«Cuando David terminó de hablar con Saúl, Jonatán simpatizó con David y comenzó a quererlo como a sí mismo».
1-Samuel 18: 1.
La lluvia se acercaba. Podía presentirse en aquellas nubes grises que adornaban el cielo sin dejar ningún rastro del color cían; desde lejos se percibía el agradable aroma de la tierra mojada y el sonido estruendoso de las gotas colisionando contra el suelo.
David corría a grandes zancadas por las calles esperando llegar a tiempo antes de que la inevitable tormenta azotara el lugar. A lo lejos pudo divisar aquella puerta pintada de un profundo azul eléctrico adornando, en la parte superior de esta, una figura de un pez.
Con una increíble suerte logró llegar bajo el techo, justo cuando escuchó las gotas de agua cayendo como si fuesen balas disparadas de las nubes. No podía escuchar, ni su respiración sofocada.
—¡Oh, David! Es una sorpresa que vinieras.
—Hola —jadeó, recargándose de sus rodillas—. Lamento que Jonatán se haya enfermado por mi culpa —levantó el tono de voz.
—Está en su recamara —informó, haciéndose a un lado.
—Necesito un minuto —pidió exhausto, sintiendo sus pulmones arder con cada bocanada fresca—. Ya voy por mi tercer aire.
David subió las escaleras de forma tambaleante. La madre de Jonatán indicó que estaría en la cocina, por si necesitaba ayuda. Luego de unos minutos, batallando en no caerse por el cansancio, David se encontraba en la entrada de la habitación. No tenía una idea de cómo iniciar la conversación con su mejor amigo y eso le molestaba de cierta forma.
—¿David?
Su cuerpo se tensó cuando vio la perilla siendo girada y la voz del enfermo llamándole detrás de ella. Lentamente, sus miradas se encontraron una vez que fue abierta la puerta; aquel joven le sonrió con su característica alegría y energía, solo fue en cuestión de segundos para encontrarse abrazados.
David podía sentir el cuerpo tembloroso de su amigo. El glaciar viento era demasiado fuerte. Lo entendía perfectamente al sentirlo todas las mañanas en el autobús. Con el simple motivo de mantenerlo seguro, se aferró al abrazo tratando de proporcionarle calor.
—¿Por qué no me lo dijiste? —Le susurró en el oído con un tono de preocupación.
—Quería que fuera una sorpresa —afirmó con su voz ronca—. ¿Quién te dijo?
—En la lista de asistencia, eres el único con la letra jota.
—¡Oh, no pensé en eso! —Soltó entre risas.
—Mañana tampoco irás —le ordenó, separándose de él para llevarlo a la cama—. No quiero que enfermes más.
—Pero... —Su voz era dulce, pero graciosa por la tos. Tomó asiento en su cama, casi desplomándose por la fiebre—. David, no puedo faltar toda la primera semana de clases.
—Fue mi culpa —exclamó, colocándose en cuclillas—. Vendré todos los días, incluso comenzaré a trascribir en tus cuadernos las cosas que vimos.
—No tienes que hacerlo, puedo encargarme de ello.
—Me siento tan culpable de que te hayas enfermado. Deja que lo haga por favor, así me sentiré mejor.
—Estás escogiendo tu propio castigo. —Esbozó una sonrisa burlona.
—De acuerdo. —Sonrió torcido—. ¿Qué me harás?
—¿Me lees Samuel? —Preguntó con ternura, antes de alcanzar un gran libro.
—Está bien, lo haré por ti.
—Con las vocesitas y todo, ¿sí?
—Lo que tú quieras, Jonatán.
David tomó la Biblia solo con una mano al recordar que las páginas eran livianas; sin embargo, eso solo pasaba con la suya, por lo que el peso lo sorprendió en cuanto Jonatán lo soltó.
Sentado en el suelo, frente al colchón, buscó el libro seleccionado y dio lectura a la palabra. Jonatán, en cambio, se acurrucó entre sus sábanas, escuchando atentamente cada versículo.
Su habitación era muy diferente a lo normal. Ningún objeto tenía patas de madera; su cama matrimonial carecía de las tablas, por lo que él dormía únicamente sobre el colchón en el suelo, justamente al lado de ella, se encontraba otro de tamaño unipersonal. Le daba mucho más espacio para dormir y estirarse a donde quisiese.
El escritorio de trabajo tampoco tenía las patas, pero sí poseía un hueco en el centro para las piernas. No habían sillas, al contrario, los cojines servían de reemplazo, como si fuese una habitación tradicional japonesa. Los gabinetes tampoco tenían las bases.
Debido a su problema de hiperactividad los primeros años en que Jonatán comenzó a dormir solo, tenía muchas dificultades con las cosas altas al chocar contra ellas o destrozarlas luego de un ataque nervioso. Fue más fácil para su familia cortar todo y mantener su cuarto de forma más sencilla, pequeña y acogedora.
«Se quedó dormido». Pensó David, al verlo con una pequeña sonrisa.
Con mucho cuidado de no despertarlo se acercó al escritorio, dejando a un lado la Biblia, y comenzó su labor de traspasar todos los temas del primer día. No era mucho más que breves introducciones de los temas.
Luego de dos horas la lluvia había cesado, al igual que David había terminado. Estirándose a lo largo, luego de haber pasado un tiempo encorvado, volvió la mirada a su amigo que seguía dormido y sonrió al ver la paz que irradiaba el joven.
—Puedo llamar a tus padres y decirles que te quedaras en casa —sugirió el padre del enfermo, cuando David anunció que se marcharía.
—Gracias. En verdad, gracias por la amabilidad, pero tengo algunas cosas que hacer en la mía.
—De acuerdo, al menos, deja que te lleve a la terminal. Con aquella tormenta el sendero debe estar casi inundado.
[. . .]
David tomó un bus para llegar a su casa. Era de noche cuando llegó a su vecindario. Se encontraba caminando con la mirada perdida y la mente colapsando de ideas; de cierta forma, le encantaba la noticia de tener a su amigo de la infancia en el ultimo año de estudio de ambos; pero no podía dejar de pensar en las consecuencias de que Jonatán estuviese en un lugar solo de hombres.
Él, ha sido un claro testigo de los ataques de hiperactividad en Jonatán, lo muy agresivo que podría ponerse de ser llevado al límite. Fue por eso que sus padres lo colocaron en un instituto mixto, con una población femenina mayor a la de varones.
David se detuvo a unos metros de su casa al visualizar una silueta con la espalda apoyada contra un poste de luz. El chico tenía una cabellera oscura como la misma noche y pudo reconocerlo al instante en que vio el humo saliendo de su boca, para luego, volver a darle una calada a su cigarrillo. No vio las muletas hasta llegar a su lado.
—¿En dónde estabas? —Levi preguntó con cansancio—. Necesitaba ayuda con la lectura del libro. Te llamé, pero nunca respondiste.
—Lo siento, lo tenía apagado —informó, sacando su celular para encenderlo—. Estaba un poco ocupado. ¿Recuerdas al chico de la asistencia? —Levi asintió, dirigiéndole la mirada—. Bueno, es mi mejor amigo de la infancia, entonces fui a visitarlo porque está enfermo —informó, revisando su pantalla.
—Perdóname —murmuró, exhalando el humo por su nariz. Bajó su brazo, evitando que el olor llegase a David—. Sé que no querías que fumase, pero caí de nuevo. Cada día puedo verla, en cada calada siento el aroma de su vieja pipa, mientras que de sus labios también se escapaba el mismo humo. Es como si me hubiese convertido en ella. Me hace sentirme más unido a su persona.
—Ya son tres años, ¿verdad? —El contrario asintió—. Creo... Creo que puedo ayudarte a encontrar una nueva actividad, algo más que te haga recordar a tu abuela.
—La extraño tanto —admitió con un notable descenso en su voz. Se obligó a sonreír frente a David.
—¿Quieres pasar a mi casa? Puedo preparar un poco de café.
—Gracias. —Aplastó lo que restaba del cigarrillo contra el poste y luego, tomó sus muletas—. Espero que tu mamá no piense que fumas por mi culpa, pero no me gusta dejar las colillas por el suelo.
—Tranquilo, ella sabe que eres tú.
—Qué sorpresa —admitió sonriente—. Tal vez, ya pueda venir a tu casa sin problemas.
—Ah... No —confesó avergonzado—. Mi mamá está bien conque tires las colillas al basurero, pero ella... Tú...
—No te esfuerces por explicarme —interrumpió, avanzando de primero—. Con tal de que sigamos siendo amigos, no me molesta que a tu madre le desagraden los judíos. Eres diferente a tus padres.
—Sí, lo soy... ¡Pero no tanto! —Se apresuró a corregir.
—¿Y eso qué fue? —Rio, al verlo tan nervioso.
—Nada. Nada importante, solo pensé en algo tonto... Ignórame, Levi, solo ignórame.
Los dos pasaron adentro con calma, tomando como tema la tarea de literatura. Los padres de David se encontraban ausentes aún.
—¿Te importa si me quedo a dormir? —Preguntó, antes de beber su café—. No estoy animado de regresar a casa. Hoy, no quiero tener que pelear con mi madre.
—Sí, no te preocupes. Dudo que mis padres lleguen hoy —comentó, luego de revisar la hora y pensar en lo tarde que era—. Iré a preparar la habitación.
—¿Habitación? Uh, la la, pero cuanta elegancia.
—¿Esperabas dormir en el sofá? —Lo observó incrédulo, a lo que Levi, solo se encogió de hombros—. Tienes la pierna rota, es mejor si te abstienes de dormir en todo torcido.
—Oh, David, eres todo un rol de canela. —Un silencio cortó la conversación, llegando a incomodar a Levi—. ¿Dije algo malo?
«Algo imprudente». Respondió, bajando la mirada.
—No, nada —murmuró, levantándose de su lugar—. Ya regreso, solo intenta no moverte tanto y dejar de apoyar la pierna.
—Se me olvida que está rota —se excusó.
—Levi... —El susodicho siguió bebiendo de la taza, abanicando la mano—. Confío en que regresaré para encontrarte en una sola pieza.
—Tal vez —murmuró, alzando las cejas.
—¿Cómo dijiste? —Volvió la mirada sobre él, con autoridad.
—¡Nada, mi amor! —Respondió chillando, lanzándoles besos—. Tú sigue tan bello como siempre y yo, seguiré aquí en una sola pieza... tal vez —susurró, una vez más, ocultando sus labios detrás de la taza.