Cecilia mantuvo su postura rígida, impasible, mientras el holograma del mapa fluctuaba tenuemente ante la mirada del teniente. Sus ojos, oscuros y analíticos, trazaban líneas invisibles sobre las rutas marcadas, evaluando cada alternativa como un estratega curtido. Pero para Cecilia, cada latido del proyector era un recordatorio de lo efímero del tiempo. Cada segundo robado aumentaba la presión que sentía en el pecho, una urgencia que ardía como brasas al rojo vivo. El objetivo estaba cerca, tan cerca que casi podía sentirlo pulsar al otro lado de la Ciudadela. Y fallar no era una opción. Poco a poco, la cortesana empezaba a manifestar su habilidad psíquica: Cianósfera. Un gas tenue de un verde azulado comenzaba a manifestarse. Se esforzó por hacerlo lo más tenue posible.
En la penumbra del refugio, el ruido metálico de cerrojos y tapas interrumpía el silencio a lo lejos. Kalis y Francorion, apartados, inspeccionaban las cajas de suministros. Aunque sus movimientos parecían despreocupados, sus miradas rápidas hacia el intercambio entre Cecilia y el teniente delataban un interés cauteloso. El exterminador restante, que se encontraba con la cortesana y su líder, se concentraba en limpiar su equipo, centrándose en la mascarilla. Pero, aun así, las palabras tensas que empezaron a brotar de los labios del teniente resonaron demasiado fuerte como para ser ignoradas.
—¿Qué te sucede, Ryford? —inquirió el teniente, con la precisión de una hoja que busca la grieta en una armadura—. No pareces estar en lo que haces. ¿Hay algo que no estás diciendo?
El aire se volvió pesado. La presencia del teniente era una constante amenaza, un recordatorio de que no podía cometer errores. Y, aun así, Cecilia sintió el helado escalofrío de haberlo hecho ya. La Cianósfera. Quizá él la había visto usarla. Ahora debía manejar las consecuencias.
Con un movimiento lento y deliberado, se retiró el casco. Su corto cabello caoba cayó sobre sus hombros, un gesto calculado que pretendía desviar la atención hacia algo más humano, más familiar. Su voz, liberada de los filtros, resonó firme y mesurada, pero contenía la cadencia de quien camina sobre una cuerda floja.
—Teniente —su mirada buscó la suya, desafiándolo con una calma que no sentía—, ya le he comunicado mis preocupaciones.
El teniente bufó, cruzando los brazos.
—¿Preocupaciones? —repitió, su tono cargado de un filo que exigía claridad—. No tengo tiempo para vaguedades, Ryford. No puedo dejar que alguien en este grupo esté distraído. Mucho menos si hace que algunos de mis subordinados les suceda algo. Si hay algo que necesitas decirme, dímelo ahora.
Cecilia inhaló profundamente, sabiendo que la línea entre la verdad y la mentira debía ser trazada con precisión quirúrgica. Una verdad parcial. Solo lo suficiente para distraerlo, pero no tanto como para desvelar su objetivo real.
—Es sobre los disturbios en los concordatos de los Dominios Norte y Sur —dijo con la perfección ensayada de quien mide cada palabra—. Comenzaron hace unos días, y hay indicios de que podrían escalar. Sospecho que algo más grande está en juego, algo que amenaza la estabilidad de la Corona.
El teniente frunció el ceño. Su escepticismo era palpable, pero también lo era su precaución. Cecilia sostuvo su mirada, su serenidad apenas agrietada por el peso de la tensión.
—Mi lugar está junto al Rey en momentos de crisis —continuó, inclinando apenas la voz hacia la lealtad inquebrantable—. Pero hasta entonces, mi prioridad es esta misión. Estoy comprometida a cumplirla. —Cada palabra era un cálculo, un intento de cerrar el tema sin dejar espacio a nuevas preguntas.
El teniente permaneció en silencio por un instante, evaluándola con la precisión de un bisturí. Finalmente, asintió con una mezcla de resignación y control. Más por el lado de la resignación.
—Lo que ocurra en los concordatos no es nuestra prioridad. Ni si quiera es de nuestro interés. Tu Rey tiene a suficientes guardianes: la Silentium, Satella, incluso la Tiradora Divina y la Guardia Real. Nuestro deber aquí es claro: Reagruparnos con el resto de las escuadras y volver a Tango. Las discusiones vendrán después.
Cecilia asintió, aunque su mente ya trazaba un camino distinto. La ansiedad, contenida como agua detrás de una compuerta, amenazaba con desbordarse. La idea de enfrentarse a todo el escuadrón completo era una sombra que se cernía sobre ella, asfixiante. No podía permitir que llegaran a Tango. No ahora.
El teniente y el exterminador restante ajustaban sus cascos, apresurados, intentando sellarse tras las mascarillas mientras la ventana de oportunidad se cerraba con un tic-tac invisible.
Cecilia no esperó más. Activó la Cianósfera. Un gas verde azulado brotó de su cuerpo, expandiéndose como un río venenoso que se enroscaba en el aire. El poder vibraba dentro de ella, una corriente viva que amenazaba con desbordarse. Con un gesto decidido, redirigió la nube antes de que la envolviera, su control psíquico tensándose como una cuerda al límite.
El gas alucinógeno se filtró en las mascarillas, incompletamente aseguradas. Los exterminadores reaccionaron con reflejos entrenados, retrocediendo en movimientos fluidos, pero la neblina los persiguió, insidiosa, robándoles el control con cada respiración.
Cecilia exhaló, pero no era alivio lo que sentía. Su determinación ardía más fuerte que el miedo. Era ahora o nunca.
—¡Incapacítenla! —rugió el teniente, su voz atravesando el caos.
El grito fue un golpe que redobló su adrenalina. Giró sobre sus talones, cada fibra de su cuerpo vibrando con la urgencia del momento. El gas ya estaba haciendo su trabajo, infiltrándose en los pulmones de sus enemigos, pero el ritmo lento de sus efectos se le antojaba insuficiente.
¿Y si no inhalaron lo suficiente? ¿Y si reaccionan antes de caer?
No esperó a comprobarlo. Lanzó una granada de humo. El silbido metálico de la detonación fue seguido por una explosión de densas nubes grises que envolvieron la escena. Más ruido, más confusión. Más oscuridad y menos visibilidad. Era su única ventaja.
Con movimientos precisos, se colocó el casco, una barrera firme contra su propio veneno gaseoso. A través del manto caótico de humo y niebla, las ondulantes serpentinas verde azuladas se retorcían como si danzaran en una macabra coreografía. Debían de expandirse en dirección hacia Kalis y Francorion.
Por favor, que no tengan mascarillas... Rogó en su mente.
El rugido de un viento colérico azotó el corredor, retorciendo el aire en un remolino frenético que casi la derribó. Lo reconoció al instante: Una habilidad mágica. No obstante, no dejó de lanzar un par de granadas de humo más, cada explosión alimentando el caos mientras intentaba ganar segundos preciosos.
De repente, un destello rasgó la penumbra. Garras espectrales de color verde azulada, emergieron de la bruma, desgarrando el humo como si partieran la realidad misma. Las sombras parecían cobrar vida, persiguiéndola con una intención letal.
Cecilia apretó los dientes. La línea entre el escape y la fatalidad era demasiado delgada, pero sabía exactamente a dónde debía llegar.
Francorion... Se supone que me debes incapacitar, no intentar asesinar... Pensó con amargura.
Los exterminadores se dispersaron, sombras deshilachándose en la niebla, pero la cortesana, ágil y astuta, se movía como un espectro entre el caos.
Entonces, lo vio. Una figura imponente emergió de la bruma, sólida como un monolito. El teniente. El triple faldón de batalla, al igual que su manto rojizo oscuro, y adornos que llevaba consigo, ondulaban por su velocidad. En su mano derecha, desnuda, un brillo metálico bronce pulsaba con energía.
Una espada enana.
—Mierda... el poder de un artígmico —murmuró Cecilia, sin poder evitar la sorpresa.
La hoja era un espectáculo intimidante: un filo gris acerado, bordes de bronce chisporroteando con energía arcana, y una empuñadura negra como la medianoche.
El teniente avanzó, su arma irradiando un poder contenido, como una tormenta lista para desatarse. Cecilia alzó su cuchillo táctico, mientras invocaba su velo psíquico para reforzar su defensa. Quería usar la espada, pero lo más rápido era sacar el cuchillo de su vaina.
El choque fue catastrófico.
La espada impactó contra el escudo psíquico y el cuchillo con una fuerza que resonó como un trueno, lanzándolos a ambos por los aires. Fragmentos del escudo se dispersaron en destellos luminosos, mientras la espada se desmoronaba en polvo brillante; sin embargo, estaba lentamente iniciando una lenta reconstitución.
Ambos aterrizaron pesadamente, el eco de su colisión reverberando en los muros. El teniente fue el primero en caer, sangre oscura manchando su rostro. Cecilia, jadeando, se sacudió el dolor que quemaba cada músculo. Su casco estaba destrozado, el comunicador… inservible.
Por eso odio enfrentarme a otros usuarios u objetos proveniente de los poderes... Pensó con frustración.
Sin dudarlo, se escabulló en la penumbra del pasadizo, sus pasos resonando como ecos de una victoria incierta.
…
Los mecanismos de la puerta de piedra cedieron finalmente con un crujido sordo, el eco retumbando por los oscuros corredores. Cecilia empujó la puerta con manos temblorosas, los dedos endurecidos por el polvo y la sangre seca que formaban costras irregulares sobre su piel. Había partes desgarradas de su vestimenta. Pequeños montículos de tierra cayeron de su ropa al suelo mientras cruzaba el umbral, dejando atrás no solo la batalla, sino también una parte de sí misma.
El pasillo que la recibió era un angosto túnel de penumbra, opresivo y gélido. La luz apenas arañaba las sombras, un resplandor espectral filtrándose desde algún lugar distante. En las alturas, unas colmenas de criaturas fosforescentes yacían, su tenue brillo incapaz de iluminar todo.
En el centro de esa penumbra, el prisionero permanecía inmóvil, encorvado y con la cabeza inclinada hacia adelante. Sus brazos extendidos estaban atrapados en grilletes negros que parecían más vivos que inertes. Las cadenas, retorcidas como raíces malignas, drenaban su fuerza con un propósito despiadado. O al menos lo suficiente para mantenerlo sometido.
Cecilia avanzó con pasos rápidos pero tambaleantes, el eco de sus botas resonando como un compás que marcaba su frágil resolución. Al llegar junto a él, se quitó el casco con un movimiento brusco, inhalando profundamente el aire rancio. Una tos seca escapó de sus labios, pero no se detuvo. Sus manos temblaban mientras luchaba con los grilletes, los dedos apenas respondiendo. El metal negro absorbía no solo su fuerza, sino su poder psíquico.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —La voz del prisionero era apenas un murmullo, un hilo de sonido que se disipaba antes de llenar el espacio. Sus palabras no parecían dirigirse a nadie en particular; solo quería romper el peso del silencio.
—No importa eso ahora —respondió Cecilia, su tono entrecortado mientras liberaba la última cadena. Al soltarla, un estremecimiento recorrió su cuerpo, como si el contacto la hubiese vaciado. Cayó de rodillas, jadeando con dificultad, pero sus ojos nunca abandonaron la figura del hombre frente a ella.
Él dejó escapar un suspiro, largo y profundo, como si con él se evaporara una pequeña parte del tormento que lo mantenía encadenado. La oscuridad parecía retroceder ligeramente con la llegada de Cecilia, como si su sola presencia lograra ahuyentar las sombras más profundas.
—Sabía que lo lograrías —murmuró él con voz débil al reconocerla, las ráfagas caóticas de su poder psíquico comenzando a calmarse, reuniéndose como brasas al borde de encenderse—. Sabía que llegarías a mí, Cecil.
Cecilia esbozó una sonrisa agotada, el reflejo de una batalla que no solo había sido física. En su mirada se leía algo más que cansancio: Una promesa inquebrantable.
—Nuestros aliados están generando distracciones en los concordatos —dijo, su tono casual cargado de una gravedad implícita—. Gladiar, Elysium, incluso Apiaria Prime, pero es solo humo. Una tapadera.
Una débil risa escapó de los labios del prisionero, iluminando por un instante sus ojos azul marino con un destello de ironía. Todo estaba en marcha, como se planeó.
—¿Tan mal me veo? —preguntó, intentando arrancar algo de ligereza al momento.
—Sí —respondió Cecilia sin titubear, sus labios curvándose apenas en una sonrisa sardónica—. Pero no importa. Te sacaré de aquí, Jea... Oliver. Lo haremos juntos.
La calma entre ellos fue breve, cargada de un entendimiento tácito. Compartieron agua y unos instantes de descanso contra la pared rugosa, cada respiración un recordatorio de que aún había vida, aún había tiempo. Pero el estruendo no tardó en irrumpir. Un temblor en el aire sacudió la sala, seguido de una vibración lejana que se mezclaba con el sonido de explosiones y disparos en cascada.
—Debemos movernos —dijo Cecilia, su tono firme y urgente. Sus ojos se endurecieron al reconocer el retumbar del arma tempestad. Sabía muy bien para quién estaban destinadas (no eran para los velocimánticos). Reconoció que la arma no estaba en el modo "Única Bala", sino la de "Fuego automático".
Antes de que pudiera reaccionar del todo, algo más capturó su atención. Un sonido distinto, agudo y cristalino, fuerte y calorífico... eso cortó el caos como una nota discordante. Era como si el aire mismo estuviera cristalizándose, retorciéndose bajo una fuerza extraña y antinatural.
…
Los exterminadores avanzaban con pasos medidos por los oscuros corredores, cada uno en un estado de alerta que electrizaba el aire. Francorion y el teniente contenían a una muchedumbre de mutantes que se retorcían y aullaban, sus ojos encendidos con una mezcla de odio y desesperación voraz. Más adelante en los corredores del túnel, Kalis y el exterminador restante luchaban codo a codo con la Tercera de Tango, enfrentándose a una emboscada letal. Los velocimánticos se movían con rapidez desquiciante, mientras dos acrománticos, masivos y ominosos, cerraban el cerco con pasos que parecían aplastar el mismísimo suelo.
El caos era absoluto. El escuadrón Tango estaba al borde de la fragmentación, cada escuadra librando su propia batalla. Sin embargo, la coordinación persistía: Mientras la Primera intentaba maniobrar hacia las posiciones de la Tercera, el resto contenía las hordas de mutantes y variantes por igual. Los disparos de la tempestad rugían, impactando con fuerza sobre los acrománticos. Esas criaturas… los Golem Escarlata eran descomunales. Avanzaban con movimientos lentos pero cargados de una fuerza inhumana, cada paso resonando como el preludio de una catástrofe.
Pero la amenaza más inquietante era otra: Un poder mestizo y extraño, atacaba al dúo de la Segunda. Era una fuerza que combinaba fuego y hielo, chocando contra cerca de ellos con una ferocidad que desafiaba toda lógica. Desde las alturas de la Ciudadela al norte, entre túneles sombríos que coronaban el enclave, este ataque invisible caía con precisión brutal. Cobarde. Mortal.
Un rugido profundo reverberó en la oscuridad, anunciando la llegada de otro Golem Escarlata, imponente. La criatura emergió del abismo como un coloso, una montaña de músculos robustos. Con casi tres metros de altura, su figura proyectaba una sombra abrumadora. Los ojos, dos brasas de agresión primitiva, recorrieron el campo con una inteligencia salvaje. Sus largos brazos se balanceaban con cada paso, y de su boca goteaba una secreción casi sólida. Al contacto con el suelo, comenzaba a arder. Una de sus manos era temible… Parecía una garra con largas cuchillas bien afiladas. Todo era orgánico, a su manera: Mutante.
El ataque mestizo impactó de repente contra el brazo izquierdo de Francorion. Un dolor indescriptible lo atravesó, una punzada de frío mordiente y calor abrasador que parecía infiltrarse en la armadura y la primera capa, desgarrando su carne. Se estremeció, pero apretó los dientes y siguió adelante. Ceder no era una opción.
El comunicador chasqueó con estática antes de que un mensaje cortara la tensión: La Primera ya se había reunido con la Tercera. Una unión tardía, pero vital. La voz áspera del teniente rompió el silencio.
—¡Capitán! Tenemos que reagruparnos de inmediato. ¡Algo nos ataca! ¡Tal vez sean esas disrupciones tormentosas! —informó, mientras sus ojos se posaban en el brazo herido de Francorion, su subordinado, donde la armadura parecía hervir y congelarse a la vez. Luego, pensó: Es como si un hechicero con su atributo de fuego y un fractalis de hielo hubieran combinado sus poderes...
Con precisión mecánica, el escuadrón Tango inició la retirada. Los pasos resonaban como tambores de guerra en los corredores, mientras algunos disparaban hacia las sombras que ocultaban a la amenaza superior.
De pronto, un cúmulo de energía ardiente y gélida se estrelló contra un pilar cercano. El impacto retumbó como un trueno, lanzando fragmentos de piedra por el aire. Francorion vio el rastro del ataque extendiéndose como una onda expansiva, amenazando con engullir a su equipo. Aquello, lo que fuera, no distinguía entre aliados y enemigos.
—¡Granadas! —gritó un hechicero de la Primera.
El grupo reaccionó con la sincronización de veteranos: Los explosivos incendiarios estallaron en un destello carmesí, y los hechiceros manipularon las llamas, guiándolas hacia los mutantes y variantes que rondaban el lugar. Entre los destellos de fuego y hielo, la criatura seguía escondida. Parecía una pesadilla salida de las profundidades mismas de la realidad. El infierno en vida. Eso se convirtió la Ciudadela.
Mientras la Primera y la Tercera disparaban a los mutantes y variantes, la Segunda cubría su avance con disparos precisos, resistiendo contra viento y marea. Pero cuando la Segunda emprendió la carrera hacia la posición defensiva en la que ahora se encontraban las escuadras restantes, el aire se desgarró con un rugido ensordecedor. Un muro, mitad fuego, mitad hielo, se alzó frente a ellos, bloqueando su salida. El calor azul abrasador y el frío azul celeste cortante colisionaban en una tormenta de destrucción, como si los elementos estuvieran en guerra consigo mismos.
Estaban atrapados.
Al volverse, vieron cómo un océano de llamas y glaciares combinados se extendía detrás, devorando todo a su paso. Mutantes y variantes caían como hojas arrasadas por una tormenta furiosa, sus cuerpos desmoronándose bajo la furia implacable. No había distinción, no había misericordia: Sólo una destrucción sin rostro, insaciable.