El primer planeta que Dios mostró a Atlok fue Armandor, un mundo verde, bañado por dos lunas y rodeado por una densa atmósfera de nubes plateadas. La superficie estaba cubierta por vastos bosques donde criaturas mágicas de todo tipo coexistían en paz. Allí, los elfos de piel brillante y ojos como cristales caminaban entre los árboles, mientras que las dríadas danzaban, fusionándose con las ramas y hojas."Este es Armandor," dijo Dios, señalando el mundo desde la vasta levedad de su forma. "Aquí, los árboles son venerados, las criaturas de la tierra conocen el ciclo de la vida, y todo se equilibra con el alma de la naturaleza."Atlok observó fascinado cómo las criaturas de Armandor no solo vivían en simbiosis con su entorno, sino que parecían comprender su papel dentro del gran ciclo del universo. A lo lejos, pudo ver a los unicornios, cuyas crines brillaban como si estuvieran hechos de luz, corriendo junto a los pegasos, sus alas blancas cortando el aire."¿Y qué sucede aquí cuando la oscuridad intenta entrar?" preguntó Atlok, observando un pequeño grupo de trolls que parecían intentar traspasar las fronteras del bosque, sus ojos llenos de codicia."La oscuridad nunca desaparece, Atlok," respondió Dios, su voz cargada de serenidad. "Es un componente del equilibrio. Aquí, la luz y la sombra viven entrelazadas. No todo debe ser perfecto, pero todo tiene su propósito."Atlok sintió una profunda comprensión, como si viera la totalidad de la existencia de una manera nueva. Él, un ser de sombras y vacío, entendió que el conflicto y la lucha formaban parte del ciclo eterno de la vida. La oscuridad no debía ser erradicada, sino mantenida a raya.