Gabriel despertó al sonido del despertador. La luz del sol apenas penetraba a través de las cortinas cerradas, creando una atmósfera gris y apagada en su habitación. Respiró hondo, pero no porque estuviera preparado para enfrentar el día. Más bien, lo hacía por pura costumbre, como si su cuerpo aún recordara cómo lidiar con la rutina diaria de su vida. Se levantó de la cama, dejó que los pies tocaran el frío suelo, y caminó lentamente hacia el baño.
En el pasillo, pudo oír las voces de sus padres. Su madre discutía con su padre sobre algo trivial, como siempre. No entendía mucho de lo que hablaban, y no le importaba. Lo único que sabía era que, en su hogar, nunca había un espacio para él, por el simple hecho que siempre lo maltrataban y le gritaban siempre.
Su padre, al verlo pasar hacia la cocina, lo miró de reojo y soltó un gruñido, pensando porque lo tuvo ya que no sirve para nada.
— ¿Vas a ir a la escuela hoy? —preguntó con voz cansada y desinteresada.
Gabriel no respondió. No había necesidad. Sabía que nada que dijera cambiaría su situación. Su padre nunca lo entendió. Siempre lo veía como un estorbo, alguien que no merecía su atención y mejo su motivación.
— Mejor estudia algo y deja de molestar con tus cosas, ya que pasas todo el día en el cuarto y nunca ayuda trayendo plata. —añadió su padre, volviendo a sumergirse en su periódico.
Gabriel suspiró y tomó una taza de café, aunque no tenía ganas de beberlo. El sabor amargo era solo un reflejo de su vida: una rutina constante de indiferencia. Se puso su uniforme sin prisa y, antes de salir, echó un vistazo al espejo. No se veía diferente a los demás. Simplemente no encajaba, y eso le pesaba más que cualquier otro defecto físico.
— ¡Ya vete! —gritó su madre desde el salón, sin siquiera mirarlo. — Ya es tarde.
Gabriel asintió y salió sin decir una palabra más. En la puerta, dio un vistazo a la casa, un lugar que nunca sintió como suyo, y cerró la puerta tras él con un golpe sordo.
El camino hacia la escuela era largo, pero Gabriel no sentía deseos de apresurarse. No tenía miedo de las clases ni de los exámenes, aunque muchos pensarían que era lo único que realmente importaba. Lo que realmente lo atormentaba era el hecho de que, al entrar a la escuela, sabía que cada día sería una nueva oportunidad para que los demás lo atacaran, para que lo humillaran de maneras que ya ni siquiera comprendía y para que se burle de él como siempre.
Cuando llegó a la entrada de la escuela, vio a los mismos grupos de siempre. Luis y Lisa estaban en su rincón habitual, charlando con los demás. No era que Gabriel esperara algo diferente de ellos, pero algo en su actitud le decía que, en el fondo, no le importaba. Luis, su "amigo" de toda la vida, lo miró por un instante, y en lugar de saludarlo, hizo un gesto hacia los demás, señalando a Gabriel con una sonrisa burlona.
Lisa, que solía ser más comprensiva, evitó su mirada. El silencio entre ellos era pesado, tan evidente que hasta un extraño podría percibirlo.
— ¡Gabriel! —Luis gritó, casi a modo de burla. — ¿Ya te disté cuenta de que no encajas aquí y que solo sos una molestia para todo?
Las carcajadas comenzaron a sonar a su alrededor. No le sorprendió. Era la misma escena de todos los días. La risa de Luis y el silencio de Lisa. Estaba acostumbrado a eso, o al menos lo estaba empezando a estar.
Entró a la escuela con la cabeza baja, sintiendo cómo todos lo observaban, cómo sus compañeros cuchicheaban sobre él. Sabía que la profesora Martínez era su único refugio, la única que alguna vez le había dado una mirada amable, un poco de consuelo en un mar de indiferencia y crueldad.
La campana sonó, y Gabriel se dirigió a su aula. La profesora ya estaba allí, de pie frente a la pizarra, como siempre. Pero algo era diferente. Su mirada ya no era la misma. Había algo distante, algo que no había estado allí antes. A pesar de ser la única que alguna vez lo había defendido, su actitud había cambiado de manera inquietante.
— Señor Gabriel, su tarea, por favor —dijo la profesora, pero su voz sonaba fría, distante.
Gabriel la miró confundido, y se acercó lentamente a entregarle la tarea. Su mano temblaba, no solo por la presión del momento, sino por el miedo que comenzaba a formarse en su pecho.
— ¿Hay algo mal, profesora? —preguntó, su voz casi inaudible.
La profesora Martínez lo miró por un instante, y luego desvió la mirada, como si evitara su contacto visual.
— No, no hay nada malo. Solo... haz lo que se te pide y no moleste mas. —Fue todo lo que dijo, antes de girarse rápidamente hacia la pizarra.
Gabriel se volvió a su asiento, con la sensación de que todo estaba cambiando, de que ya no podía confiar en nadie. El aula se sentía extraña, ajena. Se preguntó si la profesora sentía lo mismo por él que antes. ¿Por qué la estaba evitando? ¿Qué había pasado? Al final de la clase, Gabriel se quedó en su asiento. Necesitaba hablar con la profesora, entender por qué todo había cambiado. No podía soportarlo más. Se levantó y se acercó a su escritorio.
— Profesora Martínez, ¿podemos hablar un momento? —dijo, intentando que su voz sonara firme, aunque su corazón latía con fuerza en su pecho.
Ella lo miró de reojo, como si se estuviera forzando a escuchar. Luego, suspiró y asintió con la cabeza.
— Claro, Gabriel. —Su voz era tan fría como el viento de la mañana.
Una vez todos los demás estudiantes salieron, la profesora cerró la puerta con un clic, y se dio vuelta lentamente, como si estuviera buscando las palabras correctas.
— Gabriel... las cosas han cambiado. No puedo seguir apoyándote de la misma manera, ¡Perdon!, dijo con una voz fina, para que nadie la escuche
Gabriel frunció el ceño, su mente no podía procesar lo que escuchaba.
— ¿Qué? ¿Por qué? —preguntó, sintiendo cómo la ansiedad comenzaba a consumirlo.
— Hay presiones, Gabriel. Los otros profesores, los estudiantes... No puedo seguir siendo la única que te defiende. —La profesora no lo miró a los ojos, y su voz tembló al final.
Gabriel sintió cómo sus piernas flaqueaban. Esa era la última pieza del rompecabezas. Nadie quería estar a su lado. Nadie lo defendería.
— Entonces, ¿todo esto ha sido una mentira? —preguntó, su voz quebrándose por la ira y la desesperación.
La profesora se quedó en silencio. No podía darle una respuesta. Sabía que ya no tenía fuerzas para defenderlo. Con el corazón roto, Gabriel salió de la escuela esa tarde. Caminó por las calles, sin rumbo. Las luces de la ciudad lo rodeaban, pero no veía nada. Su mente solo pensaba en el abandono, en el hecho de que ya no había nada por lo que seguir luchando. Cuando vio el autobús acercarse, no lo pensó. Dio un paso hacia la calle, sin preocuparse por lo que vendría. El claxon del autobús sonó, pero ya era demasiado tarde. El impacto fue brutal, y su mundo se desvaneció en un instante.