Julio de 1924
Ottilie Lüders llevaba uno de esos vestidos modernos que parecían un holgado saco sobre el cuerpo. A Paul no le gustaba esa moda, le parecía que las mujeres iban más guapas antes de la guerra. Sobre todo por el pelo largo, pero también por las cinturas estrechas, los vestidos elegantes y las faldas hasta los pies. En fin, seguramente era un antiguo sin remedio.
—¿Qué quiere, señorita Lüders?
Sonrió para que no se le notara lo poco que le gustaba el vestido, pero ella se había dado cuenta. Las mujeres tenían un sexto sentido para esas cosas.
—Aquí hay una dama que quiere hablar con usted. En privado.
Paul frunció el ceño. Otra pedigüeña. Recolectaban dinero para buenas causas, le suplicaban que intercediera por un marido desempleado o traían carteles de algún acontecimiento cultural esperando una donación.
—¿Es guapa? —bromeó.
Lüders se puso roja, como era de esperar.
—Eso es cuestión de gustos. Aquí tiene su tarjeta.
Echó un vistazo rápido a la tarjetita amarillenta, en la que se leía un nombre escrito con una caligrafía recargada, un poco anticuada. Hacía mucho tiempo que esa dirección ya no era la suya. Suspiró, lo que le faltaba. ¿Por qué había ido allí?
—Hágala pasar.
—Claro, señor director.
Serafina von Dobern se movía con cierta torpeza pero con la seguridad de una joven de clase alta. Nunca había sido guapa, al menos para su gusto. Poco llamativa. Un ratoncito gris, como se solía decir. Un patito feo. Tenía principios. A los niños no les gustaba, pero mamá opinaba que era una educadora excelente.
—Disculpe que lo visite en la fábrica, querido señor Melzer. No lo hago por gusto. Sé que es un hombre muy ocupado.
Se detuvo delante de su escritorio y él se sintió obligado a ofrecerle uno de los sillones de cuero.
—Oh, no quiero entretenerlo más que un instante. Este asunto es mejor tratarlo cara a cara. Por los niños. Ya me entiende.
No entendía nada, pero sospechaba que de nuevo se avecinaban problemas familiares. ¿Por qué no se ocupaba Marie de ello? No era difícil responder a eso: porque su esposa estaba ocupada con el atelier. Por desgracia, la advertencia de mamá, que él había despreciado, se había cumplido. El atelier había traído la discordia a su matrimonio.
Esperó a que Serafina se sentara, pero él se quedó detrás de su escritorio.
—Adelante, señora Von Dobern. La escucho.
Intentó relajar el ambiente, pero no tuvo éxito. Tal vez se debiera a la seria expresión de su interlocutora, o al hecho de que él estuviera perdiendo la naturalidad que siempre lo había diferenciado de su padre. ¿Se estaba convirtiendo en un viejo gruñón con solo treinta y seis años?
Serafina titubeó, era evidente que el asunto le resultaba muy desagradable. De pronto sintió lástima por ella. Antes se tuteaban, se veían de vez en cuando en fiestas o en la ópera. La guerra y los posteriores años de inflación se lo habían quitado todo a mucha gente distinguida y adinerada.
—Se trata de su hermana Katharina. No me gusta presentarle esta queja, señor Melzer. Pero me siento obligada con usted. Ayer por la tarde su hermana se llevó a los niños a Frauentorstrasse en contra de mi voluntad, donde Leo recibió clases de piano de la señora Ginsberg.
¡Kitty! Qué tozuda era. Sintió que la rabia crecía en su interior. Fomentaba esa desafortunada pasión de Leo a sus espaldas.
Serafina lo observaba con atención para analizar el efecto de sus palabras. La pobre debía de tener mala conciencia.
—No me malinterprete, estimado señor Melzer. Sé lo mucho que aprecia a su hermana. Pero me ha puesto en una situación muy difícil.
Lo comprendía muy bien. Kitty era imposible.
—Está del todo justificado que me informe de esto, señora Von Dobern. Incluso le estoy muy agradecido.
Pareció aliviada, incluso sonrió. Cuando adquiría un poco de color, era hasta guapa, o al menos agradable a la vista.
—Me negué en redondo a entregarle a los niños. Pero su hermana no escuchó mis protestas.
Pues claro. Solo una apisonadora podía obligar a Kitty a abandonar un propósito.
—Esperaba encontrar apoyo en su esposa, pero por desgracia no se encontraba en la villa durante el incidente.
Él guardó silencio. Marie estaba en el atelier. A pesar de que le había dicho que quería tomarse las cosas con calma y quedarse en casa tres tardes a la semana.
—Su esposa trajo a los niños a casa hacia el final de la tarde. Estaban muy cansados y no habían acabado los deberes.
Habría preferido dejar a Marie fuera del asunto. Pero ahora quiso saber.
—¿Dice que mi esposa recogió a los niños? ¿Hacia el final de la tarde?
Serafina parecía asustada de verdad. No, se había expresado mal. Seguro que la señora Melzer no sabía nada de aquello.
—Su esposa pasó la tarde en casa de su hermana. Lo hace de vez en cuando. Algún fin de semana también va a Frauentorstrasse. Es bonito que su esposa y su hermana tengan una relación tan cercana. Al fin y al cabo las dos son artistas.
—Claro —convino, escueto.
Durante las últimas semanas había discutido mucho con Marie por esos malditos cuadros. Le daba lástima por Marie, pero eran horribles. Al menos para su gusto. No quería ver esas chapuzas en la pared del comedor ni en la del salón rojo. Tampoco en el salón de caballeros, aunque allí apenas había sitio porque las paredes estaban cubiertas con estanterías con libros. Y mucho menos en el vestíbulo. ¿Qué habrían pensado los invitados? Paul había prometido comprar tres cuadros y estaba dispuesto a cumplir su palabra. ¡Pero ni uno más! Tampoco le gustaba que Marie frecuentara tanto la casa de Frauentorstrasse. Y menos aún que se llevara a los niños.
—Su señora madre me explicó que el señor Von Klippstein iba a recoger a los niños. La noticia me tranquilizó, porque al principio me preocupaba cómo volverían a casa los pequeños. Por desgracia, se me prohibió ir a buscarlos.
El nombre Von Klippstein fue como otra puñalada para Paul. Durante los últimos meses, su amigo Ernst había resultado ser un tacaño obstinado. Cielos, menudas discusiones habían tenido acerca de las inversiones en el departamento de estampado. Y el horario. Y los salarios. Al final, él, Paul Melzer, había tenido razón, porque acumulaban encargos y llevaban ventaja a la competencia. No obstante, Ernst temía por su dinero. Paul había tomado la firme decisión de pagar a su socio en cuanto pudiera y separarse de él. Le ofrecería una cantidad razonable, por supuesto. No tenía ninguna intención de estafarlo.
Sin embargo, había algo más que lo molestaba de su viejo amigo. Su manera de inmiscuirse en la vida familiar de los Melzer. En gran parte era culpa de mamá, pero Marie también había sido muy complaciente en ese aspecto. Permitía que fuera a recogerla en automóvil al atelier. Que la llevara a Frauentorstrasse. ¿Lo había entendido bien? Ayer Ernst recogió allí a Marie y a los niños. Seguramente también la llevó y estuvo tomando café con las damas mientras Leo recibía clases de piano en la sala contigua. Eso no se le hacía a un viejo amigo. Klippstein había tenido muy mala suerte en la vida, pero eso no le daba derecho a convertirse en la tercera rueda de su matrimonio. Marie tenía que entenderlo. Sobre todo Marie. A mamá podía perdonársele su cariño maternal.
—Bueno, ahora que he podido ser franca con usted y transmitirle mis preocupaciones, querido señor Melzer, me siento aliviada. Espero que comprenda que tenía que hacerlo. No soportaba ocultarle secretos o incluso tener que mentirle. Habría preferido dejar el puesto, a pesar de que siento un gran cariño por los niños.
Él le aseguró una vez más que había hecho lo correcto, que le estaba agradecido por confiar en él y que se guardaría esa conversación para sí. Ella sonrió como liberada, se levantó de la butaca y le deseó un buen día.
Paul le dio las gracias y se alegró cuando por fin se fue.
—Tráigame un café, señorita Lüders.
Le resultó difícil concentrarse en el trabajo, sopesar decisiones importantes o presupuestar gastos de producción. Sus pensamientos lo distraían una y otra vez, por mucho que intentara reprimirlos. Marie. La amaba. Pero tenía la sensación de que se le escapaba de las manos. Que se estaba transformando en otra persona. Que lo dejaba plantado y huía. Leo también parecía alejarse de él. Lo había llevado varias veces a la fábrica, lo guio por las naves y le explicó cómo funcionaban las máquinas, pero Leo estuvo todo el tiempo con las orejas tapadas porque no soportaba el ruido. Lo único que le gustó fue sentarse en la cantina y que su padre pidiera un menú para los dos. Sobre todo porque los trabajadores se volvían para mirarlos. Por lo general, el director comía en la villa, y en esa ocasión estaba sentado allí con ellos. Con su hijo de ocho años, que algún día sería el joven director. A Paul le había llamado la atención que Leo observara a las jóvenes trabajadoras con interés. ¡Con ocho años! Increíble. A esa edad él todavía era un niño inocente.
Días más tarde, iba en coche a la villa cuando recordó cómo su padre había logrado que él se interesara por la fábrica. No se la enseñó de niño, él no vio las naves y las oficinas hasta que ya era estudiante y tuvo que pasar por todos los departamentos. No iba a mirar, iba a trabajar. Lo hizo con entusiasmo, orgulloso, se creyó más listo y más hábil por ser el hijo del director. Pero se equivocó, y su padre incluso le soltó una reprimenda delante de los empleados. Fue duro, y después de aquello hubo una temporada de silencio entre padre e hijo. Sin embargo, su objetivo siempre fue hacerse cargo de la empresa de su padre algún día. ¿Quizá por eso, porque su padre se lo puso difícil? ¿Porque tuvo que luchar por ello? ¿Sería eso? ¿Sería preferible que dejara en paz a Leo y observara su desarrollo desde la distancia? Tal vez sí. Solo había que tener cuidado de que el chico no fuera en la dirección equivocada. No quería a un músico como sucesor.
El calor de agosto era abrasador, y el trayecto hasta la villa con el automóvil abierto tampoco lo refrescó mucho. De las carreteras adoquinadas y los senderos campestres se levantaban nubes de polvo, así que se caló bien la gorra, pero tenía la sensación de estar respirándolo. Cuando por fin entró en el vestíbulo y le envolvió el agradable frescor, se sintió mejor.
Gertie salió a recibirlo y le recogió la ropa.
—Ya lo he preparado todo arriba, señor Melzer. ¡Qué calor! No se puede ni respirar.
—Gracias, Gertie. ¿Mi madre sigue en su cuarto?
Esa mañana mamá tenía otra vez un fuerte dolor de cabeza.
—No, señor Melzer. Ya se encuentra mejor. Creo que está en el despacho hablando por teléfono.
Eso eran buenas noticias. Subió la escalera corriendo para darse un baño rápido antes de comer y ponerse la ropa limpia que Gertie le preparaba todos los mediodías. Era un alivio cuando llegaba de la fábrica sudado y cubierto de polvo.
Una vez aseado y vestido, salió del cuarto de baño como rejuvenecido. También le había mejorado el ánimo. De pronto, los problemas que lo habían agobiado poco antes le parecieron tonterías. ¿Por qué se preocupaba? En la fábrica todo iba cada vez mejor, tenía una esposa cariñosa y dos hijos sanos, su madre se encontraba bien y, para colmo, percibía el aroma de las albóndigas de hígado y los fideos de queso con cebolla asada. No tenía motivos de queja. En todas las familias surgían problemas, solo había que enfrentarse a ellos y solucionarlos.
En el comedor, Julius se peleaba con un ramo de flores que no cabía en el aparador debido a su tamaño. Un arreglo de flores blancas y algunas rojas, la mayoría rosas a juzgar por lo que sabía del tema.
—¿De dónde ha salido esta monstruosidad, Julius?
—Lo han traído para la señora, señor Melzer.
—¿Para mi madre?
—No, señor Melzer. Para su esposa.
—Ah, ¿sí?
¿Quién le enviaba a Marie un ramo tan exuberante? Esperó a que Julius saliera de la estancia e hizo algo que él mismo consideraba indigno. Pero los celos se habían apoderado de él, y al leer la tarjeta decorada con flores, esos oscuros sentimientos se encendieron aún más en su interior.
Con mi más profunda admiración y mi agradecimiento.
Suyo,
ERNST VON KLIPPSTEIN
Tuvo el tiempo justo de volver a meter la tarjeta en el sobre y encajarlo entre las flores antes de que entrara Serafina con los niños.
—¿Le has comprado flores a mamá? —preguntó Dodo, y lo miró radiante.
—No, Dodo. Se las ha enviado un conocido.
La decepción en el rostro de Dodo lo molestó, y carraspeó porque volvía a notar el polvo de la carretera en la garganta. Serafina solventó la situación indicando a los niños que se colocaran junto a sus sillas para esperar a la abuela. Los niños no podían sentarse a la mesa hasta que los adultos se lo permitieran.
Alicia entró pocos minutos después. Estaba muy tranquila, les sonrió a todos, se sentó en su sitio y bendijo la mesa. Después le pidió a Julius que sirviera la sopa.
—¿Y Marie? —preguntó Paul.
Su madre le dirigió una mirada de lo más elocuente. «Maldita sea», pensó, y se sintió impotente ante las rencillas familiares que parecían no acabar nunca.
—Tu esposa ha llamado antes para excusarse. Una clienta difícil. Cabe suponer que no volverá hasta la tarde.
Cuando mamá decía «tu esposa» y no «Marie», algo iba mal. Los niños también captaban esas señales, tal vez fueran incluso más sensibles a ellas que él.
—Mamá me ha prometido que me llevará al aeródromo —comentó Dodo.
La institutriz le explicó con amabilidad y determinación que ese día hacía demasiado calor y había mucho polvo para una excursión como aquella.
—¿Qué se te ha perdido en el aeródromo, Dodo? —le preguntó Paul, irritado.
Las pasiones de sus hijos lo perturbaban. Dodo era una niña, debía jugar con muñecas. ¿No le habían regalado por Navidad una preciosa cocinita con un fogón que funcionaba de verdad?
—Quiero ver aviones. De muy cerca.
Al menos parecía tener interés por la tecnología. Qué pena que fuera precisamente Dodo.
—¿Y tú, Leo? ¿También quieres ver aviones?
Leo masticó con ganas un trozo de albóndiga y tragó. Entonces negó con la cabeza.
—No, papá. No me gusta el ruido. Traquetean y dan golpes.
Mamá no contribuía mucho a la conversación ese día, parecía absorta en sus pensamientos. En cambio Serafina, que solía ser más bien silenciosa, se esforzaba por relajar un poco el ambiente. Animó a Dodo a recitar un poema que acababa de aprender, en el que la primavera aleteaba con un lazo azul. Leo les habló un poco sobre la colonia Fuggerei, que había visitado la semana anterior con su clase. Paul escuchó con paciencia las intervenciones, los elogió, les dio más información, e intercambió miradas con Serafina, que parecía alegrarse mucho de recibir su atención.
Después del postre, Alicia permitió a los niños que se levantaran de la mesa, y la institutriz también salió del comedor. Paul se quedó a solas con su madre.
—¿Quieres un café moca, mamá?
—Gracias, Paul, pero tengo la tensión por las nubes.
Él se obligó a mantener la calma, se sirvió una tacita de moca, le puso azúcar y removió.
—Antes he estado hablando con la señora Wiesler.
Ajá. Así que la vieja cotilla había abierto otra caja de Pandora. Debía de tener un armario lleno de ellas.
—Mamá, por favor, sin rodeos. Ya sabes que tengo que volver a la fábrica.
No fue un comentario acertado, dio pie a su madre a decir que era igual que su padre. Nunca tenía tiempo para la familia, lo único importante era la fábrica.
—Mamá, por favor, cuéntame qué te preocupa.
Respiró hondo y miró un momento el aparador, hacia el fastidioso ramo.
—La señora Wiesler me ha informado de que el club de arte organiza en otoño una exposición de los cuadros de Luise Hofgartner. Una retrospectiva. La propia señora Wiesler dará el discurso de inauguración, ya ha pedido material desde Francia para ello.
Se detuvo porque se había sofocado. Las mejillas se le habían puesto rojas, en algunas zonas incluso granates, lo que Paul interpretó como una mala señal acerca de su salud. Dios mío, menuda noticia. No era de extrañar que mamá se alterara.
—Espero que le hayas dicho que estamos en contra de que esos… cuadros se muestren al público.
—Pues claro que se lo he dicho. —Alicia echó un poco hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada histérica—. Pero esa mujer es muy tozuda, afirma que no hay motivo para ello. Que Luise Hofgartner vivió y trabajó en Augsburgo y que incluso se han encontrado más obras suyas. Que la ciudad puede estar orgullosa de haber albergado entre sus muros a una artista tan poco convencional.
¡Tonterías! Y todo por esos horribles cuadros. ¡Una artista! Paul opinaba que esa mujer —con todos sus respetos hacia Marie— estaba loca.
—No te alteres, mamá. Yo me encargaré. Al fin y al cabo, los Melzer seguimos teniendo cierta influencia en la ciudad.
Alicia asintió y pareció algo aliviada. Contaba con él, porque no se podía manchar así el apellido de los Melzer. Por no hablar de la memoria de papá, que quedaría marcada por esa historia.
—En todas partes hay envidias y rivalidades, también aquí en Augsburgo. Estoy segura de que se propagarían chismes de todo tipo, incluso respecto a la relación de tu padre con esa mujer.
—¿Han informado a Marie? —preguntó él.
—Creo que sí. Kitty está entusiasmada. Y esas dos son uña y carne, como ya sabes.
Paul se levantó y caminó de un lado a otro de la habitación con las manos en los bolsillos. ¿Sería posible que Marie supiera de la exposición desde el principio? ¿Que ella misma la hubiera propuesto? No, no quería creerlo. Lo más probable era que fuese cosa de su hermana.
—Hablaré con Kitty, mamá.
—No solo tendrás que hablar con Kitty, Paul.
Eso ya lo sabía. Sobre todo hablaría con Marie. Con mucha prudencia, por supuesto. No quería hacerle daño. Pero tendría que comprender que…
—Kitty solo es dueña de una pequeña parte de los cuadros. La mayoría pertenecen a Ernst von Klippstein.
—¿Cómo?
Paul interrumpió su paseo y miró a su madre consternado. ¿Había oído bien? ¿Ernst había financiado esa funesta compra? No podía creerlo. En la fábrica racaneaba cada céntimo y después tiraba el dinero con esos ridículos cuadros. ¿Por qué? Empezaba a resultar evidente. Quería impresionar a Marie. La verdad por fin salía a la luz: su pulcro amigo Ernst había puesto sus miras en su esposa. ¿Y qué hacía Marie? ¿Meterlo en cintura?
Contempló el enorme ramo de flores, cuyo aroma dulzón eclipsaba incluso el fuerte olor del café. «Con mi más profunda admiración y mi agradecimiento», decía la tarjeta.
—Le pediré a Julius que ponga las flores en la terraza —dijo mamá, que había seguido su mirada—. ¡Esta peste me da dolor de cabeza!
¿Sabría ella quién había enviado el ramo? Seguro que sí. Mamá también era curiosa, aunque jamás lo reconocería.
—Nos vemos esta noche —dijo Paul, y la besó en la frente.
Ella le sujetó la mano un instante y cerró los ojos.
—Sí, Paul. Ay, lo siento mucho por ti.
No era un buen día. Y las desgracias que se cernían sobre la villa de las telas como nubes oscuras empeoraban a medida que pasaban las horas. Estaba alterado y furioso, se sentía traicionado por una persona a la que había considerado su mejor amigo. Pero lo que más lo sacaba de quicio era la evidente complicidad de Marie. Se había compinchado con Ernst, estaba claro como el agua. Había organizado la exposición en secreto con él y con Kitty, a espaldas de su marido, sin pensar en lo que les estaba haciendo a él y a su familia.
Corrió escaleras abajo, arrancó la gorra del perchero sin prestar atención a Gertie, que se había acercado a toda prisa. Estaba sacando la llave del coche del bolsillo cuando se abrió la puerta y Marie entró en el vestíbulo.
Pero qué hermosa era cuando se le acercaba sin aliento. Le sonreía, y sus ojos le pedían perdón. Con algo de malicia, pero también con cariño.
Sin embargo, él no estaba de humor para ceder a las sensiblerías.
—¡Menos mal que te dignas aparecer por aquí! Acabo de enterarme de vuestros tejemanejes.
Ella se detuvo asustada. Lo miró con sus ojos oscuros muy abiertos. Esos ojos que tanto amaba. Que tan bien mentían.
—¿Qué dices? ¿Qué tejemanejes?
—Lo sabes perfectamente. Pero te juro que impediré que se celebre la exposición. Habría que quemar esos horribles cuadros y no mostrarlos al público.
Vio cómo se le congelaba el gesto. Lo miraba como si no pudiera creer que fuera él quien había pronunciado esas palabras. Se avergonzó de sí mismo, pero un diablillo malvado le obligó a lanzar otro dardo.
—Puedes decirle a tu amante y caballero de las flores que nunca más lo recibiré en mi casa. El resto lo arreglaré con él en persona.
La rabia que lo había dominado hasta entonces se desvaneció. De pronto fue consciente de que había dicho cosas que jamás podría reparar. Pasó junto a ella en dirección a la puerta y no se atrevió a mirarla a la cara; se caló la gorra y bajó los escalones.