Las cortinas cerradas ayudaban un poco, pero en el despacho hacía un calor tan sofocante que había tenido que quitarse la chaqueta y el chaleco. Por suerte no tenía ninguna cita, así que a nadie le molestaría que el señor director estuviera en mangas de camisa. Paul trabajaba como un loco, no se permitía ningún descanso, se estaba bebiendo su sexta taza de café pero se sentía cada vez más disperso.
Se había dejado llevar, había perdido el dominio de sí mismo. Eso era lo que más le pesaba. Ella lo había llevado tan al límite que habló sin pensar. Y la vehemencia con la que se había expresado seguro que la había afectado muchísimo. Eso había sido del todo innecesario, y lo único que había conseguido era meterse en un berenjenal, porque ahora era él quien debía retirar lo dicho y disculparse. Se había colocado en la posición más débil, por idiota.
Había llamado tres veces a la villa. También se arrepentía de eso. La primera vez no contestó nadie. Tendría que haberlo dejado ahí. Pero no, necesitaba calmar su mala conciencia y decirle a Marie que lo sentía. Y eso que ella ya no estaba en la villa, pero de eso se enteró cuando llamó por segunda vez.
—Domicilio de los Melzer. La señora Von Dobern al habla.
¡La institutriz! ¿Qué se le había perdido en el despacho? ¿Y por qué contestaba las llamadas de teléfono?
—Aquí Melzer —dijo en tono áspero—. ¿Podría pedirle a mi esposa que se pusiera al teléfono?
—Lo siento mucho, señor Melzer. Su esposa ha salido.
Por un momento pensó que Marie estaba de camino a la fábrica. Casi se había emocionado, porque en realidad era él quien tenía que pedir perdón.
—Además, se han vuelto a llevar a los niños a Frauentorstrasse con el beneplácito de su esposa. Le aseguro que he intentado impedir…
No tenía ganas de escuchar sus quejas.
—¿Ha dicho mi esposa adónde se dirigía?
—No, lo siento, señor Melzer. La he visto salir al parque y he supuesto que alguien la esperaba.
Se dio cuenta de que la hermosa idea de ver aparecer a Marie allí en el despacho no era más que una ilusión. Había salido al parque. ¿Por qué?
—Ha supuesto que alguien la esperaba —repitió—. ¿Qué quiere decir con eso, señora Von Dobern?
—Oh, la he visto casualmente por la ventana, y entiendo que tendría sus motivos para esconderse detrás de los arbustos.
Su imaginación se puso a trabajar. Ernst von Klippstein esperando a Marie y abrazándola. Entonces recuperó el control de su mente y comprendió que no había razón para pensar tal cosa. Ernst estaba sentado en el despacho contiguo, ocupado con el cálculo de varios pedidos.
—Le ruego que no difunda rumores sobre mi esposa, señora Von Dobern —le dijo, cortante.
—Disculpe, señor Melzer. No era mi intención. De verdad que no. Es solo que estoy preocupada.
Esa mujer era una manipuladora. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta entonces? Cuando era una de las amigas íntimas de Elisabeth tampoco la soportaba.
—Mejor ocúpese de la educación de mis hijos. Y deje en paz el teléfono. ¡Las llamadas que se reciben en la villa de las telas no son de su incumbencia!
Colgó el auricular con fuerza antes de que le contestara. Así que Marie se había apresurado a salir. Hacia el parque. Bueno, quizá un paseo la ayudara a tranquilizarse.
En la tercera llamada, se puso su madre.
—¿Marie? Todavía no ha vuelto. Los niños tampoco.
Ya eran más de las cinco. ¿Qué diablos hacía Marie tanto tiempo en el parque? ¿La habría recogido alguien?
—¿Has llamado a Frauentorstrasse?
—Sí, pero no hay nadie. Me parece una impertinencia por parte de Kitty, la pobre señora Von Dobern está mortificada. No podemos seguir así, Paul. Tendrás que hablar seriamente con Kitty.
—El domingo lo intentaré —refunfuñó—. Ahora estoy ocupado.
—Pues claro. Estás ocupado. Qué bien que puedas mantenerte al margen de todo esto.
—¡Hasta la noche, mamá!
Sin duda esa llamada había sido la más inconveniente. Trabajó hasta las seis y media, entonces se puso el chaleco y la chaqueta, se caló el sombrero de paja y pidió que comunicaran a Von Klippstein que se marchaba a casa.
Estaba muy tenso, casi chocó con un carruaje al salir de los terrenos de la fábrica hacia Lechhauser Strasse. No podían seguir así. Las peleas constantes lo afectaban, no era el de siempre, descubría en sí mismo cualidades que había odiado en su padre. Impaciencia. Mal genio. Injusticia. Arrogancia. Insensibilidad. Eso era lo peor. ¿Qué había sido de su amor? No podía permitir que los problemas se lo llevaran por delante. ¿No había visto con sus propios ojos cómo el matrimonio de sus padres se convertía en simple apariencia? Una vida en paralelo, jornadas separadas, dormitorios distintos. Mamá era quien más lo había sufrido. Marie no se merecía eso, ni él tampoco.
Aparcó el coche delante de la escalinata, Julius lo llevaría después al garaje. Subió los peldaños con el corazón acelerado y entró en el vestíbulo cuando Else le abrió la puerta. Dentro hacía un frescor agradable, en la parte trasera habían abierto las puertas de la terraza y una suave brisa recorría toda la planta.
Le dio su sombrero de paja a Else y no supo si hacerle la pregunta que le quemaba en la lengua. Sus ojos inspeccionaron el perchero: de él colgaban dos sombreros, uno de ellos, el de verano con ala ancha de color claro, era de mamá. El otro, un mamotreto gris con forma de cazuela, supuso que pertenecía a la institutriz, o al menos era de su estilo.
—Su señora madre lo espera en el salón rojo.
La sonrisa de Else era más pequeña desde la operación, seguramente porque no quería enseñar el agujero. Sin embargo, se había convertido en una persona más cálida. En ese momento su mirada era compasiva.
Pensó que Marie no estaba allí y trató de disimular su pánico. ¿Qué había pasado? ¿Un accidente? Dios mío, que no le hubiera sucedido nada. ¿Y los niños?
En el salón rojo, Alicia Melzer descansaba en el sofá con la cabeza apoyada en un grueso cojín de plumas y una compresa fría en la frente. Junto a ella, en una butaca, estaba Serafina, cuya tarea consistía en sumergir de vez en cuando el paño de algodón blanco en un cuenco de agua helada y volver a ponérselo en la frente.
Entró en silencio, cerró la puerta con suavidad para no hacer ruido y se acercó al sofá de puntillas. Mamá giró la cabeza en su dirección con dificultad, levantó un poco la compresa y abrió los ojos.
—Señora Von Dobern, puede retirarse.
—Gracias, señora Melzer. Espero que se mejore pronto. Estaré fuera por si me necesita.
Serafina se limitó a asentir muy digna en dirección a Paul. Estaba claro que se había tomado a mal la conversación telefónica. Alicia esperó a que la institutriz hubiera cerrado la puerta, después lanzó la compresa al cuenco y se incorporó.
—Por fin has llegado, Paul. —Gimió—. Están sucediendo cosas horribles. El suelo tiembla bajo nuestros pies. El cielo cae sobre nuestra cabeza.
—¡Por favor, mamá!
Ella se pasó la mano por la frente, todavía húmeda, y respiró con dificultad.
—Kitty ha llamado hace media hora. Marie y los niños están con ella en Frauentorstrasse.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él—. Empezaba a pensar que les había ocurrido algo.
Alicia lo miró fijamente.
—Déjame terminar, Paul. Kitty me ha comunicado con firmeza que Marie no tiene intención de regresar a la villa. Dice que se queda allí con los niños.
Paul sintió que le faltaba el aliento. ¿Había oído bien? Eso no podía ser. El sitio de Marie estaba allí. Era su esposa. ¿Qué locura se le había ocurrido esta vez a Kitty?
—No la habrás creído, ¿no, mamá?
Alicia hizo un gesto cansado de impotencia.
—Pues claro que no. Pero empiezo a temer que lo haya dicho en serio. Figúrate. —Tuvo que sacar el pañuelo porque estaba a punto de llorar—. Hanna, esa chica traicionera, se ha colado en la casa sin que nadie se diera cuenta, ha recogido las cosas del colegio y un poco de ropa de los cuartos de los niños y se lo ha llevado todo.
La desesperación se apoderó de ella. Podía prescindir de su nuera, pero no de sus nietos. ¡Sus adorados nietos!
—Paul, nos ha abandonado y se ha llevado a los niños. No creía que Marie fuera capaz de algo así. Pero esto es lo que pasa cuando te casas con una mujer que no ha recibido una educación como es debido. Virgen santa, yo también pasé épocas difíciles en mi matrimonio. Pero jamás se me habría ocurrido abandonar a mi esposo.
—¡No son más que tonterías! —exclamó Paul—. Kitty se lo ha inventado todo para asustarme. Ya sabes cómo es.
Alicia suspiró profundamente, escurrió la compresa y se la llevó a la frente.
—Sí, conozco a mi hija. Pero Marie para mí es como un libro cerrado. Es indulgente. Tiene una paciencia infinita. Siempre está dispuesta a ayudar. Sin duda tu mujer tiene muchas cualidades positivas. Pero entonces, de repente, hace cosas que nadie entiende. Con frialdad y sin piedad.
Paul se levantó para cogerla del brazo y tranquilizarla. Le prometió que lo arreglaría. Ese mismo día. No debía alterarse.
—Todo se solucionará, mamá. Iré en coche a Frauentorstrasse y hablaré con Marie. Dentro de dos horas, como máximo, estaremos todos de vuelta.
—Que Dios te oiga.
Cuando abrió la puerta del salón, vio a Gertie con Julius delante del comedor, sin duda estaban poniéndose al día. Julius adoptó enseguida la postura servicial, mientras que Gertie se apartó abochornada porque en realidad debía haber estado en la cocina.
—¿Quiere que lleve el coche al garaje, señor Melzer?
—No, Julius. Todavía lo necesito.
El lacayo hizo una ligera reverencia, jamás se le habría ocurrido hacer más preguntas. Unos meses antes Paul había mantenido una larga conversación con su empleado y le prometió que limitaría las atribuciones de la institutriz. Y así lo hizo. Pero por desgracia su madre torpedeaba sus instrucciones constantemente, y contra eso no podía hacer nada.
—Gertie, ya que estás aquí avisa a la cocinera de que hoy cenaremos tarde. Y pregúntale a mi madre si necesita algo.
—Por supuesto, señor Melzer.
Salió corriendo como un ratoncito. Esa Gertie era una muchacha muy hábil. Sería una pena que no se quedara mucho tiempo en la casa, sin duda aspiraba a más. Quizá habría que alentarla, facilitarle que se formara como cocinera. O tal vez como doncella.
Le sorprendió estar pensando en el futuro de Gertie cuando él se encontraba en una situación tan complicada. Era más importante elaborar una estrategia para el inminente encuentro con Marie, pero no se le ocurría nada. Hablaría con ella. Por las buenas. Sin reproches. Mantendría la calma y no se pondría furioso bajo ningún concepto. La escucharía. Sí, esa sería la mejor estrategia. La dejaría hablar, escucharía lo que tuviera que decirle sin replicar —eso sería lo más difícil— y esperaría a que su enfado se desvaneciera. Una vez se hubiera desahogado, sería más sencillo. Sobre todo tenía que traerlos a ella y a los niños de vuelta a la villa. Eso era lo más importante. Después podrían seguir intercambiando argumentos para encontrar una solución. Y discutir un poco si era necesario, pero mejor que no. En un primer momento cedería en todo para después abordar cada problema de uno en uno —como por ejemplo la educación de Leo— e imponer sus deseos.
Todavía hacía mucho calor, aunque el sol ya estaba bajo e iba perdiendo fuerza. En la ciudad daba la sensación de que las casas y los adoquines habían acumulado temperatura a lo largo del día. Algunos restaurantes habían sacado mesas y sillas fuera, se veía sobre todo a gente joven tomando café o cerveza. Al pasar por allí se dio cuenta de que no pocas mujeres se habían sentado sin compañía masculina, algo impensable para una mujer decente antes de la guerra. Algunas incluso fumaban en público.
De vez en cuando lo saludaba alguien que lo reconocía al volante. Paul devolvía el saludo de aparente buen humor y, si se trataba de una mujer, se levantaba ligeramente el sombrero con una sonrisa educada. Mientras giraba hacia Frauentorstrasse se preguntó de dónde sacaba esa gente el tiempo y el dinero para ir a un restaurante un día normal entre semana. Aún había muchísimos desempleados que no sabían cómo sacar adelante a sus familias, y otros despilfarraban el dinero en vino y chácharas inútiles.
Aparcó delante del cobertizo de Kitty, que se utilizaba como garaje. Se oía música de piano. Parecía que Leo se había empeñado en tocar una pieza demasiado difícil. Si no se equivocaba, era la Appassionata de Beethoven. El principio le salía bastante bien, pero luego avanzaba a trompicones. Si el chico mostrara semejante perseverancia en otros ámbitos, llegaría lejos.
Se alisó la chaqueta y carraspeó antes de llamar a la puerta. Como no le abrieron enseguida —no tenían criada—, también se quitó el sombrero. No quería parecer altivo ni desafiante.
Lo hicieron esperar. Tal vez habían visto su coche por la ventana, puede que incluso lo hubieran visto bajarse y acercarse a la puerta. Oía cómo hablaban dentro, la voz de Kitty era inconfundible. El piano calló. Entonces, por fin, hubo movimiento en la puerta.
Gertrude abrió solo una rendija por la que observó desconfiada a Paul. ¿Acaso tenía miedo de que le saltara a la cara?
—Buenas tardes, Gertrude —dijo en tono inofensivo—. ¿Puedo entrar?
—Mejor que no.
Por lo visto la habían enviado como cancerbera. Pero no se librarían de él tan fácilmente.
—Quiero ver a mi esposa y a mis hijos —dijo con voz más enérgica—. Creo que estoy en mi derecho.
—No estoy de acuerdo.
¡Increíble! Gertrude Bräuer siempre había sido una persona extraña. En vida de su esposo, su labia era temida en las reuniones sociales porque no tenía ningún reparo en decir lo que pensaba.
—Lo siento, Gertrude —dijo él, y metió el pie en la rendija—. Pero no pienso conformarme con eso. ¡Apártate si no quieres que vuelva con la policía!
Ya era suficiente, empujó la puerta con el hombro y entró en el vestíbulo. Gertrude no pudo resistir su embate y se hizo a un lado. En ese momento apareció Kitty en el pasillo. Su hermana estaba pálida y demasiado seria para lo que era costumbre en ella.
—Será mejor que te vayas, Paul —dijo en voz baja—. Marie está enferma, el doctor Greiner ha dicho que no debe alterarse.
—¿Enferma? —preguntó incrédulo—. ¿Qué le pasa?
—Se ha derrumbado. Ya sabes que hace mucho tuvo una hemorragia interna.
No quiso creerlo. Exigió que le permitieran verla. Solo un vistazo. Al fin y al cabo era su esposo.
—De acuerdo. Pero no la despiertes, el doctor Greiner le ha dado un somnífero.
Marie estaba tumbada en la cama de Kitty, delicada y muy pálida, con los ojos cerrados. Le recordó a Blancanieves en su ataúd. Se asustó tanto que se mareó.
—Mañana —dijo Kitty, y volvió a cerrar la puerta—. Quizá mañana.
Regresó a la villa sin haber logrado lo que pretendía. Ni siquiera insistió en llevarse a los niños, para no causar ningún alboroto que pudiera perjudicar a Marie.