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Chapter 3 - ### **Capítulo 2: Una vida Solitaria**

El entrenamiento de Frank con la lanza comenzó al día siguiente de recibirla. A pesar de su entusiasmo, pronto se dio cuenta de que el maestro Gideon no estaría dispuesto a ayudarle. 

—¿Entrenarte con una lanza? —preguntó Gideon con una risa seca mientras limpiaba su espada. —Eso es para caballeros y guardias de élite. Aquí enseñamos lo básico para sobrevivir, no para presumir armas de lujo. 

—Pero... —Frank intentó insistir, levantando la lanza para mostrarla—, es lo único que tengo. 

Gideon lo miró con indiferencia. 

—Entonces practica solo. Quizás aprendas algo. 

Así fue como Frank empezó a entrenar por su cuenta. Al principio, fue difícil; la lanza parecía tener vida propia, como si desafiara sus intentos de controlarla. Tropezaba, perdía el equilibrio y muchas veces terminaba en el suelo. 

—¿Qué clase de arma eres? —gruñó una tarde, mirando la lanza con frustración mientras frotaba una rodilla magullada. 

Pero no se rindió. Día tras día, noche tras noche, practicaba hasta que sus manos se llenaban de callos y sus músculos dolían. 

Con el tiempo, algo cambió. La lanza ya no parecía un objeto inanimado; se sentía como una extensión de su cuerpo. Cada movimiento era fluido, cada giro y estocada más preciso que el anterior. En pocos meses, Frank se convirtió en un maestro con la lanza, al punto de que incluso practicaba combates imaginarios con otros tipos de armas como espadas, hachas y martillos, preparándose para cualquier situación. 

Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos y habilidades, el pueblo no lo veía con buenos ojos. 

—Ese chico… —murmuraban los aldeanos al verlo entrenar. —¿Por qué entrena tanto? Parece más una máquina de matar que un niño. 

—¡Es inquietante! Nadie normal puede aprender a luchar así por su cuenta. 

—Debe ser por su padre. Seguro era alguien peligroso. 

Frank fingía no escuchar, pero cada comentario le dolía. 

—¿Qué más quieren de mí? —murmuraba mientras clavaba la lanza en el suelo tras un largo día de entrenamiento. —Solo intento mejorar, nada más. 

***

Un día, mientras el sol caía en el horizonte y los aldeanos se preparaban para descansar, un grupo de **50 bandidos** apareció en las colinas al norte del pueblo. Estaban armados con espadas, arcos y cuchillos, y vestían ropas raídas que contrastaban con sus expresiones maliciosas. 

—¡Escuchen bien, pueblerinos! —gritó el líder, un hombre alto y robusto con una cicatriz que le cruzaba el rostro. —Somos los **Hienas Rojas**, y este pueblo ahora nos pertenece. ¡Entréguenlo todo: oro, comida y cualquier cosa de valor, o no quedará nadie para lamentarse! 

El caos estalló. Las puertas de las casas se cerraron apresuradamente, los niños fueron llevados a esconderse, y los pocos guardias del pueblo se quedaron paralizados por el miedo. 

Frank estaba en las afueras del pueblo cuando escuchó los gritos. Agarró su lanza y corrió hacia el lugar, encontrándose con los bandidos en la plaza central. 

—¿Qué tenemos aquí? —dijo el líder con una sonrisa burlona al ver a Frank. —¿Un niño jugando a ser héroe? 

Frank giró la lanza en su mano, haciendo que la hoja brillara con un reflejo oscuro. 

—Un niño, tal vez. Pero soy más de lo que tú podrías manejar. 

Los bandidos estallaron en carcajadas. 

—¿Lo oyeron? —gritó uno de ellos. —¡Cree que puede con nosotros! 

Frank los observó en silencio, esperando que hicieran el primer movimiento. 

—Bien, chico —dijo el líder mientras desenvainaba su espada—, veamos cuánto dura tu valentía. 

El primer bandido corrió hacia Frank, gritando mientras blandía su espada. Pero antes de que pudiera siquiera acercarse, Frank giró sobre su eje y lanzó un golpe con la lanza que lo derribó al suelo de un solo movimiento. 

—Uno menos —murmuró, mirando a los demás. 

El líder frunció el ceño. 

—¡No se queden ahí parados! ¡Acaben con él! 

Los bandidos lo rodearon, pero Frank se movía como una sombra, esquivando ataques y devolviendo golpes con una precisión devastadora. 

—¿Esto es todo lo que tienen? —preguntó con una sonrisa mientras derribaba a dos más. —He tenido entrenamientos más difíciles que esto. 

Uno de los bandidos, desesperado, intentó atacarlo por la espalda, pero Frank lo detuvo con un giro rápido de la lanza. 

—¿En serio? ¿Por la espalda? Qué original —dijo mientras lo lanzaba al suelo. 

En menos de media hora, los 50 bandidos yacían en el suelo, inconscientes o incapacitados. Frank se quedó de pie en el centro, respirando profundamente mientras miraba al líder, el único que quedaba en pie. 

—T-tu… ¿qué demonios eres? —tartamudeó el hombre, retrocediendo. 

Frank apuntó la lanza hacia él. 

—El chico que nunca debiste subestimar. 

El líder huyó despavorido, dejando atrás a su banda derrotada. Frank giró la lanza y la clavó en el suelo, mirando a los aldeanos que comenzaban a salir de sus casas. 

—De nada —dijo con una sonrisa. 

Pero en lugar de agradecimientos, encontró miradas de miedo. 

—¿Viste lo que hizo? Derrotó a 50 hombres como si nada. 

—Es un monstruo… nadie debería tener ese tipo de habilidades. 

Frank sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho. 

—¿En serio? —preguntó en voz alta, mirando a los aldeanos. —Acabo de salvarles la vida. ¿Y así me agradecen? 

Nadie respondió. Solo lo miraron con esa mezcla de miedo y desconfianza antes de alejarse. 

***

Los meses pasaron, y Frank siguió enfrentando peligros en solitario. Un día, un enorme oso apareció en el pueblo, rompiendo cercas y atacando ganado. 

Frank no esperó a que alguien lo pidiera. Salió corriendo con su lanza en mano y se plantó frente al oso. 

—¿Otro enemigo grande y peludo? —dijo con una sonrisa. —Perfecto, me encantan los retos. 

El oso rugió y cargó hacia él, pero Frank lo esquivó con facilidad. Cada movimiento suyo era un espectáculo de fuerza y precisión. Golpeó al oso en las patas, haciéndolo caer, y luego lo inmovilizó con la lanza. 

El pueblo observó desde la distancia mientras Frank derrotaba al animal. Cuando terminó, esperó un aplauso o al menos una palabra de agradecimiento. 

—Ahí lo tienen. El oso ya no será un problema. 

Pero, una vez más, lo único que recibió fueron miradas de miedo. 

—Es un peligro… 

—¿Qué tipo de persona puede vencer a un oso de ese tamaño? 

—No es normal. No deberíamos permitir que siga aquí. 

Frank apretó los dientes, sintiendo cómo la rabia se acumulaba en su interior. 

—¿Saben qué? —gritó, mirando a todos. —No necesitan preocuparse. No soy un peligro para ustedes… pero parece que ustedes sí lo son para mí. 

Se dio la vuelta y regresó a su casa, dejando atrás a los aldeanos. En su interior, sabía que nada cambiaría. 

Así pasaron dos años. Frank seguía entrenando, mejorando sus habilidades y enfrentando cualquier amenaza que llegara al pueblo. Pero, a pesar de todo, seguía siendo un extraño para la gente a la que protegía. 

Su única compañía era su lanza, la fiel extensión de su cuerpo que nunca lo abandonaba. 

—Supongo que solo necesito confiar en mí mismo —dijo una noche mientras miraba la hoja negra de la lanza. —El mundo es más grande que este pueblo. Y algún día… lo descubriré. 

---

Era un día importante en el pueblo. Los jóvenes de la aldea se dirigían al templo del oráculo para escuchar sobre su futuro o recibir revelaciones importantes. Todos, desde los ancianos hasta los niños, se habían reunido en la plaza central, emocionados por el evento. Los chicos pasaban uno por uno al interior del templo, saliendo con rostros de esperanza, miedo o confusión, dependiendo de lo que el oráculo les decía. 

Finalmente, llegó el turno de Frank. La plaza quedó en silencio. Nadie hablaba, y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sentían algo extraño en el aire. 

Frank se adelantó con pasos firmes, sosteniendo su lanza negra. Entró al templo mientras los murmullos comenzaban a surgir entre los aldeanos. 

—¿Qué creen que dirá el oráculo sobre él? —preguntó una mujer mayor. 

—No lo sé, pero con lo raro que es, no puede ser nada bueno —respondió otro hombre. 

***

Dentro del templo, el oráculo lo esperaba. Era una anciana de aspecto frágil, pero sus ojos brillaban con una intensidad inquietante. Cuando Frank se acercó, ella se quedó en silencio por un momento, observándolo como si pudiera ver más allá de su cuerpo. 

—Acércate, chico —dijo con una voz grave. 

Frank obedeció, sintiendo una extraña presión en el ambiente. 

El oráculo cerró los ojos y colocó sus manos sobre un cuenco de agua cristalina que reflejaba una tenue luz. De repente, su cuerpo se tensó, y su rostro cambió, pasando de sereno a aterrorizado. 

—¡Oscuridad! —exclamó, sobresaltando a Frank. —Una oscuridad tan vasta como el abismo mismo. 

Frank frunció el ceño, pero no dijo nada. 

La anciana continuó con voz temblorosa: 

—Tú… tú no eres como los demás. Dentro de ti fluye el poder de uno de los seres más oscuros y temidos del mundo conocido. Eres… hijo de Hades, el dios de la muerte. 

La plaza estalló en murmullos. Aunque Frank seguía dentro del templo, las palabras del oráculo resonaron en voz alta para que todo el pueblo las escuchara. 

—¡¿Hijo de Hades?! —exclamó un aldeano. —¡Eso explica todo! 

—Sabía que había algo malo en él —dijo una mujer, retrocediendo como si Frank pudiera aparecer frente a ella en cualquier momento. 

—Los cuervos… los perros negros… —susurró un anciano. —Siempre lo seguían. Es una señal de que no pertenece a este mundo. 

Dentro del templo, Frank apretó los puños. 

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó con voz seca. 

El oráculo lo miró con compasión y temor. 

—Tu destino será difícil, chico. Pero tu poder… puede ser tanto una maldición como un regalo. Todo depende de cómo lo uses. 

Frank salió del templo con el rostro serio, encontrándose con las miradas aterradas de los aldeanos. Nadie aplaudió, nadie lo felicitó. En su lugar, retrocedían, murmurando entre dientes. 

—¡No debería estar aquí! —gritó uno de los hombres del pueblo. —¡Es un semidiós! ¡Un peligro para todos nosotros! 

—¡Lárgate, monstruo! —gritó otro, lanzándole una piedra que Frank esquivó con facilidad. 

Frank no dijo nada, pero el dolor en sus ojos era evidente. 

***

Esa misma noche, en la casa del gobernador del pueblo, una reunión se llevó a cabo en secreto. El gobernador, un hombre de mediana edad con una barba gris y semblante severo, escribía una carta mientras hablaba con sus consejeros. 

—No podemos permitir que un semidiós viva aquí —dijo con firmeza. —En este reino, los semidioses están prohibidos por el bien de todos. 

Uno de los consejeros asintió. 

—¿Qué planea hacer, señor? 

El gobernador levantó la carta. 

—Enviaré esto al rey. Pediré refuerzos para capturarlo. Debemos sacarlo de aquí antes de que sea demasiado tarde. 

***

En el palacio real, el rey del reino, un hombre alto y robusto con una corona de oro en la cabeza, leía la carta del gobernador. Sus ojos se estrecharon mientras la terminaba, y luego habló con voz grave. 

—Un semidiós en uno de mis pueblos… Esto no puede tolerarse. 

Uno de sus generales, un hombre con armadura brillante, se adelantó. 

—Majestad, ¿deberíamos enviar tropas? 

El rey asintió. 

—Sí. Que no quede rastro de él. Un semidiós puede traer desastres a todo el reino. 

***

Mientras tanto, en el pueblo, Frank y su madre estaban en su casa. Ella lloraba mientras preparaba una pequeña mochila con provisiones. 

—No deberían tratarte así —dijo entre sollozos. —No es justo. 

Frank, sentado junto a la mesa, intentaba mantener la calma, pero sus manos temblaban. 

—No importa, mamá. Ya estoy acostumbrado. 

Ella se volvió hacia él, secándose las lágrimas. 

—No, Frank. No te acostumbres a esto. Tú eres más de lo que ellos creen. 

De repente, un sonido profundo y gutural se escuchó fuera de la casa. Frank salió para ver de qué se trataba, y su corazón dio un vuelco al ver un enorme **perro negro** con ojos rojos como el fuego. Era casi tan grande como un caballo, y lo observaba con una mezcla de ferocidad y sumisión. 

—Es un sabueso infernal —susurró su madre, aterrada. 

El perro caminó hacia Frank y se detuvo frente a él, inclinando la cabeza como si esperara órdenes. 

—¿Qué quieres? —preguntó Frank, aunque una parte de él ya conocía la respuesta. 

El perro soltó un gruñido bajo, girando la cabeza hacia el bosque como si le indicara que lo siguiera. 

En ese momento, el sonido de trompetas y pasos militares comenzó a resonar en la distancia. Frank miró a su madre. 

—Vienen por mí. 

Ella negó con la cabeza, abrazándolo con fuerza. 

—No puedo dejar que te lleven. 

Frank la apartó suavemente. 

—No te preocupes, mamá. Estaré bien. 

Ella rompió a llorar mientras lo veía montar al perro negro, que lo levantó como si no pesara nada. 

—Te amo, hijo. Nunca lo olvides. 

Frank le dio una última mirada, intentando mantener la compostura. 

—Yo también te amo, mamá. Gracias por todo. 

El perro comenzó a correr, llevándose a Frank hacia el bosque mientras los soldados entraban al pueblo, demasiado tarde para atraparlo. 

Desde la distancia, Frank miró el lugar que había sido su hogar por última vez. 

—Algún día, volveré… y demostraré que no soy lo que ellos creen. 

El sabueso gruñó en aprobación, llevándolo hacia un destino desconocido, pero lleno de posibilidades.