Lunes, 25 de diciembre del Milenio II, Año 490 de la Quinta Era: Desarrollo.
El viento en el bosque serpenteaba entre las ramas y arrancaba murmullos constantes de las hojas. Su danza incesante se mezclaba con los pasos sobre la vegetación de los pies de la pequeña comitiva, que avanzaba con determinación, dejando atrás el vehículo que los había traído hasta aquel lugar remoto, en algún rincón del vasto Dominatus Aegis.
La cortesana, envuelta en un manto de terciopelo oscuro que parecía absorber la luz del entorno; descendía por el terreno, con calma. Sus pasos apenas perturbaban el suelo cubierto de tierra, piedras dispersas y raíces, como si su presencia fuera parte del paisaje mismo. A cada ráfaga de viento, su manto se agitaba como un espectro danzante, reflejo de la solemnidad de su misión. E igualmente, chocaban contra ciertas partes de su armadura de metal, ligero y liso junto al cuero. Era de color gris metálico.
Por detrás, los guerreros de la segunda escuadra de Tango, miembros de la Ordo Exterminatorum, marchaban con una presencia pesada y dominante. Sus pasos resonaban con un eco metálico y acompasado que parecía marcar el paso del tiempo. Las armaduras, forjadas en Nihilium [Metal resonante.], absorbían la escasa luz que se filtraba a través del dosel arbóreo. A pesar de que el día se mantenía soleado, el negro mate de sus armaduras tragaba las sombras, creando una perturbadora simbiosis entre ellos y el bosque. Cada movimiento hacía ondear los faldones de batalla y el manto de su teniente. Al entrar en la boca de la cueva, sus ecos se hicieron aún más marciales, como si fueran heraldos de un destino ineludible.
Dentro de la cueva, las paredes húmedas devolvían ecos amortiguados, mezclados con los susurros del poco viento que se colaba por la entrada. La cortesana mantenía su mirada fija al frente, desafiando la oscuridad que parecía extenderse sin fin.
A su lado, el teniente marchaba con paso firme, pero su mente estaba distante, perdida en pensamientos que no podía despejar. Bajo su casco, su ceño no delataba su preocupación, pero el ritmo contenido de sus pasos reflejaba la tensión interna que no lograba disipar. Escuchaba las palabras de la cortesana, que hablaba de disturbios en los concordatos de las capitales imperiales, pero sus pensamientos se mantenían atrapados en otro lugar. El retraso de los aventureros era lo que realmente lo perturbaba. Según el tratado acordado entre el capitán de Tango y los exploradores, debían haberse encontrado ya, reunirse en un punto específico. Sin embargo, eso no sucedió. Los aventureros no llegaron. El teniente sabía que algo había fallado, pero el hecho de que su escuadra hubiera quedado atrás mientras las dos escuadras restantes de Tango ya estaban inmersas en sus objetivos solo reforzaba el mal presagio que sentía.
No obstante, no era el momento para vacilar. No ahora. El teniente sumió esos pensamientos en lo más profundo de su mente, como si fueran un peso que no podía dejar escapar. La urgencia de la misión lo dominaba, y el Torbellino no esperaría. Aquel lugar, oscuro y lleno de secretos, no tenía piedad para los indecisos.
La cortesana no desvió la mirada ni una sola vez. Su destino, al igual que el de todos ellos, los aguardaba en las entrañas de la cueva, un enigma que devoraba a los desprevenidos.
Con cada paso hacia la oscuridad, la luz de la entrada se desvanecía, y el Torbellino los esperaba en las sombras, listo para recibirlos como una bestia al acecho. En ese momento, todos se colocaron las mascarillas, integrándolas a sus cascos, sellando la última barrera contra lo que les esperaba.
MIENTRAS AQUEL GRUPO AVANZABA hacia su objetivo, el otro frente de batalla estallaba en un espectáculo apocalíptico sobre el mar. Las aguas que rodeaban un archipiélago sombrío se habían convertido en un infierno de acero y sangre, donde la lucha por la supremacía era tan implacable como las olas que golpeaban los cascos de los buques. Aunque el sol brillaba en ese rincón del mundo, el cielo estaba envuelto en una oscuridad que iba más allá de lo natural. No eran nubes ni Tormentas de Quiebre [Como unas rupturas atmosféricas.]; era un manto vivo, compuesto por las Aberraciones Aladas, criatura retorcidas que eclipsaban la luz y dejaban en su estela una sensación de muerte inminente.
Un destello cegador rompió la penumbra: Uno de los cañones Tesla de un buque lanzó su descarga eléctrica, iluminando el caos con un resplandor sobrenatural. La explosión cortó una porción de la masa oscura como si fuera tela, sobrecargando y explotando a las criaturas en un parpadeo, pero la victoria era efímera. Las sombras volvían, más densas, más hambrientas. Las torretas y los interceptores disparaban con furia, trazando líneas de luz roja y verde que perforaban el aire y el cuerpo de los enemigos cercanos, obligándolos a alejarse. Pero nunca lo hacían por mucho tiempo.
A cierta distancia, los lanzagranadas rugían, liberando nubes de gas tóxico en ciertas alturas, que se alzaban como espectros letales. Los enemigos que se aventuraban en esas nieblas encontraban su fin en una agonía instantánea, sus cuerpos cayendo al océano como un diluvio grisáceo pálido, inertes, fragmentos corruptos que desaparecían en las aguas embravecidas. Las detonaciones y los disparos se entrelazaban en una cacofonía sin descanso, marcando el ritmo de un conflicto que devoraba todo a su paso.
En el corazón de este huracán de destrucción, la flota imperial se aferraba a su misión: Capturar al flagelomante. Esta figura era la clave para desmantelar la marea de terror que se abatía sobre ellos y, quizás, para entender su comportamiento exterior y del poder sináptico que ejercía sobre el enjambre que gobernaba. Pero antes de alcanzarlo, las naves debían superar el reto casi insuperable de los aerópodos flagélicos, alados y feroces, cuya voracidad no conocía límites, ni siquiera entre los suyos. Pero por encima de ellos, debían eliminar a los aerópodos lúmenarcas, comandantes de las agrupaciones de los enjambres. Cada embestida era una danza macabra de sombras y colmillos que se arremolinaban desde las alturas, su presencia asfixiante como una garra invisible que apretaba el aire mismo.
El Nova Imperialis, buque de clase Centurión, seguía su rumbo. Equilibrado para ser ágil y letal, su diseño era para misiones de captura y asalto. Sus torretas escupían fuego, perforando las filas enemigas con una precisión quirúrgica. Cada proyectil iluminaba brevemente la negrura, revelando el caos que se desplegaba en todas direcciones, antes de que la oscuridad retomara el control. A su alrededor, otras naves se mantenían en formación cerrada, trabajando en un concierto mortal para resistir la embestida.
Pero ninguna imponía tanto respeto y temor como la Taranis, un coloso de clase Oblivion que dominaba la escena con su imponente presencia. Este titán, parte de la prestigiosa Familia Leviathan, no era solo una nave; era un símbolo de la supremacía imperial. Sus cañones Tesla, reforzados por torretas e interceptores (algunas cosas más), y su cañón ígneo, vomitaban destrucción en todas direcciones. Donde apuntaba, el enemigo volador caía, reducido a fragmentos carnosos que salpicaban las aguas como lluvia infernal.
La batalla era total. Las aguas se habían convertido en un hervidero de muerte y desolación. Los restos de los aerópodos flagélicos o Aberraciones Aladas, se acumulaban como detritos flotantes, pero el enemigo seguía avanzando. La flota resistía, pero la pregunta que colgaba sobre cada tripulante era una sola: ¿Hasta cuándo podrían mantener el curso contra una furia y hambre tan desmedida?
…
El Taranis, titánico y majestuoso, giró lentamente hacia estribor. Cada movimiento de la nave era un testimonio de su colosal ingeniería, como el rugido de una criatura ancestral que despertaba para enfrentar la devastación. El acero y los engranajes se tensaban en una sinfonía de fuerza, mientras las torretas giraban con precisión implacable. Los cañones ígneos desataron un torrente de llamas abrasadoras; las filas de las Aberraciones Aladas que intentaban reagruparse en enjambres más pequeños y letales eran quemados vivos. Sin embargo, la marea enemiga continuaba su asalto, una ola interminable de cuerpos insectoides y membranosos, sombras que devoraba todo a su paso.
En la cubierta, los marines y oficiales de cubierta disparaban con sus armas reaper. Las criaturas atacaban con ferocidad, a veces dirigiéndose hacia las armas principales de las embarcaciones, otras veces lanzándose directamente sobre los humanos, buscando consumirlos en una orgía de caos y muerte. Las balas perforaban el aire, derribando a los enemigos más cercanos, pero las garras, zumbidos y colmillos seguían acechando.
A lo lejos, desde otras embarcaciones, la segunda flota imperial estaba volviendo para otro asalto. Los subtenientes observaban la batalla con miradas tensas. Las masas enemigas se desdibujaban en la distancia, pero lo poco que alcanzaban a distinguir era suficiente para helarles la sangre: formas rápidas y deformes, sus cuerpos eran rugosos, membranosos, con un tono grisáceo pálido, mientras sus articulaciones retorcidas se movían con una cadencia aerodinámica.
El Nova Imperialis, por su parte, se lanzó hacia el epicentro del conflicto. La nave cortaba el agua y las sombras con su presencia, mientras el capitán, firme e imperturbable, orquestaba cada maniobra con precisión. Las órdenes se transmitían entre gritos y estruendos por los comunicadores, intentando resonar por encima del caos. La tripulación mantenía la moral alta gracias a los Caballeros de la Fe, de los Templarios [Milicias Sacras de las Iglesias.], cuya presencia imponía calma y determinación, incluso en medio de la tormenta de fuego, balas y sombras.
La emisión crepitante de un cañón Tesla en el Taranis iluminó la escena, rasgando la oscuridad con un destello que parecía dividir el cielo. La descarga cortó a través de cientos de aerópodos flagélicos y los lúmenarcas o también llamados Praetor, reduciendo sus cuerpos a fragmentos carnosos que llovían sobre las aguas.
En el puente del Nova Imperialis, el capitán observaba con una mezcla de concentración y creciente inquietud. La amenaza no venía solo desde el cielo. Las Aberraciones Aladas, comandados por los Praetor, con sus colmillos y garras afiladas, se habían adherido a los francobordos de la nave. Una sustancia viscosa, luminiscente y corrosiva, se extendía, comenzando a erosionar su estructura. El capitán apretó los puños. Esa peste no solo ponía en peligro la integridad del navío, sino que, si se propagaba, podría convertir al Nova Imperialis en un cascarón vacío, condenado a hundirse.
El verdadero horror era el alcance de esa corrupción. Las criaturas no solo buscaban devorar el acero; su pestilencia prometía un destino peor. Las quemaduras por contacto eran brutales, y si la sustancia lograba entrar al interior de la nave, los hombres y mujeres a bordo sufrirían un destino que ningún soldado imperial debería enfrentar. No había tiempo para titubeos. La necesidad de atraer al Señor del Enjambre era imperativa.
El Nova Imperialis rugió una vez más, lanzándose de lleno en la vorágine. Los motores se alzaron al máximo, y los Interceptores siguieron disparando, perforando las sombras con una ferocidad renovada.