Soy Wanda Maximoff. No, soy La Bruja Escarlata. Ambas. Ninguna.
No sé cuándo empezó todo a desmoronarse. Tal vez fue cuando mis padres murieron, aplastados por un edificio en ruinas mientras Pietro y yo nos acurrucábamos bajo una mesa, esperando que la bomba con el nombre de Stark nos explotara en la cara. O quizá cuando perdí a mi hermano, mi otra mitad, en Sokovia, sacrificado para salvar a los mismos que nos habían tratado como monstruos.
Después llegó Visión. La primera vez que sentí paz... amor. Y luego Thanos lo arrancó de mi vida, literalmente, destruyendo su cabeza frente a mis ojos. Yo lo maté para salvar al universo, y ni siquiera eso sirvió. Me lo arrebataron dos veces en cuestión de segundos.
¿Cómo sobrevivir a tanto dolor? Lo intenté. Lo juro. Pero luego creé Westview. Fue un error, lo sé. Pero en ese momento, solo quería un lugar donde mi corazón dejara de doler. Quería a Visión de vuelta, quería hijos, una familia. Todo lo que nunca tuve y todo lo que me fue arrebatado. ¿Está mal querer algo así?
No me di cuenta del daño que estaba causando. Los gritos ahogados de los ciudadanos que controlaba, sus miradas llenas de miedo... Pensé que era un precio pequeño por mi felicidad. Hasta que me enfrentaron y me lo demostraron: yo era la villana. Y entonces los dejé ir.
Pero el Darkhold...Ese maldito libro. El susurro de poder, de soluciones. Fue mi ruina y mi refugio. Me prometió algo que no pude resistir: mis hijos. Ellos existían, en algún lugar del multiverso. Podía sentirlos, llamándome. Si alguien los lastimaba... si alguien intentaba detenerme, ¿qué madre no haría lo mismo?
Así llegué a Kamar-Taj, a enfrentar a Strange y al resto. Ellos no entendían. Me veían como una amenaza, pero yo solo era una madre desesperada. Les di una oportunidad. Me dijeron que me detuviera. No lo hice.
Arrasé con todo. Los maté, tantos como pude, sin piedad. Los Illuminati en la Tierra-838 me subestimaron, y los destrocé. Black Bolt, Reed Richards, incluso Xavier, el hombre más poderoso de la mente... ninguno fue rival para La Bruja Escarlata.
Pero mis hijos...Cuando al fin los encontré, me miraron con terror. Yo, su madre, era un monstruo. En ese instante, todo lo que había hecho, todo lo que había destruido, se hizo insoportable. Me di cuenta de lo lejos que había llegado, de las líneas que había cruzado. Por un momento, fui Wanda de nuevo.
Sabía que no podía seguir. Que no merecía sus abrazos, ni su amor. Así que hice lo único que podía. Destruí el Darkhold en todos los universos, acabando con su corrupción. Me enterré en los escombros del monte Wundagore, esperando redimirme, aunque fuera un poco, con ese último sacrificio.
Fui una niña inocente, una heroína en busca de redención, y finalmente, un monstruo. No sé si merezco el perdón, pero sí sé que lo que hice fue por amor, aunque ese amor me llevó a mi caída.
Y así terminó mi historia, o eso creí.
Pensé que todo había acabado. Que mi sacrificio habría sellado mi destino, condenado mi alma por las atrocidades que había cometido. Esperaba el infierno. No lo temía; lo merecía. ¿Cuántas vidas arruiné? ¿Cuántas almas destrocé en mi búsqueda egoísta de un amor imposible?
Pero cuando abrí los ojos, no me encontré en un lago de fuego ni rodeada de demonios. Estaba de vuelta en la Tierra, o al menos eso parecía. Mi cuerpo era etéreo, translúcido, como el reflejo de una llama a punto de apagarse. No podía tocar nada. No podía hablar. Ni siquiera sabía si alguien podía verme.
Era un fantasma.
Sufría un castigo que reconocí al instante, como si fuera una cruel ironía del destino. Red Skull, condenado a vigilar la Gema del Alma, un guardián sin propósito ni esperanza. Y ahora yo estaba atrapada en algo similar, obligada a observar sin poder actuar.
¿Era esto mi penitencia?
Pasaron días, semanas… tal vez meses. No lo sé. El tiempo perdió su sentido. Solo sabía que no podía abandonar este plano, y mi corazón dolía con cada momento que pasaba, viendo la vida continuar sin mí, incapaz de redimir mis errores o aliviar mi dolor.
Un día, algo cambió. Sentí una fuerza, un tirón inexplicable, que me arrastraba hacia algún lugar. No pude resistirme, aunque tampoco quería hacerlo. Si este era mi destino, lo aceptaría.
El tirón me llevó a un apartamento diminuto. Era humilde, casi pobre, con paredes agrietadas y una luz tenue que apenas iluminaba el lugar. Allí estaba él: un hombre mayor, quizá de unos cuarenta y tantos años. Tenía el cabello oscuro con algunas canas en las sienes y llevaba gafas que ajustaba con frecuencia mientras escribía en un cuaderno desgastado.
Estaba rodeado de libros, papeles y una taza de café a medio terminar que parecía haberse enfriado hacía horas. Preparaba lo que parecía ser una clase, repasando notas y murmurando palabras en voz baja, como si estuviera practicando.
Había algo en él…
Tenía la mirada cansada, de esas que cuentan una historia de sufrimiento. Su rostro mostraba arrugas marcadas no solo por la edad, sino por una vida que no había sido amable con él. Cada movimiento, cada suspiro, hablaba de alguien que había cargado con un peso enorme, que había sobrevivido más por obstinación que por esperanza.
Mientras lo observaba, algo en mi interior se retorció. Había un aire extraño a su alrededor, algo que parecía llamarme aunque él no podía verme. No entendía por qué estaba allí, ni por qué este hombre despertaba una mezcla de curiosidad y compasión en mí.
Sin embargo, conforme lo observaba, una sensación de familiaridad comenzó a invadirme. No era su rostro, ni su voz, sino algo más profundo, algo que parecía provenir de una conexión que no podía explicar. Un eco que resonaba en mí.
Era imposible no notar las señales: el desgaste de su cuerpo, pero también el fuego oculto en su mirada, como si estuviera decidido a seguir adelante a pesar de todo. No sabía su nombre, no sabía su historia, pero algo me decía que este hombre tenía un propósito que aún no había cumplido.
¿Por qué mi castigo me había llevado aquí? ¿Qué se esperaba de mí al estar en este lugar, observando a este extraño que, por razones que no entendía, parecía importante?
Aunque no tenía respuestas, no podía ignorar la sensación de que estaba en el lugar correcto, aunque no supiera por qué.