La noche había caído sobre la mansión, y el silencio era tan profundo que se podía escuchar el suave susurro del viento a través de las hojas. Rem estaba profundamente dormida, su respiración tranquila y serena, pero yo, Naegi Makoto, era incapaz de encontrar paz. La culpa me consumía. Cada vez que mis decisiones me llevaban a la tragedia, recordaba a Emilia. ¿Qué habría pasado si hubiera estado a su lado? ¿Habría cambiado algo? En cada bucle, la misma pregunta me atormentaba, como un eco que nunca cesaba.
La imagen de Emilia, con su rostro lleno de esperanza, se mezclaba con los recuerdos de aquellas que había perdido. La angustia era palpable. No podía soportar la idea de que mi ausencia pudiera haber llevado a su sufrimiento. En esos momentos de reflexión, sentí que mi corazón se desgarraba un poco más.
Era un ciclo sin fin. Cada vez que intentaba hacer lo correcto, la vida me devolvía una bofetada, como si el destino se regocijara en mi infortunio. Recorrí los pasillos de la mansión de manera sigilosa, mis pasos resonando en la oscuridad como un recordatorio de lo que había perdido. Con determinación, me dirigí hacia la Tumba de Echidna, sabiendo que debía suplicarle ayuda.
Una vez frente a la tumba, caí de rodillas. "Echidna," murmuré, "estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Solo por favor, ayúdame a salvarlas. No puedo soportar más este dolor." Mi voz temblaba, y la desesperación se reflejaba en cada palabra. Sin embargo, las palabras que había pronunciado no eran más que un eco de mis intentos fallidos en ciclos anteriores. La desesperación se cernía sobre mí como una sombra.
De repente, el aire a mi alrededor se volvió denso, y el mundo se desvaneció. Me encontré en la oscuridad, y ante mí, una luz brillante se materializó, revelando la segunda prueba. En un instante, fui transportado a un lugar donde el tiempo y el espacio se entrelazaban, donde la realidad se bifurcaba en posibilidades. Allí, observé en tercera persona las consecuencias de mi muerte en distintos bucles.
Primero, vi la imagen de Rem, su rostro desgarrado y lleno de dolor al enterarse de mi suicidio con aquella espada rota. Las lágrimas caían de sus ojos como si el mundo estuviera colapsando a su alrededor. Luego, la escena cambió: Julius y Ferris, con miradas de determinación, me mataron a petición propia, mientras Petelgeuse se reía, disfrutando de mi sufrimiento. Cada visión era un golpe al corazón, una punzada de dolor que me hacía tambalear.
El ciclo continuó, cada muerte más desgarradora que la anterior. Observé a Ram, con su mirada de odio, dispuesta a acabar conmigo, mientras Beatrice se interponía, tratando de protegerme. Pero el destino era ineludible; me vi cayendo por un desfiladero, tratando de salvar a Rem de un sufrimiento que yo había causado. La desesperación se apoderó de mí a medida que veía a Reinhard, el héroe, eliminar a Pack sin contemplaciones, y Elsa, con una expresión de insatisfacción, contemplar el fin de su trabajo en mi primera muerte.
Las visiones se sucedían a un ritmo vertiginoso, y mi mente comenzó a desmoronarse. Cada muerte, cada error, cada vida que había dejado atrás se acumulaba sobre mí, como un peso insoportable. La culpa y la desesperación me aplastaban, y en un momento de debilidad, caí al suelo, sintiendo que mi cordura se desvanecía.
Desperté con un sobresalto, y allí estaba ella: Rem. Sus ojos brillaban con sinceridad y amor. "Te amo, Naegi," dijo, y mi corazón se detuvo por un instante. "Yo me encargaré de toda tu carga." Pero en lugar de sentir alegría, la desconfianza se apoderó de mí. "No, no puede ser. Eres una impostora," grité. La Rem que conocía nunca me permitiría rendirme.
Ella se disculpó, y en un instante, su forma cambió, revelando a Carmilla, la bruja de la lujuria. "Echidna me envió," dijo, y su voz era un veneno dulce. Mi ira se encendió, pero antes de que pudiera acercarme, la voz de Echidna resonó en el aire. "No te acerques más," advirtió, y el aire comenzó a escasear en mis pulmones. Fue como si el mundo se detuviera, y en un parpadeo, me encontré teletransportado a la Fortaleza de los Sueños de Echidna.
Allí, la bruja de la envidia me explicó la naturaleza del poder de Carmilla, la "Novia sin Rostro", que hacía que quienes la veían vean a la persona que más deseaban. Me reveló que había convocado a Carmilla para protegerme de la ruptura mental que había experimentado en la prueba. La prueba en sí consistía en crear falsas realidades a partir de mis recuerdos, mostrándome posibles futuros alternativos. Pero, por alguna razón, mi caso era diferente; solo la Bruja de la Envidia sabía lo que sucedía después de mi muerte.
"Eres un caso excepcional," dijo Echidna, sonriendo con satisfacción. "Has obtenido el mejor resultado posible." Propuso un contrato, ofreciendo su apoyo en momentos de crisis. La idea de un pacto con ella me parecía tentadora, y sin embargo, todo en mí se oponía a ello. ¿Cómo podría confiar en una bruja que había estado manipulando mis recuerdos y ansiedades?
Minerva, otra de las brujas, intervino en ese momento. "Echidna es una mentirosa, Naegi. No caigas en su trampa," advirtió, mientras las otras brujas se unían a la conversación, cada una con su propia perspectiva sobre el contrato. Sekhmet, Typhon y Daphne parecían estar de acuerdo en que había algo más en juego.
La tensión en el aire era palpable. Naegi, incapaz de mantener la calma, preguntó a Echidna si realmente me llevaría hacia el mejor futuro posible. Su respuesta fue afirmativa, pero al inquirir sobre el "mejor camino posible", se hizo el silencio. Echidna finalmente reveló sus verdaderas intenciones, dejando claro que su curiosidad era lo que realmente la movía.
"Te entregaré toda mi existencia," dijo, y la repulsión se apoderó de mí. No podía soportar su visión de las cosas, su falta de empatía. No era solo una bruja; era un ser que veía la vida como un juego, un objeto de estudio. Cuando pregunté sobre Beatrice y su misteriosa conexión, Echidna admitió que había estado observando para satisfacer su curiosidad. Fue el último clavo en mi ataúd de confianza.
Al negarme a tomar su mano, la sombra de la desesperación se cernió sobre mí. "Eres una bruja, Echidna," le dije con firmeza. Su mirada cambió, y antes de que pudiera reaccionar, una gran sombra cubrió el lugar. La presencia de Satella, la Bruja de los Celos, llenó el aire, y su llegada prometía un nuevo giro en esta historia repleta de dolor y traición.
Mi destino estaba entrelazado con el de estas brujas y aquellos que había perdido, y aunque la desesperación me rodeaba, una chispa de determinación comenzó a encenderse en mi interior. No podía dejar que las circunstancias me definieran. Era hora de luchar, no solo por mí, sino por todos los que habían sufrido a causa de mis decisiones. La batalla por mis deseos, mis recuerdos y mi futuro apenas comenzaba.
El aire en el mundo de los sueños comenzaba a desvanecerse, como si la realidad misma estuviera siendo absorbida por un agujero negro. A mi alrededor, las imágenes de Satella y Echidna se desdibujaban, y el peso de sus palabras seguía resonando en mi mente. La declaración de amor de Satella me dejó confundido y, de alguna manera, asustado. ¿Cómo podía amar a alguien como yo? Alguien que había fracasado una y otra vez, que había visto morir a sus amigos, y que se sentía completamente inútil.
"Debes amarte más a ti mismo", había dicho Satella, y yo no podía evitar soltar una risa amarga. ¿Amarme más? Esa idea se sentía tan lejana, como si estuviera intentando alcanzar una estrella que siempre se alejaba más y más. Escuché las palabras de Minerva resonando en mi mente: "Ingrato", me había llamado. Y tenía razón. En medio de mis quejas y mis penas, había olvidado que no estaba solo en este sufrimiento. Todos, de una manera u otra, estaban luchando.
Satella continuó, su voz suave y melódica a pesar del caos que nos rodeaba. "Te amo porque tú me diste todo a mí". Su mirada era intensa, y las palabras me golpearon como un torrente de agua helada. "¿Qué quieres decir con eso?", le pregunté, sintiendo que un nudo se formaba en mi estómago. "Te encontré a ti, Naegi. He recorrido miles de mundos para encontrarte de nuevo". Mis pensamientos se agolpaban en mi cabeza. ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Acaso realmente me conocía de antes? Recordé vagamente lo que Komaru había mencionado sobre las almas que renacen y pierden sus recuerdos. ¿Era eso lo que me había sucedido? ¿Era el destino, o simplemente una cruel broma del universo?
"Esto es ridículamente complicado", pensé mientras me rascaba la cabeza. Intenté concentrarme, y de repente, manifesté lo que parecía ser una mariposa negra. Satella observó con fascinación. "Así es como se invocan hadas", dijo, y yo asentí, sintiendo que esto era más que un simple hechizo. Era una conexión conmigo mismo, una representación de mis propios deseos y emociones. "Satella", le dije, "necesito conversar más contigo". Ella asintió, y en ese momento, sentí que aunque todo era confuso, había una chispa de esperanza.
Los ecos de la conversación entre Echidna y yo aún resonaban. "Garfiel tiene miedo al exterior", había dicho Echidna, y eso me hizo reflexionar. La lucha de cada uno era única, y todos llevábamos nuestras propias batallas internas. Era un recordatorio de que no estaba solo, aunque en ocasiones me sentía así. Agradecí a Echidna en mi mente por su ayuda y la de las otras brujas, pero rechacé el contrato que me ofrecía. No quería convertirme en un peón en su juego de ambiciones.
De repente, el mundo de los sueños comenzó a desvanecerse, y sentí que Satella y yo estábamos siendo separados. La tomé de la mano y, en un impulso, le dije: "Me amaré más a mí mismo". Sus ojos brillaron al escucharme, pero su respuesta fue inesperada. "No cargues con todo, Naegi. Un día, ven a matarme". La gravedad de sus palabras me golpeó, y prometí en voz baja que la salvaría, al igual que había prometido a Emilia antes de cada muerte.
Desperté de golpe, sintiendo la frescura del aire. Patrasche, mi fiel dragón, me lamió la cara, y sonreí por un momento, aunque la barrera había dañado su cuerpo. Otto apareció a mi lado, regañándome por estar sorprendido de que viniera a salvarme. Su preocupación era palpable, pero antes de que pudiera decir algo, la realidad del Santuario me golpeó de nuevo. Quería intentar la tercera prueba, pero Echidna había tomado mi posición como apóstol de la codicia. ¿Era esto lo que había llevado a Roswaal a actuar tan extrañamente?
Al acercarme a Roswaal, le pregunté sobre cómo liberar el Santuario sin pasar por la Tumba. Sin embargo, él rápidamente desvió la conversación hacia Emilia y sus planes. Fue entonces cuando me reveló que había contratado a las asesinas de la mansión, un acto que me dejó atónito. "Quería que fueras perfecto, Naegi", dijo, y mis entrañas se retorcieron ante la noción de que su locura había puesto en riesgo tantas vidas.
No pude soportarlo más. Me disculpé, arrodillándome frente a él, sintiéndome como un niño perdido. Pero en su respuesta, Roswaal me desafió. "Si intentas de nuevo, Echidna te permitirá tomar las pruebas". Su mirada estaba llena de locura, pero también de una extraña esperanza. "¿Cómo puedes no estar loco como yo?", me preguntó. Su deseo de sacrificar todo por amor me hizo reflexionar sobre mi propia humanidad.
Las lágrimas comenzaron a caer de mis ojos mientras me daba cuenta de lo que se esperaba de mí. La desesperación me invadió, y sin pensarlo, salí corriendo de la cabaña, gritando al viento que no sabía qué hacer. El bosque se volvió un laberinto, y tropecé, cayendo por una pendiente. Otto apareció nuevamente, extendiéndome la mano, pero en mi confusión, bromeé al decir que estaba bien. Sin embargo, su mirada era seria. "Respira, Naegi", me dijo, y justo cuando lo hizo, me asestó un puñetazo.
"¡Deja de hacerte el duro con tus amigos!", me gritó, y en ese momento, comprendí que no estaba solo en esto. Mis amigos estaban a mi lado, dispuestos a enfrentar cualquier desafío. Cerré los ojos, sintiendo la calidez de su apoyo y la determinación de, finalmente, encontrar una salida a esta pesadilla. Aunque la mala suerte y la confusión siempre me habían acompañado, había un destello de esperanza en el horizonte. Y con cada paso que daba, tenía que recordar que la verdadera fuerza no estaba en la soledad, sino en la conexión con aquellos que realmente importaban.