía uno de los densos mechones rojizos en el puño, se lo metía en la boca y no lo soltaba.
Cuando emergía durante un momento de sus sueños febriles, veía a Hanna a su lado. Esta tenía un vaso en la mano e intentaba que bebiera un poco de infusión de camomila. Bebía con ansia, tosía y volvía a caer agotada en las almohadas.
—Tiene que comer algo, señora Melzer. Solo una cucharadita. Gertrude ha preparado caldo de ternera con huevo especialmente para usted. Eso es. Otra cucharadita. Y este cachito de pan.
La comida le daba asco. Solo quería beber, humedecer la boca seca, la lengua agostada, que el agua fresca entrara en su cuerpo ardiendo de fiebre. Pero cualquier movimiento era agotador, apenas podía levantar la cabeza. Se le aceleraba el pulso, la respiración, a veces tenía la sensación de estar volando.
Oía música de piano. Era Leo, su pequeño Leo. Dodo también estaba cerca de ella, la oía susurrar con Hanna. Sus hijos estaban con ella. Dodo le alcanzaba paños húmedos a Hanna y hablaba en voz baja. Hanna le envolvía los tobillos y las muñecas con los paños frescos y la fiebre remitía por un instante. A menudo oía una voz que conocía muy bien. La de su cuñada Kitty.
—No, mamá. Ni pensarlo. Tiene una fiebre altísima. El doctor Greiner viene todos los días a verla. ¿Los niños? De ningún modo. No mientras esa arpía siga haciendo de las suyas en la villa. Sabes muy bien a quién me refiero.
Entonces Marie se dio cuenta de que estaba en casa de Kitty. Lejos de la villa de las telas. Lejos de Paul, con quien se había peleado. Ante ella se abrió un abismo como unas fauces que querían devorarla. La separación. Quizá el divorcio. Le quitarían a los niños. La desheredarían. Tendría que dejar todo lo que amaba. Ir hacia la oscuridad. Sola.
La fiebre subió como una inmensa llama que la envolvía. Vio un cuarto feo que le resultaba familiar: camas juntas, la pintura de la pared desconchada, debajo de las camas había orinales sin vaciar. Siempre había algún niño enfermo, sobre todo los pequeños. A veces eran varios que se contagiaban mutuamente. Cuando uno moría, se lo llevaban envuelto en la sábana, nunca supo adónde. Veía a su amiga, se llamaba Dodo, como su hija. Su cara pequeña y pálida, las manos delgadas, el camisón largo roto por el costado. Oía su voz susurrante, su risita, durante un instante sintió su cuerpo delgado junto a ella en la cama. A Dodo se la llevaron a un hospital y nunca más volvió a verla. Los que estaban sanos tenían que trabajar en la cocina o pelar patatas en el sótano.
«Tú no das más que problemas. ¿Te crees demasiado buena para la fábrica? ¿Aspiras a más o qué? A leer libros. A pintar cuadros». Esa era Pappert, la directora del orfanato de las Siete Mártires. Jamás olvidaría a esa mujer que la torturó durante años. Tenía incontables criaturas sobre su conciencia, ahorraba en comida y en ropa, no encendía la estufa, se guardaba en su cuenta el dinero de la fundación. ¿Qué le importaba a Pappert que los pequeños murieran? Siempre llegaban más, y la Iglesia le pagaba por ellos.
—Pero solo un par de minutos —dijo la voz de Kitty—. No puedes hablar con ella. Sigue con fiebre. Ten cuidado de no volcar la tetera.
Sintió una mano en la frente, pesada y fresca. Alguien le acarició la mejilla con dedos torpes, le tocó la boca.
—Marie. ¿Me oyes? Marie.
Un intenso deseo se apoderó de ella. Abrió los ojos y vio un rostro tembloroso, borroso. Era Paul. Había ido a verla. Todo iba bien. Lo amaba. Lo amaba más que nada en este mundo.
—Tienes que curarte, Marie. Prométemelo. No volveremos a discutir nunca más. Solo tienes que volver con nosotros. No hay motivo para esta estúpida pelea. Todo puede ser muy fácil.
—Sí —se oyó susurrar—. Sí, todo es fácil.
¿La había besado? Durante un instante percibió el olor de su chaqueta, olió la mezcla habitual de tabaco, tejido, coche y jabón floral, sintió en la mejilla su barbilla rasposa sin afeitar. Entonces se marchó, y en el pasillo se oyeron voces furiosas discutiendo.
—¿Y dónde van a estar? ¡En el colegio, claro!
—Haré que los recojan allí. ¡Su sitio está en la villa!
—¿Quieres que Marie se cure?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Entonces deja a los niños aquí, en Frauentorstrasse, Paul.
—¡Es un disparate! Dentro de dos o tres días podremos llevarnos a Marie de vuelta a la villa, he hablado con el doctor Greiner. Contrataré a una enfermera que la cuidará hasta que se cure.
—No puedes llevarte a Marie contra su voluntad, Paul. ¡No lo permitiré! Eso es un secuestro.
—Pero ¿qué tonterías dices, Kitty? ¡Secuestro! Marie es mi esposa.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Estás chiflada, Kitty. ¿Son esas las opiniones modernas de la nueva mujer? ¿Ahora tú también eres de esas que fuman en público, defienden el amor libre y consideran que el matrimonio entre un hombre y una mujer es irrelevante?
—Marie no saldrá de mi casa si no es por decisión propia. ¡No lo olvides, Paul!
A continuación se oyó un golpe, como si alguien hubiera cerrado una puerta con violencia. Marie se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas brotaban sin cesar de debajo de los párpados y resbalaban por las sienes hasta la almohada, donde su humedad enseguida perdió el calor y le transmitió frescura. La gran esperanza de felicidad que tanto atesoraba se había hecho añicos, y los fragmentos volaban en todas direcciones como agujas gélidas y puntiagudas.
—Mami, tienes que dejar de llorar. Quiero que te cures, ¿vale? Por favor.
—¿Dodo? Qué fríos tienes los dedos.
—Mami. La tía Kitty nos llevó al aeródromo. Leo se aburrió muchísimo. A mí me pareció formidable. Vimos los hangares. Y un señor muy simpático nos dejó entrar porque la tía Kitty se lo pidió. Dentro había un avión y pude sentarme dentro. Y entonces volé. No de verdad, solo hice como que volaba. Rápido, cada vez más rápido, muy muy rápido. Y fiuuu… hacia el cielo. ¿Mamá? Mamá, quiero ser aviadora.
Miró a su hija entornando los ojos. Dodo le mostraba ilusionada con los brazos cómo se elevaba el avión por los aires. Sus ojos grises brillaban. Los ojos de Paul. Cuánta fuerza y voluntad había en su interior.
—Dodo, dame un pañuelo, por favor.
—¡Henny! ¡Trae un pañuelo limpio!
Henny miró por la rendija de la puerta, no parecía muy contenta.
—Pero solo por esta vez, porque es para tu mamá.
Trajo un delicado pañuelito de batista con encaje que olía a perfume caro. Seguramente lo había sacado de la cómoda de Kitty.
La fiebre no había remitido, de vez en cuando se encendía como una llama, pero iba perdiendo fuerza. Marie oía los sonidos a su alrededor, los susurros y las risitas de las mujeres entremezclados con el alboroto de Henny, el ruido de cacharros que llegaba desde la cocina, y las voces suaves de los dos niños en la sala de música. Oía lo que tocaban, seguía las melodías, sufría cuando se interrumpían, alzaba el vuelo con ellos cuando hilaban una estrofa.
—¿Mamá? Tienes mejor aspecto, mamá. Hemos tocado Mozart para ti. La señora Ginsberg dice que es mejor que Beethoven para un enfermo. Beethoven te pone nervioso, Schubert te pone triste y te da ganas de llorar. Pero dice que Mozart cura todas las penas y te hace feliz. ¿Es verdad, mamá? ¿Eres feliz ahora?
El que parecía ebrio de felicidad era su hijo. Parloteaba sobre acordes y cadencias, sobre do mayor y la menor, piano y pianissimo, moderato y allegro.
Por un momento aquel rostro encendido de entusiasmo le recordó a alguien, pero entonces la imagen volvió a caer en el olvido. Se le había oscurecido mucho el pelo, casi parecía tener un brillo rojizo cuando le daba la luz.
—Walter y tú habéis tocado maravillosamente bien. Pero tienes que cortarte el pelo, pronto parecerás una niña.
Se pasó cuatro dedos con indiferencia por el tupé que se le formaba sobre la frente.
—La abuela Gertrude dice que me lo cortará esta tarde.
Por la noche, a la hora en que la fiebre solía subir, se sintió mejor. Se rio con Hanna de la mañanita de color rosa que le había prestado Kitty para que pudiera sentarse en la cama y que la peinaran.
—Es casi imposible, señora Melzer —se lamentó Hanna, que hacía verdaderos esfuerzos por domar el cabello enmarañado de Marie con un peine y un cepillo—. No lo consigo.
Kitty también lo intentó, aunque no fue tan cuidadosa como Hanna.
—¿Ves lo poco práctico que es? —comentó, y dejó el cepillo resignada—. ¿Quién lleva hoy en día el pelo tan largo? Solo las pueblerinas de las granjas de los Alpes.
—Ay, Kitty.
—¡Hay que cortarlo! —dijo Kitty, categórica.
Marie ya se lo había planteado muchas veces. No lo había hecho porque Paul no quería. Y los niños tampoco.
—¿Quieres ir por ahí con semejante maraña en la cabeza? Cualquiera diría que te han anidado ratoncitos en el pelo.
Marie se tironeó de la cabellera; efectivamente, no habría manera de desenredarlo.
—Bueno… Adelante.
Gertrude lo preparó todo y se dedicó a la tarea con pasión mientras les contaba que de niña había querido ser peluquera pero después prefirió casarse con un banquero. Sonaba como si cortara hilos de cristal; Marie cerró los ojos por precaución. Después se miró en el espejo de mano de Kitty y le pareció que el corte le quedaba muy bien.
—Aquí quedan un par de mechones, Gertrude —apuntó Kitty—. Solo se ven si te fijas bien, Marie tiene un pelo muy denso. ¡Pero te queda de maravilla! ¡Una Marie nueva! Ay, así me gustas aún más, mi querida Marie. Y ahora haremos un pícnic.
—¿Fuera, en el jardín? —preguntó Gertrude entre risas—. ¿Tan tarde?
—No, en el jardín no. Aquí, con Marie.
—¿Con… conmigo?
La vida volvió a ella con toda su fuerza, inundó la que había sido su habitación de enferma con un delicioso caos, barrió de un plumazo la fiebre y la debilidad. De pronto todo rebosaba vida. Extendieron un mantel a cuadros blancos y azules sobre el edredón, Hanna le puso tres cojines gruesos detrás de la espalda, y Gertrude dejó sobre la cama un cuenco enorme de ensalada de patata con rectángulos de pasta rellena. Platos, cubiertos, una cesta de pan recién hecho, mantequilla y, por último, la joya de la corona: ¡una bandeja de horno con el primer pastel de ciruelas del año!
Todos se sentaron a su alrededor, los niños encima de la cama. Gertrude protestó porque temía que alguien derramara mosto de manzana sobre las sábanas blancas. Pero su advertencia pasó desapercibida en medio del jolgorio general.
—¡Mamá, estás horrible con el pelo corto!
—¡Leo, eres más tonto que un burro! ¡La tía Marie está preciosa!
—A mí también me lo parece. Cuando sea aviadora, yo también me cortaré estas estúpidas trenzas.
Hanna le tendió un plato lleno a Marie. Para su sorpresa, no solo pudo comer, sino que tenía verdadera hambre. Casi no oyeron el timbre; Leo, que tenía el oído más fino, bajó a abrir. Justo después apareció en la puerta como un heraldo, hizo una reverencia teatral y dijo:
—¡El señor Von Klippstein!
—¿Klippi? Qué amable por su parte —exclamó Kitty—. Que entre y que se traiga una silla. ¿Queda pastel de ciruela? Hanna, dame uno de esos cojines, el pobre Klippi solo encontrará sillas de cocina.
Dejó un ramo de rosas en la cómoda. Kitty dijo más tarde que Klippi había estado más raro que un perro verde. Entró en el cuarto de Marie con una timidez exagerada, se sentó muy tieso en la desvencijada silla de cocina y después no supo qué hacer con el vaso de mosto de manzana mientras hacía equilibrios con el plato de pastel sobre las rodillas.
—¿Sabe que Tilly ha prometido venir la semana que viene? Quiere hacerle una rápida visita a su madre antes de que empiece el semestre. Pobre Tilly, no lo tiene fácil con todos esos testarudos y ancianos profesores.
—Lo siento muchísimo por la señorita Bräuer. Es una joven muy inteligente y con un gran talento, tiene toda mi admiración. ¿Cuándo estará aquí?
—¿Se ha terminado el pastel, Gertrude?
—¡Hanna, has manchado las sábanas!
—Mamá, ¿puedo dormir contigo esta noche?
Marie se sentía saciada y exhausta. Escuchaba las conversaciones aunque apenas podía seguirlas, el jolgorio la distraía, respondía de vez en cuando y sonreía contenta. Los párpados se le cerraban cada vez más, sueños ligeros se entremezclaban con la realidad, el sueño quería llevársela suavemente en brazos.
—Si Dodo duerme con su mamá esta noche, ¡yo quiero dormir con Leo! —pregonó Henny.
—¡Jamás! —se negó Leo en redondo.
—¿Podría servirme un poco más de ensalada de patata? Está deliciosa, señora.
—Pues claro, señor Von Klippstein. Me avergüenza usted. Nos es más que una ensalada de patata normal y corriente. Cuece usted las patatas, pica cebolletas, pepinillos, añade un poco de vinagre y aceite…
—Klippi no necesitaba tantos detalles, Gertrude.
—¿Y por qué no? A ningún hombre le hace daño saber un poco de cocina. Los cruzados ya se preparaban sus cositas.
—Creo que a la señora Melzer le gustaría dormir, señora Bräuer.
—Tienes razón, Hanna. Chica lista. ¿Qué haríamos sin ti? Bueno, queridos, se acabó el pícnic. Que todo el mundo baje algo a la cocina. Los niños también. No hagáis ruido, Marie quiere dormir. Madre mía, creo que ya está dormida. Henny, ese cuenco tan grande pesa demasiado para ti. Leo, estás llenando de migas la alfombra. Klippi, baje las flores, por favor.
Marie no se enteró de cómo salieron todos del dormitorio con la vajilla, los cubiertos y las sillas. Había caído en un pozo profundo y fresco, donde el sueño la mecía en sus brazos. Una suave oscuridad y un silencio reparador. Sin sueños. Sin imágenes. Las puertas de la memoria se habían vuelto a cerrar.
A la mañana siguiente se despertó con el canto de los pájaros y se sintió curada. Se levantó en silencio, fue al baño, se lavó con agua fría, se peinó el pelo corto y se puso una bata de Kitty.
—He vuelto a la vida —dijo con una sonrisa al entrar en la cocina, donde estaba Gertrude.
—Ya iba siendo hora —comentó Gertrude, y le sirvió una taza de café caliente—. Paul vendrá hoy por la mañana.
Marie sintió que el corazón le daba un traspié, pero no hizo caso.
—Eso está bien —dijo despacio, y sorbió el café—. Por fin podremos hablar. Y reconciliarnos.
Gertrude no dijo nada. Al otro lado de la ventana, un mirlo trinaba su canto matutino. Tras unos minutos en silencio, apareció Hanna, que obsequió a Marie con una alegre sonrisa y dijo que iba a despertar a los niños para ir al colegio. Poco después sus vocecitas llenaron la casa, Henny y Dodo se precipitaron hacia el baño y causaron una pequeña inundación, mientras que Leo, el dormilón, tuvo que recibir tres visitas de Hanna hasta que por fin se despegó de la almohada.
Un rápido desayuno en la mesa de la cocina, parloteo alegre, risas, Hanna preparó los bocadillos, Gertrude los envolvió y los metió en las tarteras. Henny corrió escaleras arriba porque había olvidado un cuaderno, Dodo volcó el vaso de leche, Leo ya estaba tocando el piano otra vez.
—He soñado con esta música toda la noche, Gertrude. Tengo que probarla.
—¡Silencio! —se enfadó Henny—. ¡Mamá sigue dormida!
Al despedirse, los tres abrazaron a Marie y le acariciaron las mejillas con los dedos pegajosos de miel.
—Qué bien se está aquí ahora que te has curado, mamá. Ya solo falta que papá y la abuela se muden también, ¡y que la señora Von Dobern se quede sola en la villa!
Hanna ya estaba lista para acompañar a los chiquillos y se marcharon. De pronto la casa volvía a estar en silencio, Gertrude recogió los platos y Marie subió a vestirse. La buena de Hanna le había lavado y planchado la ropa. Marie suspiró. No, la muchacha no tenía futuro como costurera, era demasiado torpe. Allí, en la casa de Frauentorstrasse, parecía muy satisfecha. Ayudaba en la cocina, recogía los cuartos, cuidaba amorosamente de los niños y la había cuidado a ella con abnegación. Era el espíritu bueno de la casa. Qué pena su relación con aquel ruso y que hubiera abortado. Desde aquel terrible incidente, evitaba temerosa a cualquier hombre que se le acercara. Y sin embargo no había duda de que sería muy feliz como esposa y madre.
«Esposa y madre», pensó Marie. «Eso es lo que soy. ¿Acaso no es la vocación más importante de una mujer? ¿Por qué tengo que encargarme de ese estúpido atelier, si eso me lleva a desatender a mi esposo y a mis hijos? La verdad es que no me costaría renunciar a ello».
Paul llegó hacia las diez. A esa hora Kitty aún no se había levantado, así que lo recibió Gertrude. Marie estaba en el salón, junto a la ventana, miraba hacia el jardín salvaje, y el corazón le latía con tanta fuerza que se sentía mareada.
—¿Está mejor? ¿Se ha levantado? —oyó la voz alterada de Paul en el pasillo.
—Pero todavía está débil, Paul. No la pongas nerviosa.
—¡Dios mío, qué alivio!
Lo oyó reír un poco, y el deseo se apoderó de ella. Paul. Su amor. Adoraba esa risa joven y descarada. Sus bromas secas. Las miradas de soslayo cuando quería desafiarla.
Llamó a la puerta. No golpeó la puerta con suavidad, pero tampoco de forma insistente.
—Pasa, Paul.
Abrió y la miró sonriente con la mano aún en el pomo. Ella sintió que se acaloraba, que se le encendían las mejillas. Cuánto lo había echado de menos.
Se quedaron inmóviles un instante, los dos sentían la atracción de sus cuerpos, el deseo de hacerse uno. A Marie se le ocurrió de pronto que ese instante era irrepetible. Nunca en su vida se amarían ni se desearían con más intensidad que durante esos escasos segundos.
Fue Paul quien liberó la tensión. Cerró la puerta y se acercó a Marie, se detuvo delante de ella, y después la abrazó impulsivamente y la apretó contra su cuerpo.
—Qué suerte haberte recuperado —murmuró—. ¡He pasado mucho miedo!
Marie sintió una felicidad sorda mientras se pegaba a él, una sensación de regreso y seguridad, pero al mismo tiempo estaba mareada, el abrazo la estaba dejando sin aliento.
—Ten cuidado, querido. Todavía tengo las piernas flojas.
La besó con suavidad, la acompañó al sofá para que pudiera sentarse y le cogió las manos.
—Lo que dije sobre tu madre fue inexcusable, Marie. Perdóname. Me he arrepentido miles de veces. Era una artista, una mujer valiente, pero sobre todo era tu madre. Le estaré agradecido toda la vida a Luise Hofgartner por haberte traído a este mundo, mi querida y única Marie.
Le hablaba con dulzura. Con sentimiento de culpa, con cariño. Le pedía perdón. Era más de lo que ella esperaba. Y ella no quería ser menos. No era el tipo de mujer que aceptaba orgullosa todas las concesiones que él estaba haciendo por amor. También quería demostrarle que sabía ceder.
—Lo he estado pensando, Paul. No necesito el atelier para sentirme feliz y satisfecha. Al contrario, no nos trae más que problemas. Así que voy a dejarlo y a partir de ahora me dedicaré por completo a ti y a la familia.
Él la besó, y durante un momento se entregaron a la dichosa sensación del reencuentro.
—Es muy inteligente por tu parte haber tomado esa decisión, cariño. Aunque me da mucha pena que se cierre el atelier. Yo mismo te animé a abrirlo. Pero tienes razón, Marie: es mejor que lo dejes.
Ella asintió y lo escuchó elaborar la idea. Añadió que mamá sentiría un gran alivio, ya que así se liberaría de llevar ella sola la casa. Pero los niños también saldrían beneficiados, porque antes apenas la veían. Y, por supuesto, él también.
«Acepta mi sacrificio como si fuera algo evidente», pensó Marie, decepcionada. «¿Es que no comprende lo que significa para mí? ¿No entiende que solo lo hago por amor?»
—Si te queda tiempo, seguro que podrás pintar o diseñar vestidos. Me he encargado de que los niños solo estén a tu cuidado, con la ayuda de Hanna.
—¿Así que has despedido a la señora Von Dobern?
Él le sonrió con picardía y le explicó que había encontrado una solución excelente.
—La señora Von Dobern ocupará el puesto de ama de llaves de la villa. Fue una propuesta de mamá que yo acepté encantado.
—¿Ama de llaves? —lo interrumpió Marie, consternada—. Paul, es imposible que salga bien.
Él la atrajo hacia sí y le acarició el pelo. En susurros le dijo que ese nuevo peinado le sentaba muy bien, que nunca había estado tan guapa como con el pelo corto.
—No funcionará, Paul. Los empleados la odian. Habrá disgustos, incluso dimisiones.
—Ya veremos, Marie. Intentémoslo. No quería ofender a mamá. Está muy unida a la señora Von Dobern.
Marie calló. Lo importante era entenderse. Reconciliarse. Ponerse de acuerdo. No serviría de nada exigir concesiones. Aunque hasta el momento él apenas había reconocido la deferencia que ella había tenido. Y la señora Von Dobern se quedaría en la casa, aunque no fuera como institutriz, pero habría que resignarse a su presencia. El astuto de Paul.
—Tengo muchas ganas de que regreses con nosotros, Marie. Ha sido horrible estar tan solo y abandonado. Eres tan importante en mi vida que tenía la sensación de que alguien me había arrancado una parte del cuerpo.
Se sintió conmovida y se abrazó a él para consolarlo. Sí, enseguida recogería sus cosas, Hanna se encargaría del equipaje de los niños, y después se irían juntos a la villa. Quería volver a instalarse en su casa… y también en el dormitorio de ambos.
La acarició con tanto ímpetu que ella temió que quisiera cumplir con sus obligaciones conyugales allí mismo, en el sofá, algo imposible por consideración hacia Hanna, Gertrude y Kitty. Paul lo sabía, así que solo la abrazó y le habló con cariño en voz baja.
—Te prometo que a partir de ahora me ocuparé más de los niños, Marie. Sobre todo de Leo. Se acabó el piano, lo llevaré a la fábrica para que cumpla con pequeñas tareas y aprenda cómo funcionan las máquinas. Me parece bien que Dodo aprenda a tocar, al fin y al cabo es una niña, no le hará daño saber un poco de música.
—Pero, Paul, Dodo es la que muestra más interés por las máquinas y la tecnología.
—Bueno, por mí que siga con ello. Pero hay que llevar a Leo por el camino correcto de una vez por todas. Ya verás, Marie, seré un padre razonable.
Así que todo seguiría como antes. Qué extraño que Paul no se diera cuenta de lo mucho que se parecía a su propio padre. Se aferraba obstinado a convicciones que ya habían demostrado ser absurdas. Leo sería muy infeliz si su padre lo obligaba a hacerse cargo de la fábrica.
—Y también he pensado en los cuadros —prosiguió—. Los compraré, no importa a qué precio. No puede ser que Von Klippstein sea propietario de las pinturas de tu madre. Embalaremos con cuidado todas las obras y las guardaremos en el desván para que se conserven bien.
Lo que pretendía era sacarlas de la circulación e impedir que se expusieran. Paul era muy listo, pero esta vez se había pasado.
—Eso no es lo que quiero, Paul —dijo ella—. El desván no es sitio para esos cuadros. Los pintó mi madre, y quiero que se expongan al público. Se lo debo.
Disgustado, respiró profundamente pero se controló. Marie se soltó de sus brazos y se reclinó en el sofá. ¿Por qué le había dicho eso? Habría bastado con explicarle que no hacía falta que comprara los cuadros.
—Marie, ya sabes que una exposición como esa perjudicaría la imagen de nuestra familia y, por lo tanto, la de la fábrica.
—Pero ¿por qué? Se trata de la pintora Luise Hofgartner, de su desarrollo artístico, de enmarcarla dentro de uno o varios movimientos artísticos.
—Eso no es más que palabrería, Marie. La gente no tardará ni un segundo en ponerse a hablar sobre Jakob Burkard y mi padre.
Claro, ese era el problema. El orgulloso clan de los Melzer no quería dar pie a que nadie comentara que su prosperidad se fundaba en los diseños del pobre y alcohólico, aunque genial, Jakob Burkard. Era cierto que ella se había resignado. Le pidieron perdón. Paul la tomó como esposa. No por mala conciencia, sino porque la amaba. Y sin embargo el destino de sus padres volvía a removerla por dentro. ¿Acaso la historia no se estaba repitiendo? ¿No era de nuevo un Melzer quien quería imponer su voluntad a la hija de Burkard? ¿Someterla?
—Lo siento, Paul. ¡Pero impediré que Ernst von Klippstein te venda su parte de los cuadros!
Sintió que el cuerpo de él se tensaba, que apretaba la mandíbula y adquiría un gesto duro.
—¿Seguirías adelante con la exposición en contra de mi voluntad?
El tono de la pregunta la asustó, sonaba amenazador. Pero en su interior no solo albergaba a la dulce Marie, también había algo de Luise Hofgartner, la mujer que se había enfrentado al rico industrial Melzer.
—No creo que tengamos que discutir eso de momento, Paul. Me parece más importante que la señora Von Dobern se marche de la villa. Por desgracia, debo insistir en ello.
—Ya te he dicho que no quiero hacerle eso a mamá.
—¿Y a mí sí?
Él resopló con rabia, se levantó y se acercó a la ventana. Marie vio que apretaba los puños, oía su respiración.
—¡No puedo despedirla de la noche a la mañana sin más!
—No tienes por qué hacerlo, Paul. Puedo esperar. Pero no regresaré a la villa hasta que la señora Von Dobern se haya marchado.
Ahora estaba furioso. ¿O era más bien desesperación? ¿Impotencia? Dio una patada a la mecedora, que se balanceó a gran velocidad. Los arcos del balancín le recordaron a Marie el cuchillo de media luna con el que Gertrude picaba las hierbas en la cocina.
—¿Es esa tu última palabra?
—Lo siento mucho, Paul. Me veo obligada a ello.
Él agarró con la mano derecha el borde del alféizar, como si necesitara aferrarse a algo.
—Sabes que puedo obligarte, Marie. No quiero recurrir a ese extremo. Pero los niños regresarán a la villa. Hoy mismo. ¡En eso debo insistir yo!
Marie permaneció en silencio. Él podía solicitar el divorcio y llevarse a los niños. Podía cerrar el atelier, que además estaba a su nombre. A ella no le quedaría nada.
—Mientras siga viviendo aquí con Kitty, los niños se quedarán conmigo.
Paul se volvió hacia ella, los ojos le brillaban de rabia. Ay, cuánto se parecía ahora a su padre. Obstinado y tenaz. Un Melzer. Alguien acostumbrado a ganar. ¿Dónde había quedado el amor? Ya no lo encontraba. ¿Cómo podía haber amado a ese hombre hacía tan solo un momento?
—¡Pues me temo que me obligas a tomar medidas, Marie!
Fue hacia la puerta, la abrió de golpe y se volvió una vez más hacia ella como si quisiera decirle algo. Pero apretó los labios y se calló.
—Paul —dijo ella en voz baja—. Paul.
Sin embargo ella también sentía que en ese instante no tenían nada que decirse.
Unos segundos más tarde se cerró la puerta principal, y el motor del coche se puso en marcha a trompicones.