mire la verdad podria poner varios capitulos de la novela ligera pero en realidad mucho es relleno o son batallaa sin tantas inciencia yo solo pondre las clave eso es todo
La ciudad estaba envuelta en una atmósfera de caos absoluto. Las batallas se libraban en cada esquina, con la desesperación y la determinación chocando en un torbellino de emociones. Sin embargo, mientras la mayoría de los frentes parecían avanzar con cierta normalidad, había uno en particular que se convertía en un verdadero campo de desesperación: la batalla contra el arzobispo de la glotonería, Ley Baten Kaitos.
"Todo estaba yendo relativamente bien", pensé al recordar las palabras de Otto. Pero, para mí, eso era un eufemismo. La verdad era que el cielo se había oscurecido, y el aire estaba lleno de clamor y gritos de desesperación. En el norte de la ciudad, los canales de agua se desbordaban, y un monumento de piedra incandescente rugió y se derrumbó, su caída causando estragos en los alrededores. "Eso debe ser culpa de Priscila", me dije, recordando su temible poder. En el oeste, la vía fluvial colapsó, inundando los subterráneos; "Esto es por Garfield", pensé. Y, por supuesto, en el centro, el ayuntamiento había sido atacado y destruido. "Sin duda, Aldebarán tuvo algo que ver", reflexioné, sintiendo el peso de la mala suerte que siempre me acompañaba.
A medida que la batalla continuaba, me di cuenta de que estaba en problemas. Estaba luchando contra alguien que se movía con la velocidad de Reinhard, un verdadero monstruo en el arte del combate. Ley Baten Kaitos, el arzobispo de la glotonería, era un adversario formidable. Ya había librado una batalla previa aquí y, para mi horror, estaba rodeado por los Escamas de Dragón, esos sujetos de capa blanca que ahora servían como guardaespaldas de Kirk y Taca. Pero lo más preocupante era que, en un abrir y cerrar de ojos, Ley logró zafarse de ellos.
Gastón, el ayudante de Felt, hizo un intento desesperado por detenerlo, lanzándose hacia Ley con una bravura que solo se encuentra en aquellos que no tienen nada que perder. Pero las palabras de Ley, cortantes como dagas, resonaron en el aire: "Nada mal, tío". Gastón respondió con una mezcla de indignación y desafío, "No me digas así, mocoso, aún soy joven". Pero la juventud se desvaneció rápidamente cuando Ley usó su técnica, la Palma del Rey, un toque ligero que hizo que el robusto cuerpo de Gastón colapsara, escupiendo lo que había ingerido en el desayuno.
Un silencio inquietante se apoderó del campo de batalla mientras todos observaban, horrorizados, cómo el escudero caía. Aquellos que lo rodeaban sabían que esta sería una batalla de la que pocos saldrían ilesos. En ese instante, los leves bramidos de los dragones de agua resonaban en el suelo, recordándonos la desesperante situación en la que estábamos atrapados. Eran solo unos pequeños dragones que habían intentado atacar a Baten Kaitos sin éxito, y ahora estaban muriendo, una imagen que se grabó en mi mente.
Otto, siempre el estratega, comenzó a hablar con Dainese, el líder de los Escamas de Dragón. Todos estaban conscientes de la gravedad de la situación y de que debían hacer tiempo hasta que el último combatiente llegara para enfrentar a Ley Baten Kaitos. Mientras discutían, Dainese se quedó sin palabras al ver los movimientos del arzobispo en el aire. Felt, siempre aguda, le dio una patada en la espalda, recordándole la necesidad de concentrarse en el presente.
—Lo siento —se disculpó Dainese—. A pesar de parecer solo un mocoso, este arzobispo pelea bien. Sus movimientos son impresionantes, y tiene una experiencia que pocos pueden igualar.
Felt, con su habitual sarcasmo, respondió: —Debes ser igual que Reinhard, solo que él nació con talento para pelear. Pero Otto interrumpió, con su voz llena de preocupación.
—Si él fuera tan fuerte como Reinhard, me gustaría rendirme en este momento.
Dainese, con una mirada sombría, contestó: —No es así. He vivido lo suficiente para saber la diferencia entre talento y experiencia. Los movimientos de Ley son de alguien que ha vivido años entrenando y perfeccionando su estilo.
Mientras tanto, la batalla se intensificaba. Ley Baten Kaitos continuaba arrasando con los Escamas de Dragón, dejando un rastro de destrucción a su paso. Observé con horror cómo, en un instante, invocó estacas de hielo que se lanzaron rápidamente hacia los soldados. Fue un momento de pura adrenalina. En medio del caos, Gastón, herido, se colocó como escudo para proteger a los demás, y aunque algunas estacas lo atravesaron, al menos logró salvar a la mitad de sus compañeros.
Ley exclamó, casi burlón: —¿Acaso puedes ver a través de mis pensamientos?
—Obvio, yo también puedo hacerlo —respondió Otto, con una confianza que apenas podía sentir.
Pero la batalla no se detuvo. En un giro inesperado de los acontecimientos, Ley lamió su mano, y en ese instante, la existencia de varias personas fue borrada de este mundo. La desesperación se apoderó de mí al entender el horror que eso implicaba. Mirando a mi alrededor, vi los rostros de mis compañeros llenos de confusión y miedo. Otto, aturdido, preguntó quiénes eran los que yacían bajo los pies de Ley, y Dainese negó conocerlos.
—Tranquilo, Dainese —murmuró Otto—. La purificación de nuestra ciudad natal está un paso adelante. Cruzar espadas con compañeros como este es una tontería.
Pero las palabras de Dainese fueron más contundentes. —¿De dónde oíste sobre eso? —preguntó, furioso.
Y así continuó la lucha, un ballet de muerte y desesperación, mientras yo me sentía atrapado en una red de mala suerte y fatalidad. La figura de Ley Baten Kaitos se alzaba como un monstruo imparable, y el destino de todos nosotros pendía de un hilo.
Y en la oscuridad, mientras el horror se desataba a mi alrededor, solo podía aferrarme a la esperanza de que, de alguna manera, saldríamos adelante. A pesar de mi mala suerte, había algo en el fondo de mi ser que se negaba a rendirse. Tenía que encontrar una manera de luchar, de sobrevivir, y de proteger a aquellos que aún estaban a mi lado. Después de todo, lo que estaba en juego era mucho más grande que cualquiera de nosotros.
La ciudad de las puertas de Priestellas, una vez vibrante y llena de vida, se encontraba ahora en ruinas. Edificios colapsados, calles cubiertas de escombros y el eco de los gritos de batalla resonaban por doquier. Pero entre el caos general, había un enfrentamiento que destacaba por su brutalidad y significado; la lucha entre Theresia y William. Este no era un duelo cualquiera, sino el choque de dos voluntades desgastadas por el tiempo y el sufrimiento, un reflejo de su pasado compartido.
La danza de las espadas era intensa, un espectáculo de destreza y determinación. William, con su cabello desordenado y una sonrisa que apenas podía contener, sentía un fervor que lo impulsaba a seguir. Cada golpe que intercambiaban era un recordatorio de la conexión que una vez tuvieron, una conexión que ahora se perdía entre el polvo y el dolor. Sin embargo, William no podía evitar notar que Theresia, la Santa de la Espada, no mostraba la misma ferocidad que en su juventud. Había algo en su interior que parecía apagarse, como si la llama de su espíritu hubiera sido consumida por el tiempo y el dolor.
De repente, una ráfaga de recuerdos lo golpeó. El día que se separaron en la gran subyugación, el momento en que ella le infligió una herida incurable en su hombro. "He venido aquí para cumplir la promesa que te hice ese día", le dijo, mientras la batalla continuaba. Las espadas se entrelazaron, las chispas volaban, pero el aire estaba cargado de una tristeza palpable.
Mientras la lucha se intensificaba, William se dio cuenta de que su propia fuerza también se había desvanecido. En un instante de furia, Theresia lanzó un ataque devastador que rompió su espada. La situación era crítica; William estaba herido, sin armas y el tiempo se le escapaba. Pero en su corazón, había una resolución que no podía ignorar. Se enfrentaría a ella hasta el último aliento, moriría como un espadachín, fiel a su código de honor.
Fue entonces cuando, en un giro del destino que parecía sacado de una mala novela, apareció Heinkel, su hijo. La distracción fue suficiente para que Theresia, en un arrebato de instinto, cambiara de objetivo. "¡Mamá, detente!" gritó Heinkel, pero sus palabras se perdieron en el aire. William, inmóvil, sintió cómo el tiempo se detenía mientras presenciaba lo que podría ser el fin de su familia.
Antes de que el horror pudiera desatarse completamente, una voz resonó en el campo de batalla. "¡Es suficiente!" Era Reinhart, el nuevo Santo de la Espada, que había llegado para poner fin a esta trágica confrontación. Con su espada, la Espada del Dragón Rey, desenvainada, Reinhart se preparaba para enfrentar a Theresia, recordando el pasado que lo unía a ella, y a la familia que había perdido.
El choque de espadas fue inminente. Reinhart se enfrentó a Theresia con una fuerza que recordaba el esplendor de tiempos pasados. William, observando desde la distancia, sintió una mezcla de esperanza y desesperación. ¿Era posible que su madre fuese solo un cadáver, un títere controlado por un titiritero distante? Reinhart lo afirmaba, pero la realidad era cruel. La lucha que se desarrollaba ante él era tanto física como emocional.
Theresia, con cada ataque, parecía más y más distante, como si su esencia se desvaneciera con cada golpe. La batalla culminó en un solo movimiento, un corte perfecto que selló su destino. La figura de Theresia se desmoronó en el aire, y William, incapaz de contenerse, se lanzó hacia ella, sosteniendo el cuerpo de su amada, ahora un mero conjunto de cenizas.
"Hola, William", murmuró Theresia, su voz joven resonando en su memoria. Era un eco del amor que compartieron, pero también un recordatorio de lo que habían perdido. En sus ojos, William vio la luz de su amor, pero también la oscuridad de su destino. "Siempre me sentí amada", dijo ella, mientras él contenía las lágrimas.
Las palabras quedaron flotando en el aire, y en un abrir y cerrar de ojos, Theresia se desvaneció. Todo lo que quedaba era un puñado de cenizas, un recordatorio de lo efímero que era todo. William, con el corazón desgarrado, miró a Reinhart y a Heinkel, sintiendo el peso de la tragedia que acababa de desatarse.
La confrontación no terminó ahí. Heinkel, lleno de furia y resentimiento, enfrentó a Reinhart, acusándolo de ser un asesino. La tensión era palpable, pero Reinhart se mantenía firme, sin comprender del todo el dolor que lo rodeaba. "No entiendo lo que estás tratando de decir", respondió con frialdad, mientras la ira de Heinkel crecía.
William, exhausto y herido, reflexionó sobre la situación. "Estoy preocupado por el ayuntamiento al que se dirige Garfield", dijo, mostrando aún un destello de preocupación por el futuro. Reinhart asintió, pero el ambiente estaba cargado de emociones no resueltas.
Finalmente, mientras la ciudad y sus batallas se desvanecían en el horizonte, William se alejó, dejando atrás el eco de las espadas y los gritos de dolor. La historia de Theresia y William era una de amor y pérdida, una encrucijada donde la valentía se entrelazaba con la tragedia. En ese momento, los hombres de la familia Reinhart se reunieron, pero la sombra de lo que había sucedido aún pesaba sobre ellos.
Así, en la ciudad de Priestellas, el eco de las espadas resonaría por siempre, un recordatorio de que incluso en la batalla más feroz, el amor y la pérdida son las verdaderas victorias y derrotas. Y aunque todas las batallas estaban llegando a su fin, el verdadero conflicto apenas comenzaba a revelarse en los corazones de aquellos que quedaron atrás.