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Chapter 6 - Cuatro | La Última Jaula.

La Operación: Nudo de Espinas había concluido con éxito, pero el costo se grabó en el aire como un lamento perpetuo. Las siluetas chamuscadas de las embarcaciones flotaban en la superficie como tumbas desoladas, mientras los equipos de rescate trabajaban con prisa para salvar lo que quedaba. Aunque dos de las equilibradas naves clase Centurión y tres de la ágil clase Vespera se habían perdido, lograron recuperar supervivientes atrapados en las cubiertas sumergidas. También recogieron artillería, municiones y suministros esparcidos entre los restos, asegurándose de que el sacrificio no fuese en vano.

El Taranis y el Nova Imperialis seguían a flote, pero apenas. Sus cascos ennegrecidos exhalaban humo mientras las grietas, serpenteando como venas abiertas, marcaban las cicatrices de una batalla devastadora. Sobre sus cubiertas, la tripulación trabajaba en un silencio sepulcral, un ballet de sombras y sudor bajo la luz tenue de las estrellas. Los ecos de la batalla parecían desvanecerse en el vacío, dejando atrás un silencio que pesaba tanto como la propia oscuridad. Solo los crujidos de las estructuras dañadas, el frío de la noche y los murmullos ocasionales rompían la tensa calma, como un susurro de advertencia desde el corazón del abismo. También, de vez en cuando, las luces iluminaban ciertos enjambres que seguían acosándolos.

Aunque el Señor del Enjambre había sido capturado, su enjambre persistía, un vestigio errático y peligroso. Sin la principal mente coordinadora, las aberraciones aladas parecían desconcertadas, no tanto, por parte de los Lúmenarcas... Pero nadie osaba bajar la guardia. Los gritos inhumanos y el zumbido alienígena todavía reverberaban en los rincones de cada mente, un recordatorio constante de que la amenaza no había desaparecido del todo. Cada cierto tiempo, se oían los disparos de las torretas y los interceptores.

En el puente del Nova Imperialis, Ragnar, cortesano de la Corte Imperial junto a Dranael Mersial Oliton, Gran Maestre de la Ordo Exterminatorum, observaban el caos controlado con la mirada fija. Dranael tenía una postura estoica, una figura de autoridad incuestionable incluso bajo las luces parpadeantes y los informes de daños o ataques que llenaban el ambiente. Bajo la armadura negra mate marcada con evidentes daños y cicatrices del combate de hace horas, su mente se enfocaba en el próximo movimiento. No podía mostrar debilidad ante los imperiales, mucho menos frente a su Guardia de Honor, los Campeones que se habían jugado la vida junto a él. Sus más confiables camaradas.

La espada reliquia, Mil Voces, descansaba en su espalda, cubierta de sangre seca y reluciendo con un aura tenue, casi imperceptible. Era un artefacto envuelto en misterio, la joya más antigua y venerada de la Ordo. Pasada de Gran Maestre a Gran Maestre. Nadie entendía completamente cómo había sobrevivido a tantas batallas, cómo su esencia no se había agotado como ocurría con otras reliquias. Dranael no necesitaba respuestas; el poder de Mil Voces era suficiente para sostener la fe de los suyos. Su silueta, con la espada proyectándose tras él como una sombra vigilante, era un recordatorio constante de su papel como protector y líder.

El choque con el flagelomante había sido un tormento físico y mental. Cada golpe de sus hachas gemelas resonaba con una gran brutalidad. Las vibraciones de los impactos recorrían los pasillos metálicos del Nova Imperialis, mientras el aire se llenaba del acre hedor de sangre y óxido. Dranael, en medio del caos, no podía permitirse un solo instante de duda. Las cadenas de contención habían fallado una vez; él no podía permitirse lo mismo.

Su mente trabajaba con la precisión de un guerrero veterano, analizando cada movimiento del Rey de los Cielos. La criatura era un maestro de la brutalidad estratégica, sus ataques calculados para desarmar y quebrar defensas. Pero Dranael también era un estratega. Observó cómo la carga mental de controlar el enjambre debilitaba a su enemigo (aun cuando tenía a los Praetor para apaciguar la carga sináptica) y usó cada oportunidad para presionar donde más dolía.

La espada reliquia, Mil Voces, con su filo brillante y su canto inaudible, se convirtió en una extensión de su voluntad. Cada golpe era acompañado por un eco sutil, un susurro que solo el flagelomante parecía escuchar. Cuando finalmente encontró la grieta en la monstruosa anatomía de la variante mutante, todo el campo de batalla pareció contener la respiración. Fue un golpe preciso, no devastador; Lo necesitaban vivo. Abrió la brecha necesaria para las cadenas reforzadas. El brillo de Mil Voces se intensificó por un instante, como si la reliquia misma celebrara la victoria.

Desde el puente de mando, los Archivistas observaban con fascinación. Cada movimiento de Dranael era registrado en crónicas y grabaciones, una historia que sabían sería contada en el Imperio. Sus plumas y tabletas nunca cesaban, capturando los detalles de una batalla que marcaba un hito en la historia de la Ordo Exterminatorum.

En las cubiertas inferiores, un joven tripulante observaba la contienda en la lejanía. La sangre de las paredes y el suelo, los cuerpos inertes en la jaula carmesí… el flagelomante los había matado por entrometerse. Solo quería apoderarse de aquella arma bastante llamativa. Por lo que, debía matar a su portador. Nadie debería interferir.

—El Gran Maestre… no hay nada como él —murmuró, observándolo. Había admiración en su voz, pero también temor. Aquel hombre no era solo un líder; era un titán entre mortales.

Finalmente, entre los guerreros, Savit Elandar Castro, uno de los Campeones Exterminadores, estaba a la espera, pero por mientras reflexionaba. Su armadura estaba cubierta de restos del combate, su hacha también estaba marcada por la batalla. Sin embargo, su postura era firme. Observó a Dranael, a su líder, desde la distancia, capturando cada detalle de su liderazgo. Había visto cómo el Gran Maestre se enfrentaba al flagelomante con una determinación que desafiaba lo imposible. Savit sabía que aquel momento sería recordado por generaciones de futuros exterminadores. Tal cual, como se recuerdan las grandezas de los líderes y héroes de la Ordo.

Cuando las cadenas finalmente aseguraron al flagelomante, el campo de batalla cayó en un silencio opresivo. Dranael, con una calma calculada, se acercó a las hachas gemelas del Rey de los Cielos y se las adueñó. Sus ojos se encontraron con los del monstruo capturado, un desafío silencioso entre dos titanes. Fue un gesto simbólico, un recordatorio de que incluso las criaturas más temibles pueden ser doblegadas.

El Señor del Enjambre, con ira en sus ojos, no olvidaría aquella humillación.

La lucha había terminado, pero el eco de su impacto seguiría resonando, un recordatorio del precio de la victoria y del poder de la Ordo Exterminatorum entre los imperiales. En las estrellas, las cicatrices del combate persistirían, como heridas abiertas en la inmensidad del cosmos, mientras la humanidad preparaba su siguiente movimiento en un juego de supervivencia que parecía no tener fin.