Habían pasado tres años desde que Agamedes comenzó su viaje junto a Abraham, tiempo suficiente para forjar lazos profundos con el profeta y su familia. Durante ese tiempo, había sido testigo de la fe inquebrantable de Abraham, especialmente aquel día en que casi sacrificó a su hijo Isaac, hasta que un ángel intervino en el último momento. Ese evento marcó a Agamedes de manera profunda. Ahora entendía que la devoción a Dios exigía más que simple fe; requería un nivel de lealtad y sacrificio que lo asombraba.Ahora, mientras acampaba con ellos, Agamedes había notado algo extraño. Aunque Abraham parecía siempre tranquilo y en comunión con Dios, había algo más, algo oscuro que acechaba en las sombras. En más de una ocasión, Agamedes había visto figuras oscuras, formas que se deslizaban entre los árboles y las colinas cercanas a la casa de Abraham. No se atrevían a acercarse demasiado, pero siempre estaban ahí, observando desde la oscuridad, como si estuvieran esperando.Una noche, mientras el fuego del campamento parpadeaba y los demás dormían, Agamedes permaneció despierto, perturbado por la sensación de ser observado. El viento soplaba, arrastrando murmullos que parecían voces. Fue entonces cuando la escuchó. Una voz grave, poderosa, pero serena, resonó en su mente.—Agamedes... ven a mí.El joven griego se levantó de inmediato, mirando a su alrededor, pero no había nadie. La voz no era física; la había escuchado dentro de su mente, como un eco profundo que resonaba en su alma.—¿Quién eres? —susurró Agamedes, su corazón latiendo con fuerza.—Soy el que te ha guiado hasta aquí —respondió la voz—. Soy tu Señor, el Dios de Abraham. Ve al lugar que te mostraré, allí encontrarás respuestas.Agamedes, asombrado por la revelación, no dudó. Sintió que su cuerpo se movía solo, como si la voluntad de esa voz lo controlara. Se deslizó silenciosamente fuera del campamento, alejándose de la seguridad de la casa de Abraham. Caminó durante lo que parecieron horas, cruzando colinas y campos desolados, hasta que finalmente llegó a un lugar que no había visto antes.Era un valle oscuro, cubierto por una neblina espesa y maloliente. El suelo estaba cubierto de cenizas, y en el aire flotaba un hedor nauseabundo, como si la tierra misma estuviera corrompida. Agamedes sintió que algo maligno habitaba allí, pero no podía retroceder.—Avanza —ordenó la voz.Con cada paso que daba, el ambiente se volvía más pesado, casi opresivo. A lo lejos, Agamedes pudo distinguir formas moviéndose entre la neblina. No eran figuras humanas; eran criaturas retorcidas, con cuerpos deformes y extremidades alargadas. Parecían sombras, pero sus ojos brillaban con un fulgor rojo y malicioso.—¿Qué son estas cosas? —murmuró Agamedes, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de él.—Son los que acechan a mi siervo Abraham —respondió la voz—. Entes oscuros, sombras de otro mundo, que esperan el momento oportuno para atacar. Han sido enviadas por los Primigenios, antiguos enemigos que buscan destruir todo lo que he creado.Agamedes observó cómo las criaturas avanzaban lentamente, como si estuvieran conscientes de su presencia pero no pudieran acercarse más. Sentía la corrupción en el aire, una energía malsana que lo envolvía, pero algo lo protegía.—¿Por qué están aquí? —preguntó Agamedes, deteniéndose al borde del valle, donde las sombras se congregaban.—Porque la guerra entre los cielos y los Primigenios se acerca —dijo la voz de Dios—. Ellos saben que Abraham es clave en mi plan, y buscan destruirlo antes de que pueda cumplir su destino. Pero tú, Agamedes, también tienes un papel en esta batalla. He permitido que veas esto, para que comprendas la gravedad de lo que está en juego.Agamedes permaneció en silencio, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. La guerra que Abraham mencionaba, la lucha entre el cielo y los Primigenios, no era solo una leyenda. Estaba sucediendo, y él estaba en el centro de ello.—Debes ser fuerte —continuó la voz—. Las sombras de los Primigenios son solo el principio. Lo que está por venir será mucho peor. Pero debes confiar en mí, y en el plan que he trazado para ti.Agamedes asintió, aún abrumado por la presencia divina que lo guiaba. Dio un paso atrás, alejándose del borde del valle, sintiendo que las sombras lo observaban con odio.Capítulo 8: El Grito del GuerreroAgamedes, aún aturdido por la visión y la ominosa voz de Dios en su mente, se disponía a regresar al campamento. Pero antes de que diera un solo paso, la voz volvió a resonar en su cabeza, esta vez más imponente y demandante.—Muéstrame tu fuerza de voluntad y tu lealtad hacia mí, Agamedes. A partir de ahora, no tendrás mi protección.Agamedes sintió cómo la presencia divina que lo envolvía se desvanecía por completo, dejando su cuerpo expuesto. El aire pútrido se volvió insoportable y la sensación de peligro se intensificó al instante. Sin la protección de Dios, las entidades que antes lo observaban desde lejos ahora lo percibían claramente.De repente, las sombras en el valle se movieron en masa. Criaturas grotescas, deformes, se abalanzaron sobre él con una violencia despiadada. Agamedes comenzó a correr, pero cada paso que daba lo llevaba más profundamente a un laberinto oscuro y enrarecido, donde los caminos parecían cambiar de forma y las salidas desaparecían ante sus ojos.A su alrededor, las criaturas emitían chillidos horribles mientras lo perseguían con una furia implacable.En un intento desesperado de escapar, Agamedes tomó diferentes rutas, pero cada vez que cambiaba de dirección, se encontraba con horrores cada vez más atroces. Las bestias que lo acechaban no eran simples sombras; eran abominaciones hechas de carne podrida, con múltiples ojos y bocas llenas de colmillos afilados que chorreaban ácido.Los primeros ataques no tardaron en llegar. Unas garras afiladas como cuchillas rasgaron su piel, dejando profundas heridas sangrantes en su espalda. Otra criatura escupió un líquido ardiente que quemó su carne, haciéndolo gritar de dolor. El fuego y el ácido de las bestias no dejaban de torturarlo mientras corría, y cada vez que intentaba deshacerse de ellas, más horrores surgían de la penumbra.Agamedes sentía que su cuerpo se estaba convirtiendo en un monumento viviente del terror. Las marcas de las garras, las quemaduras que deformaban su piel y la sangre que no dejaba de brotar contaban una historia de sufrimiento inimaginable. Las criaturas se deleitaban con su dolor, pero Agamedes no se detenía; su instinto de supervivencia y su determinación por probarse ante la voz divina lo mantenían en movimiento.Los túneles se volvieron cada vez más angostos y oscuros. Las criaturas lo rodeaban por todas partes, y la salida se hacía más y más distante. Al final del camino, Agamedes vislumbró algo aún más aterrador: un enorme agujero negro que parecía escupir monstruos sin cesar. Las criaturas emergían de esa oscuridad como un torrente interminable de pesadillas, con tentáculos retorcidos y mandíbulas gigantescas.Sin opciones, desangrándose por las múltiples heridas y sintiendo que sus fuerzas se agotaban, Agamedes comenzó a sucumbir al miedo. Cada movimiento le dolía, y sus músculos estaban al borde del colapso. Pero cuando todo parecía perdido, algo dentro de él despertó. Una furia antigua, una rabia que provenía de lo más profundo de su ser. Con los ojos encendidos de determinación, Agamedes se detuvo en seco y, con cada fibra de su cuerpo al borde del colapso, soltó un grito.—¡Aaaaaah! —Su voz resonó como el rugido de un guerrero enloquecido por la batalla. Era un grito rudo, grave y poderoso, que reverberó en cada túnel, en cada cripta, en cada rincón de ese lugar abominable.En ese instante, algo inesperado sucedió. Desde lo más alto del cielo, una tormenta invisible se formó. Un rayo enorme, colosal y abrumador, cayó desde los cielos con la furia de una deidad vengativa. El rayo impactó el suelo con una fuerza devastadora justo donde se encontraba Agamedes, causando una explosión abismal. El poder del rayo se extendió como un cataclismo, una onda expansiva que arrasó con todo a su paso.Las criaturas de oscuridad, que antes lo acosaban, fueron barridas instantáneamente. Su forma sombría se desintegró en polvo ante la pura energía celestial del rayo. El agujero negro, que escupía monstruos en cantidades infinitas, fue destruido en un parpadeo. Los túneles y pasillos donde las bestias acechaban fueron reducidos a escombros.La explosión fue tan poderosa que el paisaje entero cambió en cuestión de segundos. El suelo temblaba, y cuando la onda expansiva terminó, lo que quedaba era un enorme cráter, tan vasto como una ciudad entera. Donde una vez había estado el oscuro laberinto plagado de criaturas, ahora solo quedaba un rastro de destrucción. Las sombras habían sido completamente extinguidas.Y cuando la tormenta se disipó, Agamedes también había desaparecido. Su cuerpo no estaba entre los escombros, ni en el centro del cráter. Era como si la fuerza del rayo lo hubiera transportado a otro lugar, o lo hubiera consumido en su totalidad. El único rastro de lo que había ocurrido era el gigantesco cráter que marcaba el suelo, un monumento a la furia de los cielos y a la voluntad indomable de Agamedes.Aunque el rayo había limpiado todo vestigio de oscuridad, lo que quedó fue un vacío inmenso. El lugar que antes había sido un hervidero de pesadillas ahora era un paisaje desolado, marcado por la furia celestial. Agamedes había desaparecido, pero su legado en ese lugar oscuro, su sacrificio, quedaría grabado para siempre en la tierra misma.El destino de Agamedes seguía siendo incierto, pero aquel que fue testigo del poder de los cielos sabría que su voluntad y lealtad habían sido puestas a prueba.