Chapter 19 - 19

Agosto de 1924

Eleonore Schmalzler apenas había cambiado desde que se jubiló. A Elisabeth le pareció que la antigua ama de llaves incluso había rejuvenecido varios años. Quizá se debiera al aire sano del campo y a la comida abundante, y también a no tener que cargar con la responsabilidad de una gran casa como la villa de las telas. Allí, en su pequeño salón, entre muebles anticuados y las cortinas estampadas que se había llevado de Augsburgo, saludó a Elisabeth con una felicidad y una satisfacción envidiables.

—Me alegro mucho de que me visites, querida Lisa. ¿Puedo seguir llamándote Lisa cuando estemos a solas?

—Por supuesto. Yo encantada —dijo Elisabeth.

La granja de la familia Maslow estaba al este de la finca Maydorn, cerca de Ramelow. Cuatro granjas habían formado una pequeña aldea, y tres de ellas parecían descuidadas, pero la cuarta, la de los Maslow, se veía impecable. Elisabeth estaba segura de que los tejados nuevos y la bonita ampliación de la casa se habían pagado con los ahorros de la señorita Schmalzler. Pero había invertido su capital en el lugar adecuado, porque la tía Jella, como la conocían allí, tenía un papel fundamental en la familia.

Los Maslow eran originarios de Rusia, en algún momento de la era napoleónica llegaron a esa zona y allí se asentaron gracias a su empeño y su constancia. La tía Elvira le contó a Elisabeth en una ocasión que Eleonore Schmalzler se llamaba en realidad Jelena Maslowa, y que en sus papeles también aparecía ese nombre. Fue Alicia quien cambió Jelena por Eleonore y Maslow por Schmalzler, porque no quería tener en Augsburgo una doncella con nombre ruso.

—En esa época, trabajar en la finca hacía que te sintieras especial —dijo la señorita Schmalzler mientras le servía café a Elisabeth—. Muchos iban como agosteros, pero eso solo duraba un par de semanas en verano y había que dormir en el granero. También contrataban mozas de cuadra. Pero trabajar en la casa en la que vivía la familia del hacendado, el sanctasanctórum, por así decirlo, era muy poco habitual. Y muchas veces el contrato no duraba más que un par de meses, porque tu abuela era muy estricta.

Elisabeth asintió y pensó en lo que había dicho la tía Elvira sobre el «ejercicio físico». Una muchacha del pueblo no siempre lo tenía fácil en casa del hacendado. Pero prefería evitar el tema, y la señorita Schmalzler tampoco entró en detalles.

—¿Y cómo consiguió ascender a doncella?

Eleonore Schmalzler sonrió orgullosa y le puso un trozo de tarta de crema de leche en el plato.

—Bueno, fueron más bien las circunstancias. Yo tenía trece años cuando llegué a la finca. Tu madre y yo fuimos como hermanas desde el principio. Con la debida distancia, por supuesto. Pero nos teníamos un gran afecto. Seguro que sabes que tu madre tuvo una grave caída del caballo. Fue en 1870, justo después de que su queridísimo hermano muriese en la guerra contra Francia. Yo estuve sentada a su lado día y noche. La consolé a pesar de que yo misma estaba desesperada.

Elisabeth bebió un sorbo de café, que por suerte estaba alargado con leche. Mamá no solía hablar de su hermano mayor Otto, pero ella sabía que había caído en Francia. De ahí venía el odio de su madre hacia todo lo francés.

—Era un joven muy atractivo —dijo Eleonore Schmalzler, y miró absorta por la ventana—. Alto, de pelo oscuro y bigotito. Reía mucho, amaba la vida. Y nos dejó muy joven.

«Vaya, vaya», pensó Elisabeth. ¿La pequeña Ella estuvo enamorada del teniente Otto von Maydorn? Era una idea fascinante, ahora que él llevaba tantos años bajo tierra y la muchachita ya era una mujer mayor.

—¡No comes nada, Lisa! Sírvete más, yo diría que has adelgazado. ¿Te encuentras mal? ¿La vida en el campo no te sienta bien? Sería una pena, porque de verdad espero que algún día te hagas cargo de la hermosa finca.

Lisa hizo un esfuerzo y comió un par de bocados de la grasienta tarta. Los buenos alimentos del campo. Mucha mantequilla y manteca, mucha nata y harina, huevos, embutido ahumado, cerdo asado y patatas. Sin olvidar el ganso asado, que no solo se servía en Navidad. Sintió náuseas y dejó enseguida el plato en la mesa. Por suerte, Eleonore Schmalzler estaba distraída porque en ese momento entró en el patio un carro tirado por dos caballos cargado de heno, y sus tres nietos, que iban sentados encima, saludaron orgullosos. Ya era la segunda siega del año; si el tiempo seguía como hasta entonces y llovía un poco quizá hubiera una tercera.

—¡Míralos, Lisa! —exclamó, y dio una palmada—. Gottlieb y Krischan ya usan la horca, y Martin ayuda rastrillando con las mujeres. Cómo crecen los pequeños.

—Sí, el tiempo pasa volando —dijo Lisa, y bebió un poco de café con leche para tranquilizar su estómago. No sirvió de mucho, tuvo que hacer esfuerzos para conservar la calma.

¿Cuántos años tenían sus nietos? Gottlieb acababa de cumplir nueve cuando ella llegó. Y Krischan, que en realidad se llamaba Christian, era dos años menor. Martin ni siquiera había empezado la escuela. ¿Por qué se montaba tanto escándalo en la fábrica cuando una de las trabajadoras no había cumplido los catorce? En el campo los niños ayudaban en cuanto podían sostener un rastrillo. Algunos con cinco años, la mayoría con seis o siete. Y Dios sabe que la tarea no era fácil.

Afuera, las enérgicas manos de los niños golpearon el cristal.

—Tía Jella, tía Jella. Ya sé montar a caballo, Gottlieb me ha enseñado —se oyó gritar.

—Tía Jella, ¿nos harás un pudin de ciruelas esta noche?

La susodicha abrió la ventana y les explicó con amabilidad pero de forma clara que tenía visita y no debían molestarla. Les prepararía el pudin con ciruelas el domingo, pero para el que después fuera a verla limpio y peinado habría un trozo de tarta de crema.

Los tres muchachos se marcharon al granero, donde su padre ya había empezado a descargar el heno. Gottlieb y Krischan se encargaban de desenganchar los caballos y llevarlos al establo, y a Martin lo dejaban barrer el suelo del granero.

Lisa se decidió a abordar el tema en ese momento. Cuando los chicos regresaran para comerse la tarta sería demasiado tarde.

—Tengo una pregunta, señorita Schmalzler.

Esta no pareció sorprendida, esperaba algo así. Cerró la ventana con cuidado y se sentó junto a Lisa.

—Es algo que debe quedar entre nosotras.

Su interlocutora asintió, y Elisabeth supo que podía confiar en ella. La discreción siempre había sido una de sus virtudes.

—Se trata del… del señor Winkler.

Elisabeth calló y aguardó un momento con la esperanza de que ella siguiera la conversación. La antigua ama de llaves la miraba con atención, pero no dijo ni una sola palabra.

—Mi tía me ha contado que en mayo pasó aquí una noche antes de… proseguir su viaje.

—Es verdad.

¿Por qué tenía que sacarle con sacacorchos cada palabra? Eleonore Schmalzler sabía a donde quería llegar.

—¿Le contó… le contó entonces…? —Se estancó. Era difícil dar con las palabras adecuadas. Sebastian no era muy hablador, seguro que no había desvelado nada sobre su relación. Y sin embargo…

—¿Qué tenía que haberme contado?

—Pues no sé, lo que se proponía. Sus planes. Dónde se alojaría.

La señorita Schmalzler se reclinó en la silla y cruzó las manos en el regazo. Sobre la lana oscura, sus manos parecían muy blancas, lisas, sin callos ni rasguños, las manos de una mujer que nunca había tenido que trabajar en el campo.

—Bueno —dijo arrastrando las palabras—. Hace cuatro años, cuando viajamos juntos a Pomerania, ya tuve ocasión de conversar con el señor Winkler. Un hombre de principios. —Hizo una pausa y escudriñó a Elisabeth con la mirada.

—Esa es mi impresión también —se apresuró a contestar.

—La situación entonces era difícil —prosiguió—. Todos sabíamos de su implicación en la república consejista y su encarcelamiento. Durante el trayecto en tren hablamos de ello con franqueza y llegué a la conclusión de que el señor Winkler es un idealista que solo busca el bien para todas las personas.

Elisabeth asintió. ¿Qué le habría contado Sebastian?

—Te estaba muy agradecido por haberlo contratado en la finca Maydorn —dijo la señorita Schmalzler con una sonrisa—. Y se alegró mucho cuando luego se enteró de que tú también te trasladarías a Pomerania con tu esposo.

Elisabeth sintió que se sonrojaba. Pues claro que la señorita Schmalzler le había visto el juego, ¿qué otra cosa podía esperar de ella? No tendría que haber ido a verla. Pero, por desgracia, era la única posibilidad de averiguar algo sobre el paradero de Sebastian.

—Es algo que… surgió —dijo—. Las graves heridas de mi esposo requerían medidas excepcionales. Aquí en el campo le sería más fácil empezar de cero.

—Claro —respondió Eleonore Schmalzler. Bebió un sorbo de café y dejó la taza con cuidado sobre el platillo.

Elisabeth iba a estallar de la impaciencia. ¿No eran esas las voces de los chiquillos hambrientos?

—Veamos —retomó Eleonore Schmalzler el hilo—. En mayo, el señor Winkler llegó a la granja un poco tarde. Todos nos sorprendimos mucho, porque venía a pie y con una maleta. Nos pidió alojamiento para esa noche, y se lo proporcionamos. No mencionó el motivo de que apareciera a esas horas, pero tenía intención de viajar a Núremberg. Por eso a la mañana siguiente mi hijo lo llevó en coche de caballos a Kolberg.

Algo así se había imaginado Elisabeth. El muy estúpido había huido en mitad de la noche. De pura rabia, por haber «flaqueado» y haber hecho lo que ella tanto esperaba de él. Y eso que él sintió al menos tanto placer como ella. Pero no, el señor Winkler era un hombre de principios.

—A Núremberg. ¿Les dio alguna dirección?

—Dijo que no estaba seguro de si lo acogerían.

Elisabeth sintió que se le revolvía el estómago otra vez y respiró hondo para controlarse. Qué humillante era tener que espiarlo. ¿Por qué no había dado señales de vida? Pero así eran las cosas: todo lo que ella tocaba se malograba. Y más si tenía que ver con el amor, en ese asunto nunca tenía suerte.

Como para confirmarlo, llamaron a la puerta.

—¡Tía Jelli!

El más pequeño de los nietos asomó por la puerta y sonrió contento al descubrir la tarta sobre la mesa.

—Entra, Martin. Saluda a la señora Von Hagemann y haz una reverencia. Eso es. Enséñame las manos. Está bien. Siéntate ahí.

Elisabeth se esforzó tanto como Martin en superar la ceremonia del saludo con dignidad. Era un chico guapo, de rizos castaños, ojos claros y sonrisa pícara. Lo observó abalanzarse sobre la tarta y pensó que debía de ser bonito tener un niño así. ¿A qué venían esas ideas?

—Ha sido un auténtico placer charlar con usted, señorita Schmalzler. Espero que nos visite pronto en la finca.

Eleonore Schmalzler se levantó para acompañar a su invitada a la puerta. Una vez allí, titubeó un instante y cogió a Elisabeth del brazo.

—Espera —le dijo en voz baja—. No sé si estoy haciendo lo correcto. Pero creo que es mi obligación.

Abrió la puerta de un armario y sacó una carta de entre las tazas y los jarrones.

—En junio me escribió para pedirme que le contara cómo iban las cosas en la finca. Y así lo hice en pocas palabras. No le he enviado más cartas, y tampoco las he recibido.

La carta se había entregado en Gunzburgo y tenía remite. «Sebastian Winkler - Familia Joseph Winkler, Pfluggasse 2.» Así que se alojaba con su hermano. ¡Ay, Eleonore Schmalzler! ¡Cómo se había hecho de rogar!

—Rezaré por ti, Lisa —dijo muy seria—. La vida no siempre te ha tratado con cariño, mi niña. Pero eres fuerte, y algún día serás feliz. Estoy segura.

Se despidió con un abrazo y la apretó contra sí, algo a lo que antes nunca se había atrevido. Elisabeth se emocionó, casi como si fuera mamá quien la sostenía en sus brazos.

—Muchas gracias. Gracias de todo corazón.

En el pescante, con el aire fresco, se encontró mejor; el bamboleo del carro y el olor de la yegua también le sentaron bien. Pero sobre todo era la carta que llevaba en el bolsillo lo que la había hecho revivir. Era posible que Sebastian hubiera encontrado otro alojamiento. Pero seguro que su hermano le reenviaría el correo.

Así que se había interesado por cómo iban las cosas en la finca Maydorn. ¿Estaría preocupado por ella? ¡Qué va! Querría saber si estaba haciendo lo que le había pedido, separarse. Y al no leer nada al respecto, no había vuelto a escribir. Qué cabezota.

Esa noche de mayo se pelearon. Al principio solo sintieron una felicidad infinita. Los invadió el delirio, fuegos artificiales de una pasión largamente contenida, fue un encuentro en el que apenas sabían qué les estaba pasando. Después vino el agotamiento. Y por último la aceptación. Algo así debió de suceder en el paraíso: probaron el fruto prohibido y luego el ángel los esperaba con la espada justiciera.

En su caso, el propio Sebastian adoptó ese papel. «Solo hay una solución», dijo. «Quiero que seas mi esposa. Que seas mía a ojos de todo el mundo. Y te juro que te trataré como a una reina».

Buscaría un empleo. Una casita junto a la escuela del pueblo. Una vida humilde, honesta y feliz. No, ni por asomo contemplaba mudarse con ella a la villa de las telas. Y tampoco quería la protección de su familia. En eso era muy anticuado. Si no estaba dispuesta a compartir su suerte, es que no lo amaba.

Ah, qué vehemente había sido. Ella mencionó que no estaba acostumbrada a vivir en la pobreza. Que era ridículo renunciar a la ayuda de su familia. Que tampoco era seguro que consiguiera un empleo, al fin y al cabo solo habían pasado cinco años desde el asunto de la república consejista. Pero aquel hombre era incorregible. Le dijo que ya lo había tenido demasiado tiempo bajo su tutela. ¿Acaso no entendía el daño que le causaba eso? Insistía en casarse, en la unión bendecida por Dios de dos personas que querían formar una familia. Todo ese tiempo había esperado que ella lo comprendiera y solicitara por fin el divorcio. Por supuesto, él entendía que sintiera lástima por su esposo debido a la herida de guerra que lo había desfigurado. Pero su esposo ya se encontraba perfectamente, mientras que él, Sebastian, estaba desesperado y todos los días se sentía morir.

¿Le había dicho ella «No te pongas así» o algo similar? Ya no se acordaba bien, ambos estaban alterados y furiosos. Pero a continuación él se levantó de la cama de un salto, se vistió y se marchó corriendo. Y como ella se había hecho esa maldita torcedura de tobillo, no pudo salir tras él.

«Ya se tranquilizará», pensó. «Se ha acostado conmigo, se quedará». Pero no había sido así. A la mañana siguiente, la criada le contó que el señor Winkler se había ido en mitad de la noche y que incluso se había dejado la maleta grande que ya tenía preparada.

Sin carta de despedida. Sin dirección. No le dio ninguna oportunidad. Las primeras semanas fueron una agonía. El doctor le examinó el pie y casi se desmaya del dolor, y después le aseguró que era una rotura limpia, que había tenido suerte. Seis semanas de reposo, vendado con dos tablillas, y se curaría. Así que se pasó día y noche en su cuarto, pasando de la cólera a la desesperación y a la añoranza, escribió miles de cartas que la criada después quemaba en la estufa delante de ella. Intentó leer, tejió estúpidos tapetes a ganchillo, y jugó con el gato gris que se instaló en su cama y que le hacía compañía durante las comidas. De vez en cuando preguntaba si había correo. Kitty le escribía. Serafina también. Mamá le enviaba cariñosas cartas. Marie la consolaba y le deseaba una pronta mejoría. Pero aquel del que esperaba con desesperación recibir un mensaje era el único que no le escribía.

Cuando por fin pudo apoyar el pie y cojear por la casa, el tobillo dolorido ocupó toda su atención. Estaba tan concentrada en él que apenas percibió los cambios en su cuerpo. Claro que había engordado después de pasar tanto tiempo tumbada. Pero ¿por qué el pecho estaba a punto de reventarle el corpiño? ¿Y por qué tenía que ir constantemente al retrete? ¿Se le habría enfriado la vejiga? No le había llegado el período, ya por segunda vez, pero solía ser irregular. Sin embargo, cuando empezó a tener desagradables náuseas matutinas comenzó a extrañarse. Para colmo, el malestar de estómago había pasado a ser constante, incluso le impedía dormir. Era horrible. En cuanto tragaba algo, volvía a salir por donde había entrado.

—¡Sooo!

Consiguió detener a la yegua justo antes de que el estómago la venciera, y vomitó los dos bocados de tarta. Buscó entre lamentos el pañuelo para limpiarse la boca. Había dos posibilidades: o bien la tía Elvira estaba en lo cierto y tenía la solitaria, o estaba embarazada. Pero eso era imposible. Llevaba nueve años casada con Klaus, y al menos al principio había sido un esposo cumplidor. Deseaba con toda su alma quedarse embarazada, pero no sucedió nada. ¿Y ahora bastaba con una sola noche?

«Pero qué noche», pensó con nostalgia. Y con qué intensidad lo deseaba. Se pasaba las noches despierta soñando con él, sobre todo las últimas semanas. También había hecho cosas de las que se avergonzaba profundamente. Pero no podía resistirse, su cuerpo la obligaba.

De lo que estaba segura era de que si llevaba un niño en su vientre, era de Sebastian, porque Klaus no la había tocado desde Navidad. Si ahora tenía que hacerse cargo del hijo de otro, sería una grandiosa venganza por su infidelidad. ¿Era eso lo que quería? Klaus se había ganado a pulso un huevo de cuco como aquel. Pero lo más probable era que no estuviese embarazada. Tenía la solitaria, había remedio para ello, se lo tragaría y enseguida se libraría del bicho. También cabía la posibilidad de que la vesícula se le hubiera declarado en huelga. La comida allí era muy grasienta, había que estar acostumbrado desde niño. Lo mejor sería evitar los alimentos grasos, también la mantequilla y los pasteles. A ver si así el estómago se le tranquilizaba.

Se enderezó en el pescante y arreó a la yegua. Aire de primavera. Una brisa suave que le acariciaba el pelo pero no la despeinaba. Contempló pensativa los campos; la hierba verde oscura recién cortada se extendía bajo el sol. Si se casaba con Sebastian, tendría que llevar ropa y zapatos anticuados. No podría volver a lucir el pelo corto. Tendría que cocinar para él a diario. Consolarlo cuando la vida lo tratara mal. Prepararle un baño los sábados por la noche. Mimarlo. Compartir su suerte. Compartir también la bañera. Y la cama. Sobre todo la cama. Todas las noches. Y el domingo quizá incluso…

«Para», pensó. «No puede ser. En pocos meses me entraría claustrofobia en esa casa diminuta. Y la estufa humeando sin parar me enrojecería los ojos. Todos los días sopa de cebada para comer. Temblar de frío en invierno. La esposa de un profesor pobre. ¿Y si no encuentra trabajo? ¿Tendré que vivir con él en un cuchitril? ¿En la calle? ¿Cómo puede pedirme eso? ¿Es ese el amor del que me habla? Yo no veo amor, solo terquedad. Oh, no, Sebastian Winkler, las cosas no funcionan así. ¡Echar a correr y pensar que yo saldré detrás! Lanzar un ultimátum y desaparecer. Coaccionarme. ¡Pues ya puedes esperar sentado!»

Desde luego que no estaba embarazada. Ni un poquito. Se encontraba estupendamente. Un leve malestar, eso era todo.

«¿Por qué he hecho el ridículo delante de Eleonore Schmalzler?», se dijo con fastidio. «Quién sabe lo que pensará de mí ahora. Y no necesito esa estúpida dirección para nada. Pero bueno, tampoco está mal tenerla por si acaso».

En verano la finca casi quedaba oculta por el follaje de las hayas y los robles, solo se distinguía el tejado rojo de la casa entre las ramas. Los gansos blancos y los patos marrones correteaban por el campo, nadaban en el estanque que alimentaba el arroyo. También había un par de vacas pastando con sus terneros. Los pastos de los caballos estaban al otro lado, varios potros nacidos en primavera retozaban por allí. En otoño habría que vender los sementales y las yeguas que ya tenían tres años; a Elisabeth no le gustaba pensar en eso porque los había visto crecer. Pero la tía Elvira, pese a su pasión por los caballos, estaba hecha de otra pasta; de ningún modo podían encargarse de todos los animales en invierno, así que tenían que vender parte. Los caballos eran como los plantones: se seleccionaban los mejores para trasplantarlos, el resto se desechaba. A nadie le preocupaba, y además la venta suponía un buen dinero.

Elisabeth tuvo que refrenar a la yegua, que había echado a galopar de entusiasmo al ver los campos que tan bien conocía. En el patio, delante del granero, estaban descargando el heno, ya oía a lo lejos la voz clara y enérgica de su esposo.

—¡Extendedlo en la era! Y la próxima vez aseguraos de que esté seco del todo. ¡Mis caballos no comerán heno podrido!

Al ver a Elisabeth, dejó su puesto y bajó por la escalera de mano.

—¿Dónde has estado tanto tiempo? —le preguntó, y sujetó a la yegua por el arnés—. Te estaba esperando.

Llevaba una gorra azul oscura bastante sucia, bien calada en la frente. ¿Sonreía? Era posible. No era fácil distinguirlo porque tenía los labios y las mejillas llenos de cicatrices de las operaciones.

—¿Me estabas esperando?

—Sí, Lisa. Quiero hablar contigo de una cosa.

Volvió a asaltarle ese desagradable malestar, y tuvo que apoyarse en el brazo de él al bajar del pescante. Ya adivinaba de qué quería hablar. Seguramente pretendía reconocer al hijo que esa tal Pauline había tenido ocho semanas antes. Era un niño.

—¿Qué te pasa? —le preguntó él cuando vio que respiraba con dificultad.

—Nada. Espérame en el salón.

Apenas había llegado al montón de compost del pequeño huerto, vomitó y se quedó allí un rato hasta que por fin contuvo las náuseas.

—Será chico —dijo Berta, la vieja criada, desde el seto de frambuesas—. Si vomita así será chico, señora. Créame.

Elisabeth la saludó escueta con la cabeza y corrió hacia la casa. Se acabó la grasa. Se acabaron los pasteles. ¡Ni uno más!

En el salón, Klaus estaba delante de la chimenea y le indicó con un gesto que se sentara en el sofá.

—Ve al grano —dijo ella—. No me encuentro bien. Y además ya sé lo que quieres decirme. Total, da igual, todo el mundo sabe quién es el padre.

—Ah, ¿sí? —respondió él con cierta ironía—. Déjame adivinar.

¿Sebastian Winkler?

Elisabeth se levantó de un salto y lo miró consternada.

—¿Qué? —musitó—. ¿De qué estás hablando?

Él no insistió. En lugar de eso, se quitó la gorra y por fin ella vio que sonreía.

—Quiero el divorcio, Lisa. Y creo que a ti también te vendrá bien.

—¿Tú? —balbuceó—. ¿Quieres… divorciarte?

No entendía nada. Era él quien deshacía el entuerto con un gesto arriesgado, quien le planteaba la decisión. El divorcio. El final. Pero quizá también el principio de algo nuevo.

—No nos despidamos enfadados, Elisabeth —dijo con suavidad—. Te estoy infinitamente agradecido, jamás lo olvidaré.