Agamedes, ahora con 21 años, llegó a la ciudad de Ur, una de las más antiguas y majestuosas de Mesopotamia. Había oído hablar de sus templos sagrados, de sus imponentes zigurats, y de la sabiduría que fluía por sus calles, donde mercaderes, sacerdotes y estudiosos se reunían. Los olores de incienso y especias llenaban el aire mientras caminaba por sus amplias avenidas, y las estrellas del desierto brillaban con intensidad sobre su cabeza. El joven tebano se sentía tan pequeño en comparación con la grandeza de aquella ciudad.
Agamedes estaba buscando algo, pero no sabía exactamente qué. Durante semanas, había viajado incansablemente, buscando respuestas a la inquietud que lo corroía por dentro. A veces sentía que el mundo le estaba ocultando algo importante, algo vital para su destino. Había escuchado de los antiguos textos que Mesopotamia era un lugar donde las puertas entre los cielos y la tierra a menudo se entreabrían para los que buscaban respuestas, así que decidió comenzar su búsqueda allí.Mientras recorría las calles atestadas de gente, Agamedes sintió que alguien lo observaba. Era una sensación inquietante, pero no amenazante. Giró la cabeza, y entre la multitud divisó a un hombre anciano, de rostro venerable, con largas barbas blancas y ojos llenos de sabiduría. Se encontraba solo en una pequeña plaza, y aunque la gente pasaba cerca, parecía que nadie más lo notaba. Una extraña fuerza empujó a Agamedes a acercarse a él.—Bienvenido, joven viajero —dijo el anciano con una voz profunda y calmada—. He estado esperando tu llegada.Agamedes lo miró sorprendido. ¿Cómo podía este hombre conocerlo? Sin embargo, algo en su tono, en su presencia, lo tranquilizó.—¿Cómo sabías que llegaría? —preguntó Agamedes.—Los caminos de los buscadores siempre son guiados por fuerzas mayores —respondió el anciano, sus ojos penetrando los del joven con una claridad abrumadora—. Mi nombre es Abraham, y como tú, fui guiado hacia el conocimiento divino. Aunque nuestros destinos son diferentes, nuestras búsquedas están entrelazadas.Agamedes había oído hablar de Abraham, el hombre que muchos consideraban el elegido de Dios, un profeta de los tiempos antiguos. Sabía que era un líder espiritual, un hombre cuya conexión con lo divino era inquebrantable. Sin embargo, no entendía por qué este hombre lo había estado esperando.—¿Por qué yo? —preguntó Agamedes, confuso—. Soy solo un viajero en busca de respuestas, nada más.Abraham sonrió amablemente y señaló hacia el vasto horizonte.—No subestimes el poder de la búsqueda, joven tebano. A veces, los que no buscan poder ni gloria son los que están destinados a realizar las mayores tareas. Tú has sido tocado por fuerzas que aún no comprendes, pero que un día te llevarán a desempeñar un papel crucial en la guerra que se avecina.Agamedes frunció el ceño, visiblemente confundido.—¿Guerra? —repitió con incredulidad—. ¿De qué guerra hablas?—Una guerra antigua, más allá de lo que los hombres comprenden —respondió Abraham—. Una batalla entre los Primigenios, seres que existían antes de la creación, y los altos cielos. El equilibrio de los mundos está en juego, y tú estarás en el centro de esa tormenta.Agamedes dejó escapar una risa nerviosa. El relato era demasiado fantástico para ser creíble, incluso para un hombre que había oído hablar de leyendas y mitos desde su niñez.—Eso no puede ser cierto —dijo Agamedes, sacudiendo la cabeza—. Los Primigenios, los cielos... todo eso suena como viejas historias. Yo solo soy un hombre común.Abraham lo observó en silencio durante unos momentos, sus ojos penetrantes pero pacientes. Después, sin decir una palabra, le hizo una señal con la mano, indicándole que lo siguiera. A pesar de sus dudas, algo en el interior de Agamedes lo impulsó a seguir al anciano por las calles de Ur.Caminaron en silencio a través de los bulliciosos mercados y los callejones oscuros de la ciudad, hasta que llegaron a un pasaje oculto que conducía a una cámara subterránea. Dentro, las paredes estaban adornadas con antiguos símbolos y escrituras talladas en piedra. La habitación irradiaba una energía densa, casi palpable.—Aquí —dijo Abraham mientras se sentaba en una gran roca lisa—. Este lugar es sagrado. Aquí es donde los profetas de antaño se reunían para recibir las revelaciones de los dioses. Es donde vine cuando fui llamado por primera vez.Agamedes miró a su alrededor, tratando de comprender la magnitud de lo que estaba viendo.—Escucha, joven tebano —comenzó Abraham, con una voz más grave—. Yo tampoco siempre creí en lo que me fue revelado. También dudé. Pero fui testigo de cosas que ningún hombre debería ver. Fui testigo del poder de los Primigenios, y del plan que tienen para destruir todo lo que los dioses han creado. He visto la sombra de su influencia extenderse sobre la humanidad, corrompiendo corazones y mentes. Mi deber es guiar, advertir... y ahora, parece que tu destino y el mío están ligados.Agamedes lo miraba, todavía incrédulo pero cada vez más inquieto.—Tú, como yo, tienes un destino que cumplir —continuó Abraham—. No eres un hombre común, Agamedes. Eres parte de algo mucho más grande, y aunque ahora no lo entiendas, pronto lo harás.El anciano profeta se levantó y comenzó a caminar hacia una de las paredes talladas. Con su dedo, trazó los contornos de un símbolo antiguo.—Esto —dijo— es el símbolo de la guerra que se avecina. Los cielos están en guardia, y los Primigenios se preparan para romper las puertas del reino divino. Los que se interpongan en su camino serán barridos, pero hay algunos elegidos que tienen un papel crucial en lo que está por venir. Y tú, joven tebano, eres uno de ellos.Agamedes sentía cómo su incredulidad empezaba a desmoronarse. Algo en el tono de Abraham, en la intensidad de la atmósfera de esa cámara subterránea, le hizo darse cuenta de que el anciano no mentía.—Pero... ¿Qué debo hacer? —preguntó finalmente Agamedes, su voz llena de duda y temor.Abraham lo miró con ternura y severidad a la vez.—Debes continuar tu búsqueda —dijo el profeta—. Las respuestas vendrán, pero no todas al mismo tiempo. Lo que te he dicho hoy es solo el principio. No estarás solo en este camino, Agamedes. Los dioses tienen planes para ti, pero debes estar preparado. Y sobre todo, debes estar dispuesto a aceptar el papel que te han asignado.Con esas palabras, Abraham se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida de la cámara.—Recuerda lo que te he dicho —añadió mientras salía—. Lo que está por venir cambiará el destino de todos los seres. Mantente firme, y busca siempre la verdad, no importa cuán dolorosa sea.Agamedes quedó solo en la cámara subterránea, sus pensamientos agitados por lo que acababa de escuchar. Sabía que su vida había cambiado para siempre. Y aunque las respuestas todavía eran esquivas, ahora entendía que su viaje estaba lejos de haber terminado.Agamedes siguió a Abraham a través de las estrechas calles de Ur, con el bullicio de la ciudad a su alrededor. A pesar de la multitud, había un aire de calma en la figura de Abraham, como si nada pudiera alterar su paso firme. Finalmente, llegaron a lo que parecía una taberna modesta. El lugar estaba lleno de hombres y mujeres, algunos comiendo, otros discutiendo a media voz. La madera del lugar estaba gastada, y el aire denso con el olor de vino y comida cocida.Abraham se sentó en una mesa en la esquina, señalando a Agamedes que tomara asiento frente a él. Sin decir palabra, el profeta pidió algo de comida y vino, y pronto comenzó a comer con calma. Agamedes, inquieto y lleno de preguntas, se inclinó hacia él.—Abraham —dijo Agamedes, su voz temblorosa—, antes, hablaste de dioses y de una guerra. ¿De qué dioses estás hablando?Abraham levantó la mirada de su comida, sus ojos penetrantes clavándose en los de Agamedes, como si ya supiera que esa pregunta llegaría.—Dioses, dices... —repitió Abraham, su tono bajo pero firme—. Hay muchas historias, joven Agamedes. Muchas culturas hablan de sus propios dioses. Algunos son venerados como creadores, otros temidos como destructores. Los hombres siempre han sentido la necesidad de creer en algo, en seres que expliquen lo inexplicable, que les den consuelo ante el vacío de la existencia.Agamedes lo escuchaba atentamente, esperando más detalles, pero Abraham tomó un sorbo de su vino antes de continuar.—Sin embargo —continuó, su voz más grave ahora—, lo que los hombres no saben, o no comprenden del todo, es que solo hay un Dios verdadero, todopoderoso, el Señor del cielo y de la tierra. Él es el principio y el fin de todas las cosas. Pero, en su infinita sabiduría, creó otros seres divinos y oscuros, no como rivales, sino como parte del equilibrio del universo. Estos "dioses" de las distintas culturas... —hizo una pausa, observando la reacción de Agamedes— ...son manifestaciones permitidas por Él, para que la humanidad tenga algo en lo que creer, algo que pueda entender. Si el hombre viera la verdadera naturaleza de Dios sin un filtro, se volvería loco. Estos seres ayudan a suavizar ese impacto.Agamedes frunció el ceño, confundido. La idea de un único Dios que permitía la existencia de otros seres divinos, tanto buenos como malos, para el beneficio de la humanidad, le resultaba difícil de procesar.—Entonces... ¿Qué son esos otros dioses? —preguntó finalmente—. ¿Son verdaderamente divinos?Abraham dejó de comer por un momento, y su mirada se endureció.—No todos son buenos, ni todos son verdaderamente divinos —dijo con seriedad—. Algunos son entidades poderosas creadas para guiar, mientras que otros son primordiales, antiguos seres de oscuridad que existían antes del orden establecido. Estos últimos son los que debes temer, pues no obedecen las leyes de la creación de nuestro Señor. Ellos solo desean el caos y la destrucción.Agamedes sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Recordó lo que Abraham había dicho antes sobre los Primigenios y la guerra que se avecinaba entre ellos y los cielos.—Entonces, ¿estos Primigenios son... dioses oscuros? —preguntó con cautela.—Son algo más antiguo y más peligroso que cualquier dios que hayas conocido en los mitos —respondió Abraham, su voz ahora solemne—. No son seres de este mundo ni del siguiente. Su existencia precede a todo lo que conocemos, y su único objetivo es romper el equilibrio de la creación. Ellos buscan devorar todo lo que nuestro Señor ha creado, corromperlo y transformarlo en algo irreconocible.Agamedes se inclinó hacia adelante, intentando procesar todo lo que escuchaba. Había oído leyendas en Tebas sobre criaturas antiguas, pero nunca había imaginado que fueran reales, mucho menos que representaran una amenaza tan grande.—No puedo contarte más de lo que debes saber ahora —añadió Abraham, con voz firme, viendo la ansiedad en los ojos de Agamedes—. Pero si deseas servir a Dios, si realmente buscas la verdad y la luz, entonces deberás acompañarme. Hay mucho que aprender, y mucho que ver antes de que comprendas completamente tu papel en esta guerra que se avecina.Agamedes permaneció en silencio durante unos momentos, su mente inundada de preguntas y dudas. Pero había algo en la presencia de Abraham que lo tranquilizaba. Era como si, a pesar de no entenderlo todo, hubiera un camino claro frente a él, un propósito que aún no alcanzaba a ver, pero que sabía que debía seguir.—Si decido seguirte, ¿qué esperas de mí? —preguntó finalmente Agamedes, su tono más seguro.Abraham sonrió levemente, como si hubiera estado esperando esa pregunta.—Espero que estés dispuesto a aprender, a crecer y a enfrentarte a la verdad, por dura que sea —respondió—. Te enseñaré sobre la Biblia, sobre los antiguos profetas, y sobre las cosas que he visto en mis visiones. Pero también deberás ser fuerte, porque el camino que se avecina no será fácil. Serás testigo de cosas que desafiarán todo lo que crees saber sobre el mundo.Agamedes asintió lentamente, sabiendo que, aunque el futuro era incierto, estaba dispuesto a seguir adelante.—Entonces... te acompañaré —dijo con determinación—. Quiero saber la verdad, y quiero servir a ese Dios del que hablas.Abraham asintió, satisfecho con la respuesta de Agamedes.—Así será, entonces —dijo con una sonrisa—. El primer paso en tu viaje ha comenzado.Con esas palabras, los dos hombres se levantaron de la mesa y abandonaron la taberna, dirigiéndose hacia el horizonte desconocido que les esperaba. Agamedes sabía que su vida ya no sería la misma. Y aunque todavía no entendía completamente el destino que lo aguardaba, estaba preparado para enfrentarlo, de la mano de Abraham, y guiado por la voluntad de un poder superior.