Ya llevamos demasiado tiempo caminando, me siento muy cansado. ¿Cuándo se supone que llegaremos? Además, el aburrimiento me está matando.
—¿Cuánto falta para llegar? —pregunto bostezando—Estoy agotado.
Papá se ríe ante esta última declaración.
—Primero que nada: llevamos menos de cinco minutos de caminar y segundo: tú ni siquiera estas caminando. El que está agotado soy yo, no tú, holgazán.
—Tienes razón. Pero aun así, ¿cuándo llegaremos? —vuelvo a preguntar.
—No debe faltar demasiado, como diez minutos más y ya estaremos. Es más, si miras bien, allá está la Capital. —Afirma señalando hacia adelante.
Inclinando la cabeza un poco hacia dónde Papá me apunta, y entrecerrando los ojos, veo a la lejanía no tan lejana las murallas que recubren la Capital. Incluso desde aquí se ven enormes. Sobre ellas se ve la tenue aura de luz proveniente del interior de Strademburg.
—Sep. Allá está. —Confirmo.
Dirijo mi mirada hacia arriba… otra vez. De algún u otro modo, ver el cielo nocturno me hace sentir una especie de tranquilidad y misterio. Es como si la mente se vaciara por completo, me siento seguro, pero a la vez curioso. Es una combinación placentera para mí. Recuerdo qué tanto a mi como a Papá y a Fròderin nos encantaba salir de la Capital por la noche y acostarnos en medio de las llanuras mientras Papá nos contaba historias de todo tipo. Hoy en día, ya no lo hacemos. Ay… que buenos tiempos aquellos, los extraño de verdad, pero supongo que es parte de crecer, o a lo mejor dejamos de hacerlo porque le daba flojera salir todas las noches. Sea como sea, me quedo embobado mirando las estrellas durante varios minutos, pensando en tonterías que solo un niño despreocupado no tan despreocupado como yo pensaría, hasta que como lo esperaba, mi relajación se va por completo cuando Papá vuelve a hablarme.
—En serio, ¿por qué no te alegra ver al nuevo rey?
—Y si ahora me estas cargando sobre tu hombro, ¿por qué no lo hiciste mientras dormía? —replico con otra pregunta.
—Tampoco tenía apuro para irme, excepto tu hermano, así que lo mandé solo. Pero ya no te voy a cargar dormido; ya lo he hecho miles de veces.
—Pues no tenías que hacer que Fròderin se llevara todo él solo hasta casa.
—¡Él se ofreció!
—¿Entonces por qué me lo recriminas?
—¡En el trabajo. No. Se. Duerme!
—¡Hoy no me tocaba! —aclaro perdiendo la calma.
—Está bien, di lo que quieras… no toleraré la vagancia. Y estás castigado: nada de salir de casa hasta la semana que viene. —Sentencia Papá.
—Al cabo que no quería salir…
—Igual vas a ir a la Coronación.
—¡Oh vamos!
—Y te traeré los libros de la biblioteca para que estudies en casa. Punto final.
Y sin decirme ni una palabra más, Papá vuelve a mirar hacia adelante y la caminata sigue, solo que esta vez, acompañados de un silencio incómodo. Esta es una de las cosas que normalmente se repiten entre Papá y yo: tenemos una mentalidad totalmente distinta uno del otro, lo que lleva a esta clase de discusiones… más o menos. Es lo mismo de hace tres meses: que si el Rey Supremo se murió, que Papá se emociona y yo me enojo porque anuncian la Coronación, y que todo lo demás. Así y todo, me cuesta culparlo, porque cuando el Rey Supremo "Kròn-No sé qué" murió, estuvo esos tres meses esperando hasta la semana pasada, que anunciaron el evento. Es el cuarto monarca que vivo, así que puedo decir que sé en qué consiste esa celebración y también decir que es una mierda.
Cuando el vejete se muere, se declaran tres semanas de luto, en donde los reyes de otras naciones vienen a llorarle y dar sus condolencias a alguien que seguro jamás han visto y que en vida debió hacerles la vida imposible. La gente va con ramos de flores a la plaza central a rezar por el monarca o algo así. Luego de esas tres aburridas semanas, el Parlamento empieza a buscar a otro para coronarlo, hasta que lo encuentran. No tengo idea bajo que criterio se elige a un Rey Supremo. Supongo que ninguno, porque he leído sobre curiosas personas que fueron elegidas para este cargo y a la hora de hacer su "trabajo" no tenían idea de que hacer ¡o de plano eran tremendos dementes!… ¡no es de extrañar que algunos de ellos fueran incluso ejecutados!
Yo creo que el poder que esas personas tienen es tan descomunal como innecesario, o sea: un Rey Supremo, un tipo que puede regentar sobre otros monarcas, no me imagino que pasaría si un verdadero loquito asumiera.
En todo Gùnderzon conocido hay doscientos cuatro países, todas ellas gobernadas por reyes menores, los cuales se someten al poder del Rey Supremo, que está aquí: en Strademburg, por eso la llaman la "Capital". Bueno, actualmente pocos siguen acatando las órdenes del Rey Supremo, ya que si no mal recuerdo, la unión de algunas de las naciones con la Capital se rompió cuando la misma dirigió una campaña de exterminio contra el Imperio Zirenio hace muchísimos años, en épocas de la juventud de Papá. Ellos querían arrasar Strademburg primero, eso es lo que leí.
Y bueno, eso sería todo lo que sé respecto al tema. ¿Cómo sé todas estas cosas?, pues investigué mucho, y no es que precisamente lo haya hecho por voluntad propia, más bien lo hice por presión de alguien en cuyo hombro estoy sentado ahora mismo. Aunque igual me gusta leer.
Ahora que presto atención al entorno, ¿cuándo nos acercamos tanto? Juraría que estábamos relativamente lejos hace un momento. Supongo que se me fue el tiempo viendo estrellas y pensando en cosas de política. Pero bueno, al menos me entretuve con algo. Algo que siempre me impresiona es que si las murallas ya se ven grandes e intimidantes de lejos, desde aquí son aterradoras.
—¿Cuánto crees que miden las murallas? —pregunto curioso.
—Noventa y siete metros en total. —Contesta también observándolas.
—Por lo que ven mis ojitos, ¡es demasiado!
Según vi en un libro de historia antigua de Gùnderzon, la altura máxima de un gigante, quienes se extinguieron en la Gran Purga: llegaba a medir hasta trescientos metros, lo que quiere decir que estas murallas no son nada comparado a lo que había en aquel entonces. ¿Cómo habrán hecho para sobrevivir los hombres de aquella época? Alto…¿cómo fue que empecé hablando de celebraciones y terminé hablando de seres enormes extintos?
Volviendo a enfocarme otra vez en el camino, nos adentramos en la delgada barrera de árboles que rodea la Capital entera. A la distancia veo la luz de las antorchas que iluminan la entrada a la Capital. El sonido de las hojas sacudirse con el viento, combinado con la luz de la luna que apenas atraviesa por tantos árboles en el camino, hace que este angosto lugar no tan angosto, por la noche sea tan placentero. Además, es lo más cercano a un bosque que vi en mis treinta y un años de vida.
—¿Puedo quedarme en casa cuando sea la celebración? —miro a Papá tiernamente.
—No, deja de discutirlo. Vendrás conmigo a la celebración.
—Ayyy, ¡no quiero ir! ¡Me aburriré! —exclamo dando golpecitos a su cabeza.
—Irás a la celebración y tu hermano también. Punto. Final.
—En serio…¿por qué me obligas a participar en tus cosas?
—¡Creí que te gustaban las fiestas y los banquetes!
No sé qué tiene que ver eso, pero para dejarle en claro mis sentimientos, le aparto la mirada y me cruzo de brazos para hacerle saber a Papá cuan enojado estoy ahora, igual como si eso le importará ahora mismo, maldita sea. Entiendo que sea una ocasión "especial", pero es que simplemente no me entra en la cabeza qué tiene de emocionante saludar a un tipo con una corona que estará el resto de su vida sentado en un trono sin hacer nada. Ni siquiera tienen el poder como tal: el poder lo tiene el Parlamento… o algo así, sigo sin entender bien como funciona eso. A diferencia de los otros niños que sueñan con ser reyes, yo paso por completo de eso, puesto que su estilo de vida exageradamente ostentoso y tan estructurado me asquea.
En fin, terminamos de cruzar la barrera de árboles para detenernos unos cuantos metros alejados de la entrada: el gran portón de madera con una enorme aldaba dorada y un tanto oxidada que tiene el diseño de un león agarrando el robusto anillo con sus mandíbulas en el medio. En ambos lados de la puerta hay dos guardias corpulentos que visten con una gran gabardina que deja ver únicamente sus pies y cabeza. Ellos custodian la entrada sosteniendo una lanza en la cual, justo por debajo de la punta, está atado en el palo un moño con los colores de la bandera de Gùnderzon: rojo, azul y negro. En sus caderas, los guardias portan en cada lado una ballesta y una espada corta. El guardia que está a la izquierda se nos acerca con una mirada fría y se posiciona frente a nosotros.
—Identifíquense por favor.
—Nosotros somos ciudadanos de aquí. Salimos en la mañana. No jodas, si hasta me viste hacerlo, amigo. —Replica Papá con un tono imponente.
—Gajes del oficio, Bryo; es la costumbre. —El guardia se ríe.
Creo que pocas personas pueden entablar una relación amistosa con gente como lo son los guardias de la entrada a la capital, que son más duros y fríos que un bloque de hielo. Papá es una de esas personas afortunadas. De todos modos no supone ningún beneficio, serán gentiles con él, pero no idiotas.
—Oye, ¿mi otro hijo ya entró?
—Sí, llegó hace unas horas, vino casi arrastrándose.
—Tuvimos que pararlo para que descanse. Luego siguió su camino. —Comenta el otro.
—Sí…¿por qué será? —Papá se fija en mí y los guardias se ríen, qué se joda—Cómo sea, nos vamos a casa.
—Qué así sea entonces, señor.
El guardia se gira a ver a su compañero que sigue en su puesto y le hace un gesto con la mano. Ambos se dirigen a la puerta y se ayudan para agarrar la enorme aldaba. Con resistencia la alzan tanto como pueden para luego soltarla y que está golpeé la puerta, produciendo un estruendoso ruido que me deja aturdido por unos pocos segundos. A Papá no parece afectarle en lo más mínimo. Los guardias se nos acercan y rodean.
—Vuélvanse rápido a su hogar y apaguen las luces, mantengan sus ventanas y cortinas cerradas. Tampoco salgan de la Capital hasta nuevo aviso.
Es gracioso porque nuestra casa no tiene ventanas y por ende tampoco cortinas.
—¿Qué, por qué? —cuestiona Papá confuso.
—Han decretado toque de queda desde arriba en la tarde. Hágame caso y apresúrese, la policía detiene a cualquiera. ¿Quiere un consejo?: evítelos si los llega a ver.
—Sí, desde el decreto que andan por las calles. A nosotros nos tuvieron largo rato interrogándonos. —Agrega el otro.
—¿De qué estás hablando?, ¿qué te preguntaron?
—¿Qué sé yo? Mire, quédese tranquilo, que a usted y a sus hijos no les va a pasar nada, pero mejor váyanse ahora.
Lejos de calmarse con sus palabras, Papá queda insatisfecho con su respuesta, ansioso de descubrir el misterio. Yo también quisiera saber porque andan parando a la gente. Los guardias vuelven a ponerse a los lados de la puerta, y esta, lentamente comienza a abrirse mientras hace un fuerte rechinido por las grandes y descuidadas bisagras que la sostienen.
—¿Qué está sucediendo? —susurra.
La puerta se abre por completo, dejando ver la inmensidad del interior de la Capital. No hay nadie rondando por las calles. Papá camina lentamente hasta atravesar la puerta. El ambiente del lugar me toma por sorpresa, una peculiar picazón carcomiéndome la espalda que me lleva a rascarme compulsivamente. Puedo escuchar unos murmullos detrás nuestro y Papá se gira. Otro guardia con cara de no muchos amigos se nos acerca y le entrega a Papá un papel azul con algo escrito que no alcanzo a ver.
—Si la policía lo detiene, muéstrele esto y podrá seguir su camino. Ahora váyase. —Y sin más, el tipo se da la media vuelta y se larga.
Un silencio fuera de lo común pareciera abrazar la ciudad entera, lo cual es muy raro. Normalmente hay mucha presencia en estas horas de la noche. ¿Por qué decretarían un toque de queda? Oímos la puerta cerrarse detrás nuestro. Me bajo del hombro de Papá y lo miro fijamente, él hace lo mismo. No hubo ningún intercambio de palabras, pero el entendimiento fue mutuo: está claro que lo que está pasando no es normal.
—Algo no anda bien... —dice Papá.
Comenzamos a caminar por las calles empedradas, siendo iluminadas únicamente por los faroles a los lados de las veredas. La Capital está desértica, no hay ni una sola persona alrededor, no hay sonido alguno que nos indique la presencia de gente, solo hay… silencio, un silencio aterrador...