La quietud era una mentira.
En la Ciudadela, la oscuridad no era simplemente la ausencia de luz, sino una presencia tangible, acechante, que recorría el lugar como un espectro insidioso. Se deslizaba entre las grietas y los pilares, suspendida también sobre cuatro "estatuas": figuras petrificadas que ya no estaban vivas, pero tampoco completamente muertas. Las piedras de las paredes, las criaturas fosforescentes que habitaban las grietas, y los seis pilares inmóviles parecían formar parte de un único ente que aguardaba en un silencio cargado de intención. No era una espera pasiva; se percibía como si la misma estructura estuviera consciente de lo que se aproximaba. Algo había cambiado. Algo estaba cerca. Algo inevitable estaba a punto de desatarse.
La mujer no temía a la oscuridad. Al menos, no en el sentido habitual. Había enfrentado horrores que habrían quebrado la mente de cualquiera, pero esa experiencia no era un escudo perfecto contra lo que sentía ahora. Había algo en esa penumbra que iba más allá de lo visible: una promesa implícita de lo que acechaba en su interior. Era la incertidumbre lo que la atormentaba, una sensación indefinible que la perseguía como una sombra sin forma. Algo se movía en la periferia de su percepción, pero cada intento de identificarlo se disolvía en la nada. ¿Era una criatura? ¿Una entidad? ¿O simplemente un eco de su mente trastornada? No podía saberlo, y esa ignorancia la helaba hasta los huesos.
En los pasadizos tortuosos de la Ciudadela, donde las paredes se retorcían como ramas podridas de un árbol muerto, el aire era invadido por un frío antinatural. Era un frío que no solo se sentía en la piel, sino que se infiltraba en el alma, impregnado de un poder abrumador que se manifestaba en destellos de blanco y azul. Era la clase de frío que parecía contener siglos de acumulación, una energía opresiva que había esperado pacientemente en las sombras. Con cada paso que daba, la atmósfera se volvía más densa, cargada de una presión casi insoportable. El frío se mezclaba con un calor sofocante, una combinación que creaba un contraste desgarrador, como si la realidad misma estuviera al borde de un colapso.
El umbral había sido cruzado horas atrás, sellando cualquier posibilidad de retroceso. Desde ese instante, todo había cambiado. La batalla por la supervivencia había comenzado, y la mujer se encontraba atrapada en una lucha desesperada. Lo que enfrentaba no podía ser visto, y quizás tampoco comprendido. Era una presencia que se resistía a toda definición, algo tan ajeno que las palabras mismas se disolvían antes de formarse. No había marcha atrás, solo quedaba avanzar hacia lo desconocido, hacia aquello que esperaba más allá del siguiente paso.