Cecilia disparó con su pistola reaper sin detenerse. Cada bala impactando en lo que se consideraba la cabeza de aquellas Aberraciones. Un mutante cayó al suelo, seguido de otro. Estaba en la Ciudadela, sola. Había dejado atrás a Oliver; necesitaba que estuviera al cien por ciento. Sabía que él debía descansar, despejar su mente.
Pronto, si todo salía según lo planeado, ambos saldrían de aquel infierno.
No obstante, el terror la envolvió de repente, como un manto helado. Escalofríos la invadieron.
Frente a ella, la Segunda de Tango yacía destrozada. Cuerpos convertidos en grotescas esculturas de sangre, hielo y calor insoportables. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, mientras el calor abrasante del fuego azul y el mordisco helado cristalino del hielo se entrelazaban en una danza macabra. El nudo en su estómago era imposible de ignorar. Repugnancia. Eso era lo que sentía al estar en su atmósfera.
El aire estaba saturado de muerte, espeso y corrosivo. El frío sobrenatural mordía su piel, solo para ser reemplazado por ráfagas de calor abrasador que ascendían del suelo. Vapores ácidos se desprendían de los cadáveres de los mutantes y variantes, impregnando el aire con un hedor insoportable. La luz de su linterna recortaba una escena antinatural: cuerpos congelados, desgarrados, retorcidos en ángulos inhumanos. Hilos carmesíes caían lentamente, brillando entre las grietas del hielo, pulsando débilmente como venas en un cadáver que aún no se había enfriado del todo.
Furia y confusión se entremezclaban en su interior. Era una maraña de impotencia, miedo y rabia que la asfixiaba. La magnitud de la amenaza se hacía evidente. Algo había ocurrido allí.
Bloqueos, impactos de hielo ardiente se alzaban como pilares en el norte, algunos también al oeste y entre ellos también. Incluso en el suelo, eran obstáculos mortales. Uno de ellos bloqueaba la ruta de escape, el único camino que llevaba al inicio para salir de este lugar.
Y entonces lo vio.
Entre el caos de hielo y fuego, un acromántico permanecía empalado, grotescamente atravesado desde el estómago hasta el cuello. La herida era un testimonio del poder descomunal que lo había alcanzado. Su cadáver... no. Aún vivía. Era increíble que, incluso con ese daño, no se desintegrara en los vapores corrosivos que normalmente marcaban la muerte de los suyos. Cecilia comprendió, con una frialdad aterradora, que debía estar más alerta que nunca. Le entró una gran curiosidad y terror sobre que, si el acromántico estaba medio vivo y muerto (sufriendo prácticamente), ese destino también le deparó a la Segunda de Tango.
No entendía cómo había llegado esa criatura allí. No solo él, sino los velocimánticos… Algo no cuadraba. ¿Qué habían enfrentado para quedar en ese estado? ¿O acaso simplemente fue atrapado en un fuego cruzado? Si ese es el caso, ¿qué cosa se encontraba aquí como para poder usar el poder de un fractalis? Había fuego también...
La luz de la linterna comenzó a titilar. Su pulso se aceleró.
Con dedos temblorosos, buscó las pilas en el bolso que colgaba de su cinturón. La oscuridad se cernió sobre ella, envolviéndola como un depredador al acecho.
Consiguió colocar las pilas justo a tiempo. El haz de luz vacilante iluminó apenas unos metros a su alrededor, un frágil escudo contra la negrura opresiva.
Entonces lo oyó.
Pasos. Lentos al principio, pero constantes. Luego, rápidos, casi frenéticos. Ecos que resonaban por la Ciudadela, distantes, cercanos y extraños.
—¿Oliver? —susurró, con la voz cargada de incertidumbre.
El silencio fue la única respuesta. Un silencio pesado, más aterrador que cualquier sonido.
Giró bruscamente sobre sus talones, barriendo con la luz la penumbra circundante. El vacío parecía mirarla de vuelta, absoluto e impenetrable. Pero su alivio inicial fue efímero; sus ojos pronto volvieron a posarse en los cuerpos de los exterminadores. Algo no estaba bien.
El hielo que cubría los cadáveres comenzaba a cambiar. La capa fría y mortal ardía con un fuego azul, serpenteando por las extremidades congeladas y devorándolo todo a su paso. La sangre misma parecía hervir. No las armaduras, o la primera capa que llevaban debajo (la cual imbuían con la energía de sus poderes, enlazándose con el raro metal nihilium), sino que estaban consumiendo la carne, órganos y líquidos. Las formaciones cristalinas, que antes parecían sólidas e inertes, se retorcían como si cobraran vida propia. Eran figuras vacías de forma definida, pero cargadas de una energía ominosa que vibraba con intensidad.
Cecilia se desplomó instintivamente al suelo, rodando para evitar el avance de aquel poder mestizo que irradiaba una fuerza devastadora. El aire a su alrededor se volvía denso, un manto de frío abrasador y calor asfixiante que se mezclaba en una tormenta invisible. Era un abrazo que no daba tregua, arrastrándola hacia algo peor que la muerte: El abismo de la fusión. Dolor hasta la muerte.
Con un esfuerzo desesperado, activó su velo psíquico, el escudo que tantas veces la había protegido en el pasado. Pero incluso mientras lo hacía, supo que algo estaba mal. Un tirón helado y abrasador se enroscó alrededor de su pierna. El dolor la atravesó como un rayo, indescriptible e inhumano, una mezcla de frío que cristalizaba su carne y fuego que consumía todo a su paso. Sentía cómo la piel se desgarraba, los músculos crujían y los huesos cedían ante una presión que no podía resistir. Lentamente.
Gritó, pero el vacío se tragó su voz. Era como si el espacio mismo conspirara contra ella, sofocándola con un silencio aterrador. Aquella parte de su cuerpo parecía ser devorada, transformándose en una condena viviente. El hielo la cristalizaba, prolongado su vida, pero el fuego no le permitiría eso. Lo haría lenta, muy lentamente. ¿Así se sentían los miembros de la Segunda de Tango, al igual que aquel Golem Escarlata? Un choque de elementos híbridos la estaba destrozando, fusionándose en un poder que no podía comprender.
Su pierna comenzaba a convertirse en una estatua de carne y cristal, sólida y frágil a la vez, como un cascarón que amenazaba con desintegrarse desde dentro, dejando las cosas inertes. La sensación era sofocante, como si cada parte de ella intentara escapar de sí misma, fragmentándose en cientos de pedazos.
Intentó concentrarse, invocar la Cianósfera, pero la conexión con su poder era tenue, como si se disolviera en el aire. Su mente, agotada y abrumada, no tenía la fortaleza para sostenerse. No para poder usar el poder de la Cianósfera. La pierna afectada era un peso muerto, atrapada en un híbrido de carne y hielo ardiente. El dolor, aunque brutal, parecía haber desaparecido, reemplazado por una sensación de vacío, de pérdida.
Cecilia supo que su velo psíquico estaba cediendo. Sintió su colapso en un suspiro quebrado, un último vestigio de resistencia que se desmoronaba. La desesperación comenzó a hundirse en ella como un veneno, lento pero implacable. Pensó en Oliver, en lo que aún le esperaba, en el peligro que rondaba la Ciudadela. Él llegaría, pero ¿sería demasiado tarde?
Por un instante que se sintió eterno, logró frenar el avance del hielo ardiente. Pero su pierna seguía atrapada, una aberrante columna de cristal y carne fusionados en una paradoja mortal. La linterna, en su mano temblorosa, iluminó una figura en la oscuridad. Mientras que con la otra, usaba la pistola reaper. Cuando se le acabaron las balas, usó su espada.
Lo que vio la hizo contener el aliento.
Apenas distinguió lo que parecía ser un brazo arrancado, tirado en la penumbra. Sin embargo, la criatura permanecía erguida, envuelta en un halo de oscuridad que danzaba al ritmo errático de su poder. Su espada le había cortado ese brazo mutado, humano, pero no pudo verlo por completo. De por sí ya estaba ocupada como para detenerse a inspeccionar.
El terror se apoderó de ella, crudo y salvaje, consumiendo cualquier pensamiento racional. Cada aliento era una lucha por no ceder al pánico. El frío, el calor, la presión… todo conspiraba para quebrarla. Sabía que estaba atrapada, pero aún quedaba algo en su interior, una chispa que se negaba a extinguirse.
Cecilia respiró hondo, intentando aferrarse a lo que quedaba de su control. Su poder psíquico era su última línea de defensa, su único asidero en medio de aquel caos. Y no iba a rendirse, no mientras tuviera algo por hacer, algo por lo que luchar.
…
Oliver corría a través de los pasadizos oscuros, sus pasos resonando como un eco de su desesperación en la quietud. La luz vacilante de la linterna apenas lograba desgarrar la densa negrura que lo rodeaba. Su cuerpo, agotado por el tiempo pasado en el Reino de la Prisión, le respondía a regañadientes. Las piernas entumecidas parecían cargadas de plomo, cada zancada más pesada que la anterior. Quiso detenerse, dejarse caer al suelo y descansar durante días. Años. Pero la angustia lo empujaba hacia adelante, arrastrado por el eco persistente del grito de su confidente.
La oscuridad de la Ciudadela lo envolvía como una manta opresiva, y el aire frío cortaba sus pulmones como una cuchilla con cada respiración. Finalmente, tras una eternidad sofocante, encontró el lugar donde Cecilia yacía, y la escena destrozó el último vestigio de esperanza que quedaba en su pecho.
Cecilia estaba allí, desmadejada, una sombra rota de lo que alguna vez fue. Su cuerpo estaba casi cubierto por cristales de hielo ardiente que brillaban con una crueldad cegadora, clavándose en su piel desgarrada. Su pierna derecha había desaparecido, arrancada por la furia de una batalla perdida, y un fragmento gigante de hielo había quedado incrustado en su vientre, varios pequeños en otras partes del cuerpo. Cruel recordatorio de su sufrimiento. Su corto cabello caoba, chamuscado y empapado de sudor, caía sobre su rostro pálido, pegado a su piel por la humedad y el dolor.
Apenas podía abrir los ojos, pero cuando lo hacía, sus pupilas buscaban a Oliver con una mezcla desgarradora de desesperación y dolor, un grito silencioso que perforaba su alma.
Con manos temblorosas, Oliver la levantó, sintiendo cómo la vida de ella se le escurría entre los dedos como agua. Cada movimiento era un recordatorio de la fragilidad de su ser, como si un leve suspiro pudiera desmoronarla. Las palabras se le atascaron en la garganta, un nudo insoportable que lo dejaba sin aliento. Solo pudo murmurar, su voz rota por la impotencia y el peso de lo que sabía que ya no podía cambiar.
—Sabes que no te dejaré aquí —dijo, con un susurro temeroso de que al alzar la voz también lo hiciera su esperanza.
La oscuridad que lo rodeaba ya no era la amenaza más grande. La amenaza estaba en sus brazos, en la mujer... en su más confiable amiga que se desvanecía ante sus ojos, y en la incertidumbre de un futuro donde el dolor y la desesperación parecían invencibles.
El suelo crujía bajo los pies descalzos de Oliver, un sonido nítido y agudo que advertía que el frío era algo más que una simple presencia en el aire. Un fragmento de hielo ardiente cayó de su cuerpo, desprendiéndose con una sacudida. Sin pensarlo, Oliver canalizó su energía psíquica. La conexión fue instantánea: La lanzó lejos. Al menos, ese veneno no lo amenazaría más. Pero el fragmento que realmente la mataba seguía incrustado, y Oliver se aferró a la desesperada creencia de que aún podía salvarla. Después de todo, portaba el título de Psíquico entre Psíquicos.
En la distancia, oyó pasos. Lejanos, pero audibles. El enemigo se acercaba. Rápidamente.
Oliver no dudó. Activó la Teleportación Vinculante. En un destello de pura energía verde azulado, intercambió su posición con la del fragmento de hielo. El aire se distorsionó a su alrededor, y al instante, el poder de la criatura que los acechaba se materializó frente a dónde debió de estar el prisionero.
Pero no había terminado. El enemigo no se limitaba a un solo muro de hielo mortal. No. Se alzaron más, apilados como capas de condena. Oliver sintió la furia ardiendo en su interior, una necesidad visceral de acabar con aquello, de desafiar al enemigo de una vez por todas. Gritó, su voz desgarrando el aire como un desafío al vacío. Aquella cosa huyó.
Entonces, un temblor recorrió su cuerpo. Cecilia, en sus brazos, se estremeció. Una tos violenta la sacudió, su rostro palideciendo al instante, como si la vida misma se estuviera desvaneciendo de su ser. De su boca brotaron sangre y saliva, manchas rojas contra su piel mortecina. El mundo alrededor de Oliver parecía desmoronarse.
—No... no otra vez... —musitó para sí mismo, su voz quebrada por el peso de la realidad. Recordó lo que había pasado hacia unos años. Solamente observó como todo sucedía. No podía hacer nada.
La brutalidad del momento lo golpeó con fuerza. Un golpe de realidad, nuevamente. La muerte reclamaba a Cecilia, y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo. El dolor lo inundó, profundo e irremediable. Pero el sufrimiento no podía ser su único destino. No podía permitirse caer.
Con las lágrimas resbalando por sus mejillas, Oliver se arrodilló, depositando el cuerpo de Cecilia con una suavidad que contrastaba con la tormenta que rugía en su interior. Su respiración agitada ensordecía todo lo demás.
—Híbrido... —susurró Cecilia, su voz apenas un susurro, pero las palabras cayeron sobre él como un eco eterno. La palabra reverberó en su alma, dejando un peso que comenzaba a hundirlo.
Nadie, ni siquiera en ese instante, entendía la verdadera magnitud de aquella horrorosa palabra. No aún. No hasta que el mundo entero se viera arrastrado por las tragedias que traería consigo.
Oliver se levantó, su rostro vacío, perdido en la oscuridad del futuro. La pérdida de Cecilia dejaba un agujero profundo en su pecho, pero algo en él comenzaba a endurecerse. Ya era suficiente. El dolor se transformaba en una determinación férrea, inquebrantable. Cargó el cuerpo inerte de su amiga, sabiendo que, aunque no había forma de devolverle la vida, la misión seguía intacta. Había un enemigo que derrotar. Traidores que eliminar. Y este ser... Se volverían a encontrar. Pero no era el momento, no era el lugar. Tenía cosas más apremiantes que hacer,
Pero había más. Un secreto sobre su propio ser que aún le era esquivo. Y no menos importante, la búsqueda de un ente con un nombre: Palabra del Mundo. Aquella cosa… por las buenas o por las malas, le responderá todas las preguntas que rondan en su cabeza.
Había mucho, mucho por hacer, muchas piezas aún por mover.
Pero esto... Esto apenas era el principio del fin.