Durante los meses siguientes, Leonhardt pasó largas horas en la biblioteca, devorando cada libro a su alcance. Aprendió sobre la historia de su reino, las distintas razas que habitaban el mundo, las mazmorras llenas de criaturas peligrosas y los dragones, seres majestuosos de inmenso poder. Sin embargo, lo que más captó su atención fue la magia.
Las mazmorras, lugares llenos de peligro y tesoros, llamaron especialmente su atención. Según los libros, estas se formaban de manera natural y albergaban bestias poderosas, pero también contenían secretos de la antigua magia. Además, descubrió la historia de los dragones, criaturas legendarias que gobernaban el cielo y la tierra con una majestuosidad inigualable.
Mientras devoraba el conocimiento con entusiasmo, su madre, Elizabeth, lo llamó para cenar. Durante la comida, Leonhardt decidió preguntar algo que le rondaba la mente desde hacía tiempo.
—Madre… ¿qué pasaría si fuera mago?
Elizabeth lo miró con sorpresa y luego rió suavemente.
—Eso sería imposible, hijo. Tanto tu padre como yo provenimos de un linaje de herreros. No hay rastros de magia en nuestra sangre. Además, la magia es un don raro. No todos pueden utilizarla.
Leonhardt sintió un nudo en la garganta. No quería revelarle la verdad, así que simplemente asintió con una sonrisa. Si su madre y su padre creían que él no podía ser mago, entonces debía ser aún más cuidadoso con su entrenamiento.
Seis Meses de Entrenamiento
El paso del tiempo en la mansión Eisenhart era metódico, casi inquebrantable. Sin embargo, para Leonhardt, cada día traía un nuevo descubrimiento. En los últimos seis meses, su entrenamiento secreto con la magia había progresado enormemente. Aprovechaba las noches para sumergirse en los tomos antiguos de la biblioteca, aprendiendo sobre las razas del mundo, la existencia de mazmorras y la leyenda de los dragones, seres que, según los textos, eran la cúspide del poder mágico.
Pero lo más difícil no era aprender, sino ocultarlo.
Una noche, mientras practicaba en el bosque cercano, sintió que alguien lo observaba. Se giró rápidamente, pero no vio nada. El miedo se disipó cuando notó una figura acercándose por el camino. Era su padre, Sigmund, que regresaba de un viaje.
Sin embargo, no venía solo.
A su lado caminaba una niña con orejas y cola de zorro, de cabellos rojizos y ojos dorados. Su ropa estaba desgastada, y su expresión era una mezcla de temor y desconfianza.
—Leonhardt, quiero que conozcas a alguien —dijo su padre, con tono serio—. Ella es Freya.
La niña hizo una leve reverencia, sin levantar la vista.
—¿Quién es ella? —preguntó Leonhardt, confundido.
Garet suspiró.
—Es una esclava. Su familia fue capturada por mercenarios y vendida en el mercado negro. Logré comprar su libertad antes de que alguien peor la adquiriera.
Leonhardt apretó los puños. Sabía de la esclavitud por los libros, pero verlo en persona era diferente. Freya seguía con la cabeza baja, como si esperara ser castigada en cualquier momento.
—¿Entonces ahora vivirá con nosotros?
—Sí, y quiero que la trates bien. No es solo una esclava, es una persona.
Leonhardt miró a la niña. Sintió lástima por ella, pero no le gustaba esa palabra: esclava.
—Hola, Freya. No tienes que agachar la cabeza conmigo.
Ella lo miró sorprendida, como si no entendiera sus palabras.
—Desde ahora, seremos amigos —dijo él, con una sonrisa.
Freya no respondió de inmediato, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien la veía como algo más que una mercancía.
Buena idea. Agreguemos más interacciones en esos cinco meses para que la evolución de su relación se sienta más natural.
Haciéndose amigos
Los primeros días después de la llegada de Freya fueron difíciles. No hablaba mucho y evitaba el contacto visual con cualquiera. Se mantenía en silencio, comía lo necesario y siempre parecía esperar órdenes.
Leonhardt intentó acercarse a ella, pero su actitud reservada lo hacía complicado.
Sin embargo, poco a poco, las cosas cambiaron.
El primer cambio: la confianza
Un día, mientras Leonhardt practicaba herrería con su padre, Freya observaba desde la sombra de un árbol.
—Si quieres, puedes acercarte —le dijo él.
Freya dudó, pero finalmente se acercó con pasos cautelosos.
—Nunca he visto cómo se forjan armas —susurró.
Leonhardt le mostró cómo moldeaba el metal, explicándole cada paso con paciencia.
—Mi familia ha sido herrera por generaciones. Es un trabajo duro, pero satisfactorio.
Freya tocó una daga terminada con cuidado.
—Es… hermoso.
Por primera vez, su expresión mostró un brillo de curiosidad. Desde ese día, comenzó a observar más de cerca su trabajo, interesándose en cómo funcionaban las armas y el proceso de forja.
El segundo cambio: la comida
Un día, mientras cenaban, Freya apenas tocó su plato.
—¿No tienes hambre? —preguntó Leonhardt.
Ella dudó antes de responder:
—Es mucha comida… No estoy acostumbrada.
Él frunció el ceño.
—Pues acostúmbrate. Aquí nadie te va a dejar con hambre.
Freya lo miró sorprendida, pero poco a poco comenzó a comer con más confianza.
Días después, Leonhardt la encontró en la cocina ayudando a los sirvientes.
—¿Qué haces aquí?
—Quiero aprender a cocinar. Siempre quise hacerlo, pero nunca me lo permitieron.
Leonhardt sonrió.
—Si aprendes a hacer estofado, te aseguro que serás mi persona favorita en la casa.
Freya soltó una pequeña risa.
Fue la primera vez que la vio sonreír de verdad.
El tercer cambio: el entrenamiento
Cuando Leonhardt entrenaba con su espada de madera en el jardín, Freya lo observaba desde la distancia.
—¿Quieres intentarlo? —le ofreció él, sosteniendo otra espada de práctica.
Ella negó con la cabeza.
—No sé pelear.
—Yo tampoco sabía cuando empecé.
Después de mucha insistencia, aceptó intentarlo. Sus movimientos eran torpes al principio, pero tenía buenos reflejos.
—Tienes talento —le dijo Leonhardt después de varios días.
—¿De verdad?
—Sí, pero te falta práctica.
Freya lo miró fijamente.
—¿Me enseñarías?
Él asintió.
A partir de ese día, entrenaban juntos cada mañana. Poco a poco, Freya comenzó a confiar en él, y en sí misma.
El cuarto cambio: la noche de tormenta
Una noche, una tormenta cayó sobre la mansión. Los truenos resonaban con fuerza, y Leonhardt salió de su habitación para ir por un vaso de agua.
Mientras bajaba las escaleras, vio una silueta acurrucada en un rincón del pasillo.
—¿Freya?
Ella no respondió.
Cuando se acercó, vio que estaba temblando, con la cola erizada.
—¿Qué pasa?
—…Los truenos… me recuerdan… cosas malas… —susurró.
Leonhardt se sentó a su lado.
—No pasará nada. Estás segura aquí.
Ella levantó la mirada, sorprendida.
—¿Puedo quedarme aquí contigo?
—Claro.
Esa noche, se quedaron en el pasillo hasta que la tormenta pasó. Fue la primera vez que Freya buscó su compañía por voluntad propia.
Desde entonces, su relación cambió completamente.
Cinco meses después
Freya ya no era la niña silenciosa y temerosa de antes. Aunque seguía siendo reservada, con Leonhardt se permitía ser más abierta.
Entrenaban juntos, aunque ella no sabía que él también tenía afinidad mágica. Descubrieron que su talento natural era el fuego, y aunque aún le costaba controlarlo, tenía una determinación admirable.
Un día, mientras practicaban en el jardín, Freya lo miró fijamente.
—Eres diferente, Leonhardt… No me tratas como los demás humanos.
Él ladeó la cabeza.
—¿Eso es malo?
Ella negó con una leve sonrisa.
—No… es agradable.
Leonhardt no le dio mucha importancia a sus palabras, pero para Freya, él se estaba volviendo una persona especial.
Un día en la ciudad
El día del décimo cumpleaños de Leonhardt, su padre anunció que los llevaría a la ciudad.
—Freya necesita ropa nueva. Quiero que Leonhardt la ayude a elegir.
Freya parpadeó, sorprendida.
—¿Yo… escoger ropa?
—¿Nunca lo has hecho antes? —preguntó Leonhardt.
Ella bajó la mirada.
—Siempre me daban lo que sobraba…
Garet le revolvió el cabello con suavidad.
—Eso quedó en el pasado. Hoy elegiremos lo mejor para ti.
Cuando llegaron a la ciudad, Freya no podía dejar de mirar a su alrededor. Era su primera vez en un lugar tan bullicioso. Los vendedores gritaban ofertas, los niños jugaban en las calles, y el aroma de pan recién horneado flotaba en el aire.
—Es… increíble —susurró, sin darse cuenta de que se había aferrado al brazo de Leonhardt.
Él se puso tenso un instante, pero luego sonrió.
—Si te quedas parada así, alguien te va a chocar.
—¡Ah! Lo siento… —se apartó rápidamente, pero su cola se movía con emoción.
Leonhardt notó su entusiasmo y decidió mostrarle algunos puestos antes de ir a la tienda de ropa.
Se detuvieron en un vendedor de dulces, donde Freya vio unas manzanas caramelizadas con curiosidad.
—¿Nunca las has probado? —preguntó Leonhardt.
Ella negó con la cabeza.
Él compró dos y le entregó una.
—Prueba.
Freya tomó un pequeño bocado y sus orejas se movieron rápidamente.
—¡Es delicioso!
Leonhardt rió.
—Come despacio, no quiero que te atragantes.
Después de un rato, llegaron a la tienda de ropa. La vendedora los recibió con una sonrisa.
—Bienvenidos. ¿Buscan algo en especial?
—Algo lindo para ella —respondió Leonhardt.
Freya se escondió detrás de él.
—No estoy acostumbrada a esto…
—Relájate. Solo es ropa. Vamos, elige algo.
Freya miró los vestidos con timidez hasta que encontró uno con un diseño elegante, pero con un toque adorable.
—¿Este?
Leonhardt la observó y asintió.
—Te quedará bien.
Cuando Freya salió del probador con el vestido, Leonhardt quedó sorprendido.
—¿Cómo me veo?
—Luce bien.
Ella frunció el ceño.
—¿Solo bien?
—…Muy bien.
Freya sonrió, satisfecha.
Entonces, la vendedora le entregó otro atuendo.
—Este es muy popular entre las chicas jóvenes. ¡Pruébalo!
Freya entró de nuevo y cuando salió…
Leonhardt sintió un escalofrío.
Era un traje de maid.
La vendedora sonrió.
—Es adorable, ¿verdad?
Leonhardt no supo qué decir.
—No entiendo… ¿por qué esta ropa es diferente? —preguntó Freya.
Leonhardt se cubrió la cara.
—Nada, nada. Es solo que… no creo que sea lo mejor para usar todos los días.
—¿Entonces no me queda bien?
—No dije eso…
—¿Entonces?
Leonhardt suspiró.
—Te queda… muy bien.
Freya sonrió ampliamente.
—¡Entonces me la llevo!
Leonhardt sintió que había caído en una trampa.
El regreso
De vuelta en la mansión, Freya estaba más feliz que nunca.
—¡Fue un día increíble!
Leonhardt sonrió.
—Me alegra que te hayas divertido.
Ella lo miró fijamente.
—Gracias, Leonhardt. Por tratarme como una persona.
Él sintió un leve calor en el rostro.
—No tienes que agradecerme por eso.
Freya se acercó y lo abrazó antes de salir corriendo a su habitación.
Leonhardt se quedó ahí, procesando lo que acababa de pasar.
—…Es demasiado enérgica.
Pero en el fondo, no podía evitar sonreír y me gusta esta forma nueva de ella, no la anterior fría y cautelosa.